A 24 horas de la elección, no había definición del presidente, aunque todo parecía encaminarse a una victoria de Biden mucho más ajustada que la pronosticada por las encuestas. Sin embargo, con las cifras de casi todos los estados en la mano, es posible comenzar una lectura de los resultados que, con todo lo importante que es en estos momentos, vaya más allá de la aritmética electoral.
En el contexto de tremenda polarización –claramente exacerbada por las acciones y declaraciones provocadoras e irresponsables de Trump en los días previos, sobre todo respecto de no aceptar un resultado adverso–, y en el año de la rebelión de los jóvenes, afroestadounidenses y mujeres en EEUU, la elección mostró que las profundas divisiones que afectan al conjunto del cuerpo social yanqui son cada vez más profundas. De hecho, hasta cierto punto puede hablarse de una verdadera fractura social –y también fragmentación– que atraviesa diversas líneas de falla: sociales, políticas e ideológicas, por supuesto, pero también etarias, de género, étnicas, culturales, laborales y geográficas.
Tan brutal es esta sensación de una nación dividida –un síntoma significativo fue el vallado de miles de comercios en decenas de ciudades para protegerlos de los disturbios que podía generar la elección– que el candidato “casi ganador” Joe Biden, en su primera y esperada aparición pública desde el cierre de los comicios, dedicó menos tiempo a preparar el terreno para el anuncio de su triunfo electoral que a convocar a la “unidad de los estadounidenses”. Su primer mensaje político fue en el sentido de intentar reducir la aparentemente insalvable distancia que separa al electorado demócrata de la base social de Trump. Sucede que, a diferencia de los republicanos tradicionales (tanto los dirigentes como los votantes), el “trumpismo” como fenómeno social y Trump como figura no tienen ningún remilgo en sacrificar las formas y prácticas de las instituciones del régimen y socavar su legitimidad en el altar de una práctica política que tiene casi más de “cultural” que de propiamente ideológica.[1]
Parte de eso fue la prédica ya señalada –¡y aún no descartada, al cierre de esta edición!– de apelar a todas los instrumentos legales, semilegales o de dudosa legalidad para desconocer una derrota que asoma como inevitable. En esa tónica hemos visto desde la absurda autoproclamación de Trump de su “victoria” hasta la no menos disparatada retahíla de recursos administrativos y judiciales para intentar frenar la marcha del escrutinio. Lo cual no hizo –no hace– más que generar zozobra en los círculos del establishment y le sirvió en bandeja de plata a Biden la posibilidad de quedar como un líder responsable y democrático esgrimiendo el simple argumento de “mejor, terminemos de contar los votos”.
De más está decir que una parte de este escenario de incertidumbre –la peor pesadilla para la clase capitalista yanqui, a la que la identidad del ganador le resultaba casi secundaria comparada con el peligro de crisis institucional– se debe también al decididamente indefendible, antidemocrático y anacrónico sistema electoral, cuyas infinitas taras quedaron a la vista de todo el planeta. Desde la elección indirecta del presidente –despreciando la mayoría establecida por el voto popular [2]– hasta la inevitable decantación de una elección de 150 millones de votantes en el resultado de un solo estado y hasta de un solo condado, todo es un despropósito injustificable salvo por las más conservadoras razones de tradición.
La expresión geográfica de la división social: las urbes vs los pueblos rurales
Desde el punto de vista de cómo se plasma la división del electorado yanqui –que es a su vez una manifestación de grietas nada electorales sino sociales–, es particularmente asombrosa la compartimentación o “ghettización” de sectores sociales y sus conductas políticas. A diferencia de lo que ocurre en casi cualquier país de cierto nivel de desarrollo, y ni hablemos en la primera potencia capitalista del planeta, hay cada vez menos convivencia de diferencias sociales y políticas, con grupos sociales que se asemejan cada vez más a tribus con creciente grado de homogeneidad. Así, es raro encontrar distritos donde los republicanos, o los demócratas, ganen por diferencias estrechas: se está convirtiendo en norma que una región o distrito pase a ser un bolsón “rojo” (republicano) o “azul” (demócrata), en general siguiendo el simple patrón de ser una zona rural o de pueblos pequeños o ciudades de cierta importancia, respectivamente.
Al respecto, tomaremos como muestra representativa de este fenómeno no uno sino cuatro estados. Y no los escogemos de entre aquellos “monocolores” o de clara hegemonía demócrata o republicana, sino que, por el contrario, están entre la minoría x de estados llamados “basculantes” (unos diez, que además son históricamente casi los mismos), que son los que deciden la elección.
