Hace una semana, Kenia fue escenario de enormes protestas contra el presidente William Ruto. Esto se dio en el marco de una creciente brutalidad policial, en particular tras el asesinato de Albert Omondi Ojwang.
Omondi, un profesor de 31 años, fue detenido el pasado 07 de junio por “publicar información falsa” en tweeter (X), luego de que compartiera una denuncia por casos de corrupción en la Fiscalía. Según la policía, estando detenido se “suicidó” en su celda; sin embargo, el estado del cuerpo apunta a que fue golpeado hasta morir. La policía también se encargó de borrar su perfil en X.
Estas protestas también tienen un elemento de continuidad con las movilizaciones del año pasado. En aquella ocasión, principalmente la juventud, salió a protestar en contra de una reforma fiscal impulsada por el gobierno de Ruto que introducía nuevos impuestos. Debido a la fuerza de las protestas, el gobierno echó marcha atrás con el proyecto.
En esta ocasión, las movilizaciones tuvieron como eje la exigencia de justicia en el caso de la muerte de Albert Omondi y en contra del incremento de la violencia policial. Con mensajes como ¡Ruto debe irse!, ¡Justicia para Albert!, ¡Protestar no es un crimen!, miles de jóvenes tomaron las calles en 17 condados del país.
También, en las movilizaciones se expresó la falta de perspectiva que agobia a la juventud. “No es solo el precio del pan: es que no tenemos futuro” o “Si no mueres de pobreza, mueres por una bala de la policía”, corearon los manifestantes.
Las protestas principales se desarrollaron en Nairobi, capital de Kenia, así como en Kikuyu, donde se incendiaron instalaciones policiales, y en otros lugares donde hubo enfrentamientos con las fuerzas represivas.
En este marco, el gobierno desató una feroz represión. Varios medios de comunicación locales fueron retirados del aire; además, la policía instaló retenes en las carreteras para evitar el desplazamiento de los manifestantes y no tuvo reparo en lanzar gases lacrimógenos, balas de goma y bombas de sonido para dispersar las protestas. Por si fuera poco, el gobierno habilitó el pasado miércoles 10 de julio a que hicieran disparos “a los pies” de las personas manifestantes.
“El país no pertenece a William Ruto. El país nos pertenece a todos. Y si no hay país para William Ruto, no hay país para ustedes», declaró el presidente. Estas palabras ayudaron a incrementar el descontento y, además, contienen un fondo muy autoritario, así como una amenaza velada sobre hasta dónde podría estar dispuesto a llegar.
De hecho, solamente el 07 de julio fueron asesinados 11 manifestantes por la policía, además de que se reportaron decenas de heridos y más de 500 personas detenidas.
Una crisis estructural en un país dependiente
Kenia es la cuarta economía del África subsahariana y representa el 50% del PIB de la Comunidad de África Oriental. Por este motivo, la crisis por el sobreendeudamiento y el incremento en el costo de vida genera preocupación en la región, ya que puede desencadenar un efecto dominó en la región.
La deuda en el país subsahariano alcanzó el 68% del PIB. Dicho problema se repite en más de la mitad de los países de la región. El año pasado, por ejemplo, además de las protestas en Kenia, también hubo movilizaciones contra el incremento en el costo de vida en Lagos, Nigeria, Tanzania y Uganda.
Retomando el caso keniano, en 2021, el gobierno de Ruto adquirió un préstamo de $3.600 millones con el FMI, con el compromiso de reducir el gasto público y aumentar la recaudación fiscal. Fue en 2024 cuando trató de introducir los nuevos impuestos, pero no avanzó debido a las protestas.
Para junio del 2025, el gobierno keniano reconoció que no podía cumplir con las obligaciones del FMI, por lo cual el último tracto del préstamo (de $480 millones) no se ejecutó y, por tal motivo, las autoridades kenianas contactaron al organismo internacional para llegar a un nuevo acuerdo.
Además de eso, Ruto se aferra a otros préstamos internacionales, en particular uno de $1.500 millones con los Emiratos Árabes Unidos y un eurobono de $1.500 millones emitido en febrero.
Lo anterior demuestra la dependencia del país a los empréstitos internacionales, los cuales han servido para financiar infraestructura, al menos esto dice la versión oficial. Sin embargo, dicha inversión se ve permeada por la corrupción estructural del país, pues, como indicó el jefe anticorrupción, en 2016 se perdió un tercio del presupuesto del gobierno por motivo de la corrupción (unos $6.000 millones).
Sumado a eso, la dependencia de Kenia se extiende a otras áreas. Por ejemplo, con el cierre de la agencia USAID por parte de Trump, los programas del sector salud están colapsando, al grado de que hay un desabastecimiento de vacunas -en particular para la polio- y medicamentos para el tratamiento del VIH, lo cual pone en riesgo la salud de miles de personas.
A esto se le suma el problema de la vivienda. En la comunidad de Mathare, luego de las inundaciones del año pasado, el gobierno intervino una zona de asentamientos cerca del río y dejó sin acceso a sus hogares a los habitantes del lugar. Frente a esto, la comunidad se organizó y salió a marchar el año pasado, exigiendo su derecho a la vivienda.
Visto lo anterior, es claro que la crisis en Kenia tiene varias caras, entre ellas la dependencia a los imperialismos y las políticas del FMI que apuntan a beneficiar a los acreedores de deuda a costa de las condiciones de vida de las personas trabajadoras. A eso se le suma el actuar de la burguesía nacional, que va en un sentido similar: desmantelar derechos sociales con tal de proteger sus ganancias.
A pesar de la adversidad, la juventud keniana se levanta y lucha para tener una perspectiva de futuro distinta al ajuste, la pobreza y la brutalidad policial.