Más que un hecho histórico, el 17 de octubre representó para varias generaciones –y aún representa, si bien cada vez en menor medida– un verdadero hito fundacional, una leyenda, una épica nacional. El 17 de octubre de 1945 parte la historia argentina en dos, y durante décadas partió en dos también a la sociedad argentina alrededor del movimiento político al que da origen: el peronismo.
Por eso, sería inútil y tedioso transcribir aquí los juicios de historiadores y políticos peronistas (o los de los antiperonistas gorilas, para el caso). Para los primeros, el 17 de octubre no es parte de un proceso a ser analizado sino un mito a ser reverenciado que no admite discusión ni crítica. Para los segundos, se trata de manifestar el más profundo horror a la intervención directa de las masas en la política, cualquiera fuere ésta.
Contra la apología y contra el odio de clase, ambos igualmente ciegos a todo intento de aproximarse a la verdad histórica, no hay mejor antídoto que el método, el análisis y la política marxistas. Nos apoyaremos aquí sobre todo en los trabajos de dos historiadores e intelectuales de formación marxista: Milcíades Peña y Alejandro Horowitz.[1]
De la Década Infame al golpe del 4 de junio de 1943
Desde el golpe de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el régimen político se había caracterizado por elecciones fraudulentas y una corrupción galopante, que le valieron el bien ganado mote de Década Infame. Pero la nota más saliente era que como resultado de la crisis mundial iniciada en 1929, que amenazaba el lugar de las exportaciones argentinas en el mercado mundial y por ende la renta de la burguesía terrateniente, ésta había decidido echarse en brazos de Inglaterra. El pacto Roca-Runciman de 1933 convertía virtualmente a la Argentina en miembro económico informal del imperio británico. Esto generó profundos roces con la nueva metrópoli imperialista que estaba desplazando a Inglaterra en todo el mundo, y en particular en América Latina: Estados Unidos. Ambas potencias disputarían de manera sorda alrededor de cuál de ellas tendría el favor de Argentina, y esa disputa repercutiría en todas las clases sociales.
El desarrollo de la Segunda Guerra Mundial agudizaría ese conflicto. A pesar de ser aliados, Inglaterra y EEUU no tenían los mismos intereses ni objetivos en relación con Argentina, y esto se manifestaba en que EEUU pretendía que Argentina declarase la guerra a Alemania y Japón, mientras que Inglaterra prefería que Argentina mantuviese una neutralidad amistosa. En 1942 EEUU motoriza el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (el mismo que ignoró en la guerra de Malvinas), por el cual los yanquis se aseguraban la hegemonía militar y política en el hemisferio. “Los grupos representativos del capital británico comprenden que la ruptura con el Eje colocará a la Argentina íntegramente en el bloque panamericano y bajo el dominio económico de EEUU, rival comercial de Gran Bretaña en la Argentina”.[2]
La burguesía industrial y la terrateniente –entre las cuales no existía conflicto esencial, contra la fábula de los historiadores peronistas de la burguesía nacional “antioligárquica”– se dividen hasta cierto punto a partir de 1940. Los industriales entienden que necesitan los insumos yanquis para desarrollar su sector, y que la vieja y tradicional metrópoli, Inglaterra, está agotada y su tiempo ha pasado. Federico Pinedo, cuyo Plan de 1940 inicialmente promovía el ingreso de capital fundamentalmente europeo, no yanqui, admite que “si la Argentina (…) aspira a conservar su organización social y preservarse de sacudimientos violentísimos, necesita imperiosamente conservar sus relaciones con EEUU. El que diga lo contrario no sabe lo que es la economía argentina, ni la producción, ni la industria, ni cuáles son las fuentes de aprovisionamiento, ni cuáles son los mercados posible”.[3]
Los “sacudimientos violentísimos” a que se refiere Pinedo se relacionan con los cambios en la estructura social argentina. En particular, el crecimiento numérico de la clase obrera de la mano del desarrollo fabril y de la incipiente crisis en el campo que desplazaba cientos de miles de pobres rurales a las ciudades. Una nueva clase obrera estaba naciendo, nacida de la inmigración interior y virtualmente sin experiencia sindical ni política, a diferencia de la clase obrera desde principios de siglo, originada en la inmigración exterior y que traía consigo un bagaje de organización y de tradiciones políticas. Por otra parte, la política abiertamente burocrática, legalista y proyanqui del PS y el PC contribuyeron a enajenarles el favor de los nuevos trabajadores, presa fácil de la explotación. Las propias estadísticas oficiales admitían que “la situación del obrero en la Argentina ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se realizan grandes ganancias, la mayoría de la población se ve forzada a reducir sus estándares de vida (…) La mayoría de los empleadores se niega a conceder aumentos de salarios”.[4]
El gobierno de Ramón Castillo (que sucedió al presidente Ortiz, electo en 1938, por enfermedad de éste) no se atrevió a cambiar el statu quo proinglés y mantuvo la neutralidad. Pero las elecciones de 1943 tenían un candidato y ganador “cantados”: el salteño Robustiano Patrón Costas, “miembro destacado de la oligarquía industrial y terrateniente del Norte, vinculado a la Standard Oil” [5], es decir, a los yanquis, lo que significaría un giro completo en la política exterior argentina. Como lo demuestra una solicitada publicada en la prensa el 3 de junio de 1943, casi toda la burguesía cerraba filas detrás de Patrón Costas, Pinedo y los yanquis.
