Establecidos los fines y el programa, quedan los medios para llegar a ellos; ahí entra la estrategia, que sólo puede establecerse a partir de una teoría de la revolución, y las tácticas son parte funcional de esa estrategia. Ya nos hemos referido a la relación entre la teoría de la revolución y el programa. Ahora nos dedicaremos a un abordaje más general de las relaciones entre estrategia y táctica, a partir de la definición que daba Trotsky en Una escuela de estrategia revolucionaria acerca de que el arte de la táctica y la estrategia es el arte de la lucha revolucionaria, el arte de aprender a luchar y ganar. Es un arte que no cae del cielo, que no se puede aprender más que por la experiencia, por la crítica y la autocrítica de las luchas anteriores; un arte que las nuevas generaciones, sin experiencia acumulada anterior, deben tratar de absorber como quemando etapas, si fuese posible.
5- 1- Manda la estrategia
La diferencia entre estrategia y táctica es simple: estrategia es la línea directriz que rige el conjunto total de la acción política. En el caso de la guerra, la estrategia es el plan de batalla de conjunto que supone toda una serie de encuentros (o batallas específicas), pero cuya resultante debe ser ganar la guerra destruyendo el ejército enemigo (o dejándolo en posición de no poder seguir luchando). Dice Clausewitz: “La estrategia es el uso del encuentro para alcanzar el objetivo de la guerra”. En el terreno de la política revolucionaria, la estrategia es el conjunto de pasos que se van a seguir para llegar al objetivo de la revolución socialista. Éste es el sentido más general del término, pero también se puede hablar de la estrategia a seguir en ámbitos más recortados, como por ejemplo la estrategia conducente a la pelea por la reorganización independiente del movimiento obrero, etc. En este aspecto, equivale al término “objetivo general”.
En cambio, se llama táctica al plano de la actividad que hace a los pasos o medidas a tomar para cumplimentar tal estrategia. Entre táctica y estrategia ya hay una relación de medios a fines (en el plano técnico, más bien, no en el axiológico, que veremos más adelante), de manera tal que debe haber una congruencia entre ambas.
En el arsenal del marxismo revolucionario hay un conjunto de criterios tácticos clásicos. Por ejemplo, en relación con la burocracia sindical o el reformismo están las tácticas de la unidad de acción, las exigencias, las denuncias, que se combinan con un criterio estratégico que debe presidir toda política revolucionaria: la organización independiente. Luego desarrollaremos esto; ahora señalemos que por táctica entendemos una serie de medios de la acción política que apuntan a obtener los objetivos estratégicos.
Pero volvamos al momento de la estrategia, del ordenamiento de pasos conducentes a la obtención del objetivo buscado. En el caso de la política revolucionaria, el sentido general es, como dijimos, el objetivo de conducir todas las luchas en la perspectiva de la revolución socialista, de la transformación revolucionaria de la sociedad, y, más concretamente, de imponerse, de aprender a luchar y ganar destrozando o quebrando la voluntad del enemigo. En cierto modo, táctica y estrategia remiten al mismo debate que reforma o revolución. Porque la escisión de ambos planos o la jerarquización de los momentos puramente tácticos sólo puede significar concentrarse en los medios perdiendo los fines, o haciendo de los medios un fin en sí (es decir, una recaída en el oportunismo). Por el contrario, en la tradición del marxismo revolucionario, los medios o reformas obtenidos no solamente son subproducto de una lucha revolucionaria sino que son sólo momentos de una pelea encaminada y ordenada estratégicamente en la perspectiva de la revolución social.
Lo que manda en la política revolucionaria es la estrategia de la revolución. Por oposición, en el reformismo lo que manda son los momentos parciales (aunque ésa también es una estrategia, la reformista). Los momentos parciales se transforman en fines en sí mismos, de manera fragmentada e independientemente unos de otros, sin una perspectiva transformadora revolucionaria general. Si en la guerra cada encuentro o combate debe ser inserto en la perspectiva general, y ésa es la “estrategia de guerra”, lo propio ocurre en la política revolucionaria, donde cada momento parcial o “táctico” debe ser inserto en el teatro general de operaciones de la revolución.
