Desde Clausewitz, guerra y política son esferas estrechamente relacionadas. Lenin y Trotsky retomaron esta definición del gran estratega militar alemán de comienzos del siglo XIX a lo largo de su obra. Se apoyaron en Engels, que ya a mediados del siglo XIX le había comentado a Marx el agudo “sentido común” de los escritos de Clausewitz. También Franz Mehring, historiador de la socialdemocracia alemana y uno de los aliados de Rosa Luxemburgo, se había interesado en su momento por la historia militar y reivindicaba a Clausewitz. Por otra parte, hacia finales de la II Guerra Mundial, en el pináculo de su prestigio, Stalin rechazó a Clausewitz con el argumento de que la opinión favorable de Lenin se debía a que éste “no era especialista en temas militares”. Pierre Naville señala muy bien en una introducción a los textos del teórico militar alemán que el Frente Oriental y el triunfo militar del Ejército Rojo sobre la Wehrmacht
había confirmado la tesis contraria: la validez de Clausewitz y lo central de sus intuiciones militares (entre otras, la importancia de las estrategias defensivas en la guerra).
7- 1- La guerra como continuidad de la política por otros medios (y a la inversa)
Según su famosa definición, para Clausewitz la guerra era la continuación de la política por otros medios; medios violentos, precisaba Lenin. Quedaba así establecida una relación entre guerra y política que el marxismo hizo suya. La guerra es una forma de las relaciones sociales, cuya lógica o contenido está inscripta en las relaciones entre los estados, pero que el marxismo ubicó, por carácter transitivo, en la formación de clase de la sociedad. La guerra, decía Clausewitz, debe ser contemplada como parte de un todo, y ese todo es la política, cuyo contenido, para el marxismo, es la lucha de clases. Con agudeza, el teórico militar alemán sostenía que la guerra debía ser vista como un “elemento de la contextura social”, que es otra forma de designar un conflicto de intereses solucionado de manera sangrienta, a diferencia de los demás conflictos.
Esto no quiere decir que la guerra no tenga sus propias especificidades, sus propias leyes, que requieren de un análisis científico de sus determinaciones y características. Desde la Revolución Francesa, pasando por las dos guerras mundiales y las revoluciones del siglo XX, la ciencia y el arte de la guerra se enriquecieron enormemente.
Tenemos en mente las guerras bajo el capitalismo industrializado o sociedades poscapitalistas como la ex URSS y el constante revolucionamiento de la ciencia y la técnica guerrera. Las relaciones entre técnica y guerra son de gran importancia[1]; ya Marx había señalado que muchos desarrollos de las fuerzas productivas ocurren primero en el terreno de la guerra y se generalizan después a la economía civil. Las dos guerras mundiales fueron subproducto del capitalismo industrial contemporáneo, la puesta en marcha de medios de destrucción masivos, el involucramiento de las más grandes masas, la aplicación de los últimos desarrollos de la ciencia y la técnica a la producción industrial y a las estrategias de combate. Dieron lugar a toda la variedad imaginable en guerra de posiciones y de maniobra, con cambios de frente permanentes y de magnitud, con la aparición de la aviación, los medios acorazados, los submarinos, la guerra química y nuclear y un largo etcétera, del que queremos destacar la experiencia del Frente Oriental en la II Guerra Mundial. Y como conclusión, cabe volver a recordar lo señalado por Trotsky a partir de su experiencia en la guerra civil: no hay que atarse a ninguna táctica; la ofensiva y la defensa son características que dependen de las circunstancias y, en su generalidad, la experiencia de la guerra ha consagrado la vigencia de las enseñanzas de Clausewitz en la materia, que merecen un estudio profundo de la nueva generación militante.
Ahora bien, si la guerra es la continuidad de la política por otros medios, a esta fórmula le cabe cierta reversibilidad. De ahí que muchos de los conceptos de la guerra se vean aplicados a la política, ya que ésta es, como la guerra, un campo para hacer valer determinadas relaciones de fuerza. Sin duda, las relaciones de fuerza políticas se hacen valer mediante un complejo de relaciones mayor y más rico que el de la violencia desnuda, pero en el fondo en el terreno político también se trata de quebrar la resistencia del oponente.
