Entre ellos, sin ninguna duda, el más serio y de mayores consecuencias en el largo plazo es la verdadera debacle que fue la salida precipitada y caótica de las fuerzas militares yanquis de Afganistán ante el avance definitivo de los talibanes. A esto deben agregarse, sin embargo, los vaivenes de la situación económica, los obstáculos político-parlamentarios que enfrenta Biden para impulsar su agenda y la continuidad de tendencias conflictivas en lo social y cultural de orden más estructural.
El papelón de Afganistán y sus consecuencias
De los factores mencionados, el de posible impacto más largo sea el desastre de Afganistán. No mienten los demócratas cuando aducen injusticia en cargarle toda la cuenta a Biden. La intervención duró veinte años y cuatro gestiones distintas. Es cierto también que Trump había aceptado condiciones ridículas en el acuerdo con los talibanes, lo que mostraba el apuro de EEUU por salir de Afganistán sin asegurar no digamos ya el fin de la guerra civil, sino siquiera un serio cese de fuego. Pero muchos creen que Biden podría haber sostenido más la presencia de EEUU ante el incumplimiento de los talibanes incluso de ese pacto favorable a ellos.
En cambio, se aferró a una fecha arbitraria de retirada; “como resultado, el poder de EEUU para disuadir a sus enemigos y tranquilizar a sus aliados se ha resentido. La inteligencia falló, la planificación fue rígida, el liderazgo fue caprichoso y la preocupación por los aliados fue mínima. Todo eso seguramente va a alentar a los jihadistas en todas partes” (“Biden’s debacle”, The Economist 9259, 21-8-21).
Con todo, “la catástrofe por la que Biden debía responder no fue el fracaso de décadas en Afganistán, y ni siquiera su decisión de ponerle un límite. Fue la insólita falta de preparación de su gobierno para la victoria talibán”, algo que fue la comidilla de aliados y adversarios de EEUU (“Remnants of a policy”, TE 9259, 21-8-21). Aunque, dados los antecedentes del escaso impacto de los temas de política exterior en las elecciones (salvo situaciones excepcionales), es posible que para noviembre de 2022 el desastre afgano no sea un gran tema.1
Pero el daño a la imagen de EEUU como “líder de Occidente” ya está hecho, y proliferan en cuanto foro geopolítico se haga en el mundo preguntas de tono inquietante de historiadores y politólogos sobre el futuro de la principal superpotencia: ¿Estamos ante el fin de la hegemonía de EEUU? (Francis Fukuyama), ¿por qué la declinación del imperio estadounidense puede no ser pacífica? (Niall Ferguson) ¿por qué EEUU fracasó en Afganistán y qué consecuencias tiene? (Henry Kissinger), ¿debe EEUU pasar de ser el policía del mundo a un enfoque selectivo? (Anne-Marie Slaughter), ¿significa el ascenso de China la decadencia de EEUU? (Paul Kennedy), y así por el estilo.
Por lo pronto, como era de esperar, China se regodea en el fracaso yanqui. El Global Times, órgano en inglés del PCC, advertía triunfante que la retirada de EEUU era “un augurio del futuro de Taiwan”. La referencia no es disparatada: Andrew Yang, ex ministro de Defensa taiwanés, reconocía que la renuencia de EEUU de a seguir asumiendo costos “es una lección a aprender (…). Taiwán debe sostenerse con sus propias defensas en vez de esperar apoyo de EEUU” (“The Taliban are back in town”, TE 9259, 21-8-21).
En tanto, para la OTAN y demás amigos de EEUU, el fiasco afgano –en el que la consulta a los aliados brilló por su ausencia, además– dejó heridas abiertas y cierta incredulidad por el desmanejo de la situación. Un diplomático indio –país que resiente como pocos el triunfo de los talibanes, cercanos a su gran rival, Pakistán– admitió que “la retirada de EEUU mostró un descuido absoluto por las consecuencias. Ha devaluado el peso y la credibilidad de EEUU en la región” (ídem).