Así, “la balanza se inclinó peligrosamente hacia Wall Street. Entonces, el Ejército, interpretando a los estancieros neutralistas, dio un giolpe de Estado para restablcer, por una vía bonapartista [6], la unidad de los explotadores”.[7]
El golpe de los militares nucleados en la logia del GOU (Grupo Obra de Unificación) fue tildado con frecuencia de nazi o pronazi, especialmente por EEUU y sus agentes locales. Pero si bien había en el GOU, sin duda, oficiales germanófilos, el ala nazi fue pronto desplazada, a la vez que se rechazaban las cada vez más desembozadas exigencias yanquis. Ni el presidente Ramírez ni su sucesor Farell no se mueven de la neutralidad que tanto convenía a ingleses y estancieros. El Estado garantizó la renta agraria mediante la compra de cosechas y favoreció los intereses ingleses mediante el rescate de la deuda externa. La satisfacción británica es resumida inmejorablemente por la revista decana del imperialismo inglés, The Economist: “La política norteamericana en Argentina parece movida menos por el afán de derrotar a Hitler que por el deseo de extender la influencia de Washington hasta el Cabo de Hornos; en síntesis un imperialismo sin duda benévolo pero no por ello menos real (…) Durante décadas, Argentina ha sido uno de lo mayores abastecedores de alimentos baratos para la población industrial británica. En compensación, ha existido en Argentina un valioso mercado para los artículos británicos (…) No está en el interés de ningún británico que se rompa una de las más exitosas sociedades de la historia económica”.[8] No hace falta decir quién fue el principal beneficiado en esa “exitosa sociedad”…
De la Secretaría de Trabajo y Previsión al 17 de octubre
El coronel Perón asume en la Secretaría de Trabajo y Previsión el 2 de diciembre de 1943 e inmediatamente se pone por objetivo, según dijo en su discurso transmitido por radio, “abolir la lucha de clases”. En vez de tan ambiciosa meta, pone en marcha medidas más prácticas: “la acción de la Secretaría de Trabajo fue múltiple y eficaz en el sentido de estatizar al movimiento obrero. Perón procedió a barrer a la desprestigiada burocracia sindical controlada por el PC, para lo cual contó con la ayuda de la poderosa burocracia sindical que respondía al PS.[9] (…) Después le tocó el turno a la burocracia socialista, eliminada sin dificultad, en parte por absorción de sus elementos más acomodaticios. El secretario de Trabajo y Previsión no se quedó corto en el uso de medios de represión y soborno (…) Además la mayor parte del nuevo proletariado, trabajadores de origen rural recién ingresados a la industria (…) eran campo virgen para el proselitismo de los sindicalistas peronistas. Desde las oficinas de la Secretaría de Trabajo y Previsión se fue estructurando así una nueva organización sindical que culminaría en la CGT del período 1946-1955 y cuya primera y fundamental característica era depender en todo sentido del Estado que le había dado vida”.[10]
¿Cuál es el origen de esta actitud diferente hacia el movimiento obrero? Para Alejandro Horowicz, “Perón reflejaba los nuevos tiempos y una nueva política para los nuevos tiempos. En lugar de la Ley de Residencia, en lugar de la Semana Trágica, en lugar de la represión brutal y desembozada, la parlamentarización de la lucha de clases (…) Los términos no eran reforma o revolución, sino reforma o crisis. Y por eso los militares se encaminaron, muy a su pesar, hacia la reforma (…) Toda la política del golpe, toda la política del GOU, se reduce a su política social: a la legalización del movimiento obrero (ilegal desde siempre), a reconocer la legitimidad de parte de sus viejas banderas; en suma, a reconocer que en la república burguesa los proletarios eran ciudadanos”.[11]
Esta política se concretaba en concesiones reales a la clase obrera: mejoras de salarios y condiciones de trabajo, amparo a dirigentes gremiales frente la prepotencia patronal, tendencia a favorecer a la parte obrera en los conflictos, reconocimiento de sindicatos “leales a Perón” y diversos instrumentos legales de defensa del trabajador.
