
Traducción del inglés e introducción: Federico Dertaube. Leer la Segunda parte.
Recientemente, se ha puesto en boga la defensa política de las conclusiones de la llamada «Escuela Austríaca». El fenómeno no es de interés puramente teórico. La nueva derecha intenta popularizar su concepción de la superioridad e inevitabilidad del capitalismo en su forma más descarnada, sin paliativos de ningún tipo. Los autores austríacos vienen como anillo al dedo a este propósito.
Partidarios de la automaticidad del mercado, sus teorías «individualistas» sirven al propósito de explotadores y opresores como pocas. Quieren la dominación directa de los empresarios y su afán de lucro sobre la mayor cantidad de aspectos de la vida posibles. Si una impersonal empresa multinacional explota trabajo con interminables jornadas laborales y salarios miserables, es difícil que nadie pueda defenderla si se presentan las cosas de esa forma, tal y como son. Pero son esa gente, los de su clase, los dueños de la sociedad. Por supuesto que tienen sus defensores.
De la misma manera que las «teorías» raciales justificaron los imperios coloniales europeos, en la misma senda de los partidarios del origen divino de los privilegios de duques y reyes, los «libertarios» de hoy son partidarios de la dictadura directa del capital con sus propias concepciones del mundo. Su doctrina, fundada por Carl Menger en la segunda mitad del siglo XIX, intenta borrar de un plumazo todos los avances de la economía política anterior. ¿Por qué? Porque el desarrollo de las conclusiones de teóricos de la talla de Adam Smith y David Ricardo habían evolucionado en concepciones más avanzadas en figuras como Karl Marx.
Necesitaban desechar todo lo anterior para formar un nuevo paradigma. Fue así que categorías claras y transparentes fueron teórica y retóricamente borradas. Ya no había trabajadores asalariados y poseedores de capital, sólo individuos que compran y venden. Ya no hay producción, sino «uso de recursos escasos». Ya no hay clases sociales, sino individuos que interactúan libremente a través de una única vía posible: la compra y la venta.
Y esa tan pura «libertad individual» debe ser defendida de todo «colectivismo». Cuando la clase trabajadora se organizó para dejar de trabajar por miserias hasta morir, los empresarios, los dueños de todo, los poderosos magnates del acero, el petróleo y el carbón fueron presentados como «el individuo» víctima del «colectivismo». Y el «individuo» y su «libertad» podían y debían ser defendidos por todos los medios posibles. Y estos medios incluyeron, y no debería sorprender a nadie, el fascismo y las dictaduras militares. En tiempo real, sus referentes teóricos Mises y Hayek se alinearon con esas dictaduras, aunque fueran presentadas como lo menos preferible.
La teoría de los austríacos tiene otra ventaja. Según sus partidarios, su «teoría de la utilidad marginal» habría refutado las concepciones marxistas de manera definitiva, especialmente la noción de la «ley del valor», llamada por sus adversarios «teoría del valor-trabajo». Esta «verdad» es sostenida una y otra vez más con los gritos triunfalistas que con los argumentos. La mayoría de las veces, su recurso retórico es del del «hombre de paja»: inventan las posiciones de sus adversarios para luego triunfalmente demostrar que no están en lo correcto.
Para el momento en que Marx terminó sus manuscritos de El Capital, la Escuela Austríaca apenas comenzaba a tener alguna notoriedad. En su obra no hay mención de sus teorías. Fue sobre el final de la vida de Engels, cuando dedicaba su tiempo a editar de manera póstuma los volúmenes II y III de la obra de Marx, que se abrió definitivamente la polémica entre el marxismo y los partidarios liberales de la teoría de la utilidad marginal.
El primer artículo en la historia del marxismo de refutación a esa teoría es este que presentamos por primera vez (que nosotros sepamos) a los lectores en español. Publicado en dos partes entre 1891 y 1892 en la revista socialista alemana Die Neue Zeit, fue recibido con entusiasmo por Engels mismo.
Su autor es Conrad Schmidt (1863–1932), un economista y periodista alemán. Obtuvo su doctorado en economía en Leipzig con su tesis Der natürliche Arbeitslohn (El Salario Natural), en la que comparaba las teorías de Johann Karl Rodbertus y Karl Marx. En ella, rechazaba las teorías de Marx como «hipótesis no probadas» para defender a Rodbertus y sus nociones con base en la teoría del derecho natural. Más adelante, y luego de profundizar sus estudios de Karl Marx, se convertiría en defensor de sus teorías. En 1889 publicó un ensayo sobre la transformación de los valores en precios de producción. Lo hizo en el marco de una competencia comenzada por Engels en la que invitaba a los economistas a resolver ese problema sobre la base de la «ley del valor» en la teoría de Marx. Este aspecto de la teoría marxista sería publicado finalmente en el Tercer Volumen de El Capital, en 1894. El libro de Schmidt dio comienzo a una larga correspondencia entre él y Engels. Con el estallido de la controversia «revisionista» en 1896, se convirtió en uno de los principales partidarios de Edouard Bernstein.
Fuente original: Conrad Schmidt, ‘Die psychologische Richtung in der neueren Natio- nal-Oekonomie’, Die Neue Zeit, 10. 1891–2, 2. Bd. (1892), h. 41, s. 421–9, 459–64. Traducido al español desde la edición en inglés de: «Responses to Marx’s Capital», Brill, 1 de Noviembre de 2017.
Introducción de los editores en inglés
Hay mucha ironía en el hecho de que justamente mientras Marx trabajaba en completar El Capital, y luego Engels en hacer disponibles los Volúmenes II y III de El Capital, un nuevo abordaje de la teoría económica, que parte de un punto de vista exactamente opuesto al de Marx, emergía en Gran Bretaña y Europa continental. La denominada «revolución marginalista», una respuesta a la desintegración de la escuela ricardiana, comenzó en los recientes 1870’s en los trabajos de William Stanley Jevons en Gran Bretaña, León Walras en Suiza y Carl Menger en Austria. Su propósito era hacer a la economía política lo que Marx había hecho a Hegel: el principio de la «utilidad marginal» pondría la economía política de cabeza.
