Al mismo tiempo, la situación actual sólo puede entenderse sin reconstruir la historia colonial, posindependencia y de la lucha popular. La rebelión de 2018 abrió una experiencia de organización desde abajo que colocó en el centro a los Comités de Resistencia como estructuras democráticas y colectivas. Este proceso fue obstruido por la intervención de los militares y ese es, justamente, el meollo del estado actual.
Un país colapsado
El conflicto armado entre las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF), dirigidas por Abdel Fattah al-Burhan, y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), comandadas por Mohamed Hamdan Dagalo “Hemedti”, convirtieron al país en un territorio devastado, aunque ese “mérito” no es solo suyo. Desde abril de 2023, cuando ambos generales rompieron el frágil equilibrio de poder posterior al derrocamiento del expresidente al-Bashir, los combates destruyeron vastas zonas urbanas, en especial Jartum, Omdurmán y Bahri.
Las RSF tomaron el control de la mayor parte de la capital después de meses de asedio, mientras el ejército (SAF) se replegó a Port Sudan, que funciona como capital provisional. Reportes recientes revelan que en Jartum los enfrentamientos transformaron barrios enteros en ruinas, con cadáveres abandonados en las calles y un colapso total de los servicios básicos.
En Darfur, donde las RSF surgieron como milicia ligada al aparato represivo del antiguo régimen, la guerra tomó características abiertamente genocidas contra comunidades masalit y otros pueblos africanos. Masacres sistemáticas, incendios de aldeas y desplazamientos masivos volvieron a reproducir, aunque a mayor escala, la violencia que ya marcó la región en 2003.
Diversos informes indican que las RSF y milicias asociadas consiguieron el control territorial en Darfur Occidental y partes de Darfur Central, desplazando al ejército y utilizando métodos de castigo colectivo que recuerdan las campañas contrainsurgentes del antiguo gobierno. El conflicto también escaló en Kordofán, especialmente en El-Obeid, donde las RSF cercaron la ciudad para aislar a las tropas del SAF y controlar las principales rutas hacia Darfur.
La disputa por los corredores que conectan el centro y el oeste del país adquirió una importancia decisiva para ambos bandos. Mientras tanto, en el este, el SAF mantiene sus posiciones alrededor de Port Sudan gracias al respaldo de redes político-tribales vinculadas históricamente al aparato estatal. El control del puerto, principal salida al Mar Rojo, le permitió a Burhan mantener cierta logística militar y contactos diplomáticos, aun cuando perdió casi todo el territorio central.
Ambos bandos se desarrollaron como estructuras militares-empresariales. Las RSF financiaron su expansión mediante redes de tráfico de oro y rutas transfronterizas, mientras el ejército utilizó las empresas estatales que controla para asegurarse ingresos y comprar armamento. Esta realidad moldea la guerra como un conflicto donde los bandos no solo buscan poder político, sino también conservar y ampliar sus fortunas.
La destrucción social y de infraestructura avanza de la mano del surgimiento de nuevas estructuras de poder territorial que operan como “feudos” armados sin control. El resultado es un país fracturado donde la población enfrenta una violencia que no responde a diferencias políticas claras, sino al afán de ambos aparatos armados por controlar recursos, territorios y rutas comerciales.
Esta guerra es la expresión de un Estado descompuesto, corroído por décadas de dictadura, militarización y sometimiento a los intereses externos. En ese escenario, los sectores trabajadores y populares están atrapados entre dos fuerzas contrarrevolucionarias que disputan el poder con métodos de guerra brutal, mientras el país se hunde en una emergencia humanitaria extrema.
Consecuencias humanitarias devastadoras
El conflicto produjo una ola masiva de desplazamiento interno y éxodo regional, con más de once millones de personas forzadas a abandonar sus hogares y más de cuatro millones que buscaron refugio en países vecinos, principalmente hacia Chad, Egipto y Sudán del Sur. El colapso de los mercados de aprovisionamiento, el cierre de corredores de ayuda y la destrucción de infraestructuras agrícolas están provocando un deterioro alimentario generalizado.
