La planificación económica y las necesidades sociales

Capítulo 3 de "El Nuevo Leviatán"-Tomo 4: Los intercambios socialistas, de Pierre Naville.

Tomado de Naville, Pierre. Le Nouveau Léviathan 4: les énchanges socialistes. Éditions Antrophos, París, 1974. Traducción especial para Socialismo o Barbarie e Izquierda Web: Renata Padín.

Capítulo III: Cómo planificar las necesidades y los usos

Las inquietudes del marginalismo

La hostilidad de los marginalistas a la planificación se ha manifestado innumerables veces. F. Perroux resumió sus argumentos de manera radical al escribir que la planificación no puede ser otra cosa que una forma de esclavitud. Formalmente, dice[1], el “dictador económico” formula un plan de ocupación de modo tal que la utilidad de cada ocupado se define a la vez con relación a la utilidad total y con relación al sistema preferido por el dictador. Las asignaciones de tareas, de remuneraciones y de productos se efectúan sobre esa base. En esas condiciones, la utilidad subjetiva no alcanza a manifestarse: “La planificación socialista integral resucita, literalmente, el tipo de evaluación que está en la base del esclavismo antiguo y, más en general, de todas las economías sin intercambio”. Dicho de otro modo, el valor de uso, tal como lo define el marginalismo, no cumple ningún papel en la planificación. Posteriormente, F. Perroux moderó este juicio[2], como muchos otros marginalistas; no obstante, merece una réplica porque introduce una distinción entre las concepciones marginalistas del valor de uso: la que resulta de las evaluaciones efectuadas por los “dirigentes” y la que define la “teoría moderna y científica”. Es precisamente a caballo de estas dos concepciones, o divididos entre ambas, como se verá, que se encuentran hoy los planificadores soviéticos.

En la época de Stalin, la función del valor de uso estaba en principio reducida a una evaluación de las necesidades de la población, que a su vez se basaba sobre dos estimaciones: a) el estado de cosas existente, y b) el objetivo deseado. Strumilin afirma sin vacilar que “la estructura de las necesidades de la población se puede establecer fácilmente”.[3] Por otra parte, a los planificadores centrales, agentes de la dirección del partido, les resulta muy fácil fijar los objetivos. Pero este punto de partida será transformado: 1) por la satisfacción de esas necesidades, presentes y futuras, en la medida en que ésta intervenga; 2) por la aparición de nuevas necesidades ligadas al crecimiento del aparato de producción y de consumo, no previsibles; 3) por la desaparición de ciertas necesidades ligadas a diversas transformaciones. Visto de manera simple, y hasta simplista, el plan tiene los mismos efectos que el mercado, capitalista o no. Las necesidades se considerarán como posibles de satisfacer, en uno como en otro caso, si se cumplen tres condiciones principales: 1) el estado de cosas en un momento determinado supone un equilibrio real entre producción y consumo; 2) el objetivo a alcanzar en el futuro supone un desarrollo de las fuerzas productivas acorde con él; 3) los ingresos de la población deben satisfacer el equilibrio. Sin embargo, estas condiciones son más bien constataciones, porque el equilibrio y la adecuación deseados pueden obtenerse por los medios más diversos y variables.

Si el que comanda el proceso es el mercado, las necesidades existentes se satisfacen, según los marginalistas, en el límite de su solvencia; según la crítica marxista del marginalismo, en la medida en que las inversiones de capital permitan obtener una ganancia que los dueños de esos capitales juzguen satisfactoria. En uno y otro caso, la satisfacción efectiva de las necesidades implica inevitablemente ciertas incompatibilidades y contradicciones. Además, ninguna necesidad se considera natural, salvo aquellas que de no cubrirse llevarían a la extinción del que las sufre. Se trata de una cuestión de escala más que de naturaleza.

Si es un plan el que comanda la satisfacción de necesidades –es decir, la producción de los valores de uso correspondientes– el hecho de que éstas se cubran no está directamente a cargo de las reglas del mercado. Pero, indirectamente, el plan simulará una distribución establecida por el mercado, partiendo del estado de cosas existente, como dice Strumilin. Las contradicciones inherentes a la distribución por el mercado quedan enmascaradas por la cohesión aparente del plan, pero no por eso dejarán de existir.

Estas dos actitudes extremas son reemplazadas en la práctica por muchas variantes que complican el asunto y dan cuenta a la vez de las preocupaciones de los marginalistas y las de los planificadores. Unos y otros vienen a intercambiar sus propios argumentos, o en todo caso a intentar demostrarlos en el marco del sistema adversario. Los planificadores –o algunos de ellos, en la URSS y en los países del este europeo– llegarán así a pensar que un cálculo marginal, como función de optimización, es perfectamente compatible con una planificación bien elaborada, mientras que los marginalistas que actúan en la economía capitalista estimarán que, después de todo, una serie de necesidades sociales, de transferencias de ingresos, de gastos improductivos, dependen de una planificación controlada mucho más por el estado que por relaciones de mercado propiamente dichas. Unos y otros están de acuerdo, entonces, en hablar, en un caso (planificación) de economía de no mercado, y en el otro (mercado), de economía de mercado. En inglés, lengua universal: economías non-market y market; tanto una como otra existentes, en alguna medida, en ambos regímenes considerados.

Veamos un poco más de cerca la actitud de los marginalistas que son presa de cierta inquietud a la vista de estas correlaciones. Ciertos valores, dice F. Perroux[4], escapan por su naturaleza a la expresión en precio, al “modelo del intercambio”: lo vital, lo sagrado, por ejemplo. “Todo se compra, todo se vende, es bien sabido, pero la sociedad mercantil no puede concederlo en principio y en derecho. En una sociedad organizada, los hombres no pueden intercambiar única y exclusivamente mercancías. Intercambian, en ocasiones, símbolos, significados, servicios, información. Toda mercancía debe considerarse como el núcleo de servicios no imputables que la califican socialmente, y que –beneficiosos o perjudiciales– son gratuitos, en el sentido elemental de que no son pagados. Si la sociedad mercantil los excluye es sólo para simplificar y justificar sus cuentas”. Esta situación estaría justificada en teoría tanto por la proyección social de Walras como por la de Marx: al ser vencida la escasez en su principio y su realidad, el precio y la equivalencia perderían todo poder y todo sentido. En su lugar se establecería un orden de preferencias[5]. El alto desarrollo de las fuerzas de producción ya no entraría en conflicto, y mucho menos suscitaría un antagonismo orgánico, fundamental, con la estructura de las relaciones de producción. No habría ni propiedad de medios de producción ni escasez de medios de satisfacción.