El abordaje tradicional, comenzando por Adam Smith y extendiéndose a través de los trabajos de Ricardo y Marx, estaba principalmente interesada en la dinámica de la acumulación del capital y otras condiciones del crecimiento económico. Smith y Marx estaban profundamente al corriente de los estadíos históricos, y ambos medían el progreso material en términos de expansión del producto social en términos físicos. Pero mientras el capitalismo en Europa y América entraba en la «larga depresión» del tardío siglo diecinueve, los marginalistas reemplazaron el foco del crecimiento con la cuestión de cómo el capitalismo tendía al equilibrio asignando eficientemente recursos dados entre necesidades en competencia. Jevons famosamente definió el «problema económico» como uno de maximización de la utilidad del producto social, dada «una cierta población, con varias necesidades y poderes de producción, en posesión de ciertas tierras y otros recursos materiales»[1].
Donde la economía política anteriormente enfatizaba las condiciones del incremento de la oferta, los marginalistas se concentraban en cambio en la demanda. La centralidad del «consumidor» reemplazaba la del trabajador y el capitalista; los ahorros personales reemplazaban a la acumulación; la valoración individual de la «utilidad», o lo que Marx llamaba valor de uso, reemplazaba los valores de cambio objetivamente determinados. El panorama grande de la expansión capitalista colapsaba en una nueva narrativa de individuos abstractos, cada uno haciendo apreciaciones puramente subjetivas del valor de mercancías individuales y de este modo fundamentalmente determinando los precios como expresión de un agregado de sus preferencias individuales.
En lugar de la existencia social determinando la consciencia, exactamente la opuesta cadena de causalidades se decía ahora que prevalecía. El trabajador explotado era reemplazado por el individuo auto-determinado. Los pobres debían ser entendidos como consumidores «soberanos» de la misma manera que los príncipes, aristócratas, terratenientes o empleadores. Un mundo neo-kantiano de responsabilidad individual reemplazaba al mundo de la lucha de clases. Valor, plusvalor y explotación se desvanecerían simplemente viendo las cosas desde «otro punto de vista». Las leyes históricas de Marx serían reemplazadas por los principios universales de lo individual, de la opción de maximización de utilidad.
Carl Menger, fundador de la escuela austríaca de la teoría económica subjetiva, pensaba que las leyes económicas «exactas» podían ser descubiertas, y que hubiera excepciones a ellas era inconcebible debido a la fuerza lógica de las «leyes del pensamiento»[2].
Menger creía que incluso el valor de los medios de producción es determinado por los consumidores. ¿Cuánto valen las máquinas o las materias primas? Eso depende de la utilidad de los bienes para los que han de ser usados para producir[3]. ¿Cuál es el valor de una unidad de capital constante? Eso depende de las expectativas de satisfacción de consumir unidades adicionales de la mercancía en cuya producción el capital podría ser empleado. El valor de cualquier «factor» de producción es «meramente la importancia que se le atribuye a esa satisfacción»[4]. Donde Marx vio demanda siendo determinada por la producción, que a) distribuye los ingresos en patrones predecibles entre clases sociales, y b) objetivamente determina los precios sobre la base del gasto de fuerza de trabajo, los precios debían ser ahora explicados enteramente en términos del juicio subjetivo de la satisfacción del consumidor.
Conrad Schmidt, en el artículo que sigue, responde a esta nueva «tendencia psicológica» en teoría económica primero hipotéticamente adoptando la perspectiva de un consumidor individual. Acuerda en que si un solo individuo ya tiene determinadas cantidades de dos bienes a su disposición, él seguramente juzgará la utilidad de adquirir una unidad adicional (o marginal) de uno u otro sobre la base de sus expectativas subjetivas de satisfacción relativa. Estaba claro que «en ciertas circunstancias, la estimación de valor está realmente regulada de esta manera, solo por las existencias de bienes».
Pero el obvio problema es que los costos de producción no han sido tomados en consideración. Si el mismo individuo debe también producir los bienes en cuestión, entonces «La mayor o menor dificultad en reemplazar los bienes se manifiesta en la mayor o menor cantidad de trabajo que el individuo deberá gastar en reproducir esos bienes». Si el argumento es llevado un paso más adelante, el individuo aislado le abre paso al productor individual de mercancías, en cuyo caso su propio interés egoísta lo llevará a producir e intercambiar acorde con sus gastos de fuerza de trabajo. Agreguemos la producción capitalista y el resultado será la consideración de Marx de la determinación objetiva de valor de cambio acorde con los gastos directos e indirectos de fuerza de trabajo.
La segunda parte del argumento de Schmidt elabora algunas de sus implicancias. En términos sociales -distinta de la perspectiva del individuo abstracto- los bienes más baratos no son generalmente los menos necesarios, o aquellos que brindan la menor satisfacción individual; son los que la mayoría de la gente puede costearse. Si una mala cosecha hace escasear el pan, sería absurdo decir que el consiguiente aumento de los precios ocurre porque una de las necesidades menos urgentes no es más satisfecha, o, para ponerlo de otro modo, que el pan se ha vuelto más caro porque la unidad marginal ahora está satisfaciendo necesidades más urgentes, a saber, las de los ricos.
La contribución de Conrad Schmidt expuso claramente la unilateralidad de la teoría que comenzaba y terminaba en individuos abstractos, cuyas preferencias como consumidores eran supuestas para explicar el sistema entero de precios de mercado. Después de leer el artículo, Engels le escribió a Schmidt: «Tu ensayo en Neue Zeit me ha dado un gran placer. Es como si hubiera sido pensado para este país (Gran Bretaña), ya que en la Sociedad Fabiana efectivamente pululan los jevons-mengerianos que miran desde arriba con infinito desprecio a un Marx que habría sido hace mucho superado»[5]. En términos de la historia del pensamiento económico, sin embargo, el abordaje marginalista tuvo un impacto que fue mucho más allá del socialismo fabiano o la tendencia revisionista en Europa continental.