Estimaciones del Programa Mundial de Alimentos ubican a más de veinte millones de personas en niveles agudos de inseguridad alimentaria, mientras que zonas concretas de Darfur y las Montañas Nuba alcanzaron condiciones equivalentes a la hambruna. El cierre de comedores comunitarios y la caída en la recaudación de fondos internacionales aumentaron la mortalidad por desnutrición, con niños y niñas pagando el precio más alto por la ruptura del ciclo de producción y distribución de alimentos.
La guerra desató además brotes epidémicos que multiplicaron el sufrimiento. Las condiciones sanitarias degradadas y la interrupción del suministro de agua facilitaron la expansión del cólera y otras enfermedades, mientras la mayoría de los centros de salud cerraron por falta de personal, suministros y seguridad. Médicos Sin Fronteras reportó olas masivas de pacientes y saturación de salas de emergencia, y los organismos de salud internacionales confirmaron centenares de muertes, con oleadas recurrentes desde el año pasado.
Escuelas, hospitales y redes de transporte son blancos recurrentes de ataques, mientras el desempleo y la inflación socavan el poder adquisitivo y empujan a amplios sectores urbanos y rurales hacia economías de supervivencia. Los retornos forzados y la presión sobre los campos de desplazados son los escenarios de violencia sexual, reclutamiento forzado y desgaste psicosocial.
La intervención externa y la economía del oro
La guerra se convirtió en un escenario privilegiado para la intervención de subpotencias regionales que buscan influir en el resultado del conflicto y asegurarse el control de recursos naturales, especialmente el oro. Esta injerencia se da a través de la utilización de los bandos locales como instrumentos de sus intereses. Las RSF mantienen vínculos con Emiratos Árabes Unidos, mientras las SAF se apoyan en Egipto e Irán. Rusia, por su parte, interviene de manera más ambigua, moviéndose entre acuerdos con ambas partes.
Emiratos Árabes Unidos jugó un papel decisivo en la consolidación de las RSF como fuerza autónoma. A través de redes comerciales y logísticas que conectan Darfur con Libia y Chad, estas fuerzas envían grandes volúmenes de oro hacia mercados controlados por empresas emiratíes, lo que les permite financiar su armamento y expandir su infraestructura militar.
Investigaciones periodísticas revelaron que compañías ligadas a Abu Dabi compran oro sudanés desde hace años y sostienen esa red incluso tras el estallido de la guerra, lo que fortaleció la capacidad del grupo de Hemedti para reclutar combatientes y obtener equipamiento avanzado. Esta relación sitúa a los Emiratos como uno de los actores más influyentes en el conflicto.
Egipto adoptó una postura alineada con el ejército sudanés, motivado por razones que pueden ir desde el control del Nilo hasta la necesidad de evitar un Estado dominado por una fuerza paramilitar que no le sea afín. Informes diplomáticos registraron la entrega de equipamiento, soporte logístico y entrenamiento a unidades del SAF, en un intento de mantener la frontera sur bajo orden para proteger los intereses hídricos y militares de El Cairo.
La intervención iraní se manifiesta principalmente en el suministro de drones al ejército sudanés, en especial el modelo Mohajer-6, documentado en varios frentes. Teherán buscó recuperar la influencia perdida tras la caída de al-Bashir, cuando Riad y Abu Dabi lograron desplazarlo de la ecuación regional. La guerra ofrece una oportunidad para retornar al tablero sudanés mediante acuerdos militares y la posibilidad futura de acceder a instalaciones en la costa del Mar Rojo, una vía estratégica para su política exterior.