Esto es lo que los marginalistas admiten al decir que “en la sociedad terminal [¿Cómo habría que decir: sociedad límite, sociedad óptima o sociedad terminal?] se derrota a la obligación y a la escasez. Las equivalencias en las transferencias, aun más allá del intercambio mercantil, dejan de ser la ley de la economía y de la sociedad. ¿Cómo llamar a esta relación humana dolorosamente conquistada: «don» o «servicio»? ¿Habría que saludar una racionalidad plena del hombre que reconoce en el hombre una red de relaciones inteligibles?”.

Sigue siendo cierto que para distribuir de manera organizada (planificada) “a cada uno según sus necesidades”, habría que llegar a definir y prever las modalidades de actividad (trabajo), de uso, de cooperación y de concertación que suponen algún tipo de comunicación y de intercambio. Para los walrasianos, tal situación puede definirse como un mercado totalmente libre (nada por nada), pero bajo dos condiciones que en la práctica nunca se presentan: que haya identidad de funciones de utilidad para todos los sujetos (es decir, que todos tengan las mismas necesidades) y que haya igualdad de ingresos para todos los individuos. En una economía de pura obligación (planificación central autoritaria), el mismo resultado se alcanzaría bajo otras condiciones.

Perroux subraya que estas actitudes sólo son lógicamente coherentes (y compatibles) en la medida en que ambas son implícitamente normativas. Por ejemplo, el intercambio puro (mercado) responde al siguiente esquema. Dos individuos A1 y A2 tienen cada uno su propio sistema de preferencia, pero independiente uno de otro. A1 cede, transmite, un bien b1, cuya utilidad marginal crece en la medida en que se transmite; recibe a cambio un bien b2, cuya utilidad marginal decrece a medida que es adquirido.[6] Esta regla fait bon marché de las condiciones de intercompatibilidad, al considerarlas como constantes, aunque en la práctica las preferencias expresadas por uno pueden modificar o transformar las preferencias expresadas por el otro. La modificación constante del orden mutuo de preferencias supone así alguna modalidad de comunicación, de intercambio y de cooperación del cual el mercado es la negación abstracta.[7]

El intercambio forzado por una central C ejecuta transferencias decididas por el orden de preferencia de C; por ejemplo, que b1 pase de A1 a A2 o b2 de A2 a A1. Aquí también, los órdenes de preferencia de A1 y A2, que de todas maneras están dados, no pueden compensarse mediante la transferencia de un tercer individuo D. De modo que en ese caso ninguna preferencia puede satisfacerse directamente, no más que por el mercado monetario.[8]

¿Qué concluir de esto? El marginalista, en el mejor de los casos, estimará que si el hombre y los valores humanos son externos al intercambio mercantil o planificado, hay que reintroducirlos. ¿Pero cómo? Si existe un orden de preferencia exterior a los individuos (el plan central), es el de los individuos el que sufrirá; si las preferencias individuales se asocian en un solo orden de preferencia de la colectividad, éste corre el riesgo de presentar incoherencias insuperables. Como dice F. Perroux, sabemos por experiencia “que la socialidad misma no se genera ni por los lazos del mercado ni por el imperium estatal que agrupa y asimila a los ciudadanos”.

Se vuelve entonces a la teoría de las necesidades, el escollo principal tanto para el marginalismo como para la planificación de tipo soviético. La línea de desarrollo aparece entonces como examen previo de la función de las necesidades supuestamente colectivas, que deben devenir bienes comunes, y de la función de los servicios sociales tanto como los individuales, que debe sustituir a la circulación de  bienes independientes y evaluados. Como se pense bien, la raíz de este desarrollo debe encontrarse en una transformación del intercambio que domina a todos los otros: el que hace del trabajo una mercancía, objeto de una transacción entre un empleador y un empleado.

[59] Relación entre las necesidades y los usos

Ninguna operación práctica y seria de planificación, en ninguno de los regímenes sociales existentes, puede abstenerse de una definición de las necesidades, de las utilidades, de los usos y de las satisfacciones. Esto es cierto tanto en el caso de una empresa privada, de una asociación, de un conjunto regional o de un Estado. Esta definición varía según el conjunto de que se trate, los medios disponibles y los fines a los que se apunta. Pero esta variación se acompaña de una incertidumbre, de una vaguedad, que el recurso a las mediciones y a las expresiones numéricas no alcanza a disimular, como tampoco las expresiones matemáticas más complejas. Bastará retomar los criterios que tienen en cuenta los planes soviéticos o las cuentas nacionales francesas para advertir enseguida la inconsistencia y la imprecisión de esas definiciones; de allí se derivan las discusiones y polémicas interminables entre los defensores de los diversos sistemas.

Con todo, se trata de regímenes basados sobre la circulación monetaria y los precios, que ofrecen al menos la seguridad de un patrón de estimación general aplicable, directa o indirectamente, a todo. Pero cuando uno se aventura a esbozar la posibilidad de un equilibrio de las necesidades y de los usos fuera de un sistema de equivalencia de valor –que es lo que sería el objetivo de las relaciones socialistas–, se establece la más completa confusión.

Parece entonces que sin llegar a una descripción de los sistemas utilizados en la práctica, resultaría útil volver analíticamente sobre las nociones fundamentales sobre las cuales debería operar toda planificación que no sea solamente la mise en forme de las relaciones económicas existentes. Se advertirá enseguida que estas nociones deben particularizarse, subdividirse y considerarse como operaciones sustituibles antes que como entidades de naturaleza invariable.

