4- Programa, principios y teoría de la revolución socialista

De los elementos de comprensión de la realidad y de las relaciones de fuerzas entre las clases, debemos pasar ahora a un plano más vinculado con la acción, dejando atrás el mero análisis. Nos detendremos en una serie de aspectos de la actividad militante que tienden a establecer una suerte de puente entre la realidad dada y los objetivos finales por intermedio de la acción sobre ella para transformarla (porque, como decía Marx, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo y de lo que se trata es de transformarlo).

Aquí entra el problema del programa. En términos muy generales, un programa es un conjunto de tareas que están planteadas para resolver un determinado problema, de cualquier tipo que sea. Claro que ya un programa político es una suerte de síntesis de los objetivos que se da una determinada organización –un partido, movimiento o el instrumento organizativo que sea– para transformar el estado de cosas de una sociedad.

Un programa político tiene dos planos que se combinan íntimamente, pero que deben ser tomados por separado. Por una parte, todo programa supone un análisis de la realidad de la que se trate; no puede formularse en el aire, en el vacío o arbitrariamente: necesariamente debe partir del terreno real de los problemas que está planteado sean resueltos.

Pero el programa tiene un segundo aspecto que podríamos definir como más “subjetivo” o “finalista” (en el sentido de los propios fines, aunque necesariamente se desprende de las determinaciones objetivas y de lo que es necesario para transformar la realidad), y que hace al tipo de respuesta que se le dé a esos problemas. Claro que del propio análisis, científicamente, se desprenderá la radicalidad de las respuestas necesarias. Pero esto sigue estando todavía en el plano objetivo de las cosas. El elemento subjetivo es que darse un programa ya es una acción: un llamado a la acción bajo determinados parámetros. “Sólo el que quiere fuertemente identifica los elementos necesarios para la realización de su voluntad”, decía agudamente Gramsci. Porque un programa que nada tenga que ver con una acción transformadora, revolucionaria sobre la realidad, no es tal, no es un resorte para una acción sobre la realidad. En todo caso, no es un programa revolucionario; será otra cosa, uno reformista o conservador.

Pero antes de continuar con la problemática del programa, previo a él y referido a los fundamentos más generales de la política revolucionaria, están los principios. Adelantémonos a señalar que los principios son una serie de criterios, nudos o aspectos profundos, estructurales y generales, aplicables a la generalidad de la acción política revolucionaria, y que funcionan como líneas directrices o parámetros más de conjunto de la acción socialista. Decía Nahuel Moreno que los principios son pocos, no multitud, y son muy claros. Se desprenden de la propia formación de clases de la sociedad y se vinculan con los presupuestos que están necesariamente colocados para terminar con ella.

Por ejemplo: es de principios para los socialistas revolucionarios que la clase obrera no se mezcle en ningún partido y, menos que menos, gobierno en común con la burguesía. Es un principio simple, como se ve, y se llama defensa de la independencia política de los trabajadores. Es un principio socialista que éstos deben organizarse políticamente con instrumentos propios, de manera separada de la clase explotadora. Es de principios, también, el apoyo incondicional a toda lucha de los trabajadores, de los explotados y oprimidos, dirija quien la dirija. Es de principios que en esa lucha estamos siempre del lado de los explotados y oprimidos, nunca del lado de los explotadores u opresores.

También es de principios que en toda lucha impulsamos siempre la libre autodeterminación de los trabajadores. Que más allá de todas las consideraciones tácticas que se puedan hacer, nos caracteriza la lucha por la acción cada vez más autodeterminada de la clase obrera, y que estamos en contra de cualquier forma de sustituismo social de la clase obrera en la revolución socialista. Se trata de algo que, después de las experiencias del siglo pasado, para nuestra corriente es axiomático. Por eso mismo, los socialistas revolucionarios estamos en contra de la burocracia sindical, agente dentro del movimiento obrero de la burguesía.

Claro que hay algunos principios más; por ejemplo: nuestra perspectiva internacionalista, de socialismo internacional, en contra del “socialismo en un solo país” (o formulaciones nacionalistas del tipo “socialismo americano” en boga hoy en algunas corrientes latinoamericanistas). Pero los principios no son multitud, sino unos pocos criterios generales cuya infracción hipoteca irremediablemente cualquier política que se pretenda revolucionaria.