5- 2- Movimiento y posición. Defensiva y ofensiva. Variedad de posiciones tácticas
Los conceptos de estrategia y táctica que se aplican a la política revolucionaria provienen del arte militar. La perspectiva estratégica, entonces, tiene presente todo el teatro de la conflagración, y cada momento táctico, cada batalla, cada enfrentamiento, se pone en esa perspectiva general que hace a cómo ganar la guerra. Hay también otro plano del abordaje estratégico vinculado a la posición que se tiene en el conflicto. Se puede estar estratégicamente a la ofensiva o la defensiva; también hay momentos tácticos en que un ejército se pone a la defensiva para reabastecerse, reordenar sus fuerzas, hacer el recuento de bajas y prepararse para el próximo curso de los acontecimientos.
Lo que nos interesa ahora es dar cuenta de las diversas tácticas que hacen al combate estratégico y lo posibilitan. En la literatura marxista, desde los Escritos militares de Engels en adelante, se sabe que hay batallas que son de maniobras y otras de posiciones. Estos conceptos se han aplicado reiteradas veces a la política como se encuentran en los escritos de Gramsci (aunque a veces se trasluce una visión mecánica y unilateral, identificando sin más “maniobra” con Oriente y “posición” con Occidente). También León Trotsky se refirió a ellos muy atinadamente en sus escritos militares, de inmenso valor educativo, a partir de su experiencia a la cabeza del Ejército Rojo.
Se comprende por táctica de maniobra o movimiento las que designan un movimiento dinámico, con un despliegue rápido de las fuerzas sobre el terreno, y que tiene por objetivo ganar posiciones de un solo golpe. En la II Guerra Mundial, un ejemplo inicial de este tipo de táctica de maniobras fue la Blitzkrieg (guerra relámpago) de los nazis. En el caso de Stalingrado, el Ejército Rojo impuso un criterio de desgastante guerra de posiciones: se peleó edificio por edificio, casa por casa y fábrica por fábrica.[1] Es conocido que si la II Guerra Mundial fue mucho más de movimiento que la Gran Guerra, ésta se caracterizó por situaciones mayormente posicionales, aunque haya que diferenciar el Frente Occidental del Oriental, ya que éste se caracterizó por batallas de movimiento y no tanto de trincheras como el primero.[2]
León Trotsky insistía en que de ninguna manera había que enamorarse de ninguna forma particular de la táctica guerrera; toda conflagración tiene inevitablemente combinaciones de maniobra y posiciones, y todo ejército que se precie de tal debe ser educado para ambas circunstancias. Maniobras y posiciones debían entenderse como parte de una totalidad de las tácticas a llevar a cabo en toda guerra, dependiendo la primacía o combinación de una u otra circunstancia concreta.
Este debate acerca del arte militar siempre tuvo su correlato en el terreno político, como ya hemos visto. En el valioso texto Las antinomias de Antonio Gramsci, el marxista inglés Perry Anderson recuerda cómo Trotsky se había opuesto a las posiciones infantiles de izquierda en el debate militar de su tiempo (inspiradas en el grupo que giraba en torno a Stalin, y que tenía como uno de sus principales actores a Frunze, que sucedió a Trotsky al frente del Ejercito Rojo). Anderson señala que cuando Gramsci daba gran importancia a las tácticas de frente único entre comunistas y socialdemócratas para enfrentar al fascismo, no sabía que, en realidad, estaba repitiendo recomendaciones que en el mismo sentido planteaba Trotsky. Gramsci, equivocadamente, había asimilado el concepto de revolución permanente a una “guerra” o estrategia puramente de maniobra o movimiento. Algo que evidentemente no estaba en la letra ni el espíritu del revolucionario ruso, que consideraba que no había que atarse a ninguna de las formas de la acción, fuera defensiva u ofensiva, ya que sólo podían depender de las circunstancias (algo que recuerda al Lenin que pedía el análisis concreto de la situación concreta). Clausewitz escribió sobre la superioridad estratégica de la defensiva en el campo de batalla, señalando que tiene más gastos el que carga con la ofensiva que el que se defiende, sobre todo cuando pelea en un territorio que conoce y cerca de sus líneas de abastecimiento. Sin embargo, Trotsky, en la discusión con los izquierdistas del Ejercito Rojo, recordaba que la ofensiva era en el fondo decisiva para lograr el triunfo. En suma, ofensiva y defensiva son parte de la dialéctica de la guerra y, como toda dialéctica, sería un crimen atarse rígidamente a una de sus formas. Como resumía Trotsky, “sólo un traidor puede renunciar a la ofensiva, pero sólo un papanatas puede reducir toda nuestra estrategia a la ofensiva”. En todo caso, en la política revolucionaria como en la guerra, saber combinar guerra de movimiento y guerra de posiciones es un ingrediente fundamental del arte político.