Aunque nada de esto significaba violentar de manera significativa las inmensas ganancias que estaba obteniendo la clase capitalista, las acusaciones de “demagogia” por parte de la Unión Industrial, la Sociedad Rural y la Cámara de Comercio no se hicieron esperar. Al coro se sumaba la presión cada vez más insoportable de la embajada yanqui, reproducida gustosamente por la prensa. Farrell finalmente declaró la guerra al Eje en 1945, semanas antes de la rendición de Alemania, pero eso no conformó a los yanquis. El embajador Spruille Braden llega justo a tiempo para transformarse en el factótum de toda la oposición a Perón. Radicales, socialistas, conservadores y el PC, bajo la conducción del inefable Victorio Codovilla, conforman la Unión Democrática, que se prepara para arrasar en las elecciones.
Como dice Horowitz, “la votación en sí no era un objetivo del GOU (…) la realización de los comicios constituía una victoria de la Unión Democrática, una concesión a EEUU, una casi derrota del GOU”.[12]
Los barrios aristocráticos y la clase media acomodada que habían paseado en andas a Braden como apóstol de la libertad son la base social de apoyo al golpe palaciego del 9 de octubre de 1945. El almirante Vernengo Lima propone traspasar el poder a la corrupta Suprema Corte hasta las elecciones. El grueso del Ejército, encabezado por el jefe de Campo de Mayo, Eduardo Ávalos, acepta las elecciones pero no el traspaso de poder. La tercera facción de las fuerzas armadas, la de Perón, no tiene mando de tropa real y debe aceptar el desplazamiento del coronel. La Armada representa el sentir del conjunto de la burguesía proyanqui; Perón tenía su base social en el movimiento obrero. Como resume Horowitz, “en el centro se encuentra Campo de Mayo (…) [la única facción] en condiciones de dictar su voluntad, pero al mismo tiempo la única que carece de aliados socialmente representativos (…) Perón no llama a la lucha, no moviliza; a su juicio su ciclo está cerrado”.[13]
Tras la manifestación reaccionaria del 12 de octubre frente al Círculo Militar, que reclama la entrega del poder a la Corte Suprema. En el movimiento obrero hay agitación. Mientras el dirigente de la carne Cipriano Reyes pide lanzar una huelga general para exigir la libertad de Perón, el dirigente ferroviario Luis Monzalvo, estrechamente ligado a Perón vía Domingo Mercante, se reúne con el general Ávalos, entonces ministro de Guerra, el 16 de octubre, para negociar una solución política.