Por esto mismo, los principios no pueden ser nunca moneda de cambio; se desprenden de las determinaciones más generales e históricas de la lucha de clases contra el capitalismo y por el socialismo auténtico, y su infracción cuestiona el carácter revolucionario de la política y la organización que la cometa, justamente porque cuestiona los fundamentos mismos para que esa acción pueda ser realmente transformadora. Lo mismo cabe aclarar respecto a otro problema principista: la actitud respecto del parlamentarismo. Participamos obligatoriamente en las elecciones y el propio parlamento, porque es la única manera de desautorizarlos frente a las masas. En esto no puede haber ningún infantilismo, so pena de no poder disputar políticamente a las grandes masas. Pero lo hacemos de manera subordinada al impulso a la acción directa de los trabajadores. Y trabajamos en la perspectiva de su acción directa y organización independiente, de sus propios organismos de lucha y poder, de la democracia directa de los explotados y oprimidos en oposición a las formas representativas de la democracia burguesa. Pero esto nos lleva directamente al debate de reforma y revolución, que veremos enseguida.

4- 1- Reforma y revolución: el surgimiento histórico de la clase obrera

Lo primero a señalar es que todo programa se desprende de la formulación de una determinada teoría de la revolución, que no es otra cosa que el análisis de las condiciones necesarias para lograr la transformación socialista de la sociedad, las fuerzas motrices a tal efecto. De ahí que formulaciones como “reforma o revolución” y “revolución por etapas o revolución permanente” hayan surgido del crisol de esa pelea estratégica: del debate acerca de las condiciones y vías para transformar la sociedad capitalista.

El siglo XIX fue contradictorio acerca de las posibilidades de transformación social de la mano de la clase obrera, porque, aunque deformadamente y con una serie de inercias, la burguesía todavía lograba resolver un conjunto de tareas históricas. La idea de “revolución desde arriba” surge, justamente, sobre este fondo histórico, aunque este carácter revolucionario de la burguesía se fue agotando con el desarrollo histórico de la clase obrera, que le fue limitando cada vez más los márgenes de maniobra. De ahí que la burguesía fuera trasmutándose en una fuerza cada vez más conservadora y reaccionaria; una clase que ya estaba en el poder y temía como a la peste a la clase obrera. Sin embargo, todavía en ese siglo se pudo apreciar la unificación capitalista industrial de EE.UU. en la guerra civil bajo la égida de Lincoln (que acabó en gran medida con el esclavismo y tuvo ribetes de verdadera “revolución social”) o la unificación alemana a cargo de Bismarck. Sin embargo, ya otras tareas históricas en manos de la burguesía no lograban ser saldadas de manera tan categórica, como fue el caso del Risorgimento italiano tan bien analizado por Gramsci, por no hablar de los países coloniales o semicoloniales que tienen hasta el día de hoy un conjunto de tareas nacionales y democráticas pendientes.

Por esto, ya en el siglo XX las cosas cambian completamente. El siglo despuntaba con la revolución de 1905 en Rusia que, como señalara Trotsky, mostraba que el siglo XIX “no había pasado en vano” y marcaba el surgimiento histórico de la clase obrera y, por lo tanto, la actualidad de la revolución socialista. La burguesía ahora devenida en imperialista se trasmutaba en una fuerza abiertamente contrarrevolucionaria, que no dudó en provocar el baño de sangre que resultó ser el siglo

Entre estas verdaderas regresiones históricas impuestas por el capitalismo en el siglo pasado está el caso del nazismo y las dos guerras mundiales, por no hablar de la bomba atómica y la parte que le tocó en esta historia a la burocratización de la ex URSS.[1] Hoy mismo, la consigna de socialismo o barbarie se actualiza con un mundo que sigue armado hasta los dientes e impide descartar la eventualidad de nuevos conflictos bélicos, en la medida en que la crisis económica mundial no logre ser resuelta.

El contexto epocal es que a partir de 1914 las tendencias a la regresión capitalista se transformaban en un hecho, y si es verdad que el desarrollo de las fuerzas productivas siguió en marcha (no se verificó una regresión absoluta de las fuerzas productivas, como muchas veces se creyó, sino más bien un desarrollo contradictorio de productivas y regresivas), esto ocurrió como parte de una época, ella sí, de decadencia relativa en el sentido histórico del término: la época de crisis, guerras y revoluciones que estamos viviendo, y que podría estar reabriéndose con la actual crisis mundial.