Pues bien, lo que llama la atención incluso en ese tipo de estados es la pavorosa división política y social, que se manifiesta de manera geográfica en las unidades político-administrativas de cada estado, los condados (counties). Los 50 estados de EEUU están a su vez subdivididos en más de 3.000 condados, cuya superficie es despareja y su población, mucho más: van desde 10 millones de habitantes (Los Ángeles) a uno o dos centenares (muchísimos distritos rurales). La distancia política ente el voto urbano, sobre todo de las grandes ciudades, y la del voto rural o de pequeños pueblos siempre fue notoria, pero con cada elección se vuelve más aplastante. Veamos los resultados considerando la cantidad de condados que ganó cada candidato y quién se impuso en cada estado (el signo + indica la ventaja en puntos porcentuales en el total del estado).
Condados Biden Trump Ganador
Minnesota 87 13 74 Biden +7
Nevada 17 2 15 Biden +2
Ohio 88 7 81 Trump + 8
Pensilvania 67 9 58 Trump +8
Total 259 31 228
Pasemos en limpio este detalle estado por estado. En Minnesota, Trump ganó en 74 de los 87 condados por un margen de 25-30 puntos en promedio, mientras que Biden obtuvo el 70% de los votos en los dos condados del principal conglomerado urbano del estado, Saint Paul-Minneapolis, el 55% en otros dos suburbanos, y ganó en sólo 9 condados rurales. Con eso le alcanzó para llevarse la victoria.
En Nevada, Biden ganó apenas dos de los 17 condados, donde están las ciudades importantes, Las Vegas y Reno (y por no mucho margen, ocho a diez puntos). Pese a que en los otros 15 condados Trump obtuvo en promedio el 75-80% de los votos, la ventaja en las urbes le permitió al demócrata las mejores chances de quedarse con los electores de ese estado.
De los 88 condados de Ohio, Biden ganó nada más que en 7, pero éstos incluyen las seis ciudades grandes del estado (Cleveland, Cincinnati, Columbus, Toledo, Daytona y Akron). Trump ganó en los otros 81, con márgenes inmensos de 50-60 puntos; aun así, derrotó a Biden por sólo 8 puntos.
Pensilvania: Biden se impuso en apenas 9 de los 67 condados: los cuatro de Filadelfia, la ciudad más poblada, y sus alrededores (con picos del 78% de los votos), y los correspondientes a las otras cuatro ciudades importantes del estado: Pittsburg, Harrisburg, Allentown y Scranton. Trump ganó en los otros 58 condados promediando el 70-80% de los votos, llevándose la victoria también por 8 puntos.
Este patrón voto urbano demócrata vs voto rural (y en general blanco y no joven) republicano no es en absoluto una anomalía de estos estados –que además, como señalamos, son de los más parejos de todos y los últimos en definirse–, sino que se replica corregido y aumentado en todo el país. Veamos los resultados de esta elección en una veintena de ciudades, las más pobladas e influyentes de EEUU, en porcentaje de votos ordenada por diferencia a favor del candidato demócrata:
Ciudad Biden Trump
Washington 93 5
San Francisco 86 12
Nueva Orleans 83 15
Boston 82 17
Portland 80 18
Filadelfia 78 22
Seattle 77 21
San José 76 23
Nueva York 75 22
Los Ángeles 72 22
Chicago 72 26
Atlanta 72 27
Sr. Paul-Minneapolis 71 27
Milwaukee 69 29
Detroit 67 32
Dallas 65 33
San Diego 62 36
San Antonio 58 40
Miami 58 41
Houston 56 43
Phoenix 52 46
El examen es concluyente: Trump no logró imponerse ni en una sola de las ciudades más importantes, y en tres cuartas partes de ellas fue derrotado por un mínimo de 25 puntos y un promedio de no menos de 40-50 puntos. No alargamos la lista por razones de espacio, pero podemos asegurar que si en vez de unas 20 considerábamos las primeras 50 urbes de EEUU, el resultado sería esencialmente el mismo. Los cambios en las “placas tectónicas demográficas” a que hacíamos referencia en un texto anterior –población más joven, con mayor nivel educativo, más diversa étnicamente (esto es, menos blanca y más inmigrante) y más asimilada a la cultura urbana, entre otros rasgos– conspiran inevitablemente para que la estrategia electoral de Trump y de los republicanos muchas veces quede reducida a las maniobras para restringir la participación de los votantes.