Rusia es, por ahora, la única potencia con participación confirmada en el conflicto a través de la red sucesora del Grupo Wagner, interesada en las concesiones mineras que ya explotaba en tiempo de al-Bashir. Desde 2017, acuerdos entre funcionarios rusos y jefes paramilitares permitieron que empresas vinculadas al Kremlin extrajeran oro en Darfur y lo exportaran mediante rutas clandestinas hacia mercados exteriores. Aunque las RSF fueron originalmente el socio favorito de Moscú, la necesidad rusa de seguridad marítima en el Mar Rojo abrió un canal de negociación con Burhan para instalar una base naval en Port Sudan.
Este entramado muestra que esta guerra no expresa únicamente la pugna entre dos comandantes locales, sino la disputa entre subpotencias regionales (y un imperialismo en reconstrucción, como Rusia) que compiten por controlar un territorio atravesado por rutas comerciales, recursos mineros y acceso al mar. El oro sudanés, explotado en condiciones de extrema precariedad laboral, circula por redes globales que enriquecen a Estados y corporaciones extranjeras mientras la población local sufre hambre, epidemias y desplazamientos masivos.
El colonialismo británico
El pasado colonial de Sudán explica la fragilidad estructural del Estado y la desigualdad de su estructuración interna, elementos que alimentaron todas las guerras posteriores. Durante el llamado Condominio Anglo-Egipcio, establecido en 1899 después de la derrota del Estado mahadista a manos de Gran Bretaña, Londres organizó el país como una colonia dividida entre un norte árabe-musulmán integrado en las redes administrativas imperiales y un sur africano sometido a un régimen de aislamiento.
El “condominio” operó como fachada, la autoridad efectiva quedó en manos del imperio británico, que utilizó a Sudán como reserva agrícola, enclave militar y corredor entre el Mediterráneo y el África oriental. La dominación británica consolidó una economía extractiva basada en el algodón del Gezira, un megaproyecto agrícola irrigado por el Nilo Azul que se convirtió en el núcleo productivo moderno del país.
La lógica colonial creó una élite terrateniente y comercial en el norte que, al integrarse en el mercado mundial, concentró riqueza y acceso a educación, dejando al sur, a Darfur, a Kordofán y a las periferias sin infraestructuras, escuelas o servicios básicos. Esta estructura profundamente desigual marcó el nacimiento del Sudán contemporáneo, un centro privilegiado y conectado al capitalismo mundial, rodeado por regiones históricamente explotadas, oprimidas y empobrecidas.
Para sostener este orden, el imperio impulsó la política de “Closed Districts”, que prohibía la circulación entre el norte y el sur y establecía administraciones separadas, con lenguas, sistemas legales y currículos educativos distintos. Esta separación bloqueó la formación de una identidad nacional común y preparó el terreno para conflictos futuros, ya que las regiones más pobres quedaron bajo control de jefaturas locales subordinadas a la autoridad británica, sin integración política ni participación en el aparato estatal.
El colonialismo también moldeó el papel de las fuerzas armadas. El reclutamiento de ciertos grupos para formar unidades indígenas, el uso de milicias tribales y la exclusión de comunidades específicas consolidaron un aparato militar profundamente sesgado por razones étnicas desde su origen, algo que influiría décadas más tarde en la facilidad con la que los uniformados se hicieron con el aparato tras la independencia.
Las guerras sucesivas reflejaron el legado de un territorio repartido entre periferias sacrificables y un centro donde se concentraban las inversiones, las instituciones y la élite política. La naturaleza del colonialismo en Sudán no consistió solo en la administración externa, sino en la creación de estructuras perdurables de desigualdad, jerarquías étnicas y económicas que sobrevivieron a la salida formal del imperio.
Las líneas divisorias que hoy recorren el país (entre centro y periferia, entre campesinos y capital comercial, entre comunidades árabes y africanas) fueron producto directo de ese diseño imperial, que dejó tras de sí un Estado construido para servir a las necesidades del capitalismo colonial y no a las de la población trabajadora y rural que lo habitaba.