5- 3- El frente único y la unidad de acción
Las guerras están marcadas siempre por acuerdos y coaliciones. Si la I Guerra Mundial enfrentó a la Triple Alianza con la Triple Entente, en la segunda el Eje se enfrentó a la coalición de los Aliados. En todo caso, las coaliciones y acuerdos en el terreno de la política revolucionaria son decisivos para ampliar las propias fuerzas: ése es, en el fondo, el concepto de frente único. El frente único surge siempre de las propias necesidades de la lucha. Es muy característico que a nivel de la clase obrera se exija siempre “unidad” de manera tal de poder enfrentar en mejores condiciones el enemigo de clase. Y el frente único de organizaciones tiene este objetivo.
El frente único tiene sus propias reglas. Es una instancia de unidad en la acción que puede dar lugar a organismos o alguna forma de dirección o coordinación común por un tiempo determinado, ya que hay distintas variantes. Cuando se trata de un acuerdo entre organizaciones obreras, es un frente único obrero, que también tiene sus reglas. Sistematicemos algunas de ellas.
- El frente único debe estar al servicio de impulsar la lucha o la organización independiente del proletariado.
- En ningún caso se pueden constituir frentes únicos políticos con organizaciones de la burguesía (es decir, no se puede formar parte de un partido en común o de un frente electoral de colaboración de clase, porque eso iría contra el principio de independencia de clase del proletariado). Se pueden impulsar medidas de lucha con sectores patronales, pero nunca se pueden establecer organismos políticos comunes, y en lo que hace a acuerdos estrictamente por puntos determinados, hay que verlo en cada caso concreto.
- Se pueden y deben impulsar, siempre dependiendo de las circunstancias concretas, organismos de lucha en común entre sectores revolucionarios y reformistas; muchas veces, son imprescindibles para impulsar la lucha hacia adelante. Pero:
- Lo que no se puede hacer en el contexto de este frente único es no proseguir la lucha por socavar a los reformistas y perder la libertad e independencia de crítica, que muchas veces se hace más imprescindible aún cuando entramos en coaliciones con ellos. No hacerlo daría lugar a una forma oportunista de frente único: durante el acuerdo la crítica debe proseguir, si no redoblarse. También es oportunismo establecer un organismo en común pero no para impulsar la movilización, sino que sirva como taparrabos “de izquierda” a sus capitulaciones. Esto sería un desastre y, en muchos casos, ya una traición. Un caso típico fue el famoso “Comité anglo-ruso” entre los sindicatos de la URSS y de Gran Bretaña durante la segunda mitad de la década del 20, que sirvió para cubrir por izquierda a la burocracia inglesa mientras traicionaba la huelga general de 1926, la más grande en la historia de ese país.
- Este tipo de acuerdos de frente único son siempre tácticos o alrededor de acuerdos delimitados por puntos precisos. Lo estratégico no son ellos –aunque sean imprescindibles para la acción y para impulsar hacia adelante la lucha– sino la construcción de los organismos de lucha y poder de los trabajadores y el partido revolucionario.
Por otra parte, sí hay organismos de frente único más permanentes (aunque ya no tengan el carácter de acuerdos entre organizaciones políticas): se trata de los sindicatos, que se consideran frentes únicos de hecho de tendencias en el sentido de que agrupan a todos los trabajadores, tengan la ideología que tengan. Un comité de lucha, una coordinadora o un soviet son también organismos de frente único obrero, aunque ya, evidentemente, a una escala superior. Volveremos sobre esto más abajo.
Ya la unidad de acción es mucho más simple, ya que no presupone organismos comunes. Se impulsa la unidad de acción no sólo entre los sectores obreros y revolucionarios, sino a veces incluso con sectores de la burguesía, bajo la condición de que sirvan para impulsar toda lucha progresiva hacia adelante. Si sirve para la lucha, para que dé al menos un paso, impulsamos la unidad de acción aun con sectores burgueses y burocráticos si es necesario. Trotsky decía que la unidad en la acción implicaba la voluntad de llegar a acuerdos hasta “con el diablo y su abuela” a los efectos de tal movilización.