La postura más firme fue la del presidente de Francia, Emmanuel Macron, que pidió “salir de la ingenuidad” y “sacar conclusiones” en el sentido de que la Unión Europea se plantee una capacidad (y un rol) militar más propios. Es verdad que Macron no salió abiertamente a defender este enfoque inmediatamente después del fiasco afgano sino sólo después, escaldado por la jugada sucia de EEUU de robarle un contrato con Australia para la provisión de submarinos nucleares por más de 60.000 millones de dólares.
La propuesta francesa de que Europa monte sus propios planes de defensa sin depender de EEUU –sin salir de la OTAN, desde ya– venía de antes, pero con poco eco. Es posible que lo que una fuente europea llamó “la tendencia de largo plazo de EEUU a alejarse de los compromisos” le conceda más audiencia. Por ejemplo, antes del enojo de Macron, el titular de la comisión de relaciones exteriores del Parlamento británico, el diputado conservador –y veterano de Afganistán– Tom Tugendhat, concluyó que los británicos debían apuntar a “una visión que refuerce a los miembros europeos de la OTAN para asegurarse de que no dependa de un solo aliado, de la decisión de un solo líder” (ídem). No hacía falta aclarar a qué país se refería.
A partir de la experiencia afgana, crecen las dudas sobre la fiabilidad del líder de la OTAN a la hora de abordar crisis en Medio Oriente o en el Sahel africano, donde Francia patrocina el combate a jihadistas en Mali, Burkina Faso y Níger. Por otro lado, y como se ha señalado muchas veces, en el fondo la retirada de Afganistán se vincula con la creciente “irrelevancia estratégica” relativa de Medio Oriente: la producción de petróleo de esquisto en EEUU y más a largo plazo la transición energética a reemplazar los combustibles fósiles le quitan a la región el peso decisivo como proveedora de un insumo clave que tuvo desde el siglo XX. Como admitió el propio Macron, hace más de una década que EEUU “se centra en sí mismo y tiene intereses estratégicos que se dirigen hacia China y el Pacífico. (…) Cometeríamos un gran error en no querer sacar las conclusiones”.
Para EEUU, el costo a pagar en la desazón de los aliados es razonable cuando se lo considera en el marco de esa reorientación global de sus objetivos como superpotencia. Como dijo Biden, “a nuestros verdaderos rivales estratégicos, China y Rusia, nada les gustaría más que ver cómo EEUU sigue derrochando billones de dólares en el intento de estabilizar Afganistán indefinidamente”.
Mientras tanto, en el plano de la política interna Biden buscó minimizar el impacto con la casi provocadora afirmación de que la evacuación de Afganistán había sido “un éxito extraordinario” y que “ninguna nación ha hecho nada parecido en toda la historia”. No hace falta decir que no logró que le creyeran. La imagen neta (restando la imagen negativa de la positiva) del presidente cayó, según el sitio especializado FiveThirtyEight, casi 9 puntos sólo entre el 1 y el 31 de agosto, la décima caída más abrupta desde 1969.
Esa cifra incluye diversas evaluaciones. Por ejemplo, todavía en julio pasado el 70% de los estadounidenses estaba de acuerdo con la retirada de Afganistán; hoy, sólo el 50%. Pero en cuanto al manejo de todo el conflicto, sólo un tercio de los encuestados aprobaba la labor de Biden. Ni hablar del “éxito extraordinario” de la evacuación: sólo el 16% de los estadounidenses (y apenas el 28% de los demócratas votantes de Biden) dijeron que les había parecido adecuada (“Polling Realpolitik”, TE 9261, 4-9-21).