Se admite que todo plan, e incluso todo proyecto de funcionamiento de un sistema económico, apuntan a satisfacer en condiciones óptimas un conjunto de necesidades. Sin embargo, la satisfacción de una necesidad consiste en saturarla para el uso de algo. Ese algo puede ser un objeto o la manifestación de un objeto. Es obvio agregar que cabe incluirlas especies vivas vegetales y animales –entre ellas los seres humanos– en esta clase de objetos. La naturaleza de una necesidad determina, dentro de un margen variable, la naturaleza de su satisfacción mediante un uso. Pero la recíproca también es cierta: la naturaleza de un uso puede determinar, también dentro de un cierto margen, la de una necesidad. La actividad productiva en general se convierte así en la forma de un compromiso, o más bien de una adaptación recíproca entre necesidad y uso. Para que una necesidad pueda satisfacerse, debe existir un tipo de uso cualquiera que pueda satisfacerla. Si este uso no existe, en un momento dado, la necesidad se ve en peligro de quedar insatisfecha. Pero, a la inversa, para que un uso pueda emplearse, tiene que existir una necesidad que sea de naturaleza tal que pueda ser satisfecha por el uso en cuestión. Para dar un ejemplo muy simple y trivial, digamos que la necesidad que tiene un organismo humano de alimentación, sin la cual se debilita y muere, no puede satisfacerse más que si existe un uso conforme a esa satisfacción, y ese uso es el de comer y beber los alimentos. Al mismo tiempo, el uso de comer y beber, en su especificidad, determina ciertas necesidades: no sólo la manera en que se expresa esa necesidad (por ejemplo, el intervalo entre comidas) sino la necesidad misma. Quienquiera que no tenga el uso de la alimentación, voluntariamente o no, deja de tener la necesidad, como lo manifiesta el caso de los huelguistas de hambre; se manifiesta igualmente el hecho de que la existencia de ciertos objetos, creados de manera voluntaria o no, determina la necesidad.

Esta relación general queda oscurecida en un régimen de intercambio de valor, porque la única necesidad reconocida es la necesidad solvente, y los únicos usos admitidos son los usos impuestos. Ni una ni otros son “naturales” ni “artificiales”. Simplemente, su forma resulta de toda la estructura de la sociedad, que hasta el presente sigue siendo una sociedad mercantil de algún tipo.

Planteémonos ahora si esta relación, en la forma pura en que la presentamos, es compatible con una planificación. Toda clase de utopías, por otra parte tan autoritarias en el fondo unas como otras, consideran la libertad de los usos y la manifestación de las necesidades y deseos –que no debemos confundir aquí– como una especie de sinfonía espontánea. Cada persona, cada grupo, liberado de las trabas que resultan del régimen de intercambios compensados (valor), equilibraría a su manera las necesidades y los usos. En el límite, ningún plan podría determinar tales conductas. Esta situación supondría la desaparición de toda escasez, aun relativa o temporaria. Supondría también la imposibilidad de prever, que es el objetivo esencial de un plan o proyecto. Implicaría incluso, si se sacan todas las consecuencias, la imposibilidad de innovar y de imaginar, que son maneras de inventar para uso restringido antes que exista la posibilidad de ofrecer a la elección de todos.

El problema es entonces saber bajo qué forma la relación pura usos-necesidades puede entrar en las operaciones de planificación. Los organismos tradicionales de planificación responderían que basta con reducir los dos elementos de la relación –necesidades y usos– a las formas tradicionales de producción y consumo.[9] Seríamos remitidos así a los problemas clásicos del equilibrio, la acumulación y el crecimiento, sin hablar de los problemas políticos del poder y el arbitraje. Sin embargo, no se puede reducir las necesidades a la producción y el uso al consumo más que por un abuso de poder metodológico. Es la estructura de un sistema de intercambio de valores, polarizada por la finalidad del beneficio, lo que conduce a esta simplificación. En efecto, ésta remite todos los problemas de creación y circulación de valores de cambio a la producción, y los de la destrucción de valores al consumo. Si el sistema cambia, estas categorías también deben cambiar de función.

La necesidad y la satisfacción de la necesidad

La necesidad, una necesidad, nunca está aislada. Tanto social como individualmente, lo que tenemos son complejos de necesidades, que están alertés en un cierto orden de urgencia, por otra parte variable de un individuo a otro, de un grupo a otro, y sobre todo de un momento a otro. Veremos más adelante lo que vale, desde este punto de vista, la distinción entre necesidad final y necesidades intermedias. Lo esencial es comprender que ninguna necesidad es un absoluto, y que su modo de satisfacción por el uso tampoco lo es. Relativas ambas, controlan la relatividad del medio de satisfacción que debe producirse, es decir, la forma específica del aparato de producción.

La necesidad se satisface por el uso de un producto. En el caso en el que el producto es una mercancía, es preciso que a través del intercambio dé lugar a la vez a una ganancia y a un uso posible, pero la esperanza de la ganancia sobredetermina la del uso. Si el producto no genera una ganancia –más generalmente, una plusvalía–, no será creado, y el uso correspondiente no existirá como medio de satisfacción. Pero en el caso en el que el producto no es, ya no es, una mercancía, sino sólo un medio de disfrute (satisfacción de una necesidad cualquiera), es preciso no obstante que sea apto para un uso. No puede concebirse un estado social en el que la totalidad de los productos esté fuera de uso, es decir, sea inutilizable, y en el que en consecuencia no existe forma alguna de almacenamiento (acumulación, producto suplementario). La producción debe dejar de ser su propia finalidad, crecimiento por el crecimiento mismo, para pasar a ser solamente la mediación indispensable para la satisfacción de necesidad por el uso. Hay que partir entonces de un esquema de usos y necesidades para presentar un plan de producción, cualquiera sea éste. La producción planificada queda reducida a un rol de intermediario, en un sentido opuesto al que predomina en las relaciones capitalistas.

Los desarrollos de la socialización y de la integración creciente de tecnologías y sistemas de producción de hoy revela ya esta transformación de la relación bajo dos formas hasta cierto punto opuestas. Primero, una serie de necesidades de producción y de usos escapan cada vez más al sistema puro, “liberal”, de intercambio de valores. Son las de los servicios sociales, supuestamente gratuitos y en realidad onerosos, pero directamente socializados en su mayor parte (una parte de estos servicios se sigue intercambiando contra un ingreso individual). Es lo que se llama producción fuera del mercado (non-market). La necesidad social e individual de servicios de salud, de educación y de comunicaciones, por ejemplo, se cubre en una proporción importante mediante prestaciones públicas. El uso necesario se separa de la posesión privada de valores de cambio, para controlar las producciones necesarias, y en consecuencia las necesidades demostradas. El intercambio tiende a ocurrir, como preocupación inicial, antes de la necesidad o acto (la prevención), y el medio (la producción), tiende a conformarse a ella.