Esto hace a la educación de los sectores más jóvenes que, seguramente por su misma inexperiencia, pueden tener desvíos infantiles y rechazar todo acuerdo con los reformistas, los burócratas o los burgueses, incluso si estos acuerdos son en determinado momento imprescindibles para impulsar la lucha o para defendernos de un mal mayor (por ejemplo, el fascismo).
En la tradición del marxismo revolucionario hay un ejemplo palmario, el llamado “tercer período” del stalinismo, cuando a fines de los años 20 Stalin da un giro ultraizquierdista para cubrir sus desastres oportunistas. Este tercer período se caracterizó por una orientación que rechazó el frente único con la socialdemocracia contra el nazismo (entre otros muchos desastres de alcances históricos), lo que redundó en un fortalecimiento de las formaciones nazis y fascistas y, a la postre, en la derrota histórica del proletariado alemán (de la que, dicho sea de paso, no se recuperó hasta hoy, siendo Alemania unos de los países más estables del imperialismo). Así las cosas, la unidad de acción y el frente único son tácticas imprescindibles a la hora de impulsar las luchas, más allá que se encuentran sometidas a determinadas reglas para impedir que sean hipotecadas, por su intermedio, las luchas mismas y la independencia de clase del proletariado por la cual peleamos los socialistas revolucionarios.
5- 4- Exigencias, denuncias y organización independiente
Otras tácticas del arsenal del marxismo revolucionario son la exigencia y la denuncia, ambas en el sentido de una estrategia como el impulso de la organización independiente de la clase obrera (sindical y política). Todo parte del hecho de que, en general, las organizaciones burocráticas, reformistas o burguesas son de masas, y los revolucionarios no. Son esas organizaciones enemigas las que dirigen amplios sectores y tienen la confianza de amplias franjas de los trabajadores, y sería infantil y ultimatista desconocerlos.
No hay manera de formular una política revolucionaria para un sector de los trabajadores que no parta de reconocer que tiene una dirección, y que la única forma de lograr que los propios trabajadores en su lucha la sobrepasen es ayudarlos a hacer la experiencia con esa misma dirección. Y para lograr que hagan esa experiencia, no se puede desconocerla, sino, por el contrario, ponerla en el centro de los desarrollos.
De aquí se desprenden dos tácticas. Por un lado, hacerle demandas o exigencias respecto de las tareas que debería llevar a cabo para que la lucha avance. En esta acción nunca se deben despertar expectativas sobre la dirección, e incluso debemos plantear claramente que los revolucionarios no tenemos confianza en ella. Pero dado que amplios sectores sí la tienen, le exigimos medidas.
Ahora bien, es probable que una dirección tome alguna de estas exigencias y las lleve adelante. Muy bien, entonces le exigiremos que vaya más lejos. Pero seguramente en un punto del camino, como se trata de direcciones integradas y subordinadas al régimen capitalista, traicionarán la lucha. Es allí donde entra a jugar la denuncia, que parte de reconocer el lugar que ocupa determinada dirección, pero que aprovecha para frenar, traicionar o entregar los objetivos de la lucha, y ahí procede la denuncia. No hay nada de mecánico en el ordenamiento de las exigencias y denuncias. Si las exigencias nunca deben formularse creando expectativas en la dirección reformista, las denuncias pueden suceder a una política anterior de exigencias o pueden ser el comienzo y el fin de una política cuando, por ejemplo, el solo hecho de hacer exigencias sería abrir expectativas, porque no hay ninguna posibilidad de que la dirección burocrática tome medidas, por limitadas que sean, en un sentido movilizador. En esos casos, repetimos, procede la denuncia directamente y, en general, no hay manera de hacer política revolucionaria sin algún plano de denuncia respecto del gobierno, los partidos patronales y la burocracia, es decir, las fuerzas sociales enemigas de la clase obrera.
Pero agreguemos una condición sine qua non de toda política de exigencias y denuncias, así como de los casos de frente único y unidad de acción: en todos los casos, es obligatorio el impulso a la organización independiente de la clase obrera, tanto en el terreno sindical como en el político.
Los revolucionarios no podemos quedarnos en el mero terreno de la exigencia o la denuncia, que no son más que tácticas para impulsar la movilización de los trabajadores y la pelea estratégica para que se doten de una dirección independiente, clasista y, si es posible, revolucionaria, barriendo a burócratas y reformistas. Al mismo tiempo, impulsamos no sólo la organización sindical independiente, sino también la independencia política de la clase obrera; en todos los casos damos la pelea por que la clase obrera no se subordine a ningún sector político patronal. Y de aquí se desprende que la otra obligación principista es que impulsamos en todos los casos la construcción del partido revolucionario, e invitamos a sumarse al partido a los mejores activistas que ha originado la lucha. Como ya señalamos, renunciar a esta tarea implica caer en el más puro sindicalismo (por muy luchador que se presente).