Para concluir este punto, y si bien todavía es pronto para mensurar en escala temporal larga el impacto de la retirada de Kabul, una cosa es segura: el fiasco afgano para haberle dado punto final también en el terreno militar a la idea de un “orden mundial unipolar” que germinara luego del fin de la Guerra Fría. Los propios aliados de EEUU, especialmente los de Europa Occidental (Japón, Corea del Sur y Taiwán tienen menos opciones), ya están recalculando qué papel militar les correspondería jugar en un planeta cada vez más convulsionado, violento y con cierto adelgazamiento general de las formas democráticas, en un contexto donde las prioridades estratégicas de EEUU estarán decididamente volcadas a Asia-Pacífico y China. Que la UE esté cerca siquiera de definir ese rol –no hablemos ya de consensuarlo entre sus miembros– es otro cantar.
Economía I: recuperación errática y un paquete fiscal en la cornisa
Desde la salida misma de la brevísima recesión (no más de un bimestre) en EEUU, el gran impulsor de la recuperación ha sido el consumo. Pero ese fervor se ha enfriado en los últimos dos meses, tanto en los índices de confianza del consumidor como en las ventas minoristas y la actividad económica más en general (“The dog days of summer”, TE 9259, 21-8-21). Las tasas de crecimiento económico, luego de la euforia de los primeros trimestres de recuperación, está volviendo a cifras más terrenales e incluso más cercanas a la relativa mediocridad del período pre pandemia: las previsiones de la Fed para este año bajaron del sideral (para EEUU) 7% de suba del PBI a un 5,9%, con un 3,8% para 2022. La tasa de desempleo seguiría por encima del nivel pre pandemia al menos dos años (Michael Roberts, “The Fed, interest rate and stagflation”, 24-9-21). Un enfriamiento o moderación similar, pero en la dirección opuesta, se verifica en el índice de inflación, como veremos más abajo.
La dinámica de normalización de la actividad se vincula a su vez al destino de la política económica de Biden, en la que cumple un papel decisivo el plan de gasto público. Se ha dicho, con cierto grado de exageración, que “este septiembre puede ser el mes más crítico para la presidencia Biden” (“Off to the races”, TE 9260, 28-8-21).
Pero es cierto que se juega bastante, y en especial el plan de infraestructura “Build Back Better”, por 4 billones de dólares. Ese paquete está dividido en dos: una parte menor (de unos 560.000 millones de dólares, un 2,5% del PBI) tiene apoyo bipartidario, pero el punto mayor es el resto, unos 3,5 billones de dólares. Se trata de una ley que incluye aumento de impuestos a los ricos y multinacionales, un aumento de la red de seguridad social y un ambicioso esquema de gasto público vinculado al cambio climático, y que sólo podría ser aprobado con el margen mínimo de los 50 senadores demócratas y el desempate de la vicepresidenta, Kamala Harris.
Es sabido que hay al menos dos miembros demócratas del Senado (Manchin y Sinema) que van a vender muy caro su voto por su renuencia a aprobar legislación no bipartidaria. Pero el conflicto también incluye al ala “izquierda” del partido, que busca agregar partidas de gasto social, para furia de los republicanos. E incluso mayores problemas le puede traer a Biden la amenaza republicana –chantaje que fue efectivo en 2011, bajo Obama– de no aprobar el “techo de deuda” del Estado y forzar un cierre (“shutdown”) de oficinas públicas hasta que el tema se resuelva. Biden sabe que es probable que no tenga la misma oportunidad más adelante: desde 1935, sólo ocurrió dos veces que el partido que gobierne gane escaños en el Parlamento.
Y como el margen actual de Biden es el más exiguo imaginable (cuatro diputados y cero senadores), cualquier retroceso equivaldría a perder el control de una o incluso las dos cámaras del Congreso. Si eso sucede, adiós toda perspectiva de planes ambiciosos, como le pasó a Obama. Por eso, la sensación es de “ahora o nunca” para los demócratas y para Biden. Como observa resignadamente The Economist, “así de caótica es la manera en que se maneja la primera economía del mundo” (“Off to the races”, cit.).