En todo caso, la política como arte ofrece más pliegues, sutilezas y complejidades que la guerra, como señalara Trotsky, que además denunciaba el antihumanismo de la guerra en general.[2] De allí que se pueda definir metafóricamente a la política como continuidad de la guerra cotidiana entre las clases sociales explotada y explotadora. Así, la política es una manifestación de la guerra de clases que recorre de arriba abajo la realidad social bajo la explotación capitalista. Esta figura puede ayudar a apreciar la densidad de lo que está en juego, superando la mirada a veces ingenua de las nuevas generaciones. Nada de esto significa que tengamos una concepción militarista de las cosas. Todo lo contrario: el militarismo es una concepción reduccionista que pierde de vista todo el espesor de la política revolucionaria y que deja de lado a las grandes masas (reemplazadas por la técnica y el herramental de guerra) a la hora de los eventos históricos. Es característico del militarismo hacer primar la guerra sobre la política, algo común tanto a las políticas de potencias imperialistas como a las formaciones guerrilleras pequeño-burguesas típicas de los años 70 en Latinoamérica: pierden de vista a las grandes masas como actores y protagonistas de la historia. Tal era, por ejemplo, la posición del famoso general alemán de la I Guerra Mundial Erich von Ludendorff, autor de La guerra total, donde criticaba a Clausewitz desde una posición reduccionista que ponía en el centro de las determinaciones la categoría de “guerra total”, a la que independizaba de la política, y negaba el concepto de Clausewitz de “guerra absoluta”, que necesariamente se veía limitado por las determinaciones políticas. Para Ludendorff y los posteriores teóricos del nazismo, lo “originario” era el “estado de guerra permanente” y la política solamente uno de sus instrumentos; de ahí que se considerara la paz sólo como “momento transitorio entre dos guerras”.
En esa apelación a la “guerra total”, las masas (el Volk) eran vistas sólo como un instrumento pasivo, pura carne de cañón en la contienda, y no más. Pero lo cierto es lo contrario: si la guerra no es más que la continuidad de la política por medios violentos, la segunda fija los objetivos de la primera: “En el siglo XVIII aún predominaba la concepción primitiva según la cual la guerra es algo independiente, sin vinculación alguna con la política, e inclusive se concebía la guerra como lo primario, considerando la política más bien como un medio de la guerra; tal es el caso de un estadista y jefe de campo como fue el rey Federico II de Prusia. Y en lo que se refiere a los epígonos del militarismo alemán, los Ludendorff y Hitler, con su concepción de la ‘guerra total’, simplemente invirtieron la teoría de Clausewitz en su contrario antagónico” (AA.VV., Clausewitz en el pensamiento marxista, p. 44).
En esta suerte de analogía entre la política y la guerra, buscamos dar cuenta de la íntima conflictividad de la acción política, superando toda visión ingenua o parlamentarista. La política es un terreno de disputa excluyente donde se afirman los intereses de la burguesía o de la clase obrera. No hay conciliación posible entre las clases en sentido último, y esto confiere todos los rasgos de guerra implacable a la lucha política.
La política revolucionaria, no la reformista u electoralista, tiene esa base material: la oposición irreconciliable entre las clases, como destacara Lenin. Lo que no obsta para que los revolucionarios tengamos la obligación de utilizar la palestra parlamentaria, hacer concesiones y pactar compromisos, como ya hemos visto. Pero la utilización del parlamento, o el uso de las maniobras, debe estar presidida por una concepción clara acerca de ese carácter irreconciliable de los intereses de clase, so pena de una visión edulcorada de la política, emparentada no con las experiencias de las grandes revoluciones históricas, sino con los tiempos posmodernos y destilados de la democracia burguesa y el “fin de la historia” de las últimas décadas.
7- 2- Sustituismo, lucha de masas y balance de las revoluciones del siglo XX
En todo caso, el criterio principista de tipo estratégico es que todas las tácticas y estrategias deben estar al servicio de la autodeterminación revolucionaria de la clase obrera, de su emancipación. En este sentido, y sobre la base de las lecciones del siglo XX, debe ser condenado el sustituismo social de la clase obrera como estrategia y método para lograr los objetivos emancipatorios del proletariado. El sustituismo como estrategia simplemente no es admisible para los socialistas revolucionarios. Toda la experiencia del siglo XX atestigua que si no está presente la clase obrera, su vanguardia, sus organismos de lucha y poder, sus programas y partidos, si no es la clase obrera con sus organizaciones la que toma el poder, la revolución no puede progresar de manera socialista, ni la transición al socialismo logra comenzar realmente; queda congelada en el estadio de la estatización de los medios de producción, lo que, a la postre, no sirve a los objetivos de la acumulación socialista sino la de la burocracia.