Una “independencia” tutelada
Cuando Sudán proclamó su independencia el 1 de enero de 1956, no significó una ruptura real con el orden colonial, sino más bien una transformación controlada por la potencia imperialista para mantener sus beneficios. El Reino Unido aceptó simbólicamente el fin de su dominación formal, pero dejó intactas las estructuras estatales y económicas diseñadas para extraer plusvalía y mantener el poder en manos de las élites que había favorecido durante la ocupación.
Los británicos entregaron un gobierno con instituciones muy limitadas, había infraestructura como ferrocarriles y represas, pero la mayoría de la población (hasta un 95%) era analfabeta, ya que la educación se concentró en formar una pequeña élite capaz de colaborar con la administración colonial. Esta élite se convirtió rápidamente en la clase gobernante tras la independencia, perpetuando un sistema desigual que reproducía las jerarquías del dominio colonial.
La idea de “independencia” estaba, por tanto, filtrada por el interés británico. Londres prefirió un Sudán formalmente libre antes que correr el riesgo de que una parte significativa del territorio fuera absorbida por Egipto (en ese momento gobernada por Gamal Abdel Nasser con su aspiración a la “unidad del Valle del Nilo”). Tal maniobra le permitió mantener influencia económica y geopolítica sin tener que sostener administraciones coloniales costosas.
En el sur del país, donde la administración colonial había fomentado el aislamiento, el nuevo Estado sudanés reproducía los mismos lineamientos. Tras la independencia, los cargos administrativos, los puestos en la policía y las decisiones clave siguieron en manos del norte, mientras las poblaciones del sur, mayoritariamente cristianas o animistas, quedaron subordinadas a una élite que no provenía de sus comunidades.
Este modelo de “independencia”, diseñado desde el centro imperialista, generó un Estado débil, pero lo suficientemente asentado como para administrar los negocios del imperio. Las elites locales que heredaron el poder funcionaron como colaboradores del capital extranjero, y no como garantes de una soberanía popular real. Esa contradicción sentó las bases para los conflictos internos posteriores.
La rebelión del 2018
La rebelión de diciembre de 2018 surgió en un contexto de deterioro económico extremo y agotamiento político del régimen de Omar al-Bashir. Ese año la inflación superó el 70%, el precio del pan triplicó su valor en pocas semanas y el gobierno impuso nuevos recortes para cumplir con exigencias del Fondo Monetario Internacional, que reclamó la eliminación de subsidios y un mayor ajuste fiscal.
La combinación de desempleo masivo, salarios depreciados y aumento del costo de vida empujó a grandes sectores populares a movilizarse, primero en ciudades periféricas como Atbara y luego en Jartum. Las primeras protestas se desataron el 19 de diciembre, cuando miles salieron a las calles después del anuncio del encarecimiento del pan, pero rápidamente tomaron un carácter político al exigir el fin del gobierno de Bashir.
Diversos sectores sociales participaron de manera activa. La juventud urbana jugó un papel central, en especial estudiantes y personas trabajadoras precarizadas que sufrían de forma directa el encarecimiento de los bienes básicos. Los sectores trabajadores fueron esenciales al articular paros y marchas masivas en enero y febrero de 2019. Médicos, docentes, trabajadores portuarios y de telecomunicaciones impulsaron huelgas que paralizaron sus sectores.
En este proceso los Comités de Resistencia adquirieron un papel decisivo. Surgidos años atrás como formas de organización barrial clandestina, se consolidaron durante las protestas como estructuras territoriales capaces de sostener marchas, difundir consignas, montar puntos de primeros auxilios y coordinar la defensa de los barrios frente a las fuerzas de seguridad. La represión dejó más de 40 muertos solo en las primeras semanas, cifra que reflejó la brutalidad estatal. La existencia de estos comités permitió que la rebelión no se dispersara y que la movilización continuara incluso cuando el gobierno desplegó su fuerza para disolver las concentraciones.
