Traducción del portugués al castellano por Víctor Artavia
La conferencia COP30, celebrada en la Amazonía, puso de manifiesto lo que llevamos tiempo denunciando: la política climática global no puede alcanzar sus propios objetivos porque se basa en los mismos fundamentos materiales que generan la crisis. La conferencia, presentada como un hito histórico para reafirmar el Acuerdo de París, terminó demostrando su definitivo agotamiento. El propio científico jefe del evento, reconoció que el mundo ya no sabe cómo evitar que se supere el límite de 1,5 °C y que las tecnologías necesarias para revertir el calentamiento no existen a la escala requerida.
Este diagnóstico se sustenta en evidencia científica. En 2024, la concentración de CO₂ en la atmósfera alcanzó las 422,8 ppm, el nivel más alto de los últimos 800 000 años. El consumo energético mundial sigue dependiendo mayoritariamente de combustibles fósiles: más del 80 % de la energía primaria del planeta proviene del petróleo, el gas y el carbón, según datos consolidados de 2023. Aún más grave: entre 2017 y 2024, el uso mundial de combustibles fósiles aumentó aproximadamente un 7 %, destacando el gas natural, con un incremento superior al 13 % en el mismo periodo.
Mientras tanto, la demanda energética mundial en 2024 creció un 2,2%, por encima del promedio de la década, y todas las fuentes —incluido el carbón— crecieron de forma conjunta. Esto demuestra empíricamente que la transición energética no está en marcha; al contrario, está siendo absorbida por el aumento estructural de la demanda energética mundial dentro de un capitalismo cada vez más voraz y descontrolado, que sitúa la relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza en niveles de desequilibrio sin precedentes.
Es en este contexto, que el Acuerdo de París se convierte en una completa ficción. Sus objetivos dependen de reducciones radicales e inmediatas de las emisiones, pero las propias estadísticas globales demuestran que nos dirigimos en la dirección opuesta. Por ejemplo, incluso si todos los países cumplieran plenamente con sus Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional ( CDN ), la trayectoria del planeta apunta a un calentamiento de entre 2,5 °C y 3 °C para finales de siglo: un escenario incompatible con la supervivencia de múltiples ecosistemas y sociedades humanas enteras.
La COP30 explicitó esta contradicción, profundizando a la vez la brecha entre el discurso y la práctica, especialmente bajo el gobierno de Lula. Brasil, sede de la conferencia, autorizó a Petrobras a explotar yacimientos petrolíferos en la Margen Ecuatorial del Amazonas tras cinco años de estancamiento. Esta postura ilustra a la perfección el caos climático global al que contribuye la izquierda institucional y reformista: Lula presenta la Amazonía como la capital mundial de la transición energética, mientras se abre allí una nueva frontera petrolera.
Por un lado, el gobierno de Lula ofrece a la comunidad internacional la imagen de un país ambientalmente responsable; por otro, allana el camino para la privatización de los ríos Tapajós, Madeira y Tocantins, mediante el decreto 12.600, firmado por el propio presidente, profundizando así el proyecto de financiarización y mercantilización de los recursos hídricos.
Por lo tanto, no se trata de una contradicción aislada, sino estructural. Como afirmó la propia ministra de Ambiente y Cambio Climático, Marina Silva, ningún país puede escapar a las «contradicciones de la transición energética». Esto se debe a que abandonar radicalmente los combustibles fósiles provocaría un colapso no del clima, sino del modo de producción capitalista, cuya base material depende de la energía fósil barata y abundante. Esta afirmación, si bien moderada, revela lo que rara vez se dice en los foros oficiales: no hay transición energética posible sin una ruptura con el capital.
Ante esta imposibilidad estructural, el capitalismo verde emerge como la narrativa dominante. Los mercados de carbono, las compensaciones, las cadenas de suministro sostenibles, los créditos forestales y la bioeconomía amazónica se presentaron en la COP30 como supuestas soluciones. No obstante, todos estos mecanismos operan dentro de la misma racionalidad extractivista que produjo la crisis actual.
Los datos científicos también desmienten esta narrativa. La mayor parte de las emisiones globales provienen de sectores intrínsecamente ligados al capitalismo industrial: la producción de electricidad y calor (34% de las emisiones globales), la industria pesada (24%) y el transporte (15%). Ninguno de estos sectores está reduciendo su dependencia de los combustibles fósiles en la escala necesaria. Esto confirma que las medidas de mercado no alteran la matriz energética global, tan solo la hacen más rentable.
El carácter performativo de la COP30 reforzó esta interpretación. La precariedad de la infraestructura —como la falta de agua en los baños— contrastaba con el lujo de los cruceros fletados para el alojamiento y la presencia de figuras ecologistas destacadas, revelando un evento más preocupado por construir una imagen. No se trata de desorganización, sino de la estética inherente a las COP: espacios que proyectan una apariencia de gobernanza climática, mientras preservan los intereses de las corporaciones y los países imperialistas.
La COP30 no fracasó por casualidad. Fracasó porque cumple exactamente la función que se supone que tiene en el capitalismo global: gestionar expectativas, generar legitimidad simbólica, contener las presiones sociales y eludir la única solución real -una salida anticapitalista.
El capitalismo es estructuralmente incompatible con los límites planetarios, al igual que lo fue la experiencia poscapitalista de acumulación burocrática bajo el estalinismo. Hablar de transición energética y equilibrio metabólico entre la humanidad y la naturaleza dentro del marco del capitalismo no es más que una utopía reaccionaria, como si fuera posible controlar la barbarie: el planeta se calienta porque el sistema capitalista exige que se caliente.
Lo que falla no es la COP30, sino el propio modelo que intenta gestionarla.