Luego, las necesidades están cada vez más diversificadas en función de la multiplicidad de medios de satisfacción, de productos. Esta multiplicación sigue comandada, en las relaciones de intercambio de valor, por el móvil de la ganancia que anima a los empresarios. Pero al mismo tiempo revela la posibilidad de un régimen en el que las elecciones del uso se impongan sobre la limitación de las necesidades. Por decirlo al pasar, si las necesidades no son un absoluto no es sólo porque tienen una cierta elasticidad; es sobre todo porque no son ilimitadas ni eternas. Aun como deseo o imaginación, tienen una forma determinada, esto es, un límite. Este límite no siempre puede estimarse mediante una aritmética cuantitativa; lejos de ello. Pero de todos modos existe. Podría decirse más bien que son los usos los que pueden diversificarse y combinarse casi hasta el infinito, como las piezas de una partida de ajedrez.

El producto, la utilidad y el uso

¿Qué es un producto, independientemente del hecho de que puede ser una mercancía? Se dirá: es el resultado de un proceso de producción. Muy bien, pero esta respuesta no nos indica más que una relación formal; el producto no escapa así a las paradojas del lenguaje de Esopo, que puede servir para todo.

Encontrar una definición mejor no es fácil. La economía política repite: es el objeto vendible, o lo que se puede distribuir sin venderlo. Una vez más, descartemos esta definición, dado que lo que nos interesa es un estado de cosas en el que el valor de uso domina las relaciones sociales. El producto, se dirá entonces, es simplemente el medio de satisfacción de una necesidad. Por el momento, acordaremos en esto.

Pero constatemos al mismo tiempo que todo producto, es decir, todo efecto producido, es en primer lugar la creación de un objeto, concebido como ser exterior. Esta manera de ver se aplica no sólo a los “objetos materiales”, que una vez formados adquieren una existencia que es exterior a sus productores, sino también a los seres humanos en sus relaciones entre sí. El hombre es un producto para el hombre, es verdad, aunque su producción tenga características específicas, como toda producción. Negar esta constatación sería negar el estatuto de productos a otros seres vivos, como los animales, para no hablar de los vegetales.

Además, un producto no está única y obligatoriamente destinado a satisfacer una necesidad, tanto menos cuanto que puede ser él mismo, y lo es cada vez más, la fuente de una necesidad; existe en todo producto el principio de una droga. Una vez más, es sobre todo un efecto, es decir, el resultado de la acción de un conjunto de factores devenidos objetivos, esto es, autónomo. Se admite, no obstante, que este efecto resulta de una acción concertada, al menos el embrión de un plan, lo que excluiría de la categoría de productos a los efectos naturales, o, si se quiere, los efectos que no se deben a la mano del hombre (al menos hasta nuevo aviso). Sin embargo, que nieve o deje de nevar sobre un territorio dado, por ejemplo, no depende de ningún plan; la meteorología constata y, dentro de un cierto margen, prevé, pero no controla. El producto, una capa de nieve, es un efecto que puede utilizarse, pero no producirse para satisfacer una necesidad. Además, si las abejas elaboran miel, como ciertas ostras elaboran perlas, esa miel y esas perlas son productos naturales utilizables, pero no productos, como tales, para satisfacer necesidades. Por otro lado, es evidente que los colectivos humanos y los individuos pueden producir efectos que no estén destinados a cubrir necesidad alguna, ya sea porque son inutilizables, inutilizados, inadvertidos o superfluos. La economía política no puede, dadas sus premisas, ignorarlos, salvo negando su existencia.

Uno se ve así llevado a desmembrar la noción de producto en diversas categorías de significación práctica; de lo que se trata es de saber de qué manera se determinan mutuamente y sobre cuáles cabe apoyarse en primer lugar. La economía mercantil (en un marco socialista o capitalista) elude el problema o se niega a plantearlo, porque la reducción de todo producto al denominador común de la unidad monetaria elimina el problema, y eso le basta. Si todo producto puede evaluarse, de manera más o menos directa, por su precio, el movimiento y la finalidad de los productos se reduce finalmente al de los precios: una lógica del proceso de producción y de la necesidad solvente. Pero si esta reducción ya no es necesaria, o lo es cada vez menos, las cosas comienzan a presentarse de otro modo. Una nueva tipología de productos, por empezar, y luego una lógica de la producción basada sobre el uso se impondrán sobre una concepción experimental de la planificación. Esto significa asimismo que la lógica de las necesidades y la de las producciones deberán disociarse, como lo están ya las de la producción y la del consumo.

Del mismo modo, se ve que la planificación deberá distinguir uso de utilidad. Formalmente, lo útil (o mejor, la utilización) difiere del uso en que supone una adecuación buscada y lograda entre una producción y su uso, mientras que el uso no se basa necesariamente sobre esta adecuación. La utilidad “marginal” no se considera, desde este punto de vista, de otro modo que como utilidad bruta. Ésta está ligada de la misma manera al criterio de la necesidad, aun si se llama a ésta óptima. En un sistema económico mercantil, lo útil no es al fin de cuentas más que lo que permite crear una plusvalía, una ganancia, etc. Sin duda, la utilidad es necesaria a esta creación en la medida en que orienta al aparato productivo, pero esta utilidad es tan suscitada por ese aparato como ella en est la finalité reconocida.

Los planes de producción, incluidos los planes de empleo y de formación para el empleo, implican en la práctica en nuestros días una correspondencia estrecha, o más bien una identidad, entre la utilidad y el uso. Sin embargo, aunque se puede postular la utilidad de un producto, su uso real es aleatorio e incierto. El uso debe estar marcado por una función de elección, mientras que la utilidad se distingue por su necesidad. Esta diferencia queda oscurecida en los regímenes sociales actuales, porque éstos exigen que todo producto parezca y se convierta en útil, y en consecuencia sea un uso admitido, aunque sea forzado. Aquí también, una concepción analítica y experimental cuestionaría, separadamente, las utilidades y los usos. Las primeras dependerían frecuentemente de deducciones tecnológicas, mientras que los segundos se convertirían en asunto de una vida social y personal en la que las inducciones se guiarían por la libertad de elección. Habría que recurrir entonces a operaciones de planificación completamente nuevas, de las que no tenemos aún siquiera una prefiguración. Lo que estaría en el centro de la economía, cualquiera sea la forma de su participación en la producción, es el usuario.