Las demandas democráticas ocuparon el centro del proceso. Exigieron la caída del régimen, la liberación de los presos políticos, un gobierno civil, la disolución de los organismos represivos y justicia por los crímenes cometidos en Darfur, Kordofán del Sur y Nilo Azul. Estas consignas expresaron un rechazo a décadas de autoritarismo militar-islamista y a una estructura de poder que vinculó a las Fuerzas Armadas, a las milicias paramilitares y a un empresariado enriquecido por la privatización y el saqueo de los recursos públicos.
La duración y persistencia de la movilización llevó a que el Ejército interviniera, destituyendo a Bashir en abril de 2019, pero esta maniobra implicó colocar a los militares como los interlocutores del proceso. Los mismos mandos militares que sostuvieron el régimen tomaron el poder y buscaron contener las aspiraciones democráticas.
La población siguió movilizada, con marchas diarias y un acampe masivo frente al cuartel general en Jartum. La continuidad de los Comités de Resistencia fue clave para mantener la iniciativa popular en un escenario donde la cúpula militar procuró negociar una salida controlada. La masacre del 3 de junio de 2019, que dejó más de cien muertos, mostró que el aparato represivo no pretendió nunca ceder espacio político y que la transición pactada entre militares y fuerzas civiles moderadas funcionó como una vía para neutralizar el impulso de la rebelión.
Los militares al frente del gobierno
Después de la caída de Bashir, el proceso abierto por la rebelión popular entró en una fase marcada por maniobras de las Fuerzas Armadas para retener el control del gobierno. El Ejército formó el Consejo Militar de Transición y presentó su intervención como una “corrección” del rumbo político, aunque en realidad lo que buscó fue preservar la estructura de poder creada durante décadas.
Tras la matanza de junio se abrió una negociación tutelada por las subpotencias regionales involucradas, y por mediadores internacionales vinculados a Estados Unidos y la ONU. Ese proceso desembocó en el acuerdo de agosto de 2019, que estableció un gobierno mixto entre civiles y militares.
Aunque este pacto fue presentado como una transición democrática, en los hechos aseguró que los mandos del Ejército se hicieran con el poder económico, control territorial y dominio de los servicios de seguridad. El general Burhan se ubicó como figura central del gobierno, mientras Dagalo, líder de las Fuerzas de Apoyo Rápido, consolidó su influencia gracias al control de las rutas comerciales y del tráfico de oro.
La estructura militar-empresarial que sostenía al régimen permaneció intacta, a pesar de las demandas populares que reclamaban desmontarla por completo. La frustración creció rápidamente porque el gobierno civil careció de capacidad para imponer sus decisiones y aceptó un programa económico de liberalización que agravó la crisis social.
La rebelión, que surgió como respuesta al ajuste y la desigualdad, murió sin lograr su objetivo; la transición repitió la misma lógica económica y dejó la estructura represiva en manos de los mismos actores responsables de los crímenes del régimen anterior. Durante 2020 y 2021 los Comités de Resistencia organizaron cientos de marchas y mantuvieron viva la exigencia de un poder civil pleno, pero la correlación de fuerzas favoreció a los mandos militares, que aprovecharon cada oportunidad para reforzar su autoridad.
El 25 de octubre de 2021 se produjo un golpe que profundizó este proceso reaccionario. Burhan disolvió el gobierno, arrestó a los ministros civiles y retomó el control total de la administración. Dagalo apoyó inicialmente el golpe, aunque más adelante disputó el liderazgo.
La medida anuló cualquier posibilidad de transición democrática y reinstaló el mando directo de las Fuerzas Armadas y de las milicias. La población respondió con movilizaciones masivas, pero el aparato militar usó métodos cada vez más violentos para contenerlas. Hacia 2022 el país volvió a vivir un clima de represión similar al de la era de Bashir, con decenas de muertos en protestas y con un gobierno funcionando como un consorcio de generales y empresarios enriquecidos por la extracción de oro.
Las tensiones dentro del bloque militar crecieron conforme cada facción buscó asegurarse un control mayor de los recursos económicos y del territorio. La rivalidad entre el Ejército de Burhan y las RSF de Dagalo se volvió más abierta durante 2022, hasta desembocar en un enfrentamiento abierto en abril de 2023.