Un ejemplo vivido por los bolcheviques a comienzos de 1920 fue la respuesta al ataque desde Polonia a la revolución –en el marco de la guerra civil–, que desató una contraofensiva del poder rojo tan poderosa que atravesó la frontera rusa y llegó hasta Varsovia. Durante unas semanas dominó el entusiasmo de que “desde arriba”, militarmente, se podía extender la revolución. Uno de los principales actores de este empuje era el talentoso general Tujachevsky, asesinado por Stalin en las purgas de los años 30. Sin embargo, esta acción fue vista y explotada por la dictadura polaca de Pilsudsky como “avasallamiento de los derechos nacionales polacos” y no logró ganar el favor de las masas obreras y mucho menos campesinas, por lo que terminó en un redondo fracaso. Trotsky, que con buen tino se había opuesto a esta acción, sacó la conclusión de que en todo caso una intervención militar en un país extranjero desde un estado obrero sólo puede ser un punto de apoyo secundario a un proceso de revolucionamiento real de ese país por parte de sus masas explotadas y oprimidas, nunca el instrumento transformador fundamental: “En la gran guerra de clases actual, la intervención militar desde afuera puede cumplir un papel concomitante, cooperativo, secundario. La intervención militar puede acelerar el desenlace y hacer más fácil la victoria, pero sólo cuando las condiciones sociales y la conciencia política están maduras para la revolución. La intervención militar tiene el mismo efecto que los fórceps de un médico; si se usan en el momento indicado, pueden acortar los dolores del parto, pero si se usan en forma prematura, simplemente provocarán un aborto” (en E. Wollenberg, El Ejército Rojo, p. 103).
De ahí que toda la política, la estrategia y las tácticas de los revolucionarios deban estar al servicio de la organización, politización y elevación de la clase obrera como clase dominante, y que no sea admisible su sustitución a la hora de la revolución social por otras capas explotadas y oprimidas ajenas a la misma clase (otra cosa son las alianzas de clases explotadas y oprimidas imprescindibles para tal empresa). El criterio principal para todas las tácticas de los revolucionarios es el de la independencia de clase de los trabajadores y su organización independiente; el criterio de la autodeterminación y centralidad de la clase obrera a la hora de la revolución social es un principio innegociable. Y no sólo un principio: hace a la estrategia misma de los socialistas revolucionarios en toda su acción.
Otra cosa es que las relaciones entre masas, partidos y vanguardia sean complejas y no admitan mecanicismos. Habitualmente los factores activos son la amplia vanguardia y las corrientes políticas, mientras que las grandes masas se mantienen en general pasivas y sólo entran en liza cuando se producen grandes conmociones, algo que, como decía Trotsky, era signo inequívoco de toda verdadera revolución.
Hay una inevitable dialéctica de sectores adelantados y atrasados en el seno de la clase obrera, y los revolucionarios, a la hora de su acción política, no deben buscar un mínimo común denominador para adaptarse a los sectores más atrasados, sino, por el contrario, ganar la confianza de los sectores más avanzados de la clase obrera para empujar juntos a los más atrasados. Incluso más: puede haber circunstancias de descenso en las luchas del proletariado, y el partido (más aún si está en el poder) verse obligado a ser una suerte de nexo o “puente” entre el momento actual de pasividad y un eventual resurgimiento de las luchas de la clase obrera en un período próximo. En ese momento no tendrá otra alternativa que “sustituir” transitoriamente la acción de la clase obrera en defensa de sus intereses inmediatos e históricos. Algo de esto decía Trotsky que le había pasado al bolchevismo al comienzo de los años 20, luego de que la clase obrera y las masas quedaran exhaustas a la salida de la guerra civil. Pero, en todo caso, aquí el criterio es que aun “sustituyéndola” se deben defender los intereses inmediatos e históricos de la clase obrera, y esta “sustitución” sólo puede ser una situación impuesta por las circunstancias, nunca elegida y, además, por un período relativamente breve y transitorio, so pena de transformarse casi inmediatamente en otra cosa.