Ya hubo una primera negociación en el Congreso para evitar el “shutdown” –que legalmente es un default– el 1º de octubre, con un parche temporario que posterga una definición hasta el 18 de este mes; hará falta otra para sortear la misma situación en diciembre.
Mientras las negociaciones, chantajes y presiones en ambas alas del Partido Demócrata y entre los propios republicanos continúa, la sucesión de performances poco felices de Biden –en primer lugar, pero no únicamente, la de Afganistán– le ha valido un retroceso en los sondeos de opinión, que ponen su índice de aprobación, por primera vez en su gestión, por debajo del 50% (en junio era del 56%, según Gallup).
Inclusive, en algunas encuestas aparece Trump con mejor imagen que Biden. Si bien esto suele deberse a un efecto habitual –que las empresas de medición no suelen mencionar–, por el cual los votantes de un presidente o candidato en problemas tienden a omitir la respuesta al sondeo, inflando así artificialmente a su rival, es significativo que Trump consiga retener el grueso de la adhesión republicana y mantenerse como un contendiente en carrera, después del papelón mayúsculo en que terminó su gestión. Lo que es índice, a su vez, de que la abisal división política, ideológica, social, económica, étnica y hasta etaria que recorre EEUU está lejos de haberse no digamos terminado, sino siquiera borroneado.
Economía II: la emisión (QE), la inflación y su impacto global
La política de emisión gigantesca (quantitative easing, o QE) ha sido la principal herramienta económica en todo el mundo para enfrentar la crisis de la pandemia. Como resultado, en los balances de los bancos centrales de los países desarrollados se han acumulado unos 28 billones de dólares (casi un tercio del PBI mundial) de activos ficticios, de los cuales cerca de la mitad son atribuibles al QE (“Bringing clarity to QE”, TE 9259, 21-8-21).
En el caso de la Reserva Federal (el equivalente al banco central de EEUU), su titular, Jerome Powell, fue el abanderado del QE y responsable de compras de activos (emisión, de hecho) por más de 4 billones de dólares (un gigantesco 18% del PBI) durante la pandemia. El mandato de Powell vence en febrero próximo; hasta hace pocos meses, su continuidad se daba por descontado. Pero la aparición de algunos cuestionamientos a lo que se considera una política riesgosa en términos financieros y de inflación ha sembrado algunas dudas.
Este nivel de emisión, con el que literalmente todo el mundo estuvo de acuerdo en el primer año de pandemia, se está volviendo una preocupación más seria como amenaza a la estabilidad financiera mundial. Por otro lado, hay consenso en que la retirada del QE (“tapering”) debe ser gradual y cuidadosa para evitar la situación traumática de 2013, cuando el “vuelo a la calidad” generó graves problemas a muchas economías emergentes. El debate económico en el establishment pasa por cómo calibrar el riesgo de inflación –con la consiguiente suba de tasas de interés, que a su vez complicaría el servicio de esa montaña de deuda– con el riesgo de enfriar demasiado rápido una recuperación económica muy desigual y a los tumbos.
El enfoque “paloma” de Powell al desatarse la crisis por la pandemia fue bienvenido y aplaudido en virtud de la experiencia del shock anterior, en la cual la excesiva ortodoxia monetaria terminó profundizando la recesión: “No hay duda de que durante la recuperación de la crisis financiera global [iniciada en 2008. MY] la Reserva Federal exageró el peligro de inflación y subestimó los beneficios a largo plazo de bajar el desempleo. La preocupación de los críticos de Powell es que ahora el banco central esté sobrecompensando ese error” (“All tied up”, TE 9261, 4-9-21).