Esto último es lo que pone límites al reformismo. No es que no se sigan verificando reformas. Pero se trata de un reformismo de mucho más corto alcance, sin perspectivas históricas, para no agregar que dichas reformas, cuando ocurren, lo hacen en todo caso en un contexto donde la tónica global de las últimas décadas de capitalismo neoliberal ha sido de regresión y no de progreso.

Fue sobre ese fondo histórico abierto por la I Guerra Mundial y la Revolución de Octubre que se afincó la teoría de la revolución permanente como teoría de la necesidad y posibilidad de la revolución socialista para transformar la sociedad. De allí la oposición entre la revolución por etapas (reformista en lo que hace a la transformación del sistema) y la revolución permanente, que no reconoce la posibilidad de ninguna etapa intermedia progresiva de transformación social en condiciones en que la “progresividad” del sistema ha quedado históricamente cuestionada desde hace más de un siglo.[2] Y si bien el sistema se caracteriza por vivir constantes transformaciones, lo progresivo de estas transformaciones, sus posibilidades de resolver los problemas estructurales en un sentido progresista para el conjunto de la humanidad, ya no está a la orden del día. Por el contrario, la alternativa es más que nunca el socialismo o la barbarie, dado el peligro que supone para el desarrollo de la fuerza de trabajo y la sana reproducción de la naturaleza, el capitalismo mundializado de hoy.[3]

4- 2- El programa de reivindicaciones transitorias

A partir del siglo XX se establece una dialéctica particular respecto del programa revolucionario. El capitalismo se ha transformado de régimen progresivo en regresivo, razón por la cual es muy difícil arrancar de su seno conquistas históricas, que no tengan marcha atrás. Por esta misma razón es que también el programa debe cambiar, o ser formulado de manera distinta.

No es que se excluya la lucha por reformas; de ninguna manera esto es así, sobre todo porque toda verdadera reforma sólo puede ser el subproducto de una lucha revolucionaria de la clase obrera.[4] Pero en todo caso, el problema es desde qué perspectivas se encara esa lucha por reformas. Porque si es muy difícil arrancarle conquistas históricas a la clase capitalista, y si cada conquista que obtengamos en la lucha está sometida a una fuerte provisoriedad (mientras el sistema capitalista no sea barrido), entonces necesariamente cada logro o reivindicación debe estar encadenada a otra hasta llegar al derrumbe del orden social. Y esto establece ya otro matiz o especificidad: que a partir del siglo XX, en puridad, sin tirar abajo el sistema no hay manera de resolver de manera no sólo consecuente sino duradera ninguna reivindicación. De ahí que la perspectiva anticapitalista se plantee no por capricho sino por una profunda necesidad: no ver socavadas o vaciadas las conquistas desde el momento mismo de ser obtenidas.

Es así, entonces, que tiene su nacimiento el sistema de reivindicaciones transitorias, vinculado de manera orgánica a una teoría de la revolución: la teoría de la revolución permanente. Quien sistematizó ambas concepciones fue León Trotsky, el más contemporáneo de los marxistas revolucionarios de la primera mitad del siglo pasado, a quien le tocó encabezar la batalla contra el stalinismo y llegar a vivir el desencadenamiento de la II Guerra Mundial. Ese sistema de reivindicaciones transitorias, ese programa de transición, está presidido por una lógica: cada reivindicación debe estar inserta en un sistema, debe estar lógicamente encadenada a una superior, debe estar pensada y asumida como parte de un proceso de movilización permanente, donde a partir de un logro inmediatamente se plantee uno superior, hasta por la necesidad de no volver a perder o ver vaciada de contenido la reivindicación recientemente obtenida.

Nada de esto quiere decir que para Trotsky sólo vale la lucha por el objetivo final. Se trata de una caricatura de su pensamiento, una vulgarización en la que cayó, lamentablemente, el propio Gramsci, que nunca entendió la teoría de la revolución permanente. La comprendió como una teoría de la “ofensiva permanente”, que en el terreno de la doctrina militar Trotsky había desechado expresamente por “inservible” y “ridícula”. De este modo, en realidad, Gramsci estaba habilitando sin quererlo una interpretación reformista de su propia elaboración, como señalara correctamente el marxista inglés Perry Anderson. Según Anderson,

Gramsci prácticamente teorizó la idea de que la “guerra de maniobras” correspondía al Oriente “atrasado” (el asalto al poder estilo Revolución Rusa de 1917), mientras que en el más “avanzado” Occidente (como Italia), correspondía más bien una “guerra de posiciones”. Algo que fue interpretado por los reformistas como una orientación consistente en la pelea dentro de las instituciones del estado y el régimen capitalista.