Schmidt mismo inadvertidamente abordó el problema. Reconoció que «si las personas fueran solo consumidores, y los bienes cayeran sobre ellos del cielo, entonces de hecho todo el mundo valoraría su propiedad acorde solo con la teoría de la utilidad marginal». Pero incluso si los bienes no caen del cielo, también era obvio que si cada individuo, cuando gasta sus ingresos, adquiriría un específico tipo de bienes solo en tanto la satisfacción de necesidades (la utilidad marginal), alcanzada por la última unidad monetaria, es más grande que la utilidad a ser obtenida a través de un gasto alternativo de esa unidad. Esta ley, formulada en la jerga de la teoría de la utilidad marginal, es simplemente la expresión precisa de la verdad auto-evidente de que todo el mundo, al gastar su dinero, busca satisfacer su sistema de necesidades lo más perfectamente posible.
Esto significaba que dos principios estaban involucrados. Individuos con poder adquisitivo a su disposición tomarían decisiones con base en la utilidad marginal, no obstante había también una objetiva determinación de los precios sobre las bases del gasto de fuerza de trabajo. ¿Cómo interactúan entonces ambos principios? Schmidt concluye que no lo hacen. La manera en que un individuo gasta su dinero presupone que los precios ya estaban determinados. En el camino de la especulación al mundo real, el segundo principio debe prevalecer: «Mientras más regular y mejor organizado está el funcionamiento de la economía, y más cautelosa se vuelve la provisión de la acumulación de existencias de bienes, tanto más este segundo principio de la estimación del valor sustituye al primer principio de la utilidad marginal».
En términos del subsecuente desarrollo de la teoría económica, fue Alfred Marshall, profesor de economía política de la Universidad de Cambridge, quien abordó este asunto de la manera más directa en un esfuerzo por reconciliar el marginalismo con la tradición de los pensadores anteriores. Marshall no tenía ningún interés en Marx, pero estaba igualmente poco impresionado por la unilateralidad de la determinación de los precios centrada en la demanda[6]. En sus Principios de Economía, publicados por primera vez en 1890, Marshall combinó la teoría de la disminución de la utilidad marginal con el principio de la disminución de la productividad marginal -anticipada por Ricardo en relación a la agricultura- y reconcibió la cuestión de la determinación de los precios en términos de la intersección entre las curvas de demanda y oferta. Los individuos tomaban decisiones de compra sobre la base de la utilidad marginal; y cualquier cambio en el patrón de la demanda afectaría los precios debido a un cambio en los costos de producción marginal[7].
El logro de Schmidt es especificar la lógica circular del esquema de Menger: éste se propone «deducir el precio de los bienes, dada por la consideración de la utilidad marginal [Grenznutzüberlegung], de la consideración de la utilidad marginal misma». En una nota al pie, Schmidt menciona que «la relación cambiante entre oferta y demanda, dados valores constantes de las mercancías, continuamente produce fluctuaciones de precios«, pero no vio como ese mismo cambio podía afectar a los valores mismos. Entre los marxistas, la cuestión de cómo la demanda afecta a los valores de las mercancías fue efectivamente explorado por Isaak I. Rubin en los 1920’s.
En sus Ensayos sobre la Teoría del Valor de Marx, Rubin deriva su propia curva de la oferta de Marx. Él vio que la demanda influencia los precios a través de un cambio en los costos debido a un cambio técnico en las condiciones de producción. Una demanda incrementada introduce a firmas menos eficientes en la producción, aumentando así el valor de mercado de las mercancías producidas: «la extensión de la producción a peores empresas cambia la magnitud promedio de trabajo socialmente necesario por unidad producida, i.e., cambia el valor (o los precios de producción). Estos cambios se pueden explicar por las condiciones técnicas de una rama en particular»[8].
El resultado del estudio de Rubin fue una curva inclinada positiva de oferta, demostrando que «incluso si el precio es determinado por oferta y demanda, la ley del valor regula la oferta. La oferta cambia atada al desarrollo de las fuerzas productivas y a los cambios de la cantidad de trabajo socialmente necesario», todo lo cual se reflejaría en los precios de producción que prevalecen con una tasa media de ganancia. La teoría de la utilidad marginal ha producido un debate que se mueve en un ‘círculo vicioso’. ¿Qué determina qué? ¿La demanda determina la oferta, o la oferta a la demanda? Rubin replica que la solución ya ha sido proveída por Marx: es «la teoría del valor trabajo (la que) emerge de este círculo vicioso»[9].
La Tendencia Psicológica en la Economía Política reciente (Conrad Schmidt,1892)
I
Un enorme, desconcertante mecanismo, guiado por poderosas leyes ocultas, en perpetuo movimiento ni contenido ni controlado por límite alguno, montañas o mares -así es como la vida económica de los tiempos modernos se aparece ante nosotros. Así como la astronomía prueba que la Tierra -a la que el observador ingenuo considera fija e independiente- es un planeta minúsculo obedeciendo las leyes del universo, de la misma manera el punto de vista social contempla al individuo aislado -que puede igualmente considerarse a sí mismo muy libre e independiente, un verdadero microcosmos- un átomo que se esfuma en el movimiento del mecanismo económico, que es enteramente libre de cualquier capricho individual.
Penetrar en el funcionamiento interno de ese mecanismo, tratar de entender su conformidad con ciertas leyes detrás de la infinita diversidad de las apariencias externas, objetivamente y desde una perspectiva unificada -esa es seguramente una de las tareas más desafiantes que la mente científica puede concebir. Esta tarea es ante todo fascinante porque este orden económico, que gobierna sobre la gente, emerge históricamente del trabajo de la gente misma, aún aunque no fuera ese su propósito; y tal como vino a ser a través de un proceso histórico también está atado, dado el desarrollo turbulento de las necesidades de la humanidad, a experimentar su propio derrumbe histórico. La investigación económica, al someter a ese orden económico al análisis profundo, está directamente conectada con el gran problema del desarrollo social de la humanidad contemporánea.
He llamado a la moderna vida económica un mecanismo, regulado por leyes (por supuesto, económicas, no legales), y el conocimiento de estas objetivamente entendibles leyes es la tarea esencial de la economía política. ¿Pero debe todo orden económico estar sujeto a tales leyes que obran de manera encubierta? No son éstas inherentes al concepto de orden económico mismo. Mientras la gente consuma los productos de su propio trabajo, o deba ceder parte de él al consumo directo de la clase dominante, el orden económico es transparente, simple y claro. Para entender tal orden económico basta con describirlo y demostrar las causas históricas de su formación y desarrollo. Ninguna ley económica es necesaria para entenderlo. La razón que motiva a los modernos economistas a investigar tales leyes no puede ser, por lo tanto, el hecho de que tengamos un orden económico en general, sino que tenemos este orden económico (capitalista) en particular. El factor distintivo, que hace del moderno orden económico diferente de todos los anteriores, menos complicados, es que toda el área bajo su esfera de influencia se basa en la producción de mercancías, y por lo tanto, en la venta y compra de los bienes producidos. La omnipresencia y omnipotencia del dinero, que media tanto la distribución como la producción de bienes -tal es el sello distintivo de su naturaleza, la fuente de su fuerza y sus debilidades. El misterio, que debe ser resuelto para ganar conocimiento real del moderno orden económico -así como explicar los ingresos monetarios de las diferentes clases sociales (tanto los trabajadores como los capitalistas), y por lo tanto sus condiciones de existencia y sus tendencias (políticas)- yace en el hecho de que de hecho todos los bienes, incluida la fuerza de trabajo de la gente misma, son intercambiados por dinero a un precio y, más aún, a precios específicos.
Y este misterio no desaparece si describimos la forma externa de la moderna vida económica hasta con las más exhaustivas estadísticas, o si investigamos con tanta precisión el origen de este nuevo orden social, sus luchas y sus destinos. Este enigma solo puede ser resuelto si entendemos la universal, objetiva y comprensible ley que gobierna el intercambio de mercancías por dinero. Todas las leyes a las que estamos sujetos en la vida económica hoy nos remiten a la primera, gran y universal ley, sin la cual todo lo demás permanece en la oscuridad. Es el enigma de los precios lo que fuerza a los modernos economistas a buscar una oculta, objetiva, ley económica.
Si todos los bienes son intercambiados por intermedio de uno y el mismo bien, a saber, el dinero; son así equiparados ellos mismos entre ellos. Más allá de todas sus diferencias, más allá de su inconmesurabilidad, un factor común debe por lo tanto existir que hace esta equiparación, esta conmensurabilidad de aparentemente inconmensurables unidades, posible. Y este factor común a todas las mercancías no puede ser otro que el hecho de que son todos productos del trabajo, productos del trabajo humano per se, gastado de cualquier forma. Como cristalizaciones de igual trabajo abstracto, las mercancías son valores. Tan pronto como el intercambio de mercancías ha desarrollado una economía dineraria, ellas expresan sus valores en una sola mercancía que, como resultado, ha recibido validez social general [Gültigkeit] en la circulación de mercancías -adquiere un carácter de dinero. En su esencia, entonces, los precios de las mercancías son las expresión dineraria de los valores. En la cantidad de dinero representado por el precio de una mercancía, le misma cantidad de fuerza de trabajo es contenida como en la mercancía misma. Si, no obstante, los precios pueden expresar el valor de una mercancía; y si el precio debe ser entendido, por su propia naturaleza, como la expresión del valor; de ahí de ninguna manera se debe concluir, como Marx explícitamente señaló, que en cada relación de precio el valor de una mercancía debe tener una expresión exacta. La economía no lidia con desviaciones circunstanciales e individuales, sino con [leyes] generales[10]. La causa y extensión de esas desviaciones debe ser deducidas de la ley del valor misma. Existan esas desviaciones o no, es necesario en todos los casos encontrar una ley general objetiva que regula los intercambios -valores y precios de las mercancías; y semejante ley debe ser encontrada en la naturaleza común de todas las mercancías, que es la de ser productos del promedio trabajo abstracto igual.
No podemos describir aquí, ni siquiera esbozar, cómo Marx continuó con maravillosa energía, luego de una larga interrupción, el análisis del valor comenzado por Smith y Ricardo, cuán lejos siguió la ley del valor en su regulación de la formación de precios y en las complicaciones de la realidad, qué fenómenos pueden ser considerados resueltos por los dos tomos de El Capital ya publicados y cuáles esperan aún su solución; hacerlo sería imposible dados los límites establecidos para este ensayo. Sin embargo, probablemente vale la pena clarificar una cuestión preliminar que recientemente con frecuencia confronta a la tendencia «deductiva» de economía política; a saber, la cuestión, la cuestión de si tal objetiva y operante encubierta ley del valor puede siquiera existir. La mayoría de los escritores económicos hacen las cosas extremadamente simples para ellos mismos. Explican los precios una vez por los costos de producción, luego por oferta y demanda, y después por los salarios, beneficios y rentas, etc., sin pensar que los que hay que explicar, en todos los casos, está siendo presupuesto[11]. En el nombre de la psicología, una oposición se ha recientemente alzado contra este estilo ecléctico sin principios, así como contra la investigación científica basada en el análisis de una ley objetiva del valor. Esta tendencia psicológica fue inaugurada por el inglés [William Stanley] Jevons, más allá de que tiene sus seguidores en diferentes países y su base principal son las universidades austriacas. Sus más conocidos voceros allí son Menger, Böhm-Bawerk y Wieser[12].
La argumentación de esa escuela es más o menos así: cada intercambio de mercancías está siempre condicionado por el consentimiento mutuo de dos partes contratantes. Pero la voluntad, como regla, está guiada solo por motivaciones psicológicas y, en la esfera económica, por motivaciones egoístas. La conclusión de cada acto de intercambio por lo tanto depende solo de si las partes contratantes, acorde con su estimación subjetiva del valor, consideran ese intercambio particular como beneficioso. Asumiendo que es el caso, el trato debe materializarse; en caso contrario no podrá llegar a ser. Los factores de los que todo depende en el intercambio son por lo tanto las estimaciones subjetivas del valor; si uno quiere saber cómo el valor de cambio de los bienes es determinado, es necesario encontrar el principio de la estimación subjetiva del valor a través del análisis psicológico. Desde este punto de vista, la existencia de una ley objetiva del valor, que directa o indirectamente determina los valores de cambio acorde con la cantidad de trabajo corporizado en los productos, y sin considerar tales factores subjetivos, parece desde el principio ser imposible. No es tal o cual resultado de la teoría objetiva del valor, sino más bien la teoría misma la que es puesta en cuestión. La psicología, la investigación de factores subjetivos, debería tomar su lugar. Tal es el significado fundamental de la nueva escuela.
Esto es evidente: el descubrimiento de una ley objetiva del valor, no importa como pueda ser formulada, no puede nunca ser previsto [por esta escuela], pues el individuo solo seguirá los impulsos del interés individual. La única cuestión es si, a través de la voluntad individual haciendo esto, a través de todas las voluntades individuales haciendo esto, una ley objetiva del valor aún puede (y en efecto debe) inconsciente e inintencionalmente surgir, una ley del valor como la concebida por los clásicos de la economía política, a cuyo dominio todos los actos individuales de intercambio están sujetos. Debemos ahora considerar las observaciones de los psicólogos del valor desde ese punto de vista. Una doble cuestión está en discusión aquí: primero, si su análisis toma en consideración los factores psicológicos que son realmente cruciales en la determinación de los valores de cambio; y entonces, si estos realmente operantes factores psicológicos excluyen la existencia de una ley objetiva del valor o si, por el contrario, permiten su existencia o incluso la presuponen como una necesaria consecuencia. El análisis será entonces de alguna manera tedioso, porque debemos comenzar con abstractas personas aisladas, como postula la estéril arbitrariedad de esta escuela de psicólogos, que creen que de esa manera pueden reconocer más claramente el principio general del valor -los juicios y la valoración de los bienes.
La condición psicológica de toda producción, y además de todo intercambio, es que los bienes en consideración deberían ser objeto de una estimación de valor. Pero su valor es estimado porque estos bienes son medios para la satisfacción de necesidades -siempre y cuando no estén como el aire, la luz , el agua, etc., disponibles en cantidades ilimitadas y nunca decrecientes. En general, la cuestión surge: ¿cómo es la medida [Maß] de nuestra estimación de valor determinada? Los mengerianos proclaman que es determinada no acorde con el abstracto sino concreto, o más bien subjetivo valor de uso que las cosas tienen para el individuo. El valor de uso abstracto depende de la satisfación de necesidades por un bien; tal como el pan satisface el hambre, la ropa satisface la necesidad de vestirse, el estuco satisface la vanidad, etc. Por lo tanto, la estimación de valor, basada en el abstracto valor de uso, nos llevaría a un valor de los bienes acorde con la importancia de la satisfacción de necesidades. Afirmaría, entonces, una cierta cantidad de pan más valioso que una equivalente cantidad de ropas o de estuco [13]. Está claro que de esta manera no se puede resolver el problema del valor de cambio, porque ese valor está obviamente determinado de una manera completamente independiente de la importancia abstracta de los bienes. ¿Qué sucede ahora con el concreto, o subjetivo, valor de uso? ¿Puede ser independiente del abstracto valor de uso, de la significación social de los bienes? Los mengerianos proclaman eso, y lo ejemplifican con su visión del sujeto aislado con una posesión de una existencia de bienes; en un sentido, el Adán económico. En este caso, la estimación subjetiva del valor es, de hecho, esencialmente independiente del valor de uso abstracto de bienes. Asumamos, por ejemplo, que el individuo aislado tiene mucho pan y relativamente poco vino. El pan es ciertamente un bien más necesario y más importante que el vino. Sin embargo, pese a esta diferencia en valor de uso abstracto, la pérdida de una cierta cantidad de pan se sentirá, bajo ciertas circunstancias, probablemente menos doloroso por el individuo aislado que si perdiera la correspondiente cantidad de vino; él le dará un valor mayor al vino que al pan. La estimación subjetiva del valor de los bienes por lo tanto depende no de la cualidad de esos bienes, ni en la satisfacción de necesidades que proveen, sino en la cantidad de un específico tipo de bienes disponibles para las necesidades del sujeto, porque de esa cantidad depende cuánto de un cierto tipo de necesidad del sujeto será satisfecho.
Así hemos llegado a la muy alardeada teoría de la de la utilidad marginal. La utilidad marginal es la última, más débil, relativamente más innecesaria satisfacción de necesidades que puede esperar de una cantidad dada de bienes. El valor que le asigno a los bienes de un cierto tipo debería basarse en la utilidad marginal así definida. La utilidad marginal parece ser para la escuela psicológica el general y único principio de la estimación del valor, de la cual el valor de cambio y el precio se derivan.
Explicaremos la estimación del valor, basada en la utilidad marginal, por medio de un breve ejemplo basado libremente en uno similar de Böhm-Bawerk. Nuestro individuo aislado tiene, según asumimos, mucho pan disponible, digamos, 5 libras por día, de las cuales consume él mismo 2½, y otro 2½ las usa para alimentar animales que tiene por placer. Si pierde media libra por día, la pérdida será poco sentida, porque la consecuente disminución de la satisfacción de necesidades será de menor importancia; sin embargo de alguna manera la alimentación de los animales será limitada. La pérdida de media libra más será sentida más duramente, dado que ahora los animales tienen que sufrir hambre, y ciertamente su manutención será puesta en cuestión. Por lo tanto, la estimación de valor de media libra de pan, que era baja cuando el individuo disponía de 5 libras, será mayor si dispone de solo 4 y media libras, porque su utilidad marginal -a saber, la última, relativamente más innecesaria satisfacción de necesidades que se espera de media libra de pan- ha cambiado. Se ha vuelto más importante, su utilidad marginal se ha incrementado, y ese cambio en la cantidad de utilidad marginal se expresa en una nueva estimación de valor. Mientras más decrezca la cantidad de pan, más importante es la relativamente más innecesaria satisfacción de necesidades, la utilidad marginal, que ha de esperar el sujeto de media libra. Si él solo posee las 2 libras y media de pan requeridas para su propio consumo, la pérdida de media libra significará que su necesidad habitual de comida no será satisfecha; la pérdida de media libra más significa que su apetito no será satisfecho; y la pérdida de otra media libra significará hambre.
Podemos ver que la utilidad marginal de los bienes a disposición del individuo para su consumo varía según su cantidad. La cantidad de bienes se compara con la cantidad de necesidades; las últimas, las menos importantes en el rango de necesidades [Bedür- fnißstaffel] regulan la utilidad marginal que los bienes de este tipo tienen para el individuo, y así será la estimación individual de valor de dichos bienes en general.
Es obvio que, bajo ciertas circunstancias, la estimación de valor está efectivamente regulada de esta manera, solo por las existencias de bienes -por ejemplo, cuando estudiantes mutuamente se intercambian estampillas y otros tesoros o, para tomar un ejemplo muy popular en la escuela mengeriana, en un viaje en el desierto, donde no se puede esperar ningún reemplazo para las provisiones existentes. Pero la cuestión es si -eligiendo circunstancias de una manera menos arbitraria y menos caprichosa y más acorde con la realidad económica- la utilidad marginal puede seguir siendo el único principio que define las estimaciones individuales de valor.
Ahora bien, el hombre aislado, considerado como el núcleo económico, es inconcebible sin una economía aislada. En el Jahrbücher für Nationalökonomie und Statistik (1890) de Conrad, el profesor [Heinrich] Dietzel ya ha contundentemente demostrado a los mengerianos que este hecho no poco importante pone su entero análisis en crisis[14]. Si los individuos fueran solo consumidores, y los bienes cayeran sobre ellos del cielo, entonces en efecto todo el mundo valolaría su propiedad acorde solo con la teoría de la utilidad marginal. Pero si ellos son también ellos mismos productores de sus bienes, y si efectivamente pueden reemplazarlos con su trabajo, no tienen absolutamente ninguna razón para valorar sus productos solo acorde con los rangos de necesidades cubiertas por esos productos. La estimación de valor podrá depender también de la mayor o menor dificultad con que esos bienes pueden ser reemplazados. Más aún, en una economía aislada solo pueden ser reemplazados de una manera: por el trabajo de los sujetos económicos mismos. La mayor o menor dificultad para reemplazar esos bienes se manifiesta ella misma en la mayor o menor cantidad de trabajo que ese individuo tuviera que gastar en la reproducción de esos bienes. Ya en la economía aislada, por lo tanto, la estimación de bienes puede ser totalmente independiente de las existencias de bienes disponibles y la utilidad marginal de las cosas determinada por ellas: pueden ser valuadas acorde con la cantidad de trabajo que su reemplazo cuesta. Mientras más regulado y mejor organizado el funcionamiento de la economía, mientras más cautelosa la provisión de acumulación de existencias de bienes se vuelve, más este segundo principio de estimación de valor supera al primer principio de la utilidad marginal.
Lo que la escuela mengeriana quiere probar con su análisis psicológico -es decir, que la estimación subjetiva del valor de los bienes solo puede ser determinada por su utilidad marginal- es contradicho por precisamente por el análisis de la escuela psicológica para la economía aislada, si uno no olvida la economía en el análisis económico y en el análisis de los bienes, por lo tanto, su reproducibilidad. La objeción de que la estimación de valor, acorde con los costos de reproducción, no representa un nuevo estándar de aplicación sino otra aplicación del principio de la utilidad marginal está del mismo modo injustificada, porque del último rango de necesidades satisfechas por una existencia de bienes -es decir, de su utilidad marginal- absolutamente nada se puede inferir sobre la cantidad de trabajo requerida para la reproducción de uno de esos bienes. La valuación desde el primer punto de vista puede por lo tanto entrar en conflicto con la valuación del segundo punto de vista[15].
Vemos así que, incluso en una economía aislada, los juicios sobre el valor económico estarán así dominados por un factor objetivo -la cantidad de trabajo necesario para reemplazar los bienes. Solo la maravillosa unilateralidad de los psicologistas del valor podría negar eso. La cuestión ahora es más bien -si sustituimos nuestros sujetos económicos aislados por gente asociada por el intercambio (más aún, por la compra y la venta), en resumen, por una sociedad productora de mercancías- tal factor objetivo no es igualmente posible, o incluso necesario, como el principio regulador de los juicios de valor, y por lo tanto del intercambio de bienes, pese toda la psicología de la utilidad marginal. Este largo desvío por la economía aislada de los teóricos de la utilidad marginal, era necesario para explicar sus puntos de vista. Ésto se vuelve significativo cuanto los teóricos de la utilidad marginal pasan de los sujetos económicos aislados a la economía de sujetos que intercambian, de la fantasía a la realidad, y proclaman entender ésta última.
La producción de mercancías, con libre competencia, se ha desarrollado completamente en su forma capitalista, cuya existencia se basa en las antagónicas y opuestas clases de los capitalistas industriales, los terratenientes y los trabajadores asalariados. La producción y circulación de mercancías en última instancia tiene lugar a través de esas clases. La economía política tiene que probar como la ley del valor -es decir, la objetiva determinación del valor de las mercancías por la cantidad de trabajo abstracto socialmente necesario para la producción de dichas mercancías- llega a ser en este mundo históricamente dado. La escuela psicológica, que niega la posibilidad de una ley objetiva regulando los precios, no toma en consideración una sociedad de producción de mercancías en su forma históricamente desarrollada, sino en una forma completamente general. La escuela psicológica se reduce al argumento de que las partes que intercambian (compradores y vendedores) no quieren realizar ninguna ley objetiva del valor sino que solo buscan su propio beneficio individual en la transacción individual, y que el tiempo necesario para la producción de mercancías, ya que no es la razón que determina el valor de intercambio en la consciencia de los sujetos intercambiantes, por lo tanto no puede ser el factor determinante en el valor de cambio. Esta objeción, que solo tiene en mente los más generales rasgos del intercambio de mercancías, será refutada más claramente si no tomamos en consideración todas las complicaciones que devienen del histórico carácter de clase de de una sociedad de producción de mercancías y si tenemos en cuenta solo su forma más general y menos desarrollada; a saber, si asumimos que los productores de mercancías reales intercambian sus productos entre ellos de manera directa, sin la intervención de capitalistas o terratenientes. Si podemos demostrar que el trabajo es el factor determinante del valor de cambio -aún si las partes de la transacción, que buscan su propio beneficio, no son conscientes de ello- entonces el argumento psicológico -que quiere inferir la imposibilidad de una ley objetiva del valor de la falta de consciencia [de los sujetos que intercambian] sobre ella- será en general refutado -esto es, también en cuanto a la producción mercantil capitalista. Por supuesto, la manera en que dicha ley del valor se realiza en la producción mercantil capitalista no puede ser la misma que en el orden social simple asumido por nosotros. Pero si esa forma es desarrollada por la ciencia económica en todos sus detalles, también se verá como el resultado necesario de la competencia de las voluntades individuales, como la forma en que una ley objetiva del valor se realiza en la producción mercantil simple, como un resultado psicológico necesario.
En tal sociedad de productores independientes de mercancías, todo el mundo lleva el producto total del trabajo al mercado y busca intercambiarlo por los bienes que necesita. A todos les preocupa solo su propio beneficio. Todos, por lo tanto, en el intercambio de sus propios productos por los de otros, siempre buscarán intercambiar la menor cantidad posible de sus propios productos por la mayor cantidad posible de los de los de alguien más. Está compelido a hacer eso por el empeño en obtener la mayor satisfacción posible de sus necesidades.
Pero sus productos, como los de todos los demás, encarnan la cantidad de trabajo usado en su producción. Cada parte alícuota de un producto representa la correspondiente fracción de la cantidad de trabajo cristalizada en el producto entero. El esfuerzo por intercambiar la menor cantidad posible del producto propio por la mayor cantidad del producto de alguien más por lo tanto implica, incluso si las partes intercambiantes individuales no son conscientes de ello, buscar quedarse con la mayor cantidad posible de trabajo ajeno a cambio de la menor posible del propio. Lo ventajoso de un intercambio se mide, en un sentido, por cuán exitoso es ese empeño. Esto es claro desde el comienzo: la competencia entre productores, pertenecientes a una sola y misma industria, hace certero que el valor de cambio de sus productos será uniforme [einheitlich: estandarizado]. A no puede vender más caro que su compeditor B, y B no puede vender más caro que A. Si la competencia garantiza esta uniformidad de valores de cambio al interior de una industria, un límite es puesto a las aspiraciones de los competidores de incrementar todo lo posible el valor de cambio de sus propias mercancías vis-à-vis las de todos los demás, un límite que es independiente de su voluntad individual. Mientras tanto, sin embargo, la ley que regula este límite, la norma que gobierna este valor de cambio uniforme, está, por supuesto, no solo determinada por el hecho de que sabemos que este valor debe ser uniforme.
Tal norma existe, sin embargo, y se presenta como un resultado necesario de la psicología de la competencia de todos los individuos para su mayor posible ventaja. La competencia, que hace imposible para los miembros de una industria vender sus propias mercancías más rentablemente que sus competidores -esta misma competencia también hace imposible, al menos a largo plazo, para los productores de una industria intercambiar sus productos más ventajosamente que los productores de otra industria. Intercambiarían más rentablemente si el producto de su trabajo tuviera un valor de cambio más alto que los productos manufacturados con la misma cantidad de trabajo en otras industrias. En ese caso, sin embargo, la industria privilegiada experimentaría un influjo de nuevos productores hasta que la presión de la creciente oferta de este tipo de mercancías llevaría de nuevo a la pérdida de su ventaja específica. La competencia por lo tanto asegura que, en el largo plazo, los productos de una industria no se pueden intercambiar en el mercado más rentablemente que el resto -esto es, se asegura de que productos que contienen la misma cantidad de trabajo, no importa en qué industria haya sido utilizado, tengan el mismo valor de cambio. El hecho de que una mercancía sea el medio común de intercambio (es decir, que posea el carácter de dinero) no puede por supuesto alterar esta tendencia a la ecualización. Por lo tanto podemos ver que, aún si la realización de esta ley objetiva del valor no es conscientemente deseada por las partes contratantes, está de todas formas garantizada en una sociedad de productores independientes de mercancías por el libre juego de sus intereses económicos cuyo único objetivo es su propio beneficio. El análisis decisivo de los factores psicológicos en una sociedad de producción de mercancías, lejos de hacer imposible la aparición de una ley objetiva del valor, de hecho directamente demuestra su necesidad, asumiendo la existencia de la producción simple de mercancías.
Así, la conclusión fundamental que los representantes de esta escuela querían deducir de la determinación psicológica del acto del intercambio es refutada; a saber, que el concepto de una ley objetiva del valor, regulando todos los actos de intercambio, es contradictoria y absurda en sí misma. La cuestión preliminar formulada por nosotros más arriba, por medios que ellos esperaban que dejaran sin base cualquier ley objetiva del valor, está finalmente resuelta. Pero si la existencia de una ley objetiva del valor acaba de ser probada como necesaria en la producción simple de mercancías, precisamente sobre la base de las motivaciones psicológicas de las voluntades individuales: ¿cómo podría la lucha de estas psicológicamente determinadas voluntades individuales, en la producción mercantil capitalista desarrollada, hacer imposible la realización de tal ley (aunque en una forma diferente)?
[1] Jevons 1871, p. 255. En Economía Política en Retrospectiva, Mark Blaug escribió: «Si vamos a describir el último cuarto del siglo XIX como un período en el que los economistas desarrollaron un nuevo ‘paradigma’, la única definición defendible de dicho aradigma es la proposición es la proposición de que los precios y la asignación de recursos con cantidades dadas de los factores de producción es el problema económico…’ (Blaug 1985, p. 306).
[2]Según Samuel Bostaph, Menger «buscaba los ‘más simples’ elementos de todo lo real; y luego, en la búsqueda de las leyes económicas, buscaba aislarlos y usar «los elementos más simples» así obtenidos para deducir ‘como los más complicados fenómenos se desarrollan de lo más simple, en parte incluso elementos no empíricos del mundo real’. Él creía que… las conexiones generales entre los fenómenos económicos podrían ser descubiertos en un sentido ‘exacto’ como leyes ‘exactas’. Una ley exacta o causal era un afirmación absoluta de necesidad para la cual.. las excepciones eran inconcebibles debido a las ‘leyes del pensamiento'». (Bostaph 1994, 463).
[3] Menger diferenciaba entre mercancías para el consumo (bienes de orden inferior) y aquellos usados para la producción (bienes de orden superior), proclamando que ‘el valor de los bienes de orden superior es siempre y sin excepción determinado por la perspectiva del valor de los bienes de orden inferior a cuya producción sirven. (Menger 2007, 150).
[4] Menger 2007, p. 152.
[5] Engels to Conrad Schmidt, 12 September 1892, in mecw, Vol. 49, p. 526.
[6] Engels to Conrad Schmidt, 12 September 1892, in mecw, Vol. 49, p. 526.
[7] En términos de la Escuela Austríaca, en 1886 Eugen Böhm-Bawerk aplicó el concepto de producto marginal en términos subjetivos que amplificaban pero continuaban siendo consistentes con la concepción original de Menger: el valor de cualquier medio de producción está determinado por la mercancía menos valiosa (o marginal) para cuya producción hayan sido económicamente empleado, que a su turno depende del juicio de los consumidores sobre la utilidad marginal (Böhm-Bawerk 2005, pp. 161– 7).
[8] Rubin 1990, p. 211.
[9] Rubin 1990, 213.
[10] Sobre todo, la cuestión en consideración aquí es cómo, sobre la base de la ley del valor, la existencia de la renta de la tierra es posible. De la misma manera, el hecho de que capitales de igual tamaño, no importa cuán poco o mucho trabajo vivo emplean, reciben en promedio la misma ganancia, lo que indica que los precios de las mercancías no coinciden absolutamente con las cantidades de trabajo expresadas en ellas. Según Engels en la Introducción al Volumen II de El Capital, la solución a este problema está disponible en los manuscritos de Marx y aparecerá en su tercer volumen, que también da la posición de Marx sobre la renta de la tierra. Entre las muchas «refutaciones» de la teoría de Marx, este asunto se ha vuelto insistente recientemente. Afirman -por supuesto, sin la más mínima evidencia- de que hay aquí una contradicción insalvable en la ley del valor, ¡que debe llevar a su derrumbe!.
[11] Los costos de producción son los desembolsos en equipamiento de capital y trabajadores necesarios para la producción de una cierta cantidad de bienes. El precio de los medios de producción y del trabajo deben por lo tanto ser asumidos como existentes. La relación entre oferta y demanda puede ser, y recurrentemente es, la misma con los más caras y más baratas mercancías, y sin embargo la enorme diferencia de precios continúa existiendo. Lo que puede ser explicado con la relación entre oferta y demanda no son los precios sino sus variaciones
[12] [Carl Menger (1840–1921), Eugen von Böhm-Bawerk (1851–1914) y Friedrich von Wieser (1851–1926). Cf. Horwitz 2003].
[13] ¿Qué es en realidad una ‘cantidad equivalente’? ¿Significa eso igual peso o igual número de unidades o qué? Un mismo estándar para medir las cantidades de bienes cualitativamente diferentes no existe.
[14] [Dietzel 1890]. En el número de marzo de este año del Jahrbücher, el señor Böhm-Bawerk publicó una respuesta al ensayo de Dietzel, en la que explota de un modo inteligente todos los puntos débiles de sus oponentes [Böhm-Bawerk 1892]. Dietzel de hecho argumenta contra la doctrina de la utilidad marginal desde el punto de vista que deriva el valor de los costos de producción. Böhm-Bawerk hace así un juego fácil las contradicciones internas de sus oponentes (ver nota 2). Los teóricos de la utilidad marginal no niegan que en una sociedad productora de mercancías su valor mantiene una proporción necesaria con sus costos. Pero, de acuerdo a su doctrina, la cantidad de los costos mismos, el valor gastado en la forma de medios de producción y de trabajo, es determinado por el valor final de los productos y, por lo tanto, de su utilidad, especialmente su utilidad marginal. Por más inadecuada que esta determinación del valor es, es de todas formas mejor que la doctrina que se estanca en un argumento circular, deduciendo el valor del valor, y el precio de los productos por el precio del trabajo (y además, probablemente sin pensarlo, de los mismos medios de producción). Esta insuficiencia de la teoría de los costos [de producción] no significa, no obstante, que el contraargumento de Dietzel sea incorrecto en lo que respecta a la economía aislada de los teóricos de la utilidad marginal. Böhm-Bawerk no puede argumentar nada contra el hecho de que el valor relativo de bienes reproducibles (y estos son por lejos el más importante tipo de bienes, argumenta Dietzel) son estimados por el sujeto económico acorde con el gasto necesario en fuerza de trabajo para su reproducción.
[15] [De hecho, la teoría marginalista desarrollada explica la oferta de trabajo asalariado en los términos de un individuo sopesando la creciente desutilidad del esfuerzo laboral y la ganancia esperada en utilidad del ingreso incrementado. El punto es que este juicio sigue siendo uno puramente subjetivo para cada individuo. En la discusión que sigue, Schmidt refuta este punto de vista haciendo referencia a los productores de mercancías auto-empleados en vez de los asalariados, en cuyo caso el intercambio del trabajo cosificado de uno por otro aparece de un modo más transparente].