Sin embargo, esta supuesta simetría está lejos de comprobarse, y de hecho Powell parece estar emitiendo señales de que el “tapering” está pronto a anunciarse formalmente, quizá en noviembre. Según el marxista británico Michael Roberts, “la Fed está en un dilema: una baja tasa de interés es mala porque demasiados préstamos a tasas baratas pueden conducir a una inflación más sostenidamente alta si la oferta no puede responder a una demanda en aceleración, a la vez que continúa el endeudamiento para la especulación con inmuebles y activos financieros. Por otro lado, una suba de tasas aumentaría el costo del servicio de deuda, hoy en niveles récord, lo que terminaría en defaults, bancarrotas y un crash financiero. La Fed no sabe bien qué camino tomar” (“The Fed…”, cit.).
La suba de la inflación –la más alta en 30 años– sin duda pesa en la balanza de la Fed, pero conviene tener en cuenta ciertos matices, que también se reflejan en el directorio de la Fed y que relativizan las voces más alarmistas. El índice “bruto” de inflación a agosto fue del 5,3%, pero no es el único instrumento de medición que consideran las autoridades monetarias.
Así, en muchos países se usa el conocido índice de “inflación núcleo” que excluye la suba de alimentos estacionales y combustibles, aunque suele cuestionarse que justamente esos rubros forman parte del núcleo real del gasto de los hogares. En cambio, la Fed recurre a lo que se llama “promedio recortado” (trimmed mean), que elude de otra manera las variaciones estacionales o las situaciones especiales, como el aumento desmesurado de los automóviles por falta de semiconductores y cierta burbuja de precios de las viviendas. La diferencia del promedio recortado con el índice general es que, como hace por ejemplo la Fed de Dallas, se listan todos los aumentos de precios de todos los rubros de mayor a menor y se eliminan los valores más altos y los más bajos. En el caso de EEUU, ese índice menos expuesto a la volatilidad –y que mide mejor el grado de generalización de los aumentos de precios, evitando que unos pocos rubros “contaminen” el conjunto– arroja una inflación estabilizada en el 2%. De allí que Powell se haya tomado su tiempo.
Wall Street esperaba el anuncio del “tapering” en el tradicional encuentro de economistas de Jackson Hole a fines de agosto, y después vino el cimbronazo de Evergrande. Pero la tendencia –inaugurada por bancos centrales menores como el de Noruega y Australia, con sugestivas señales del Banco de Inglaterra y sobre todo del Banco Central Europeo de “recalibrar el QE”– parece ser que la Reserva Federal considera que lo peor ya pasó. Ni siquiera las disfuncionalidades del mercado inmobiliario chino2 representan, en la visión de Powell, una verdadera amenaza sistémica (Ámbito Financiero, 27-9-21).
Claro que lo que resulta un bálsamo para algunos (los países desarrollados) es una piedra en el cuello para otros (los emergentes con problemas de deuda). Uno de los candidatos a esta última situación es Brasil, donde “puede que pronto el gobierno deba enfrentar el dilema de recortar el gasto aunque el desempleo siga alto o abrir paso a una crisis fiscal en regla”; como lo admitió el presidente del banco central, Roberto Campos Neto, el deterioro fiscal está poniendo en riesgo la recuperación económica (“Feeling the heat”, TE 9259, 21-8-21). Por supuesto, el de Brasil está lejos de ser el único caso, ni en la región ni fuera de ella.
Tendencias sociales: sigue el Covid, se alivia la pobreza infantil y crecen las minorías
Por otra parte, la marcha de la inflación no depende sólo de decisiones de política económica, sino que también está hasta cierto punto también supeditada a la evolución de la pandemia. Lejos de haberse terminado, y aun dejando de lado la posibilidad de nuevas cepas, la variante Delta del virus generó cierta disrupción inesperada. No al nivel de un colapso de la actividad, ciertamente, como al comienzo de la pandemia, pero sí como “una fuerza estanflacionaria que no retrae tanto el crecimiento pero acelera la inflación”, vía los cuellos de botella productivos que genera en países asiáticos, además de retardar el consumo (“Delta means change”, TE 9261, 4-9-21).3
Otra cuestión es que, en virtud de la ignorancia y el atraso cultural conocidos de buena parte de la sociedad yanqui, la resistencia a la vacunación alcance en ese país una extensión mucho mayor que en otros países desarrollados. El porcentaje de población vacunada contra el covid-19 se estancó en el 64% (de los cuales el 86% recibió las dos dosis), lo que explica que en la población no vacunada el virus siga rampante, con un promedio semanal de entre 800.000 y 1 millón de casos, además de unos 14.000 fallecidos. Algo que no puede dejar de generar un lastre en la dinámica de la economía, en la medida en que no puede pasarse a una plena normalización de todas las actividades.