En realidad, en Trotsky el programa está íntimamente vinculado a la teoría de la revolución. Y esa teoría de la revolución, a partir del siglo XX, indica que la obtención consecuente de las tareas democráticas mínimas, económicas o nacionales no se puede lograr en los marcos del sistema sino como parte de la revolución socialista, nacional e internacional, encabezada por la clase obrera.

Esto para nada niega sino que reafirma que la pelea siempre comienza por las reivindicaciones más elementales: de ahí que se hable de un “sistema de reivindicaciones”, que debe partir justamente de las más elementales.

Pero en caso de obtenerlas, ¿cómo se establece el puente con las siguientes? En el fondo, es sencillo, ya que es algo que compartían los grandes socialistas revolucionarios de comienzos del siglo XX (aunque hoy, en general, se pierda de vista por el carácter tan estrechamente reivindicativo de la izquierda): las más grandes conquistas son siempre en materia de conciencia y organización independiente. El soporte material son los logros obtenidos en materia de salario o condiciones de trabajo, por ejemplo. Pero en última instancia, la clave de todo es cuánto ha dejado la lucha en materia de politización de los trabajadores, de su organización sindical y política independiente y democrática. Se trata de una clave estratégica que la mayoría de las fuerzas de la izquierda revolucionaria, sorprendentemente, suelen perder de vista, pero que hace a una preocupación característica de nuestra corriente, que tiene como divisa ayudar a que la clase obrera y su vanguardia sean los actores reales de la revolución. Esta clave estratégica inspiró todo el clásico debate de Rosa Luxemburgo con Karl Kautsky acerca de la huelga de masas.[5]

De ahí proviene otra derivación, vinculada a la construcción del partido: intervenir en un conflicto obrero y no lograr captar, acercar obreros, no lograr construir el partido al calor de esa intervención, es sindicalismo y nada más que sindicalismo (al igual que no hacer avanzar la politización de los compañeros en lucha). Si es instrumentalismo atender a esa construcción partidaria desentendiéndose de los intereses generales de la lucha, algo que vemos con frecuencia en la izquierda, un error simétrico en el que cae muchas veces esa misma izquierda, es intervenir de manera sindicalista, esto es, subrayando sólo los intereses inmediatos de la lucha y no plantearse nunca la elevación a los intereses generales de la misma clase. Volveremos sobre esto más adelante.

Esta intervención sindicalista (este “economicismo”, lo llamaría Lenin), es también una de las características del reformismo o del autonomismo y el populismo de “izquierda” tan de moda hoy, y que tiene como una de sus divisas que toda lucha económica sería, por sí misma, “política”. En esto es interesante volver al Qué hacer, que en muchos aspectos parece escrito para los problemas de hoy. Por su parte, los teóricos del “qué no hacer”, autoproclamándose “actualizadores del marxismo”, en realidad no hacen más que volver a muchas de las posiciones economicistas de la primera socialdemocracia rusa (“dar la lucha económica en el terreno económico”), formulaciones que también pueden observarse, por ejemplo, en el Korsch de los años 30.[6]

Son precisamente estos enfoques los que busca evitar la concepción del programa de reivindicaciones transitorias: más allá de que las relaciones de fuerza varían, dando lugar a matices y concesiones en distintos momentos, el período histórico del capitalismo que nos toca vivir plantea que no puede haber ninguna resolución consecuente a las tareas planteadas si no es sobre la base de una perspectiva anticapitalista. Y, podríamos agregar, a la luz de las revoluciones de la segunda posguerra, esa perspectiva anticapitalista, para dar lugar a una resolución consecuente y duradera de las tareas, debe concretarse como una revolución propiamente socialista que le dé el poder a la clase obrera. Ninguna forma de sustituismo social ha podido resolver el problema, tal como lo ha demostrado la experiencia histórica (ver al respecto la polémica que desarrollamos años atrás con Valerio Arcary: “El recurso al sustituismo social”, Socialismo o Barbarie 21).