En la reunión del Comité Central Confederal de la CGT del mismo 16 aprueba, por 16 votos a 11, la huelga general a partir del jueves 18. Horowitz, analizando las actas del debate, muestra que se trata de una movida defensiva, no ofensiva ni mucho menos revolucionaria: “No se trata de una alianza entre la fracción nacionalista del Ejército y la clase obrera –como afirma Ramos [y toda la mitología peronista. MY]– sino de una coyuntura donde los intereses inmediatos de la fracción Ávalos y los intereses inmediatos de la CGT coinciden (…) No sólo la clase obrera requiere la movilización; la requiere toda la oposición militar a Vernengo Lima [es decir, el sector más reaccionario, la Armada. MY] (…) Por las fisuras del conflicto militar (…) se deslizan las delgadas hileras de los obreros industriales”.[14]
El 17 de octubre se subleva la Policía Federal y varias del interior; el Ejército se pronuncia a favor de Perón. Según Peña, “entre todos, policía, militares y altos burócratas estatales y sindicales, sacaron a la calle a la clase obrera, especialmente a sus sectores más jóvenes y recién proletarizados”.[15]
La concentración en Plaza de Mayo repuso a Perón en el poder en una manifestación de características inéditas en varios sentidos. Por su masividad, en primer lugar, pero también por su comportamiento. Por ejemplo, el embajador inglés, David Kelly, cuenta en sus memorias que estaba preocupado por la protección de la principal inversión inglesa, los ferrocarriles. Pero no hizo falta: al concurrir a la movilización del 17 en el auto oficial con la bandera inglesa, recibió el saludo amistoso de la multitud, que gritaba por Perón y contra Braden.[16]
En el mismo sentido, el diario de la Curia, que por entonces apoyaba fervorosamente a Perón, cuenta que el aspecto de las “turbas” era “bonachón y tranquilo. No había caras hostiles ni puños levantados (…) La multitud se muestra respetuosa (…) [y] hacían la señal de la cruz al pasar frente a la Iglesia (…) Esas turbas parecían cristianas sin saberlo (…) un eco lejano, ignorante y humilde, de nuestros Congresos Eucarísticos (…) Si bien no revelaban mucha cultura, tenían por lo menos un sano sentido del respeto por la propiedad, por los bienes y por la honra ajena”.[17]
Se trata, sin duda, de otra clase obrera, otros dirigentes y otra perspectiva política que las que se habían desarrollado en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Algunos no quisieron reconocerlo, como el PC, que calificó a los obreros peronistas de “manifestantes de la esclavitud”, “conglomerado aullante”, “turbas borrachas”, “maleantes y desclasados”, porque “jamás los auténticos obreros argentinos hubiesen dado ese espectáculo”.[18] Este gorilismo sin par negaba la realidad: fue la clase obrera la que estuvo en la calle el 17 de octubre.
Pero no tuvo nada de la epopeya obrera autónoma y revolucionaria de la mitología peronista. La clase obrera, por supuesto, no sale a la fuerza , sino por su propia voluntad y “en ese sentido –dice Peña– la movilización del 17 de octubre fue espontánea (…) Pero si cada obrero actuó espontáneamente, sin que se lo obligara, la clase obrera como clase no se movilizó espontánea ni autónomamente, porque la iniciativa del movimiento no provino de la clase obrera, la conducción no estuvo en manos de la clase obrera, y la clase obrera no tuvo otro papel que el de vitorear a Perón en Plaza de Mayo. (…) El resto fue preparado por generales, burócratas, políticos, curas y jefes de policía. Y ese resto es todo: es la conducción del movimiento, la fijación de sus fines y sus métodos (…) Los obreros eran factor decisivo en esta historia, pero la historia pasaba sobre sus cabezas”.[19]
Con un punto de vista distinto respecto de Peña, Horowitz observa que “Perón no organizó el 17 de octubre la movilización del 17 de octubre es el resultado de la actividad sindical de la clase obrera (…) es decir (…) dentro del marco de la república burguesa, cuando la clase obrera todavía no integraba la república burguesa (…) una exitosa maniobra defensiva del movimiento obrero que no constituye una victoria sino una prórroga: la política del coronel es prorrogada hasta las elecciones (…) El 17 de octubre no es una huelga revolucionaria, ni una movilización preinsurreccional, ni una revolución democrática a escala; es (…) una movilización por un jefe militar del movimiento obrero (…) que violenta el fiel de la balanza donde discurre la política burguesa”.[20] Es por eso que “Perón se dedicó a lo largo de toda su carrera política a impedir los 17 de octubre, es decir, a impedir que los trabajadores zanjaran las diferencias de las clases dominantes a través de la movilización directa; ésta era tarea del propio Perón (…) Perón acuñó implícitamente la siguiente fórmula: la suerte del movimiento obrero está atada a mi suerte y mi suerte está atada a la de las Fuerzas Armadas; si las Fuerzas Armadas cambian de monta la clase obrera está derrotada, porque no puede ni debe enfrentar a los soldados de la Nación”.[21] Eso fue lo que pasó, digamos de paso, en el golpe de 1955.
Conclusión
El nacimiento del peronismo como movimiento político es inseparable de su control absoluto del movimiento obrero y del ahogo de toda perspectiva independiente de éste. Tal ha sido el rol histórico del 17 de octubre: incorporar a la vida política al nuevo movimiento obrero al costo de que su vida política no traspase en ningún momento los umbrales de la institucionalidad burguesa. Como dice Horowitz.