Un aspecto en el que la gestión Biden tiene algo para mostrar es un frente que había llegado a un punto crítico bajo Trump: la pobreza infantil. Como señalamos en anteriores oportunidades, EEUU es por lejos el país desarrollado con peores índices en ese rubro, por la muy simple razón de que es el que menos gasto público orienta a él (0,6% del PBI, cuando el promedio de los países de la OCDE es el 2,1%).
Este amarretismo fiscal a la hora de cuidar el bienestar de la población es una constante histórica de EEUU, con una sola excepción: la Segunda Guerra Mundial, cuando se aprobó un programa transitorio de cuidado infantil para permitir que las mujeres fueran a trabajar a las fábricas. En 1971, el presidente Nixon vetó un plan general de cuidado de la niñez con los insólitos argumentos de ser “demasiado radical” y “disminuir la autoridad y el cuidado parental”. Recién ahora, en 2021, los demócratas buscan darle continuidad a los esquemas –asimismo transitorios– implementados al influjo del covid-19.
Según un estudio de la Universidad de Columbia, si el estado federal no hiciera ningún tipo de redistribución de ingresos, la tasa de pobreza infantil en todo el país rondaría el 26%. Con la redistribución tradicional pre pandemia, se reduce, pero no mucho: llega al 20%, un nivel vergonzoso para un país desarrollado, y ni hablar para la primera potencia mundial. Las medidas generales de estímulo tomadas ya en pandemia bajaron la tasa al 16%; lo que hizo Biden fue agregar una tercera capa redistributiva ya específica de “crédito fiscal infantil”, esto es, una especie de devolución de impuestos a las familias con niños, según una escala progresiva (cuanto menor el ingreso familiar, mayor el crédito).
Para hacerlo más ágil y efectivo, ese crédito fiscal, en vez de funcionar como los demás, que devuelven dinero sólo con las declaraciones anuales de impuestos, se pagan mensualmente, lo que lo convierte de hecho en un subsidio apenas disfrazado. De este modo, en sólo el primer mes de aplicación de la medida, la pobreza infantil bajó del 16 al 12%, siempre según ese estudio; claro que, como era de esperar, en las minorías afroamericana e hispana la tasa es mucho mayor, del orden del 17-18%
Las cifras oficiales del Census Bureau van en el mismo sentido, e indican que la cantidad de hogares con niños que declararon no haber tenido alimentos suficientes en la semana previa cayó, luego del primer pago de ese crédito fiscal, del 13,7% al 9,5%. Según el Departamento del Tesoro (equivalente al Ministerio de Economía), de los 67,6 millones de niños por los que correspondería esa asignación –la cifra es asombrosa–, el estado federal hizo pagos a las familias por unos 61 millones (“When policy works”, TE 9263, 18-9-21).
Si estos pagos se hicieran permanentes, como pretenden algunos legisladores demócratas –lo que implicaría un gasto adicional del 0,45% del PBI–, se calcula que la tasa de pobreza podría caer “apenas” por debajo del 10%. Pero por ahora Biden se conforma con estirar estas medidas de emergencia hasta 2025; para su gobierno, como vimos, la verdadera urgencia está en hacer aprobar el mega paquete de infraestructura, si bien estos créditos fiscales forman parte de la negociación. Pero ni entre los congresistas republicanos –tampoco, por distintas razones, entre los propios– ni en la población en general Biden puede esperar muchas contemplaciones con su esquema.