Empirismo de la planificación de necesidades

Los espíritus más libres, o los más inquietos, o más curiosos, que estudian y elaboran en la práctica las modalidades de la planificación tienen una conciencia creciente de los problemas planteados. Sea en la URSS, en China, en Europa Occidental o en EE.UU., los planificadores sufren agudamente la necesidad de encontrar nuevas vías; presienten que el problema central del futuro es el de las necesidades y los usos. Es, por otra parte, bajo la presión del desarrollo gigantesco de los medios de producción que esta exigencia se abre paso. Decir que la contradicción fundamental de la sociedad mercantil en plena expansión reside, como lo había establecido Marx, en la que confronta las relaciones de producción con las fuerzas productivas ya no es suficiente hoy. Las relaciones de producción, es decir, las relaciones que hombres y mujeres, asalariados y empresarios, tienen con los medios de producción, ponen en juego, más allá del régimen de propiedad, otra cosa: el derecho al uso.[10] En lo que hace a las fuerzas productivas, equipamiento material y seres humanos, las transformaciones considerables que han experimentado después de 30 años equivalen a un cambio fundamental de estructura.[11]

La coyuntura práctica no facilita las investigaciones, ni en el Este ni en Occidente. En la URSS, por ejemplo, las necesidades de la población se siguen evaluando de manera a la vez empírica y burocrática. Se practican “estudios de mercado” clásicos en EE.UU. y Europa, que no conciernen más que a los bienes de consumo finales por grandes surtidos.[12] La búsqueda del “mejor cliente” en las transacciones entre empresas apunta en conjunto a satisfacer las reglas de un seudo mercado, a mejorar la calidad de los productos, a acortar las demoras en las entregas y por consiguiente a mejorar las beneficios. Peu ou prou, esto es lo mismo que se hace en Europa Oriental. Pero esto no es allí más que el empirismo del día a día, sobre todo una vez que los planes anuales se vuelven cada vez más apremiantes.

Durante los años 60 se hizo un intento de elaborar un esquema interindustrial de tiempos de trabajo, que habría proporcionado un marco experimental a una planificación de medios de satisfacción de necesidades.[13] Este intento se dio de bruces con el malhumor de los “financieros” soviéticos, porque el sistema de precios sigue siendo el alfa y omega del equilibrio entre producción y consumo. Los econometristas reformadores pusieron esta idea en consideración en su estimación de los factores de la producción, pero su esfuerzo fue frenado por estos mismos “financieros”, y por otro lado,  la optimización que tiene en cuenta con más seriedad las necesidades reduce a éstas, evidentemente, a los consumos estimados en valor de cambio.

Sin embargo, sabemos bien que hay un valor de uso que manda sobre todos los otros: la fuerza o capacidad de trabajo. Si esta capacidad, como fuerza social, no se utiliza (no se pone en uso), todos los otros valores de uso no existirían. Es por esto que una planificación del empleo que determine la estructura cualitativa de las producciones podría partir de un estudio de la distribución posible y deseable de las capacidades de trabajo disponibles. Dicho de otro modo, los valores de uso negativos, el consumo, considerados como elección o poder de los consumidores, debería discenirse analíticamente de los valores de uso positivos, que son las capacidades de trabajo de los hombres y las máquinas.

En las economías monopolistas y estatizadas del capitalismo de hoy, el uso se ha convertido también en una preocupación para el estado y los empresarios. Pero también aquí se trata más bien de un empirismo conservador. ¡Consuman! Ése es el imperativo. ¡Lo que sea! Ésa es la condición. ¡Trabajen! He aquí la exigencia. Pero no a cualquiera ni en cualquier lugar. Las fuerzas productivas humanas, en esta economía, deben canalizarse de una manera muy distinta a la de los ingresos consagrados al consumo. El margen de elección que subsiste en el abanico de los valores de uso negativos es mucho más grande que el que se le ofrece al asalariado en busca de empleo. Sin duda, para vivir hay que alimentarse, es una necesidad ineluctable, pero hay muchas maneras de hacerlo; se trata de un uso de lo más variable. Para producir hay que utilizar fuerzas y capacidades de trabajo, pero esta utilización a escala social requiere proporciones determinadas cuya elasticidad es escasa, y sin relación con los deseos y esperanzas. En el primer caso, las necesidades tienen un amplio espectro posible de modos de saturación; en el segundo, las necesidades no son las del consumidor, sino las del sistema de producción, lo que es completamente distinto.

Los bienpensantes de Europa Occidental se han preguntado sin embargo si no se puede estudiar, a modo de prueba, un tipo de planificación que parta de una estructura de necesidades que remita a la del empleo, e incluso de la formación para el empleo. Entre ellos, A. Sauvy ha propuesto una investigación que establezca una definición de las necesidades (que él prefiere calificar como normas) y que luego evalúe los consumos deseados y los propuestos, que no son los mismos.[14] El inventario de todas las necesidades, públicas y privadas, para una población dada, debería traducirse en horas-hombre de trabajo de calificaciones diversas, es decir, en una estructura de la población activa, empleada. Este inventario podría hacerse a partir de los consumos de hogares (según una composición socio-profesional) o a partir de reivindicaciones (presupuestos tipo sugeridos). Las necesidades públicas se evaluarían conforme a evaluaciones colectivas.

Según el autor, se lograría así quizá, suponiendo que los equipamientos materiales sean suficientes (aunque su evaluación en necesidades de uso sería asimismo una tarea compleja), hacer una estimación de la composición del conjunto de las capacidades de trabajo (valor de uso positivo, según mi léxico) necesario para la satisfacción de las necesidades estimadas, en función del tiempo necesario. La población activa necesaria sería entonces un resultado, no algo dado. El punto de partida de una planificación sería la necesidad medida en población activa, no en productos consumibles. La necesidad de unidades de producción (bienes intermediarios de las empresas) quedaría en cierto modo en cortocircuito a la vez por la demanda de los hogares y por las necesidades en capacidades humanas de producción. Lo que supone, por otra parte que no habría siempre pleno empleo.