“Los límites de la política argentina se mantenían dentro de los contornos dibujados por el bloque de clases dominantes (…) nadie rompía nada irreparable; bastaba que los trabajadores votaran y ganaran para que redistribuyeran de otro modo los beneficios del capital, y si los trabajadores podían redistribuir con el simple instrumento del voto, la confianza en el capitalismo, en su capacidad de satisfacer sus necesidades, se multiplicaba hasta el infinito. Y no se trataba de la confianza en el capitalismo independiente, como sostienen los maquilladores profesionales de la burguesía, sino la confianza en el capitalismo tal cual era, dependiente, semigrotesco (…) La opulencia argentina velaba la dependencia, generaba la ilusión de que con repartir mejor bastaba y sobraba. Y el peronismo no se propuso seriamente otra cosa cada vez que alcanzó el gobierno”.[22]
Cabe aclarar que esta “ilusión de repartir mejor” a la que se refiere el autor en 1985 es mucho más ilusoria aún en las condiciones del capitalismo globalizado, como lo muestran las gestiones de Menem, Duhalde y ahora Kirchner. Pero ése es el profundo contenido político de la ideología peronista, sancionado por las masas el 17 de octubre: la ilusión del reparto de la torta en beneficio de los trabajadores y los sectores populares sin tocar los intereses de los capitalistas y sin conmover el edificio institucional de la democracia burguesa.
En un sentido, el 17 de octubre opera como el mito fundacional de esa ideología, opuesta por el vértice a todo lo que se asemeje al clasismo marxista: “los trabajadores consiguieron alcanzar sus objetivos del momento sin movilizarse como clase, sin emplear métodos revolucionarios, sin contar con dirección propia, sencillamente sirviendo de masa de maniobra disciplinada y obediente a generales, burócratas, políticos burgueses, curas y jefes de policía, que arreglaban sus cuentas con otros generales y políticos. ¿Para qué explicar a la clase obrera que sólo de su esfuerzo revolucionario debe esperar el triunfo y que debe desconfiar y no esperar nada bueno de militares, curas y políticos burgueses? (…) ¿Para qué explicar a la clase obrera que sólo su organización y su actividad desde abajo, su presencia activa en los sindicatos y en la calle, puede conducir a los trabajadores hasta el poder? Todo esto es innecesario, razona el dirigente sindical peronista, puesto que el 17 de octubre los trabajadores obtuvieron un triunfo sin hacer nada de eso, y haciendo más bien todo lo contrario”.[23]
Éste y no otro es el legado ideológico del 17 de octubre, que ha sido explotado hasta el infinito por todos los gobiernos peronistas desde 1946 hasta la fecha. Se trata de esa expresión del “sentido común” de millones de personas que aún piensan que el peronismo tiene muchos defectos, pero, en última instancia, “algo va a repartir”, y que desde el Estado nacional, provincial o municipal, un peronista va a ser “menos dañino” y va tender a “tirar algo para el lado de los trabajadores y los pobres”.
Pero las condiciones de surgimiento del peronismo, sintetizadas en el 17 de octubre, se han ido y no volverán. El PJ de hoy no es el partido que, aun siendo capitalista, se las va a ingeniar para “repartir algo”, sino el principal partido capitalista a secas. Para los trabajadores no sólo no es posible, sino tampoco deseable revivir el peronismo de 1945.
Hay que romper con la ilusión de la redistribución: ningún partido ha distribuido la riqueza de manera más desigual que el peronismo de hoy.[24] La única salida para los trabajadores no es aspirar a que alguna fuerza o político capitalista “redistribuya” el producto social, sino luchar por un nuevo régimen social en el que ese producto social esté en manos de los trabajadores y el pueblo: el socialismo.
Notas:
1. Cabe aclarar que, por desgracia, hay otros trabajos escritos por quienes, también con formación marxista, han defendido posturas políticas completamente lamentables. Es el caso, por un lado, de Jorge Abelardo Ramos, apóstol del “socialismo criollo”, fundador del Frente de Izquierda Popular en los 70 y defensor acérrimo del peronismo en textos como Revolución y contrarrevolución en Argentina. En el extremo opuesto, Juan José Sebreli, en Los deseos imaginarios del peronismo, da rienda suelta a un antiperonismo visceral que no es más que gorilismo mitad liberal, mitad socialdemócrata. La bibliografía sobre el peronismo, marxista y no marxista, es, por otra parte, inagotable, pero consideramos que los trabajos que citamos cumplen requisitos básicos: investigación seria –no manipulación ad hoc de fuentes para demostrar una tesis concebida de antemano– y un método sano sobre la base de una sólida formación marxista. Sólo tocamos aquí los aspectos más propiamente políticos, ya que es imposible tratar a fondo el contexto internacional, la estructura económica y otros factores.