Un poco distinta es la situación en cuanto a los proyectos destinados a abordar el cambio climático. La discusión sobre este tema se vuelve, para cada vez más estadounidenses, una cuestión muy concreta y no un debate académico o una arena de disputa parlamentaria. Todo el oeste del país está envuelto en una sequía atroz que lleva ya 22 años y es la segunda más grave en 1.200 años (“Megadry”, TE 9259, 21-8-21). Pero si bien el tema es uno más –como la vacuna o el uso del barbijo– de los que hacen una divisoria de aguas entre las “dos mitades” políticas de EEUU, y los negacionistas recalcitrantes no cambian de opinión ni aunque se les inunde su propia casa, hay ciertas señales de cambio.
Los sondeos indican que ya seis de cada diez estadounidenses consideran que el cambio climático es “real, antropogénico (generado por los seres humanos) y presente”. Y una encuesta reciente revela que el plan Biden de una red de electricidad con saldo carbono cero para 2035 tiene apoyo mayoritario en los 50 estados y en 429 de los 435 distritos que eligen diputados nacionales (“Through a glass darkly”, TE 9261, 4-9-21).
Por último, la agitación social disparada en 2020 a instancias del asesinato del afroamericano George Floyd a manos de policías racistas no se manifiesta en las calles, pero continúa como un sordo proceso latente y muy arraigado. La agenda anti racista es parte habitual del debate académico, mediático y también más allá.
Al respecto, es pertinente traer a colación los datos del último censo poblacional, que revelan la consolidación de un patrón de cambio demográfico profundo y persistente en EEUU. Primero, el ritmo de crecimiento de la población en general es el más lento –aumentó en 10 años un 7,4%, a 332 millones de habitantes– desde los años 30. Segundo, por primera vez en su historia, la población blanca no hispánica –enseguida veremos la razón de esa aclaración– ha decrecido: los blancos son ahora el 57,8% de la población total, pero son una minoría en la población menor de 18 años. Sucede que los blancos de origen europeo son más viejos: su mediana de edad (la línea que separa el conjunto en dos mitades, a diferencia del promedio) es 44 años, mientras que la de los asiáticos es 38, la de los afroamericanos 35 y la de los hispanos 30 años. Esas categorías “puras”, por otra parte, están amenazadas por el mestizaje: el 10% de la población se autopercibe como de “raza mixta”.
En estos cambios incide el crecimiento de las uniones interraciales, pero también una combinación entre el cambio de la autopercepción de las minorías raciales y hasta las modificaciones en la forma de efectuar el censo. Por ejemplo, en comparación con 2010, cuando más del 50% de los latinos se consideraban “blancos”, en el último censo esa cifra cayó al 20%; los que se percibían como “mixtos” saltaron del 5 al 32%. Una parte de la explicación está en que entre los ejemplos de origen étnico “blanco” que proponían las preguntas del censo figuraban alemanes, irlandeses o libaneses; no así mexicanos o portorriqueños (“Omni-Americans”, TE 9259, 21-8-21). Sea como fuere, la conclusión es clara: la mayoría histórica blanca está en retroceso hasta alcanzar pronto la categoría de primera minoría (algo que ya sucede con los menores de edad).
Las consecuencias a mediano y largo plazo de estas tendencias combinadas a una población crecientemente “mestiza”, más diversa étnicamente y con una agenda propia son cataclísmicas en todos los órdenes, en primer lugar el político. Porque el patrón de voto de esos sectores –cuya presencia se amplía año a año– favorece en términos globales a los demócratas.