4- 3- Forma y contenido de las consignas

Desde ya, la acción política nunca se reduce a “tirarle todo el programa por la cabeza” a los trabajadores. El programa sólo establece el criterio más general y total de la acción. Pero para cada circunstancia concreta no se aplica todo el programa, sino aquellos puntos correspondientes a ella, que si bien hacen a un todo orgánico con el conjunto del programa, remiten a la situación específica.

Las reivindicaciones que corresponden a cada circunstancia concreta son las que dan contenido a la política. Se expresan, en general, bajo la forma de consignas, es decir los puntos específicos que se plantean como respuesta a la situación en cuestión. Esas mismas consignas, eventualmente, se agitarán o propagandizarán a la hora de la acción política. Pero las consignas tienen otra determinación adicional. Por su contenido, deben tener la materialidad de ser una respuesta revolucionaria adecuada al problema que está planteado resolver. Pero por su forma, sólo pueden partir del nivel de conciencia del sector de intervención de que se trate. Esta forma no es secundaria: si la consigna no parte del nivel de conciencia real, corre el riesgo de transformarse en una abstracción, en un planteo incapaz de adquirir fuerza material, terrenalidad, de ser tomada en sus manos por los trabajadores para ser llevada adelante.

Inclusive, por su propio contenido, las reivindicaciones poseen el carácter transitorio que señalamos más arriba: no se puede dar por toda respuesta a todo problema con “dictadura del proletariado” (característica de algunas sectas). Decir eso no es formular un programa de transición, sino responder a los trabajadores con el programa máximo, y de manera incapaz de hacerse comprender. Este “maximalismo”, que hoy no está de moda, era una suerte de mecánica respuesta izquierdista al oportunismo característico en la vieja socialdemocracia de finales del siglo XIX, con su separación del programa mínimo (para todos los días) y máximo (para los días de fiesta).

Por el contrario, el método del programa de transición es ir formulando un conjunto de consignas, una encadenada detrás de la otra, que por su lógica deben conducir a la comprensión de la necesidad de la revolución socialista. Este programa de transición y sus consignas deben ser formulados de tal manera que partan de los problemas reales y del nivel de conciencia real de los trabajadores para que puedan ser comprendidos por éstos.

Tampoco se trata de que la izquierda revolucionaria “invente” las consignas y las lleve “desde afuera” a los explotados y oprimidos. Las más de las veces las tareas se revelan por sí mismas en el desarrollo de los acontecimientos. No hace falta inventar nada al respecto, sino tomar las reivindicaciones, las necesidades que expresan los trabajadores en sus luchas y, en todo caso, generalizarlas, darles una perspectiva de conjunto. Lo que aportan los revolucionarios, lo que aporta el partido es, justamente, esa generalización y la conexión de cada reivindicación (que habitualmente aparece como aislada, separada) con la totalidad de la lucha por la transformación social, o, lo que es lo mismo, con la necesidad de elevarla al plano político. Aquí, como estableció clásicamente Lenin, es imprescindible la labor del partido revolucionario. Porque a la clase trabajadora se le hace habitualmente muy difícil pasar del nivel de las reivindicaciones económicas mínimas o sindicalistas a las reivindicaciones políticas de conjunto, las que, en definitiva, apuntan al poder político de la clase obrera.

Recapitulando, las reivindicaciones parten de las necesidades y tareas más urgentes y se deben encadenar en un todo orgánico que apunte al poder del proletariado. Pero, a la vez, esas mismas reivindicaciones deben ser formuladas de manera tal que, o parten de reivindicaciones propias de las masas laboriosas, o deben ser formuladas de una manera que sea comprensible, acorde con el nivel de conciencia real de los trabajadores.

Al respecto, una confusión que debe evitarse es decir que el contenido de las reivindicaciones debe ajustarse al nivel de la conciencia. Esto sería puro oportunismo, como explicaba Nahuel Moreno en un folleto de comienzos de los 80 que sigue siendo de actualidad, La traición de la OCI. Porque, por su contenido, las consignas deben significar siempre una respuesta revolucionaria y real al problema materialmente planteado; lo que varía en cada caso es la forma en que se formulan, y es este aspecto, el de la formulación, el que está supeditado al nivel de conciencia.