Ese conflicto mostró que el “desvío” de la rebelión de 2018 no fue solo una maniobra política, sino un reacomodo interno de un aparato militar fracturado que intentó recuperar su influencia después de un proceso de movilización popular que cuestionó su legitimidad. La lucha entre Burhan y Dagalo surgió de una disputa por la hegemonía dentro de ese Estado militarizado, no de diferencias político-ideológicas.
La rebelión abrió una posibilidad histórica de democratización, pero la transición administrada por los militares y la dirección política conservadora civil permitieron que el Ejército recuperara la iniciativa. La guerra actual es la consecuencia de ese proceso, un país donde el poder estatal quedó en manos de dos aparatos armados que se enfrentan para conservar los privilegios heredados del viejo régimen.
Detener la guerra y refundar Sudán sobre nuevas bases sociales
La guerra en Sudán expresa la descomposición de un régimen militar que nunca se apartó del saqueo, la represión y la entrega de los recursos nacionales al extranjero. Tanto el Ejército como las RSF actúan como fracciones contrarrevolucionarias que disputan el control del Estado para preservar su poder y privilegios, construidos sobre la miseria de las mayorías.
Ninguna de estas dos fuerzas representa un proyecto de liberación nacional ni una salida democrática; ambas sostienen la continuidad del viejo orden que hundió al país en la pobreza, destruyó comunidades enteras y reprimió cualquier intento de organización popular.
La única perspectiva progresiva surge de recuperar y profundizar la experiencia abierta por la rebelión de 2018. Aquel proceso mostró que los sectores populares pueden organizarse en estructuras democráticas de base, capaces de sostener movilizaciones masivas y de desafiar a un Estado construido para mantener la opresión.
Los Comités de Resistencia encarnaron esa posibilidad, coordinaron barrios enteros, mantuvieron la movilización cuando el régimen intentó aplastar las protestas y defendieron un programa que exigió justicia social, poder civil y transformación económica. Retomar y radicalizar esa experiencia para que pase de la rebelión a la revolución, significa reconstruir un camino independiente y anticapitalista, tanto de los militares como de las élites civiles que aceptaron negociar una transición tutelada por intereses extranjeros.
La intervención de potencias y subpotencias sólo agravó el conflicto. Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Rusia y otras fuerzas externas actúan para asegurarse minerales y rutas comerciales. Cada una impulsó a sus propios aliados armados o negoció acuerdos que prolongaron el poder de los generales. Ningún imperialismo tiene interés en la paz o en la autodeterminación de la población sudanesa; todos buscan una porción del botín que ofrece un país rico en oro, tierras fértiles y una posición privilegiada.
La ONU tampoco ofrece una alternativa, ya que su accionar se limita a administrar negociaciones que fortalecen a los militares y nunca protegió a las comunidades atacadas, como quedó demostrado en Darfur y en masacres posteriores. La consigna central sigue siendo impedir que cualquier poder imperialista intervenga en el destino del país y fortalecer una salida propia, basada en los intereses de las masas explotadas y oprimidas.
Aun así, la urgencia humanitaria exige medidas inmediatas. Millones de personas viven en condiciones extremas, sin alimentos suficientes, sin agua potable y sin atención médica básica. El envío masivo de ayuda humanitaria es indispensable para aliviar el sufrimiento actual, siempre garantizando que llegue de forma directa a las comunidades y no pase por manos de los aparatos militares que usan la asistencia como herramienta de control.
El conflicto actual deja en claro la salida a la crisis no vendrá de los generales ni de las potencias o subpotencias extranjeras; surgirá de la fuerza colectiva de quienes, en 2018, demostraron que otra Sudán es posible, organizada desde los explotados y oprimidos para refundar el país sobre bases sociales anticapitalistas, antiimperialistas y socialistas.