La teorización del sustituismo social de la clase obrera en la revolución socialista ya pone las cosas en otro plano: es una justificación de la acción de una dirección burocrática o pequeñoburguesa que, si bien puede terminar yendo más lejos de lo que ella misma preveía en el camino del anticapitalismo, nunca podría sustituir a la clase obrera al frente del poder, so pena de que se terminen imponiendo (como ocurrió en la segunda mitad del siglo XX) los intereses de esa burocracia y no los de la clase obrera.
Con este balance en la mano, la pelea contra el sustituismo social de la clase obrera es absolutamente estratégica y de principios, una de las grandes líneas maestras de los revolucionarios, centro fundamental de nuestra teoría de la revolución socialista a partir de las enseñanzas del siglo pasado y que nos delimita de prácticamente todas las demás corrientes trotskistas que carecen de ese balance.
7- 3- El armamento popular
De ahí se desprende otra cuestión: la apelación a los métodos de lucha de la clase obrera en contra del terrorismo individual, o de las minorías que empuñan las armas en falsa representación del conjunto de los explotados y oprimidos. Desde este punto de vista, en el pasado siglo ha habido muchas experiencias: el caso de las formaciones guerrilleras latinoamericanas y del propio Che Guevara, que excluía, por definición, los métodos de lucha de masas en beneficio de los “cojones”, herramienta central de la revolución porque la clase obrera estaba supuestamente “aburguesada”. Un caso similar fue el del PCCh bajo Mao.
La pelea contra el sustituismo social también hace a que los revolucionarios no inventamos nada, no pretendemos crear artificialmente los métodos de la lucha y los organismos que las propias masas se dan. Más bien ocurre lo contrario: partimos de sus experiencias de lucha, de sus métodos y organismos y, en todo caso, buscamos hacer consciente su acción, generalizar estas experiencias e incorporarlas al acervo de enseñanzas de la clase obrera en lucha. Ésta era una preocupación característica de Rosa Luxemburgo, que insistía en la necesidad de aprender de la experiencia real de lucha de la clase obrera, contra el conservadurismo pedante y de aparato de la vieja socialdemocracia.[3] También es valiosa la ubicación de Lenin cuando, por creación de las masas, surgen los soviets. Los “bolcheviques de comité”, demasiado habituados a prácticas sectarias y hasta conservadoras, se negaban a entrar en el Soviet de Petrogrado porque éstos “no se declaraban bolcheviques”… Lenin insistía que la orientación debía ser “Soviets y partido”, y no contraponer de manera pedante y ultimatista unos y otros.
Sobre la cuestión del armamento popular, rechazamos tanto las formaciones militares que actúan en sustitución de la clase obrera y los métodos de lucha de las masas como el terrorismo individual, por las mismas razones. Pero debemos dejar a salvo no sólo la formación de ejércitos revolucionarios, como el Ejército Rojo, sino incluso experiencias como la formación de milicias obreras y populares, o las dependientes de las organizaciones revolucionarias. Tal fue la experiencia del POUM y los anarquistas en la guerra civil española, más allá del centrismo u oportunismo de su política, y podrían darse circunstancias similares en el futuro que puedan ser englobadas bajo la orientación de armamento popular, que si hoy parece lejana, podría ponerse a la orden del día en caso de reingresar efectivamente en una época de crisis, guerras y revoluciones.
Agreguemos algo más vinculado a la guerra de guerrillas. En Latinoamérica, en la década del 70, las formaciones foquistas o guerrilleras, rurales o urbanas, reemplazaban con sus “acciones” la lucha política revolucionaria, las acciones de masas y la construcción de partidos de la clase obrera. Sin embargo, este rechazo a la guerra de guerrillas como estrategia política no significa descartarla como táctica militar. Si es verdad que, habitualmente, se trata de un método de lucha vinculado a sectores provenientes del campesinado o más o menos desclasados, bajo condiciones extremas de ocupación del país por fuerzas imperialistas o extranjeras no se puede descartar la eventualidad de poner en pie formaciones de este tipo, en todo caso íntimamente ligadas a la propia clase trabajadora, con un carácter de fuerza auxiliar similar a una suerte de milicia obrera, y siempre subordinadas al método principal de lucha, que es la lucha de masas.
En suma, el siglo XX ha dado lugar a un sinnúmero de ricas experiencias militares en el terreno de la revolución, que requieren de un estudio ulterior.