Este proyecto choca evidentemente con un obstáculo insuperable en el régimen mercantil de valores, a saber, el lazo que existe entre la demanda de los consumidores (hogares) y la estructura del aparato de producción. Y. Magaud destaca que estos dos elementos no son independientes y que permanecen en relación a través del mercado, o serían arbitrarios.[15] Dicho de otro modo, se da de bruces con la cuestión que plantea siempre la incompatibilidad entre valor de cambio y valor de uso. Digo incompatibilidad porque si el valor de uso puede considerarse como inherente a la existencia del valor de cambio (no tiene valor de cambio lo que no sirve para nada), la inversa no es cierta: la existencia de valores de uso puede concebirse perfectamente sin un correlato de intercambio, sin valores monetarios.

Cabe preguntarse entonces si no se debería comenzar por un análisis de los usos, esbozando la manera en que podrían combinarse. Paralelamente, podría procederse a un análisis análogo de las categorías de objetos que son o podrían ser sostenes del uso. Dado que la sociedad de alta productividad industrial es productora de innumerables objetos que son los sostenes más o menos temporarios de usos más o menos breves, tal informe tendría ya dos ventajas: permitiría esbozar un método de comparación y de agregación de los bienes que sostienen el uso y de los usos mismos, y podría servir de documentación de referencia, a título experimental, para la elaboración de planes y métodos más tradicionales.

Esbozo de las categorías de usos y objetos

El estudio al que nos venimos refiriendo podría intentarse sobre una población limitada, alrededor de un período de tiempo determinado, para una rama específica de producción y servicios. Ciertos materiales elaborados por grupos de estudios de mercado y por los institutos de seguimiento del consumo serían sin duda titiles. Sin embargo, el objetivo no sería una simple descripción. Habría que alcanzar métodos que tengan en cuenta a la vez el estado de cosas existente y su evolución posible mediando tal o cual política económica.

Tal vez al principio resulte interesante realizar dos tipos de tablas por separado: una de los usos (incluidos los servicios definidos), la otra de los objetos que sirven a esos usos.

Podría comenzarse por investigar los criterios según los cuales distinguir distintas naturalezas y formas de uso. Podría examinarse a continuación si existe uno o varios órdenes según los cuales estos usos se combinan y transforman. Ha de tenerse en cuenta que estos criterios o características se presentan casi siempre bajo una forma dicotómica, y a veces bajo la forma de variable continua.

He aquí una lista no exhaustiva de tales criterios, que se presentan aquí sin un orden particular.

  1. Uso positivo (trabajo, fabricación) y negativo (consumo, destrucción, almacenamiento).
  2. Uso intermediario (en el proceso de producción) y final (en el proceso de consumo).
  3. Uso pagado (mercado) y uso gratuito (oposición de debiera reemplazarse por una serie de grados en la participación respecto del precio).
  4. Uso público y privado (se verá que estas dos formas de uso están siempre entrelazadas).
  5. Uso colectivo y uso individual (que no coinciden en absoluto con los precedentes).
  6. Uso productivo y de consumo (esta distinción puede encubrir la que hay entre uso productivo e improductivo)
  7. Uso inmediato y uso demorado o durable (los criterios son relativos al uso más que a la empresa productora).
  8. Uso presente y uso futuro (lo que plantea el problema de la adecuación de los proyectos concretos y de las necesidades futuras).
  9. Uso limitado (escaso) e indefinido (frecuente, abundante).
  10. Uso variable (según diversos criterios) e invariable, etc.

Procediendo de este modo, se podrían enumerar muchos otros atributos (utilitario, de distracción, ritual, etc.). La lista es casi ilimitada. Pero es posible, no obstante, establecer órdenes que permitan conglomerados interesantes. Estas formas de uso, al principio basadas sobre un estado de cosas existente, son ni más ni menos que formas de conducta. Una sociopsicología de la conducta vendría en apoyo de operaciones de planificación que escapan a la economía política tradicional.[16]

En cuanto a los objetos soportes o medios de uso, es momento de considerarlos bajo el ángulo demográfico. Hay poblaciones de objetos más dispares que las poblaciones humanas. Hablo de objetos producidos, estadio final de un conjunto de procesos de producción que ya no se parecen en absoluto a aquellos que Marx tenía ante sus ojos. Todos se suponen que sirven para algo, fut-ce al gozo incomunicable que deriva de la repetición.[17] Todos deben caer bajo denominaciones que remiten a medidas. Pero para llegar a eso hay que dejar de considerar las poblaciones de objetos, los agrupamientos, como sumas o adiciones. Estamos en la época en que las secuencias, las redes, las integraciones, son las formas que permiten explicar el rol de los objetos mucho mejor que las cuatro operaciones aritméticas.

En una tabla de cualidades de objetos, se excluirán en primer lugar la utilidad y el uso, que pueden ser presentados en otra tabla. Sólo se retendrán las características de otro orden. Por ejemplo:

  1. Objetos móviles e inmóviles.
  2. Objetos reproducibles en masa (en serie) y objetos no, o todavía no, reproducibles (prototipos, series muy limitadas, obras únicas).
  3. Objetos prácticos y objetos simbólicos.
  4. Objetos durables y no durables.
  5. Objetos inmediatos y objetos lejanos.

En fin, objetos vivos (animales, hombres, plantas) y artefactos, etc.

Aquí también pueden realizarse listas que sacarían el análisis de la empresa de los criterios fundamentales de la economía mercantil: precio, peso, volumen, etc.

Quedaría por examinar lo que da la combinación de las dos tablas que acabado de sugerir. Podrían quizá elaborarse modelos de uso social del siguiente género:


Las superficies delimitadas caracterizarían los tipos significativos de agrupamientos. Por ejemplo, la noción de consumo colectivo suele oponerse a la de consumo individual, aunque haría falta combinarlas. J. Desce ha realizado un estudio serio de elementos que podrían figurar en cualquiera de las dos nociones.[18] La expresión “consumo ampliado de hogares” comprende, por un lado, los gastos directos de los hogares (individuos de un conjunto familiar) sobre su ingreso, a los que se llama consumos individuales; por el otro, lo que, en el consumo privado de los hogares, proviene de “terceros” (Estado y colectivos públicos), bajo la forma de “gratuidad” o de transferencias. La tabla de la página siguiente indica la proporción de cada una de estas fórmulas de consumo (Francia, 1965) de acuerdo con los gastos calculados en millones de francos según las ramas concernidas.