En suma, para que estemos ante una política revolucionaria las tácticas deben combinarse en cada caso de manera imprescindible con la estrategia de la organización independiente y la independencia de clase del proletariado. Se trata del difícil arte de administrar la dosis justa de cada uno de estos elementos, adaptados a cada situación concreta.
5- 5- Concesiones y maniobras
Otras tácticas imprescindibles en la acción política revolucionaria son las concesiones y las maniobras. Si una organización se ata las manos respecto de ambas no podría hacer avanzar los objetivos revolucionarios ni un centímetro. En general, cuando se trata de organizaciones jóvenes, se tiende a pensar que todo es “de principios”, que nunca se podrían hacer concesiones, que siempre se debe “ir para adelante” sin importar las consecuencias, y que tampoco se pueden establecer compromisos, del tipo que fuesen. Pero este punto de vista está más emparentado con el romanticismo adolescente que con el marxismo.
Concesiones hay todo el tiempo en la política revolucionaria; se imponen dadas determinadas relaciones de fuerzas y circunstancias concretas. De lo que se trata es de saber con qué criterio medirlas, que en general es que jamás deben ir en menoscabo de la causa del proletariado, de la lucha por su independencia de clase y la estrategia del socialismo. Lenin dedica parte importante de El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo a la cuestión de las concesiones. Establece un criterio claro: cualquier concesión debe analizarse concretamente, y la regla a observar es que la concesión evite un problema mayor a cambio de uno menor dentro del marco de los principios del marxismo. Lenin da el conocido ejemplo del que para salvar la vida entrega su billetera; nadie le podría reprochar haber actuado mal. O, ya en otro plano, el acuerdo de Brest-Litovsk en virtud del cual la Rusia soviética le cedió a Alemania los territorios de Ucrania y los países bálticos a cambio de la supervivencia de la revolución.
Las concesiones se imponen siempre por razones objetivas, y hay que saber apreciar las circunstancias para lograr defender un valor mayor a cambio de uno menor. Por esta misma razón, las concesiones se diferencian tajantemente de las capitulaciones (o la afrenta a los principios), que son el caso inverso: en virtud de una justificación, lo que se entregan son los principios de la lucha del proletariado. Aquí la lógica es la inversa a las concesiones revolucionarias: no se acepta un mal menor para evitar uno mayor, sino al revés. Por ejemplo, el gobierno provisional originado de la Revolución de Febrero de 1917 en Rusia, decidió continuar con la guerra en virtud de los acuerdos con los Aliados establecidos por el Estado ruso precedente (bajo el zar) y en “defensa de la patria”, sacrificando en el camino los principios del internacionalismo proletario. Hicieron esto cuando las masas clamaban por el alto a la guerra imperialista, por la paz. Se trató de un criterio inverso al de los bolcheviques, que firmando la paz por separado con Alemania salvaron la revolución. Una cuestión derivada del tema de las concesiones es el de los compromisos. Acerca de éstos y de las inhibiciones psicológicas detrás de la resistencia a hacerlos, Gramsci tenía una formulación muy aguda: “Un elemento a añadir de las llamadas teorías de la intransigencia es el de la rígida aversión de principios por los llamados compromisos, cuya manifestación subordinada es lo que se puede designar con la expresión de ‘miedo a los peligros’” (La política y el Estado moderno, p. 102). En lo que respecta a los compromisos que ocurren bajo determinadas relaciones de fuerza, se trata de acuerdos donde a cambio de comprometerse a hacer o no hacer algo, se posibilita hacer otra cosa.