Veamos un ejemplo. Bajo un gobierno un frente popular, un gobierno de conciliación de las clases, al frente del ejecutivo están organizaciones del movimiento de masas. Es evidente que el movimiento de masas lo considerará su gobierno, confiará en él, cuando, en realidad, no se trata realmente de su gobierno, sino que está a cargo del poder para mejor gestionar los intereses capitalistas en riesgo. Por su forma, le haremos demandas a dicho gobierno teniendo en cuenta las expectativas que se han posado en él. Puede ser por la vía de hacerle exigencias, o planteos del tipo “nuestra organización no confía en el gobierno, pero como la mayoría de los trabajadores y campesinos sí lo hacen, les proponemos que le exijan al gobierno” tales o cuales reivindicaciones. Ahora bien, por su contenido, esas reivindicaciones deben responder a los problemas reales y apuntar a la incapacidad del gobierno –que no quiere ir más allá del capitalismo– para resolverlas; de esta manera, ayudaremos a las masas trabajadoras a hacer la experiencia con él.

Éste es el modo revolucionario de formular el problema. La manera reformista es no exigirle al gobierno “cosas que no pueda satisfacer”, “no quedar sectarios porque las masas confían en él” o, incluso, porque eso sería “hacerle el juego a la derecha”. Se trataría de formular sólo las demandas que el gobierno pueda satisfacer para no dejar en evidencia sus límites reformistas. Más aún: habría que apoyar al gobierno de frente popular en toda medida “progresiva” que tome, con lo que, en definitiva, se termina hipotecando la perspectiva independiente con el argumento de que otro camino nos aparta de las masas que confían en el gobierno. Eso es oportunismo y nada más, y es la ubicación actual de todo un conjunto de corrientes en Latinoamérica frente a los gobiernos de Chávez, Morales y el kirchnerismo. Así, reeditan todos los tópicos del “socialismo nacional” del siglo pasado: sus posiciones de “apoyo crítico” y “latinoamericanistas”, de renuncia a la independencia política, se formularon clásicamente en oportunidad de los gobiernos de Perón, Cárdenas, Paz Estensoro, el movimiento de Haya de la Torre en Perú, etc.

Aquí, la política, no sólo por su forma sino por su contenido, consiste en apoyar a esos gobiernos capitalistas, es decir, lo opuesto a una política revolucionaria. Y esto ocurre simplemente en función de formular un programa, una política y unas consignas que no parten de las necesidades reales, y a partir de ellas tener en cuenta el nivel de conciencia de las masas, sino, por el contrario, sólo tiene en cuenta el nivel de conciencia, sacrificando la respuesta materialista revolucionaria necesaria para resolver los problemas, y que sólo puede conducir a donde esos gobiernos no quieren ir: más allá del capitalismo, hacia la revolución socialista y el poder de la clase obrera.

4- 4- Teoría de la revolución y teoría de la transición socialista

Al programa por la revolución socialista le sucede otro que atañe a las características o determinaciones de la transición al socialismo una vez que la clase obrera toma el poder. De más está decir que, como la teoría de la revolución, la de la transición es profundamente internacionalista. Inevitablemente, en cualquier país donde se haga la revolución, las limitaciones y estrecheces serán inmensas, y el propio proceso de transición en ese país será parte orgánica y siempre subordinada al impulso de la revolución internacional, del objetivo de llegar a impactar en los principales países del globo, de la tarea de subordinar las relaciones de estado al incondicional impulso de la lucha de clases como punto de apoyo principal del gobierno revolucionario.

Digamos entonces que la teoría de la transición debe tener tres puntos de referencia. El primero, ya señalado, es el impulso de la lucha de clases internacional. El segundo, el poder de la clase obrera. No hay ninguna posibilidad de que pueda perdurar una dictadura “burocrática” del proletariado. La dictadura del proletariado es la más amplia democracia socialista en relación con la clase obrera como sea posible, y es el poder de esa misma clase obrera por intermedio de sus organismos, programa y partidos.

El desalojo de la clase obrera del poder como hecho político (y no sólo supuestamente social, mediante la restauración del capitalismo) liquida el carácter del estado como Estado obrero. Esto nos lleva a la tercera condición. El proletariado en el poder organiza la economía de la transición sobre la base de tres reguladores: la democracia obrera, la planificación socialista y el mercado. La transición, para marchar a buen puerto, implica la combinación dialéctica de estos tres reguladores, mecanismos que se diferencian tajantemente tanto de los modelos de falso “socialismo de mercado” como del igualmente falso camino de la “economía de comando”, donde lo que manda es la sola planificación de la burocracia, tras haber liquidado todo atisbo de democracia obrera y, además, buscando sacudirse el necesario control del mercado y los consumidores. La clase obrera en el poder nos reenvía a la primera condición: la extensión de la revolución mundial, no sólo por las obvias razones políticas sino incluso por las meramente económicas: la obra de la transición siempre será inevitablemente limitada (independientemente de si logra progresos) en la medida en que todo desarrollo de las fuerzas productivas en un país atrasado y, por añadidura, aislado, siempre tendrá un margen muy estrecho. Ese desarrollo va a reclamar una cada vez mayor relación con el mercado mundial, algo que está en la dialéctica de las cosas (desde la necesidad de crecientes importaciones de medios de producción a las exportaciones de los productos competitivos internacionalmente).