2. Felix Weil, The Argentine Riddle, New York, 1944, p. 23, citado por Milcíades Peña en Masas, caudillos y élites, Buenos Aires, Fichas, 1973, p. 52.
3. “Carta del 20 de mayo de 1942”, en Federico Pinedo, La Argentina en la vorágine, Buenos Aires, 1946, en M. Peña, cit., p. 50.
4. Declaración de prensa de la Dirección Nacional del Trabajo, Argentinisches Tageblatt, 23-4-1942, en M. Peña, cit., p. 58.
5. M. Peña, cit., p. 56.
6. En el lenguaje político marxista, se llama bonapartismo a un régimen que busca establecer un equilibrio entre sectores sociales en pugna basándose sobre las fuerzas armadas y policiales.
7. Nahuel Moreno, Método de interpretación de la historia argentina, Buenos Aires, Pluma, 1975, p. 170.
8. The Economist, 5-8-1944, citado por M. Peña, Industrialización y clases sociales en Argentina, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986, p. 272.
9. Peña remite (en Masas, caudillos y élites, p. 61) a Jacinto Oddone, quien en su Gremialismo proletario argentino (Buenos Aires, La Vanguardia, 1949), apuntaba que “fue precisamente el máximo dirigente sindical socialista quien confirió a Perón el título de Primer Trabajador Argentino” (p. 412).
10. M. Peña, cit., p. 61. Nahuel Moreno, no obstante, matiza esta afirmación al señalar que “todavía no se advertía un control total sobre el movimiento obrero, lo que se patentizó en las actitudes ‘independientes’ de Cipriano reyes, nuevo líder del gremio de la carne” (N. Moreno, cit., p. 177).
11. Alejandro Horowitz, Los cuatro peronismos, Buenos Aires, Edhasa, 2005 (primera edición 1985), pp. 79-80. La Ley de Residencia había sido utilizada por los gobiernos anteriores al de Hipólito Yrigoyen (1916-1922) para expulsar a los “agitadores” extranjeros socialistas y anarquistas, mientras que se llamó la Semana Trágica a la sangrienta represión por parte del gobierno de Yrigoyen a una huelga masiva en Buenos Aires en enero de 1919.
12. A. Horowitz, cit., p. 83.
13. Idem, p. 85.
14. Idem, p.90-91.
15. M. Peña, cit., p. 80.
16. Citado por Peña, op. cit., pp. 82-83. En relación con el mito del 17 como “movimiento nacional antiimperialista”, Peña observa que “se olvida que el 17 de octubre de 1945 Argentina estaba dominada por el imperialismo inglés, no por el norteamericano, el cual presionaba para desalojar a su rival pero hasta entonces sin éxito (…) El día de la famosa ‘movilización antiimperialista’ ninguna mano levantó ninguna piedra para arrojar contra el símbolo de la presencia imperialista en Argentina [los ferrocarriles]” (Industrialización y clases sociales en la Argentina, p. 301).
17. Diario El Pueblo, 25 y 27 de octubre de 1945, en M. Peña, cit., pp. 81-82.
18. Periódico del PC Orientación, 24-10-45, en M. Peña, cit., p. 80.
19. M. Peña. Industrialización y clases sociales en Argentina, p. 302, 299 y 286.
20. A. Horowitz, cit., p. 91-92 y 95-96.
21. Idem, p. 95.
22. Idem.
23. M. Peña, Industrialización y clases sociales en la Argentina, p. 299.
24. La brecha entre el 10% más rico y el 10% más pobre alcanzó su récord para toda la historia del país con Duhalde, en mayo de 2002: la diferencia era de 30 a 1 a favor de los ricos. Pero tras atenuarse apenas un poco hasta mayo de 2003 (24 a 1) con Kirchner volvió a aumentar: 27 a 1 (Clarín, 4-10-05).