Esta tabla merece una serie de comentarios. Por de pronto, no hay que perder de vista que los “ingresos” que permiten estos consumos son de diversos tipos: salarios, ganancias, intereses, subsidios, etc., que no deben confundirse, aunque las cuentas nacionales las mezclen. Luego, las evaluaciones se hacen en valores monetarios, sin referencia a un sistema de necesidades; la distribución por grupos de necesidades expresa aquí una demanda solvente, nada más. Los grupos de necesidades satisfechas no se detallan según su grado de necesidad. Finalmente –t ésta es la lección principal de esta tabla–, se observan diferencias muy características en la proporción de los dos tipos de consumo, según los diferentes tipos de necesidades: la alimentación está casi enteramente cubierta por los ingresos personales gastados en el mercado: la vivienda y su mantenimiento, los transportes, etc., son cubiertos por “terceros” en un 13,3%; en cuanto a la enseñanza, la cultura, la salud, etc., los “terceros” intervienen ya en un 66,5%. Dicho de otra manera, el consumo colectivo afecta a ciertos sectores bien definidos conforme a ciertas prioridades. Pero si se examina al mismo tiempo el volumen monetario global del consumo por grupo de necesidades, se advierte que los volúmenes más débiles se refieren precisamente a aquellos grupos donde el consumo colectivo es más importante.


[1] Cf. El valor, 1942, p. 291. “No alcanza con adelantar que el valor de cambio objetivo es el principal regulador de la economía capitalista, mientras que el valor de uso es el principio regulador de la economía autoritaria (economía cerrada, planificada). Es necesario todavía especificar que, en este último caso, el valor de uso interpretado por los dirigentes y los gobiernos, no tiene nada en común con el valor de uso como lo define rigurosamente la teoría moderna y científica del valor”.

[2] Las técnicas cuantitativas de la planificación, 1965.

[3] Por ejemplo, Strumilin escribe despreocupadamente: “Los problemas de la proporcionalidad en la esfera de la producción de los productos de consumo corriente se resuelven de manera diferente que los relativos a los planes de producción; en ese terreno, se trata de determinar las proporciones de la producción de artículos de consumo conforma a la estructura de necesidades de las masas trabajadoras. Con un nivel constante de bienestar, esa estructura de necesidades de la población se puede establecer fácilmente de acuerdo con el consumo del período precedente. Pero en las condiciones de un crecimiento constante del bienestar de la población, la estructura de las necesidades y del consumo, como lo demuestra la experiencia, varía sensiblemente siguiendo leyes propias. Se modifica en el sentido de que las necesidades más esenciales se satisfacen antes que todas las demás, y no se llegan a captar en su desarrollo las que son menos inmediatas”, La planificación en la URSS, 1947.

[4] Retomo aquí ciertos análisis presentados por F. Perroux en Economía y sociedad. Contrainte, intercambio y don, Paris, 1960. Podría citar en el mismo sentido a muchos otros autores.

[5] Del orden de la equivalencia, lógica del intercambio, se pasa “al de la sub-ordenación (…) Designa un orden total de preferencias, en una sociedad global, tal que el indicador del objetivo perseguido sea llevado al máximo, y que los indicadores de los objetivos perseguidos por los agentes y los grupos sean máximos también, en el sentido de que al menos las pérdidas o las menores ganancias se acepten en consideración del interés de los demás. Los agentes, en este punto, dejarían de ser hedonistas elementales: se beneficiarían de una información adecuada acerca del orden total de las preferencias”. Ib., p. 19.

[6] 6 Cf. ib., p. 84.

[7] “Esta concepción excluye que antes o durante el intercambio, A1 pueda cambiar las preferencias de A2, y A2 las preferencias de A1. En ese sentido determinado, ninguno de los dos ejerce un poder sobre el otro. Cuando se consideran n agentes en competencia completa, se supone que ninguno sabe nada del vecino; no posee otro indicador que el precio, que hace que las cantidades sean compatibles entre sí. Sólo puede adaptar la cantidad; está excluido que un agente pueda modificar las preferencias de otro ejerciendo un poder sobre él. Depende de todos los demás por la intermediación del precio; como cada uno de los otros, adapta su propia cantidad al precio”. Ib., p. 84.

[8] F. Perroux concluye: “El análisis del intercambio puro supone la libertad de los agentes individuales y no retiene de su concurrencia más que lo necesario para su competencia perfecta. El análisis de la contrainte pura supone la libertad de la Central y no retiene del poder de ésta más que lo necesario para una subordinación perfecta, cuyo resultado es una maximización, idéntica a la maximización de la competencia perfecta”.

“El hecho de que las mismas simbolizaciones abstractas, los mismos sistemas de ecuaciones expresen formalmente la maximización en ambos casos demuestra, sin más, que, mediante el mismo aparato lógico, se puede sugerir el principio de dos normas sociales contrapuestas. Las teorías puras del intercambio mercantil y de la planificación de la totalidad son implícitamente normativas. Expresan, a un alto nivel de abstracción, el éxito posible de la acción económica. Invitan a explicitar las condiciones suplementarias menos contrarias a las conductas observadas”. Ib., p. 86.

[9] Dice Wilkes: “Los comunistas acusan al capitalismo de producir para la ganancia y no para el uso, sin observar así que el beneficio concurrencial es un uso. Una acusación más justificada es que los comunistas producen para el plan, no para el uso, o para la producción de los negocios descentralizados, no para el uso. ¿Puede un indicador representar de manera directa los deseos del consumidor?” Wilkes estima que tal indicador podría no ser ni mensurable ni dépassable. Todo lo que hacen los rusos es instituir un cierto “sistema de órdenes” (sistema zakazov) entre empresas productivas en primer lugar (a las que el comprador-consumidor somete sus commandes) y entre organizaciones sociales y empresas de producción (establecimientos escolares, hospitalarios, sindicales, culturales, etc., que expresan directamente sus necesidades de consumo). Pero en la medida en que todo eso se produce en un sistema de intercambio de valores, el criterio final no es el uso. Al recurrir ahora a una especie de marketing sumario, no es gran cosa lo que ha cambiado.