El Partido Republicano, a contramano de la época
Precisamente, el manotazo de ahogado de Trump de intentar parar el conteo de votos y de recurrir a la Corte Suprema –de dudoso éxito– refleja su impotencia ante cambios en la sociedad, y en el electorado, que son estructuralmente hostiles al Partido Republicano. Esa fuerza burguesa por ahora es incapaz (y mucho más con Trump) de conseguir una interpelación mayor a esos nuevos sectores, lo que la ancla a un electorado blanco, envejecido y pueblerino, que responde con lealtad ante las “amenazas” que agita el relato derechista, pero tiene el paso del tiempo como enemigo inexorable. Y, lo que es más preocupante a mediano plazo para el régimen burgués yanqui, esta lógica deja por el camino las herramientas necesarias para renovar una legitimidad que se acerca a su fecha de vencimiento y ahonda la polarización de la sociedad en todos los órdenes. Lo cual es todavía más grave en el marco de una pandemia global y de un crecimiento económico insuficiente para revalidar el imaginario de un “sueño americano” cada vez más lejos de cada vez más estadounidenses.
Como demuestra la lista de ciudades precedente, esta realidad excede la clasificación simplista de estados “rojos” y “azules” agrupados por región geográfica, y abreva en otros clivajes: sociales, etarios, étnicos y también de urbanización. Lo que no significa que el antiguo patrón haya desaparecido, claro está. Por el contrario, se mantiene la tradición de primacía demócrata en las costas oceánicas (triunfó en los 14 estados del Atlántico Norte y el Pacífico), el predominio republicano en el “cinturón bíblico” (victoria de Trump en los 9 estados del Medio Oeste y en 11 de los 12 estados del Sur) y la disputa en el “cinturón del óxido” y la zona de los Grandes Lagos (esos siete estados suele repartirse 4 y 3, como este año).
La novedad –en realidad, consolidación de un cambio demográfico más estructural– es que de los ocho estados de las Rocallosas, antes con clara hegemonía republicana, los demócratas se quedaron ahora con la mitad. Algo que obedece, en buena medida, al avance relativo de la población joven, inmigrante, latina (sobre todo) y afroamericana, concentrada en las ciudades con mejor oferta laboral y educativa, respecto de los blancos de bajo nivel educativo y dispersos en los pequeños pueblos y zonas rurales.
Un ejemplo de esto es el triunfo de Biden en Arizona, crucial para ganar la elección general. Recordemos que, salvo Bill Clinton en 1996, la última vez que los republicanos habían perdido Arizona había sido ante Harry Truman en 1948. ¿Cuál fue la clave del triunfo de Biden en 2020, por unos 90.000 votos? Dos condados; uno es Pima County, limítrofe con México y donde está la ciudad de Tucson. El otro es Maricopa County, que incluye Phoenix, la quinta ciudad de EEUU por población; en esos dos distritos Biden le sacó a Trump 200.000 votos de ventaja. El dato relevante aquí es la historia reciente de Maricopa, que tuvo como sheriff entre 1992 y 2016 al fascistoide Joe Arpaio, tristemente célebre por sus redadas siniestras para “cazar inmigrantes ilegales”. Así, Maricopa County, que durante un cuarto de siglo sostuvo a ese pichón de nazi –se autodenominaba “el sheriff más implacable de EEUU” y fue ídolo de todos los racistas y supremacistas blancos del país– ahora, gracias sin duda al creciente peso del voto latino y joven, le dio el triunfo a Biden en el condado, en el estado y quizá en toda la nación. Es un verdadero símbolo de la parábola social, demográfica, política y electoral que, en el año de la rebelión contra el racismo en EEUU, parece ponerle fin, con toda justicia, a la era Trump.
Notas
- En efecto, no tiene mucho sentido buscar, ni menos exigir, gran consistencia doctrinaria en Trump y sus seguidores. Lo suyo no son las sutilezas ideológicas ni los sólidos principios –aunque fueran de derecha–, sino un pragmatismo totalmente desentendido de cuanto atente contra la construcción de la propia figura de líder carismático. Que apele cada vez con mayor frecuencia, y de manera cada vez más extrema, a los motivos ultra reaccionarios de la derecha marginal no modifica esta realidad. El liderazgo de Trump, y el tipo de adhesión que suscita en su base social y política, se asientan mucho menos sobre un cuerpo de ideas establecido que sobre “motivos culturales” que, pese a su vaguedad, generan una fuerte corriente de identificación que excede lo político.
- Los demócratas volvieron a ganar el voto popular por un margen superior a la respetable cifra de tres millones de votos, tal como ocurrió en 2016 (probablemente el margen de Biden termine siendo mayor). De hecho, con la excepción de George W. Bush en 2004, la última vez que el Partido Republicano ganó el voto popular fue en 1988.