Un ejemplo clásico fue el acuerdo al que llegó Lenin con el gobierno de Alemania durante la guerra para poder llegar a Rusia pasando por ese país. Aquí el interés de Lenin era llegar a Rusia, y el de Alemania, a sabiendas de que los bolcheviques estaban por la paz, facilitar que su dirigente llegara al país para que pudieran desarrollar su campaña, pero sin que pusiera un pie en Alemania ni realizara en ese país actividad alguna. Durante las Jornadas de julio, cuando el gobierno reformista lanza una contraofensiva reaccionaria y persigue a los bolcheviques, se desata una furiosa campaña reaccionaria denunciándolos como “agentes del Imperio alemán”. Pero la realidad es que el acuerdo entre Lenin y el Kaiser alemán había sido un compromiso estrictamente técnico por intermedio del cual Lenin pudo llegar a su país y nada más. Inclusive, cuando Lenin aborda el famoso “tren precintado” en Suiza, lanza una proclama pública en la que afirma su independencia del gobierno alemán, y llama a los trabajadores y soldados de dicho país a movilizarse por sus propios objetivos. En suma, se trató de un mero compromiso cuyo objetivo de fondo terminaría yendo en contra del propio Kaiser, el desarrollo de la revolución socialista no solamente en Rusia, sino en Europa, incluida la propia Alemania, cuestión frente a la cual el tema de la guerra estaba subordinado.
Otro ejemplo de compromiso es el acuerdo que hiciera Trotsky con el gobierno de Cárdenas cuando éste le dio asilo político en México. Aquí también está claro que Trotsky se comprometió a no inmiscuirse en la política mexicana pero, a cambio de ello, pudo ganar unos años de vida y actividad estratégicos para la causa del proletariado internacional (al margen de que Trotsky se las ingenió para burlar clandestinamente su compromiso público de “no intervención en los asuntos políticos de México”).
Ya cuando hablamos de las maniobras entramos en otro terreno, el de las relaciones generales entre medios y fines en la política revolucionaria. Aquí también el infantilismo puede hacer estragos. No hay manera de hacer avanzar los objetivos de la clase obrera en general y del partido en particular si no se apela a las maniobras políticas o los ardides, que se imponen como subproducto de la lógica misma de la pelea con los enemigos de clase, la burguesía, sus partidos y la burocracia. Y también, aunque de otro carácter, pero imprescindibles también, son los ardides que utilizamos, respetando determinados parámetros, en el ámbito de la pelea de partidos y tendencias en el seno de la izquierda. Trotsky decía ilustrativamente que en toda lucha “las dos partes se esfuerzan por darse mutuamente una idea exagerada de su resolución de luchar y de sus recursos materiales”.
En general, las maniobras obedecen a la necesidad de enfrentar un enemigo o adversario más fuerte. Esto es obvio cuando se trata de la burocracia u organizaciones traidoras de masas; a otro nivel, también la pelea de partidos o tendencias socialistas tiene sus propias leyes de supervivencia del más apto (y que funcionan de manera implacable mediante la exclusión del más débil).[3] No hay cómo sobrevivir en un medio hostil si uno no se impone mediante maniobras funcionales a los objetivos de la política revolucionaria y que sepan hacer valer los intereses del partido sin disolverlo en un interés supuestamente “general”. Saber encontrar este límite es también otro arte del combate político de tendencias.
En Su moral y la nuestra Trotsky reiteraba que es estúpido privarse por anticipado de hacer maniobras: “La mentira y algo peor aún constituyen parte inseparable de la lucha de clases, hasta en su forma más embrionaria”, señalaba en aquel texto en referencia a los ardides y mentiras respecto del enemigo de clase.
No así, desde ya, respecto de la clase obrera: uno de nuestros principios es decirle siempre la verdad, por más amarga que sea. Mentirle a la base obrera, por ejemplo respecto del verdadero resultado de una lucha, es característica típica de la burocracia sindical, que siempre presenta derrotas como si fueran grandes triunfos.[4] Y lo mismo afirmaba Lenin en El izquierdismo… respecto de la burocracia sindical que perseguía a los revolucionarios dentro de los sindicatos: “Hay que saber hacer frente a todo eso, estar dispuesto a todos los sacrificios, e incluso –en caso de necesidad– recurrir a diversas estratagemas, astucias, procedimientos ilegales, evasivas y subterfugios con tal de entrar en los sindicatos, permanecer en ellos y realizar allí, cueste lo que cueste, un trabajo comunista” (cit., p. 160). Para los compañeros que entran a trabajar en fábrica, que se proletarizan o que se hacen socialistas revolucionarios en ellas, estos consejos de Lenin son el pan de cada día.
Por supuesto, hay maniobras y maniobras, y en todos los casos el límite de principios es que no deben desmoralizar ni engañar a la clase obrera (y los sectores explotados y oprimidos) ni reducir su confianza en sí misma. Las maniobras deben servir a los objetivos de la lucha del proletariado, y no lo contrario; no todos los medios son permitidos. En el interior de la izquierda, como hemos dicho, maniobras y ardides también son admisibles, con el límite de no violentar los principios básicos del libre debate y la libertad de tendencias socialistas, que se deben sostener como contenido intangible de la democracia obrera (así como no violentar la educación política y la politización de la militancia y la base obreras).
La cuestión de las concesiones y maniobras se vincula con la problemática más general de medios y fines en la política revolucionaria (que veremos más abajo) precisamente porque no hay manera de privarse de los ardides para hacer avanzar un criterio revolucionario. Y dadas ciertas circunstancias concretas, muchas veces no hay otra manera de provocar este avance. Al mismo tiempo, el límite de toda maniobra es que no debe hacer retroceder la educación política de la vanguardia y las masas; deben hacerse valer sobre la base de criterios objetivos que se impongan por peso propio.
Aquí entra el problema del instrumentalismo, tan característico de las fuerzas de izquierda que no han sabido sacar una sola conclusión de la experiencia pasada. Hay instrumentalización de la clase obrera o sus luchas cuando una fuerza se apoya en ellas pero para dar lugar a objetivos o resultados ajenos a la lucha misma. Un ejemplo de esto es cuando corrientes de izquierda intervienen en un determinado conflicto no para que la lucha triunfe y, al calor de ese triunfo, avanzar en la imprescindible construcción partidaria, sino cuando este último objetivo se antepone e incluso se desentiende completamente de las necesidades de la lucha misma para transformarse en un fin en sí mismo. En ese caso, no hay “razón de partido” que valga, y el medio contamina el fin: lo que se termina construyendo es cualquier cosa (por lo general, una secta) menos una organización revolucionaria al servicio de la clase obrera.
En todo caso, no hay política revolucionaria sin concesiones y ardides; sólo hay que saber llevar adelante su aplicación, prefiriendo el mal menor al mal mayor y aprendiendo a llevar a cabo maniobras contra el enemigo de clase e incluso al interior de la lucha de tendencias socialista, aunque de manera tal que nunca sacrifique la educación política de la clase obrera y su vanguardia. Como resume Trotsky: “El partido bolchevique fue el más honrado de la historia; cuando pudo, claro que engañó a las clases enemigas, pero dijo la verdad a los trabajadores y sólo la verdad. Únicamente gracias a eso fue como conquistó su confianza, más que cualquier otro partido en el mundo” (Su moral y la nuestra, p. 62).
[1]Cuando la Wehrmacht quedó a la defensiva, el que pasó de una táctica de posiciones a la de maniobras fue el propio Ejército Rojo, que estrechó el cerco sobre la parte de la ciudad ocupada por los nazis y los aplastó (la sexta división de Von Paulus fue liquidada y el ejército alemán perdió 600.000 soldados). Y enseguida pasó a una impresionante posición ofensiva de maniobras que encadenó un triunfo tras otro: Kursk, Bragation, la Batalla de Berlín, aunque tuvo casos “defensivos”, como el rechazo a la última ofensiva nazi en el Frente Oriental (la fracasada operación Citadel).
[2]Acerca de algunos aspectos del carácter de la II Guerra Mundial y, sobre todo, del Frente Oriental y su relación con la evolución más de conjunto de la ex URSS, estamos preparando un trabajo que esperamos publicar próximamente, referido a los problemas generales de las relaciones entre guerra, política y lucha de clases en la primera mitad del siglo pasado.
[3] Ver al respecto nuestras notas acerca del funcionamiento del partido de vanguardia. Si bien defendemos decididamente el criterio de libertad de tendencias socialistas, no por eso tenemos ninguna ingenuidad acerca de que el terreno de esa misma libertad es de lucha implacable, donde cada organización persigue sus propios intereses, y que está caracterizada por una lógica de exclusión de las tendencias que se muestran más débiles. De ahí la forma aguda que muchas veces reviste esta pelea: una verdadera “guerra de guerrillas” como la había caracterizado en su momento el menchevique de izquierda Martov.
[4] Esto también ha sido característico de sectores del trotskismo cuando está al frente de algún sindicato o conflicto. Es el caso del trotskismo brasileño, que dirige multitud de sindicatos que las más de las veces parecen cáscaras vacías.