[10] Escribo “derecho” con algunas reservas. Sería más preciso hablar de acceso al uso.

[11] No volveré aquí sobre este hecho, previsto por Marx bajo la forma de una tendencia extrema a la automatización, acentuada en la realidad práctica de nuestros días por la introducción general de la informática.

[12] La determinación de las necesidades a satisfacer tiene lugar a partir de los consumos finales de la población en productos y servicios. Esto es lo que P. Krylov, por ejemplo, llama “planificación perspectiva del crecimiento del bienestar” La clave del problema, agrega, “reside en la definición científica de las «necesidades racionales» de las que hablaba Jrushev en el XXI congreso del PCUS. Se trata de la determinación de la cantidad de bienes esenciales consumidos, necesarios para el desarrollo físico y espiritual armonioso del hombre”. Para manejar esta clave no se recurre a la opinión de la población, sino a “normas de consumo fundamentadas científicamente. Actualmente, alrededor de las tres cuartas partes del conjunto de los gastos en mercancías pueden determinarse a partir de normas. Incluso se utilizan con frecuencia las normas de servicios comunales”. Éste es el punto de partida. En una segunda fase, estas evaluaciones son “coordinadas con los recursos materiales que puede proveer la ejecución del programa de producción agrícola e industrial” (Problemas metodológicos concernientes a la planificación perspectiva de la elevación del nivel de vida, Planovoié Khoziaistvo, 1960, Nº 8).

[13] Se trata de los esquemas presentados por Edelman, que ya hemos mencionado.

[14] A. Sauvy: “Un ensayo de economía integral: la cobertura de sus necesidades por una población”, Population, noviembre-diciembre 1968.

[15] Magaud había publicado un estudio sobre “el equivalente trabajo de un producción” (Population, marzo-abril 1967) a la que hace referencia A. Sauvy. Comentando la propuesta de Sauvy, escribe: “Se consideran las necesidades como independientes del aparato de producción; se establece a priori una lista de necesidades cuantitativas a satisfacer y se observa cuáles serían, en términos de población activa (…) los recursos necesarios para satisfacerlas”. Y hace notar que para los individuos o los hogares, sus necesidades están estrechamente ligadas al aparatote producción; no son autónomas. En cuanto a las necesidades públicas, “cabe preguntarse si la lista de la encuesta podrá corresponder al algo distinto a la idea que el planificador se hace de las necesidades colectivas. Éste pertenece a una capa social precisa, y las «necesidades» a las que da prioridad son en gran medida el reflejo de su propio medio social. La necesidad pública como se define [por Sauvy] no puede ser otra cosa que el resultado de una confrontación abierta o larvada entre grupos sociales. Sería por tanto más prudente atenerse a la palabra «norma» más que a la de «necesidad». Al contrario de la norma, cuantificable por definición, la necesidad incluye numerosos elementos que no son y no podrían ser jamás cuantificables”.

[16] L. Boltanski ha presentado una crítica pertinente de los sistemas de clasificación de necesidades y de productos (medios de satisfacción) utilizados por las administraciones en el recuento de “objetos de consumo” (cf. “Taxonomías populares, taxonomías eruditas: los objetos de consumo y su clasificación”, Revue Française de Sociologie, enero-marzo 1970). Partiendo de una “teoría naturalista de las necesidades” a partir de las funciones de los objetos (alimentación, alumbrado, etc.), las administraciones las aplican de manera indiferente a todas las categorías sociales independientemente de la estructura de ingresos de éstas, de la naturaleza de los objetos, de la velocidad de las producciones y de su difusión, etc. Las oposiciones entre consumos tradicionales e innovadores (modernistas), entre necesidades naturales (innatas) y culturales (creadas) ya no son válidas. “Si es cierto que la producción produce también al consumo, al consumidor y a sus necesidades, debe existir una adecuación relativa entre la distribución de una mercancía en los diferentes mercados donde se aprovisionan los miembros de las clases sociales y la difusión de la necesidad de esas mercancías en las diferentes clases. Pero como la velocidad de distribución de la mercancía no es necesariamente igual a la velocidad de difusión que ha suscitado; como una mercancía puede ser comprada y consumida por consumidores que ignoran [la mera de consumir], la confusión en una misma denominación entre los criterios que remiten a las características de los consumidores y los que remiten a las características de la mercancía impiden el estudio del proceso de reinterpretación y redefinición de la mercancía por parte del consumidor”.

Todo esto concierne ante todo a la satisfacción de una necesidad derivada de un ingreso monetario individual, pero puede aplicarse a los consumos colectivos. Lo que falta aquí completamente es un estudio de las formas de consumo no ligadas a un ingreso, sobre todo asalariado.

[17] ¿Puede considerarse válida una oposición, o al menos una distinción esencial, entre intercambio y repetición? Así lo cree G. Deleuze, comentando textos de P. Klossowski: “Un tema recorre toda la obra de Klossowski: la oposición del intercambio y de la verdadera repetición. Porque el intercambio implica sólo la apariencia, incluso extrema. Tiene por criterio la exactitud, con la equivalencia de los productos intercambiados; forma la falsa repetición, de la que estamos enfermos. La verdadera repetición, en cambio, aparece como una conducta singular que mantenemos por relación con aquello que no puede ser intercambiado, reemplazado ni sustituido; así, un poema que se repite en la medida en que no puede cambiarse una sola palabra. No se trata ya de una equivalencia entre cosas parecidas; no se trata siquiera de la identidad de lo Mismo. La verdadera repetición se dirige a algo singular, no intercambiable y diferente, sin «identidad». En vez de intercambiar lo parecido y de identificar lo Mismo, da autenticidad a lo diferente” (Logique du sens, 10/18, p. 37.

[18] J. Desce, “Consumo individual y consumo colectivo”, Analyse et prévision, julio-agosto 1965. El autor explica en detalle el método empleado para alcanzar sus estimaciones.

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