Por ahora, la única reacción a la que atina el establishment republicano consiste en lanzar medidas desesperadas para coartar a esas minorías el derecho al voto, como en Texas4, más pronto que tarde la polarización alcanzará niveles no vistos hasta ahora. Ahora bien, si casi una mitad del sistema político y de los votos –¡pero no de los potenciales votantes!–, cooptada por el discurso y la política archidivisionistas de Trump, insiste en darle la espalda a las tendencias más profundas de la dinámica demográfica de ese país, el resultado cantado será un nivel de polarización política, cultural y social como acaso nunca hayamos visto en la primera potencia capitalista-imperialista del planeta.
Biden no es ciego a este desarrollo; desde su discurso de asunción viene advirtiendo con preocupación la necesidad de reconstituir la unidad de la sociedad bajo una renovación del “sueño americano”. El desafío de Biden consiste, justamente, en que para intentar darle a esa promesa un mínimo de visos de plausibilidad debe llevar adelante una reformulación completa del “contrato social” del Estado yanqui con la sociedad. Eso requiere hoy medidas incluso más profundas que las incluidas en el –en términos históricos– muy ambicioso plan de infraestructura y de gasto social.
Lo que le quita el sueño a Biden –y a toda la clase capitalista estadounidense que entiende que el abismo de la fractura social no está tan lejos– es que una combinación de la cortedad de miras del personal político, la disfuncionalidad del sistema institucional y la creciente fragilidad de una economía sometida a las incertidumbres de la pandemia le impidan al carro de bomberos llegar a tiempo.
Notas
- Las mismas encuestas que dan cuenta del daño a la imagen del presidente que causó la retirada caótica de Afganistán señalan que los temas de “seguridad nacional” están en séptimo lugar en orden de importancia para los votantes; la última vez que el tema ocupó un lugar prominente en decisiones electorales fue 2004 (“Polling Realpolitik”, TE 9261, 4-9-21)
- El nivel de deuda en China del sector privado no financiero (empresas y particulares) era a fines de 2020 del 220% del PBI. Claro que hay bastante de hipocresía en los comentaristas que se horrorizan por esta cifra gargantuesca: en EEUU es el 164%. La tensión que existe –y el enigma que buscan develar los interesados– es si el Partido Comunista China acudirá al rescate de entidades “demasiado grandes para caer” como Huarong o Evergrande, si será consecuente con su política reciente de aumentar la astringencia crediticia y reducir los canales de especulación en que se han convertido estas compañías o si buscará alguna solución intermedia de “zombificación”. En el fondo, nada muy distinto al dilema que se le presentó a la Fed en 2008 con (y luego de) la caída de Lehman Brothers. Sin espacio para desarrollar el tema aquí, sólo señalaremos respecto del rol de la deuda –especialmente vinculada a la construcción de viviendas– en la economía china que, aunque es un factor de preocupación que ha merecido medidas crecientes de regulación por parte del PCC, está lejos de presentar un riesgo sistémico al nivel de 2008, comparación que nos parece exagerada y abusiva.
- La desesperación por los parates en centros productivos clave de las cadenas globales de suministros llevaron a los directivos de compañías multinacionales afectadas, como Nike o Gap, a hacer lobby en la Casa Blanca para que se donen más vacunen a Vietnam (“Delta means change”, cit.).
- Párrafo aparte merece la increíblemente disparatada ley contra el aborto sancionada en Texas para embarazos de seis semanas, es decir, de hecho en casi todos los casos (la mayoría de las mujeres no pueden siquiera sospechar un embarazo antes de las ocho semanas). El hecho de que, supuestamente por razones de tecnicismo legal, la carga de la denuncia a las mujeres que abortan no recaiga sobre funcionarios públicos sino sobre ciudadanos comunes –a quienes se estimula y soborna con un premio de 10.000 dólares para que lo hagan– cruza cualquier línea de convivencia democrática elemental y es estrictamente fascista. La Corte Suprema ultra conservadora, con tres jueces de derecha designados por Trump, por ahora le dio vía libre. Pero el conflicto está lejos de haberse resuelto.