7- 4- La ciencia y el arte de la insurrección
Pasemos ahora a las alianzas de clases y la hegemonía que debe alcanzar la clase obrera a la hora de la revolución. Si la centralidad social en la revolución corresponde a la clase obrera, debe tender puentes
hacia el resto de los sectores explotados y oprimidos. Para que la revolución triunfe, debe transformarse en una abrumadora mayoría social. Y esto se logra cuando la clase obrera logra elevarse a los intereses generales y a tomar en sus manos las necesidades de los demás sectores explotados y oprimidos. Es aquí donde el concepto de alianza de clases explotadas y oprimidas se transforma en un concepto análogo: hegemonía. La hegemonía de la clase obrera a la hora de la revolución socialista corresponde al convencimiento de los sectores más atrasados (incluso de la propia clase obrera), de las capas medias, del campesinado, de que la salida a la crisis de la sociedad ya no puede venir de la mano de la burguesía, sino solamente del proletariado.
Este problema es clásico a toda gran revolución. Si la revolución francesa de 1789 logró triunfar es porque desde su centro excluyente, París, logró arrastrar tras de sí al resto del país. Algo que no logró la Comuna de París casi cien años después, lo que determinó su derrota. Lo propio ocurrió en el levantamiento espartaquista de enero de 1919, derrotado a sangre y fuego porque el interior campesino de Alemania no logró ser arrastrado. Multitudinarias movilizaciones de masas ocurrían en Berlín, enfervorizando a sus dirigentes (sobre todo a Karl Liebknecht; Rosa era consciente de que se iba al desastre), mientras que en el interior el ejército alemán se iba reforzando y fortaleciendo con el apoyo del campesinado y demás sectores conservadores.[4]
Precisamente en esa apreciación fundaba Lenin la ciencia y el arte de la insurrección: en una previsión que debía responder a un análisis lo más científico posible, pero también, inevitablemente, a elementos intuitivos acerca de qué pasaría una vez que el proletariado se levantase en las ciudades. El proletariado se pone de pie y toma el poder en la ciudad capital. Pero la clave de la insurrección, y la revolución misma en ese momento, reside en si logra arrastrar activamente, o, al menos, logra un apoyo pasivo, tácito o, incluso, la “neutralidad amistosa” (Trotsky) de las otras clases explotadas y oprimidas del interior del país, siempre más atrasado desde todo punto de vista que el centro y las grandes urbes. De ahí que alianza de clases, hegemonía y ciencia y arte de la insurrección tengan un punto de encuentro en el logro de la mayoría social de la clase obrera y sus organizaciones y partidos a la hora de la toma del poder. Una apreciación que requerirá de todas las capacidades de la organización revolucionaria en el momento decisivo, y que es la mayor prueba a la que se puede ver sometido un partido revolucionario digno de tal nombre.
[1] Entre muchos otros, en sus Memorias, Albert Speer, ministro de industria militar en los últimos años del gobierno de Hitler, destaca lo propio una y otra vez.
[2] Trotsky decía que la guerra, y, sobre todo, la guerra civil (donde quedan suspendidos los lazos morales entre las clases), como su forma más cruenta, debía ser peleada ajustándose a sus propias leyes so pena de sucumbir, como veremos luego. En todo caso, señalaba que la guerra es lo más antihumano que hay, independientemente de que hay guerras justas e injustas. Las que se originan en las necesidades e intereses de los explotados y oprimidos son guerras justas, inevitables si que quiere acabar con la explotación del hombre por el hombre; de ahí que el socialismo revolucionario no predique el pacifismo abstracto.
[3] Al respecto se puede ver su conocido folleto Huelga de masas, sindicatos y partido, que se puede poner en interesante diálogo con el texto de Trotsky Clase, partido y dirección. Si Rosa enfatizaba el valor creativo de la acción de masas contra el conservadurismo de la socialdemocracia, Trotsky destacaba cómo en la guerra civil las masas explotadas españolas lo habían dado todo, y la responsabilidad recaía enteramente en la tradición de la dirección.
[4] Ambos protagonizaron una gesta heroica, aunque Rosa tuvo más agudeza al percibir que las condiciones no daban, mientras que Liebknecht se dejaba llevar por los acontecimientos. Ambos fueron asesinados promediando enero de 1919 por el gobierno de la socialdemocracia, cuando Luxemburgo se negó a abandonar Berlín para no dejar a su suerte a los trabajadores derrotados.