La teoría de la revolución y de la transición tiene un vínculo muy estrecho que se anuda alrededor de la clase obrera efectivamente en el poder y al desarrollo internacional de la revolución como condiciones absolutas para la transición al socialismo. Esta conclusión, por simple y contundente que parezca, no es patrimonio común del movimiento trotskista, que en general aún no logró ajustar cuentas con las concepciones objetivistas y sustituistas que lo marcaron en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial.

[1] Ver al respecto nuestro trabajo Las huellas de la historia, en socialismo-o-barbarie.org.

[2] Un ejemplo actual es cómo el trotskismo francés en general creyó ver en la Unión Europea la realización, aun parcial, de la “unificación europea” y no lo que realmente es: un proyecto de las burguesías del Viejo Continente para mejor encarar la competencia en el contexto de la mundialización capitalista. Un esquema que se ha transformado en una camisa de fuerza que explota y oprime a las clases trabajadoras y las naciones más atrasadas de Europa.

[3] Un ejemplo actual es cómo el trotskismo francés en general creyó ver en la Unión Europea la realización, aun parcial, de la “unificación europea” y no lo que realmente es: un proyecto de las burguesías del Viejo Continente para mejor encarar la competencia en el contexto de la mundialización capitalista. Un esquema que se ha transformado en una camisa de fuerza que explota y oprime a las clases trabajadoras y las naciones más atrasadas de Europa.

[4] Éste fue el caso de las conquistas obtenidas en los procesos socialistas o anticapitalistas del siglo XX, por más deformados o distorsionados que hayan quedado por la imposición de la burocracia. Pero más aún el de las masas laboriosas en Europa Occidental, beneficiadas por grandes concesiones como subproducto del terror de los capitalistas a la revolución social proveniente del Este europeo. La ausencia de ese temor tras la caída del Muro de Berlín explica la regresión que ha significado el capitalismo neoliberal en la materia.

[5] Al respecto, recomendamos leer los artículos de Luxemburgo “¿Desgaste o lucha?” y “La teoría y la praxis”, altamente educativos acerca del criterio que queremos afirmar aquí. Lenin reivindicó que Rosa había sido un “águila” que supo ver antes que nadie en qué ciénaga había caído la socialdemocracia alemana desde el inicio mismo del siglo XX. Trotsky reivindicará a ella y a Karl Liebknecht en un sentido similar. En su juventud, Trotsky compartió con Rosa un pensamiento “débil” respecto de la cuestión del partido y una apreciación equivocada respecto de la batalla de Lenin en el seno de la socialdemocracia rusa, pero también una misma concepción de revolución permanente con centro en la clase obrera.

[6] Karl Korsch tiene obras de importancia como La concepción materialista de la historia o Marxismo y filosofía, de gran valor metodológico. Políticamente, revistó primero en cierto ultraizquierdismo (al igual que el Lukács de Historia y conciencia de clase, otra gran obra de filosofía marxista). También son de valor ciertos trabajos acerca de la socialización de la producción y, posteriormente, sobre las experiencias comunales de la revolución española. Sin embargo, su evolución fue hacia posiciones cada vez más antileninistas y, por añadidura, “antitrotskistas” (militó durante los años 30 en el “marxismo consejista”, no sin pasar antes por un stalinismo acendrado), y en sus últimos años evolucionó hacia posiciones casi antimarxistas.

Seremos directos: Te necesitamos para seguir creciendo.

Manteniendo independencia económica de cualquier empresa o gobierno, Izquierda Web se sustenta con el aporte de las y los trabajadores.
Sumate con un pequeño aporte mensual para que crezca una voz anticapitalista.

Me Quiero Suscribir

Sumate a la discusión dejando un comentario:

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí