Una interpretación marxista de la burocracia estalinista

Materialismo histórico y transición socialista, parte 2.

“Considerar un ser allí cualquiera tal como es en lo absoluto, equivale a decir que se habla de él como de un algo; pero que en lo absoluto, donde A = A, no se dan, ciertamente, tales cosas, pues allí todo es uno. Contraponer este saber uno de que en lo absoluto todo es igual al conocimiento, diferenciado y pleno o que busca y exige plenitud, o hacer pasar su absoluto por la noche en la que, como suele decirse, todos los gatos son pardos, es la ingenuidad del vacío como el conocimiento. El formalismo (…)”

Hegel, 2012: 15

Continuamos en esta segunda parte la edición de nuestra intervención oral en el curso de verano de nuestro partido y corriente dedicado a algunos capítulos de El marxismo y la transición socialista. En particular, esta segunda parte la dedicaremos específicamente a los capítulos 5 y 6 de nuestra obra, referido a la problemática del carácter de la burocracia estalinista como “clase política” en las sociedades de transición inhibida.[1]

1- Marxismo, burocracia y transición socialista

Para hacer un link con los capítulos 5 y 6 podemos remitirnos a ciertos aspectos de la obra de Antoine Artous, marxista francés, Marx, el Estado y la política (1999), que tiene la agudeza de señalar un funcionamiento distinto de las categorías del materialismo histórico en la transición (lo que planteamos en nuestra nota anterior).[2] Todas las categorías de la transición socialista son “híbridos categoriales”. Es decir, están colocadas en un arco de tensión entre el pasado capitalista todavía presente y las tendencias de desarrollo futuro, razón por la cual no son categorías puras económicas ni políticas. Marx había señalado con claridad que la sociedad de transición todavía se erigía “sobre la vieja base económico-social y no sobre una enteramente nueva”, en Crítica del Programa de Gotha.[3] Es en este contexto donde entra la definición de Christian Rakovsky de la emergente burocracia estalinista como “clase política”, una definición que, como señalamos en nuestro tomo I, Rakovsky toma directamente de Marx en Crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Uno puede preguntarse: ¿cómo es esto?, ¿cómo es que la burocracia es una “clase política”? ¿Qué significado tiene este concepto? Porque a priori, lo que se observaría, según los cánones del marxismo tradicional, es una “contradicción en los términos” (es obvio que ponemos comillas porque para nosotros no es ninguna “contradicción” sino un hecho fáctico-histórico).[4]

El marxismo conceptualiza las clases sociales del capitalismo como un fenómeno estrictamente económico-social. Pero ocurre que la burocracia estalinista como “clase política” escapa a los paradigmas tradicionales. En el materialismo histórico funcionando qua “normalmente”, no existe una “clase política” tal: la burguesía se constituye históricamente porque todo es genético-estructural (aunque nos olvidemos de ello debido a la cuota demasiado alta de althusserianismo que recibimos en las últimas generaciones), desde la estructura económico-social de la sociedad. Y su personal burocrático, la burocracia como una categoría social distinta de la clase, se forja a nivel del aparato de Estado (administración, policía, ejército, etc.); son sus “representantes”, por así decirlo, a nivel del aparato de Estado.[5]

Como máximo, cuando se habla –descriptivamente– de “la clase política” bajo el capitalismo, se está nombrando a los representantes políticos de la burguesía y la pequeña burguesía a nivel de las instituciones representativas (una suerte de “burocracia política”).[6]

Esto último puede tener muchas variantes en cada caso concreto, pero, en definitiva, clase social y burocracia son categorías estrictamente delimitadas en el modo de producción capitalista, donde, por lo demás, la segunda depende de la primera. Está, por así decirlo, la “burocracia burguesa” (el personal político directamente burgués del que acabamos de hablar), y, a partir de la degeneración de la Segunda Internacional, lo que se llamó la “burocracia obrera”, que viene a ser la burocracia de los sindicatos y los partidos socialdemócratas, la burocracia de la clase obrera que en la caracterización clásicamente establecida por Lenin se forjaba a partir de la aristocracia obrera de los países imperialistas.[7] (No entraremos acá en los matices que plantea el nacionalismo burgués, porque, de todas maneras, no modifican la teoría general de las clases y las burocracias bajo el capitalismo.)

Bajo este esquema-esquemático (parafraseo nuestro de Artous), Trotsky durante los años 30, pero sobre todo los sectores perezosos tradicionales del movimiento trotskista en la segunda posguerra, consideraron al estalinismo una mera “burocracia obrera” en el contexto de un Estado igualmente “obrero” (degenerado o deformado). En lo sustantivo, nada había cambiado: todo era una “gran felicidad”, se vivía en una “nueva democracia de los nervios y los músculos” (Moreno et Al.).[8] Así las cosas, la URSS, China, etc., eran “Estados obreros” donde la clase obrera había sido desplazada del poder político, pero seguía dominando el “poder social” (el “país obrero” de Moreno); la burocracia era una “mera burocracia” subordinada a la clase obrera que, en tanto clase, seguía ejerciendo su dominación social en dichos Estados. Es decir, en los hechos, lo opuesto a la definición de Trotsky del estalinismo como “más que una mera burocracia”. Ocurre que el trotskismo tradicional de posguerra fue más “trotskista” que Trotsky, aunque, en realidad, lo fue menos (Trotsky era más sutil que la abrumadora mayoría del movimiento trotskista hasta nuestros días, pleno y futurista siglo XXI).[9]

Mandel, importante representante del trotskismo tradicional de posguerra cuyas posiciones repiten hoy como ventrílocuos varias corrientes, afirmaba que hablar de Estado burocrático era una “tautología” porque “todo Estado es burocrático”. En estas discusiones, recordemos, Mandel parecía no tener presentes las formaciones “asiáticas”, caracterizadas, precisamente, por un Estado burocrático: la capa dominante en dichos Estados sin clases formales era una burocracia de Estado que se encargaba del riego, erigiéndose por encima de las comunidades campesinas locales que trabajaban de manera colectiva la tierra. Pero el problema es que si todo Estado es “burocrático”, es decir, posee un personal burocrático-estatal a cargo de los asuntos de la administración “de las cosas y las personas” (Trotsky), hay “Estados burocráticos” y “Estados burocráticos”: mediante un operativo formalista Mandel deshistorizaba el análisis de las sociedades de transición bloqueadas, además de negar redondamente el salto en calidad del “imperium burocrático” en uno y otro caso (el personal burocrático de un Estado obrero y la burocracia de un Estado obrero que deja de ser tal).[10]

Por contra, varias corrientes del pensamiento antiestalinista asumieron la posición –igualmente unilateral– de la burocracia como una “nueva clase social” en el sentido pleno de la palabra: es el caso de los teóricos del “capitalistas de Estado” y del “colectivistmo burocrático”.[11] Entre los primeros, la corriente decista y posteriormente el marxismo consejista de Karl Korsch y Paul Matick, asumieron a la burocracia estalinista como una nueva clase social hecha y derecha. Igual es el caso de la corriente cliffista, que consideró que en el giro estalinista de los años 30 la URSS se transformó en un “capitalismo de Estado” y la burocracia en una nueva clase social propia de tal Estado. Por su parte, el schachmanismo, aunque nunca logró dar cuenta del carácter específico del supuesto “nuevo modo de producción histórico” que creía ver nacer, el “colectivismo burocrático”, hablará de una “nueva clase social managerial” llamada a imponerse mundialmente.[12]

Desde luego que a nosotros estas últimas definiciones nos han parecido siempre un “salto mortal”, una suerte de vulgaridad que no explica realmente qué de específico se procesó a este nivel en las sociedades no capitalistas de transición frustrada.

Trotsky tenía razón en negarse a hablar lisa y llanamente de la burocracia como de una nueva clase social histórica. Esta definición era, repetimos, un “salto mortal” no solo político sino teórico, una deriva carente de matices y falta de perspectiva histórica (que, por añadidura, desarmaba a la Oposición de Izquierda en una batalla que estaba abierta).[13] Al mismo tiempo, veía la especificidad de una burocracia como la estalinista, que tenía el monopolio del control de los medios de producción sin tener a su lado una clase social propietaria propiamente dicha. De ahí que afirmara que la burocracia estalinista era “más que una mera burocracia” (aunque algo menos que una clase orgánica) y, a la vez, señalara que se habían “establecido relaciones enteramente nuevas desde el punto de vista histórico” entre esta burocracia y los medios de producción, relaciones que, de cristalizar, de sostenerse en el tiempo, acabarían por liquidar el Estado obrero (visto esto en un corto periodo, no las décadas que pasaron hasta 1989 sin que el doctrinarismo trotskista diera cuenta de la cuestión).[14]

La pereza mental de la mayoría del trotskismo hizo que se esperara hasta… 1989 para afirmar que “Trotsky tenía razón, con la restauración del capitalismo la burocracia se transformó en burguesía”. Pero si esto fue así, si, efectivamente, con la restauración capitalista pura y dura parte fundamental de la burocracia estalinista se transformó en la nueva burguesía de la actual Rusia o en la nueva burocracia burguesa de la actual China, la pereza mental de esta gente y su doctrinarismo resulta dramática: ¿en qué categoría marxista se podría colocar a una burocracia que dominó la ex URSS a lo largo de seis largas décadas y a varios países en la posguerra a lo largo de cuatro décadas y media? ¿Un nuevo tipo de burocracia “obrera”? ¡Cuánta payasada!

2- Una “clase política”

Es lógico –más bien, ilógico– que con un abordaje tan esquemático de las categorías del materialismo histórico, la cuestión no tuviera otra “solución” que el doctrinarismo de la “burocracia obrera” o el salto mortal de considerar a la burocracia estalinista como una nueva clase social al estilo de la clase capitalista tradicional: “(…) es la uniforme repetición de lo uno y lo mismo, que no hace más que aplicarse exteriormente a diferentes materiales, adquiriendo la tediosa apariencia de la diversidad. Cuando el desarrollo consiste simplemente en esta repetición de la misma fórmula (…) Si el sujeto del saber se limita a hacer que dé vueltas en torno a lo dado una forma inmóvil, haciendo que el material se sumerja desde afuera en este elemento quieto, esto, ni más ni menos que cualesquiera ocurrencias arbitrarias en torno al contenido, no puede considerarse como el cumplimiento de lo que se había exigido, a saber: la riqueza que brota de sí misma y la diferencia de figuras que por sí misma se determina. Se trata más bien de un monótono formalismo, que si logra establecer diferencias en cuanto al material es, sencillamente, porque este estaba presto y era conocido” (Hegel, 2012: 14).[15]

Se aprecia en Hegel que ya tenía resuelto “por anticipado” la crítica al tipo de metodología formalista que acabamos de criticar en cita al pie: la riqueza de las formas históricas es anulada mediante el recurso tautológico de que “un Estado obrero es un Estado obrero” o, simplemente, todo lo contrario: un nuevo tipo de capitalismo, ambas definiciones externas a la cosa.

Pero es precisamente acá donde se coloca la solución mucho más dialéctica ofrecida por Rakovsky: la burocracia estalinista se constituyó en una “clase política”, definición que aparece, para los cánones esquemáticos del materialismo histórico, como una “contradicción en los términos”: si es clase no es política y si es política no es una clase.

Pero ocurre que, precisamente, los originales desarrollos históricos del siglo XX pusieron al materialismo histórico “patas para arriba” (en este punto Gramsci tiene razón al hacer del marxismo un “historicismo” extremo, y no un conjunto de categorías prefabricadas para entender la realidad). El hecho es que la burocracia estalinista fue una nueva capa social que forjó sus privilegios no desde la base económico-social de la sociedad de transición (aunque debía haber algo en dicha base que posibilitara su apropiación del excedente: ¡la autoexplotación obrera característica de toda transición!), sino desde el Estado. Una “clase política” porque su monopolio es el monopolio del poder, y, por esa vía, en una sociedad donde los medios de producción están estatizados, el monopolio del proceso de reproducción social. Así las cosas, la categoría de “clase política” rompe con el sentido común del funcionamiento de las categorías del materialismo histórico en el capitalismo, donde las clases sociales son estructuras estrictamente económicas.

Es decir, la clase capitalista se constituye por su monopolio de los medios de producción, e incrementa su capital, su valorización y su acumulación de más medios de producción mediante la explotación del trabajo en los “submundos de la producción” (aquello que esta fuera del mercado y no se ve, el pasaje en el tomo 1 de El capital de los capítulos de la mercancía y el dinero a los de la producción de plusvalor). Como clase capitalista, no posee ni necesita un gramo de política. Que, en este marco, la clase que domina en el terreno económico-social es la clase que domina el Estado, que esta haya sido la mecánica histórica en el capitalismo (marcada esquemáticamente por Engels en el Anti Dhüring como “la mecánica histórica” tout court, es decir, como si bajo esta forma se desarrollara toda sociedad, toda dominación), no quiere decir que lo sea en la transición. De hecho, no lo es: la clase obrera se vale de su dominación política para llevar adelante la transformación económica de la sociedad, afirma Marx.

En estas condiciones, la clase obrera en la URSS seguía siendo una clase social clásica, pero no logró elevarse a clase histórica salvo en el apogeo de la Revolución Rusa (una clase llamada a dominar el proceso histórico no para afirmarse como tal sino para disolverse en el camino de la transformación comunista): perdió el poder a manos de la burocracia. La burocracia era el peligro principal de degeneración de la revolución, pero la radical novedad de la circunstancia fue opacada por el “cuco” de la vuelta al capitalismo de la mano de los pequeños propietarios agrarios y urbanos, carentes de toda representación independiente real: este fue el craso error político de Trotsky y de la Oposición de Izquierda como un todo.

Es así que, a partir de determinado momento, el marco conceptual de Trotsky para entender la degeneración burocrática de la URSS quedo falseado: no eran la derecha bujarinista ni la pequeña burguesía agraria y urbana el peligro principal que asediaba a la URSS, ni la burocracia el “centrismo burocrático” como “jamón del sándwich” entre dicha derecha pro-burguesa y la izquierda proletaria bolchevique-leninista. En el giro de los años 30, todas las condiciones de la lucha cambiaron, y esto no llego a ser apreciado a tiempo: la burocracia, de bonapartista en el seno de un Estado obrero deformado, pasó a cambiar el carácter del Estado mismo erradicando a la clase obrera del poder político y social.

Rakovsky demostró su maestría dialéctica a partir de “Los peligros profesionales del poder” (1927), texto brillante. Parafraseando a Marx (que parafrasea a Hegel), señala que dicha burocracia “posee al Estado como su propiedad privada”. Y, efectivamente, terminó ocurriendo eso en la URSS: el híbrido categorial “clase política” no posee la propiedad privada de los medios de producción… sino la “propiedad privada” del Estado, que es el que posee la propiedad supuestamente “pública” de los medios de producción.

Acá existe, por lo demás, una condición de posibilidad ausente en el capitalismo: los medios de producción, su propiedad, no están dispersos en la “sociedad civil”, “esparcidos” en la economía en el sentido lato del término, como bajo el capitalismo, sino centralizados. Poseer en “propiedad privada” al Estado es una forma indirecta de poseer “en propiedad privada” los medios de producción. Porque, efectivamente, la burocracia nunca llegó a tener los derechos propietarios privados formales de los medios de producción (hasta la restauración capitalista, pero eso ya es otra historia).

En una sociedad anónima capitalista no hay un gramo de política. La empresa puede “hacer política”, influenciar al gobierno, a los partidos políticos, etc., pero, como tal, es un órgano de la economía. Cuando los medios de producción se declaran constitucionalmente “propiedad del pueblo entero”, la capa social que tiene acceso privilegiado al control de dicha propiedad dado su monopolio en el manejo del Estado, se configura como una nueva categoría social. Una “clase política” que establece relaciones no consagradas jurídicamente pero sí en los hechos, lo que como colectivo social le permite apropiarse del sobreproducto social (la cosa se expresa bajo la forma de un acceso a toda clase de privilegios: “dachas” veraniegas, negocios y mercados exclusivos pagaderos en “moneda dura”, reparto de los cargos estatales, etc.).

Determinados marxistas tienen la idea fantasiosa de que “al día siguiente de la revolución se acaba la explotación”. Esto es un lugar común, pero es falso: incluso lo repetía –aunque con ciertas salvaguardas– Evgueni Preobrajensky en su obra La nueva economía. Bueno, es una afirmación ingenua que no está en nuestros clásicos. Lo que se acaba con la toma del poder es el poder de la burguesía, pero por decreto no puede transformarse una realidad económica que sigue dependiendo para su reproducción social de un determinado reparto del producto que se deduce del trabajo obrero: sigue existiendo el trabajo necesario y el trabajo excedente. ¡Es impresionante cuan poco materialistas son tantos marxistas![16]

3- La necesidad de estudiar a nuestros clásicos (o los intercambios de valor en la transición)

Parece que nadie leyó la Crítica al programa de Gotha (1875). En general, es tal cual lo afirmamos: no se ha puesto en correspondencia el análisis del marxismo revolucionario con el abordaje de Marx y Engels, ¡no se los ha leído ni mucho menos estudiado entre la militancia de izquierda! Se funda el Partido Socialdemócrata en Alemania con un programa que es una negociación entre los marxistas y los lasalleanos (el Partido Socialista Obrero de Alemania, Sozialistischen Arbeiterpartei Deutschlands, SADP, que en 1891 adoptaría el nombre de Partido Socialdemócrata Alemán, SPD). En una parte de dicho programa de consenso se afirma que “se le devolverá al trabajador el aporte íntegro de su trabajo” (estamos citando de memoria), y Marx afirma que “esto es falso, porque hay gastos de inversión, de manutención de los desvalidos, de educación pública, etc.” (volvemos a citar de memoria). No se puede devolver el fruto entero del trabajo porque en la transición seguimos en el reino de la necesidad, hay que seguir trabajando para poder sostener a la sociedad (Marx también critica que se hable del trabajo “como la única fuente de la riqueza” y se olvide el sustrato material de la misma: la naturaleza; este olvido no es casual, se debe al abordaje prometeico de la naturaleza por parte de la Segunda Internacional y el estalinismo).[17]

El problema es si esta autoexplotación es consciente, una decisión colectiva sobre qué se hace con el sobretrabajo social, o si es una imposición unilateral de la burocracia: ¡la cosa es muy distinta porque entonces se vuelve a la explotación del trabajo lisa y llana! En la transición, nos recuerda Pierre Naville, sigue rigiendo hasta cierto punto la ley del valor, los intercambios de trabajo humano, en cuanto a que subsisten el trabajo necesario y el trabajo excedente. Pero si dicha transición es socialista, es el colectivo de trabajadores y trabajadoras el que decide qué se hace con el trabajo excedente. Con ángulo antiestalinista, Farber nos recuerda algo que se parece como un calco a nuestras propias palabras: “(…) el crecimiento económico es necesario, pero no suficiente, para una vida mejor. Como advirtió Benjamin, el progreso material puede y ha coexistido con el retroceso de la sociedad [no es automático que ambas cosas vayan juntas, afirma correctamente Farber en otra parte de su nota, R.S.]. Esta es la razón por la que la política es fundamental: es el medio para decidir qué se produce, cómo y para qué beneficio” (ídem).

La ley del valor sigue presente porque la medida de la riqueza sigue siendo el trabajo humano. Esto es así al menos hasta que estemos en la abundancia y la automatización de la producción, o, como afirmaba Marx en los Grundrisse, cuando el trabajador se coloque al lado del proceso de producción como vigilador y controlador, y no subsumido a él (cuando se acabe el dominio del trabajo muerto sobre el trabajo vivo; volveremos sobre esto en la tercera entrega de esta nota).

Por decreto político –Lenin, Rosa, Trotsky dixitno se pueden violentar las leyes de la economía. Sigue operando hasta cierto punto la ley del valor; si no, es el reino de la pura arbitrariedad, “andar de noche en coche con los faroles apagados” como denunciaba Trotsky acerca del plan quinquenal estalinista en 1932 (La crisis del primer plan quinquenal, un texto hermoso y educativo).

Marx había dejado claro que las proporciones del gasto de trabajo humano debían seguir respetándose en la transición (es una lástima que a Marx se lo lea poco y nada[18]): “En lo que se refiere a la ‘Zentralblatt’ [cálculos de los valores, RS], el hombre hace la mayor concesión posible, reconociendo que, si la palabra valor quiere significar algo, deben aceptarse mis conclusiones. El infeliz no sabe que, aun cuando en mi libro no hubiera un capítulo sobre el valor, el análisis de las relaciones reales que doy contendría la prueba y la demostración de la relación real de valor. El palabrerío acerca de la necesidad de probar el concepto de valor proviene de una completa ignorancia del tema y del método científico. Cualquier niño sabe que un país que dejase de trabajar, no digo durante un año, sino por unas pocas semanas, se derrumbaría. Ese chico sabe también que la cantidad correspondiente a las diversas necesidades requiere masas diferentes y cuantitativamente determinadas del trabajo social de la sociedad. Es evidente por sí, que no pueda eliminarse esta necesidad de distribuir el trabajo social en proporciones definidas mediante la forma particular de la producción social, sino que sólo pueda cambiar la forma que toma. No se puede eliminar ninguna ley natural. Lo que puede cambiar, con la modificación de circunstancias históricas, es la forma en que operan estas leyes. Y la forma en que opera esa división proporcional del trabajo en un estado de la sociedad en que la interconexión del trabajo social se manifiesta en el intercambio privado de cada uno de los productos del trabajo, es precisamente el valor de cambio de esos productos” (Marx, 1969: 66).

Con lo que, y para terminar esta segunda parte de nuestro curso, podemos señalar: a) en la transición subsiste evidentemente la “necesidad de distribuir el trabajo social en proporciones definidas”; b) que la “forma modificada en que operan estas leyes” son las que abordaremos en el tomo II de nuestra obra: la combinación de los tres reguladores de la transición, que son la planificación, el mercado y la democracia obrera; c) que en la transición subsisten hasta cierto punto los intercambios de valor, que no son más que intercambios en proporciones definidas de trabajo humano y, finalmente, d) que la “clase política” burocracia se forjó históricamente y de manera original porque la pérdida del poder político de la clase obrera permitió que la misma pusiera bajo su control esta “distribución del trabajo social en proporciones definidas”, “distribución” que, como sabe cualquier marxista que se precie de tal, es en primer lugar una distribución de las condiciones de la producción. En la medida en que significa que el trabajo muerto domina sobre el trabajo vivo, en ausencia de condiciones de democracia socialista esa distribución significa una reproducción original de las condiciones de explotación del trabajo.

Pero esta cuestión no solamente nos llevará de cabeza al tomo II de nuestra obra sino, antes bien, al capítulo final del curso de verano dedicado a analizar el verdadero carácter de la propiedad estatizada.

Bibliografía

Samuel Farber, “En defensa del progreso”, Sin Permiso, 01/04/25, izquierda web, 14/04/25.

Nicolás González Varela, “Metapolítica de la Transición”, III, izquierda web.

  1. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2012.

Karl Marx, Cartas a Kugelmann, Editorial Avanzar, Buenos Aires, 1969.

  1. Zeleny, La estructura lógica de El capital de Marx, Grijalbo, México, 1978.

[1] La palabra “funcionan” la utilizamos con comillas porque el marxismo no se trata de una lógica “funcionalista” abstracta y ahistórica, como parece derivarse de algunos abordajes de Bujarin en su “Ensayo popular de sociología”, criticados por Gramsci.

[2] Artous se queja de que Trotsky hace funcionar las categorías del materialismo histórico en la transición de manera similar a como funcionan bajo el capitalismo, sobre todo en En defensa del marxismo, un texto que, de todos modos, nos ha parecido siempre más plagado de contradicciones dialécticas que como habitualmente se lo lee en el trotskismo ortodoxo. Como es sabido, no fue presentado como obra por el propio Trotsky, sino posteriormente a su muerte por el SWP. Naville señala lo mismo.

[3] Es muy característico cómo Marx resignifica todo el tiempo a Hegel, mal que les pese a los marxistas antihegelianos. Si Marx tenía en cierto modo todo el pensamiento social anterior en su cabeza, no hay manera de perder de vista que su verdadero alter ego era Hegel, así como el alter ego de Hegel era Kant (el “solapamiento” entre uno y otro es colosal).

[4] Es sabido que la realidad siempre es más rica que cualquier conceptualización, conceptualización que debe ajustarse a la riqueza de lo real: “(…) la determinabilidad universal, es la unidad de lo contrapuesto (…) (…) lo determinado tiene por su propia naturaleza que perderse en su contrario, de ahí que la razón deba avanzar más bien dejando tras de sí la determinabilidad inerte que presentaba la apariencia de lo permanente, hasta llegar a la observación de la misma tal y como en verdad es, a saber, en cuanto se relaciona con su contrario (Hegel, 2012: 152/3). Lo que podría parafrasearse para el abordaje ortodoxo de la experiencia de la ex URSS como un abordaje “inerte”, muerto, sin contradicción.

[5] Respecto del análisis genético-estructural, podemos referirnos al marxista polaco J. Zeleny: “La explicación genética y la explicación estructural no se oponen en la obra de Marx, ni tampoco discurren paralelamente, ni sucesivamente. A Marx le interesa entender el modo de producción capitalista como estructura que nace, evoluciona y perece. El análisis teórico que corresponde a la realización de esta intención es el análisis genético-estructural. En el mismo sentido en que en un lugar habla de ‘estructura interna’ (…) habla en otro de las relaciones y circunstancias (…) ‘Conceptuar científicamente’ significa, pues, para Marx (…) expresar el carácter de un determinado tipo, organismo o todo determinado que está en desarrollo o evolución, lo que quiere decir practicar un análisis genético-estructural” (Zeleny, 1978: 24).

Y es esta “práctica del análisis genético-estructural” lo que nos permite abordar el concepto de “clase política” para la burocracia estalinista en la URSS (así como para la formación de clases en general).

[6] Habitualmente no se piensa en la cuestión pero, efectivamente, los políticos burgueses son la burocracia política de dicha clase, caracterizando desde el punto de vista marxista a aquellos que pasan toda la vida en los puestos parlamentarios o ejecutivos del régimen burgués.

[7] La categoría de “burocracia obrera” se estableció desde el marxismo revolucionario en la Primera Guerra Mundial como la burocracia “dependiente” de la clase obrera. Pero en el caso de la clase obrera, más que dependiente, la burocracia es usufructuaria de la clase trabajadora, a diferencia del caso burgués, donde su burocracia es más funcional que usufructuaria; ¡una pequeña gran diferencia que nos muestra que, en el límite, la clase obrera no puede tener una burocracia “propia” en el sentido pleno del término! Claro está que nadie en el marxismo perezoso, doctrinario, ha sido siquiera capaz de pensar estos problemas (Marx dixit).

[8] Exageramos un poco la nota a propósito. Moreno se daba cuenta de que algo no funcionaba cuando afirmaba que más que hablar de Estado obrero había que hablar de “país obrero”… Con muchísima más sensibilidad que Mandel, aunque Mandel era más erudito que Moreno (la erudición y la sensibilidad teórico-política no siempre van de la mano), Moreno notaba que algo no funcionaba en la definición de Estado obrero porque la clase obrera no estaba en el poder, de ahí que inventara esa definición de “país obrero”.

[9] En la academia no se suele hablar del movimiento trotskista en sus diversas variantes para dar cuenta de las discusiones del marxismo en la posguerra. Pero esto implica un problema, porque el trotskismo permanece hasta nuestros días como la fuerza militante organizada del marxismo revolucionario. Están reemergiendo fuerzas maoístas, incluso abiertamente estalinistas, aunque todavía no guevaristas, pero estas fuerzas no son marxistas revolucionarias.

Hemos escrito en nuestro tomo I que parte de nuestro esfuerzo teórico es poner sobre la mesa el marxismo olvidado de la posguerra; una parte sustancial de él son los esfuerzos interpretativos del movimiento trotskista, cuyas corrientes, las más coherentes, han dejado importantes aportes teórico-políticos.

[10] Podemos afirmar que cuando ya rige un “imperium” burocrático, el Estado deja de ser obrero. La palabra -la circunstancia- es tan fuerte que si nos basamos en las definiciones de Marx de dictadura proletaria para caracterizar el Estado o semi Estado de la transición, es evidente que bajo este imperium el Estado deja de estar caracterizado como obrero.

[11] Pierre Naville presentó, por su parte, la definición para la ex URSS de “Socialismo de Estado” pero manteniéndose en el terreno de que la burocracia no era una nueva clase social histórica.

[12] Nicolás González Varela nos interpreta creativamente en sus notas sobre nuestra obra, aunque en algunos casos nos malinterpreta, como cuando, luego de afirmar que no enumeramos los despojos que sobrevivieron al proceso de involución y reacción estalinista (nos referimos someramente a ellos en nuestra nota anterior “Materialismo histórico y transición socialista”, parte 1), nos atribuye una definición que no es nuestra: “Aunque no enumera estos despojos que sobrevivieron al proceso de reacción e involución, creemos que [Sáenz] nos habla de la expropiación-nacionalización de los medios de producción y el establecimiento de un nuevo tipo de Capitalismo de Estado, más democrático, aunque monopartidista, en lo político y crecientemente autoritario y represivo” (“Metapolítica de la Transición. A propósito del libro de Roberto Sáenz: El marxismo y la transición socialista”, izquierda web). Es raro, porque en ninguna parte hablamos de “capitalismo de Estado” ni de la existencia, bajo Lenin y Trotsky, de un régimen del tipo del que habla Nicolás. Lo que afirmamos es que se pasó de un “Estado obrero con deformaciones burocráticas”, como definió Lenin a la Rusia soviética en diciembre de 1920, a un “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas de la revolución”, como lo definió Rakovsky hacia finales de esa misma década.

[13] En todo este debate, la problemática de la justa perspectiva histórica es fundamental. De ahí que siempre hayamos preferido hablar de la degeneración de una auténtica revolución proletaria –de la formación social transitoria a que este hecho dio lugar– que de un “nuevo modo de producción”, fuera este “obrero” (como dice de él, por ejemplo, Juan Chingo en sus artículos) o bajo la forma de un “capitalismo de Estado” o de un “colectivismo burocrático”.

[14] Este tipo de doctrinarismo también es un artilugio para derrotistas consumados como Valerio Arcary, que ven el mundo venirse abajo a partir de 1989 sin tomar en cuenta que la clase obrera “soviética” estaba derrotada desde los años 30 y que las clases trabajadoras del Este europeo fueron siendo derrotadas por los tanques rusos en las diversas tentativas, ocurridas a lo largo de la posguerra, de revoluciones socialistas antiburocráticas (se olvida habitualmente que todos estos levantamientos, Berlín 1953, Hungría 1956, Praga 1968 e incluso Polonia 1980/1, tuvieron auténticos elementos de revoluciones obreras y socialistas con la conformación de formas de poder dual y todo lo demás).

[15] Se entiende por qué Marx, una y otra vez, defendía a Hegel, el gran dialéctico de la filosofía universal: “Reconozcamos que ese es un método muy convincente… para la ignorancia y la pereza mental pseudo científica (…) Lo que ese mismo Lange dice del método hegeliano y del empleo que de él hago es verdaderamente pueril (…) Lange comete la ingenuidad de afirmar que me ‘muevo con la más rara libertad’ en el terreno empírico. No sospecha que esa ‘libertad de movimiento en el tiempo’ no es más que una paráfrasis para el método de tratar el tema, es decir, para el método dialéctico” (Marx, 1969: 102).

Causa gracia la alta estima en que tenía Marx al método dialéctico “puesto sobre sus pies” comparada con los abordajes expresamente contrarios a la dialéctica de Juan Dal Maso. Refiriéndose a Trotsky, en cuyas páginas se aprecia el legado dialéctico de Labriola, dicho autor desmerece la centralidad de la dialéctica en su “metodología”: “La dialéctica juega un rol fundamental pero no reemplaza ni se pretende que sustituya otros modos de razonar y argumentar como los que mencionamos, vinculados al razonamiento deductivo estudiado por la lógica formal clásica, como el inductivo. Identificar estos distintos métodos tiene sentido en la medida en que nos permite (…) reabrir la pregunta sobre los procedimientos lógicos del marxismo más en general (…)” (Dal Maso, “Marxismo y procedimientos lógicos: el caso Trotsky”, izquierda diario 2/03/25).

Para la escuela de Dal Maso, “un Estado obrero es = a otro Estado obrero”, un procedimiento de lógica formal, que a la manera positivista y kantiana excluye la contradicción en la definición. Fin.

[16] Acá hay una cosa divertida que no resiste dialéctica alguna: si hay tres panes para repartir y diez personas a las cuales repartírselos, no hay manera de que este “comunismo tosco” (Marx) impida que vuelva la lucha de todos contra todos: la socialización de la miseria no lleva al comunismo.

En esto destaca el agudo buen sentido de un reciente artículo de Farber criticando a los “marxistas decrecionistas”: “Al crecer en Marianao, una ciudad cerca de La Habana, a principios de la década de 1950, recuerdo la emoción y la alegría de la gente del vecindario cuando las calles laterales y secundarias de nuestra ciudad fueron pavimentadas y la carretera que conectaba Marianao con La Habana ampliada (…) mis padres, inmigrantes judíos polacos, que sólo unos años antes habían descubierto que sus familias enteras habían sido aniquiladas en el Holocausto, participaron en esta esperanzadora sensación de progreso material”. Y agrega: “(…) la creciente brecha entre los intelectuales de izquierda y los académicos que niegan el progreso, y los activistas que luchan por el progreso, ha creado un vacío teórico-político (…) [Para llenarlo] necesitamos una definición simple del progreso: la eliminación del sufrimiento humano innecesario causado por la escasez material y la desigualdad y la impotencia de las personas trabajadoras en sus vidas. Esta definición debe reconocer que el miedo de Rosa Luxemburgo a la barbarie está justificado, que la barbarie es una posibilidad siempre presente, no solo en un futuro lejano, sino también en el presente”.

“La eliminación del sufrimiento humano causado por la escasez material y la desigualdad requiere el desarrollo de la ciencia y la tecnología y una visión anticapitalista del crecimiento económico” (Samuel Farber, “En defensa del progreso”).

[17] Sobre el abordaje de la producción indiscriminada y su impacto negativo en el socialismo revolucionario en la posguerra y hasta nuestros días, Farber tiene una cita en este texto que es un calco de nuestra crítica a Deutscher en un texto anterior (“Deutscherismo y estalinismo”, izquierda web): “La búsqueda de la modernización a toda costa también tiene sus defensores en la izquierda. El historiador socialista ruso Roy Medvedev argumentó con vehemencia en contra de los elogios de Isaac Deutscher a Stalin como uno de los mayores reformadores de la historia por su rápida industrialización y colectivización de la URSS, que, para Deutscher, realizó muchos de los ideales de la Revolución de Octubre”.

“El precio que pagó la gente –el Gulag, la creación deliberada de hambrunas que llevaron a la muerte a millones de personas– fue enorme, pero solo demostró, según Deutscher, la dificultad de la tarea. Este análisis ‘objetivista’ se sitúa por encima y fuera de la historia, ignorando cómo la historia fue realmente vivida por sus actores”.

“La crítica de Medvedev destaca que los esfuerzos para modernizar la sociedad o acelerar la producción, si son deseables en un lugar y momento determinados, deben evaluarse por cómo el cambio afecta a aquellos que se verán afectados por él” (Farber, ídem).

En todo caso, vale esta cita para una cuestión central que abordaremos en nuestro tomo II: la problemática y la distinción entre la acumulación primitiva, la acumulación socialista y la acumulación burocrática.

[18] Esto es interesante: ¡los militantes nos consideramos “marxistas” pero entre la militancia de izquierda se lee poco y nada a Marx! Como afirmaba Lenin respecto de que en la parte supuestamente más idealista de Hegel, Hegel era más materialista (el tomo 3 de la Ciencia de la lógica, “La lógica del concepto”): “Es una contradicción, pero no es menos real” (tampoco tenemos a mano en estos momentos el apunte exacto de Lenin, pero creemos no traicionar sus palabras).

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