«¿Por qué ganó Trump?» se preguntan confundidos muchos progresistas frustrados. Algunos de ellos, justamente atemorizados. Nadie puede hacerse el tonto: este fue un escenario muy esperable a lo largo de todo el año. Lo que sorprende es que una campaña tan abiertamente retrógrada y racista pueda triunfar. Pero la sorpresa se acaba cuando miramos con un poco de atención.
Las pasadas elecciones en Estados Unidos dejaron un escenario que trasciende al 2024. Muchas cosas se explican coyunturalmente, pero el mapa electoral estadounidense dejó también en claro que cosas más profundas han cambiado.
La campaña de Trump estuvo llena de mentiras burdas y obvias, insultos y provocaciones racistas. Mientras tanto, cargaba con el estigma de las causas judiciales en su contra, incluida la marca de la intentona golpista del 2020. Venía de ser el presidente más impopular durante su mandato en mucho tiempo. Había uno de los muy pocos en no lograr un segundo mandato. Entonces, de nuevo: ¿Qué pasó? ¿Por qué ganó Trump?
2024 fue una foto de una película más larga, que no comenzó en 2016 con el primer triunfo de Trump: una nueva etapa histórica gestada desde mucho antes encontró en él su expresión política. La pésima gestión de los demócratas explica su declive, y su derrota. Lo que no explica es por qué ganó Trump. Son cosas distintas que hay que explicar por deparado.
No solamente perdieron los demócratas: también ha sido aplastado políticamente el viejo establishment republicano. El reaganismo republicano se ha terminado. Los viejos republicanos que todavía siguen en pie es porque se han alineado con su candidato presidencial acríticamente. El perfil ideológico de los «conservadores» es muy diferente al de apenas una década atrás. Pero en gran parte siguen siendo la misma gente.
La situación es diferente a la del 2016. Hasta entonces, los fenómenos de ascenso de la nueva extrema derecha, como el de Le Pen en Francia, eran los del viejo fascismo y pos fascismo tras institucionalizarse, moderarse, «actualizarse». Hoy, y por influencia sobre todo de Trump, una nueva derecha institucional se radicaliza. Han tratado más de una vez de pasar por encima de las instituciones de la democracia burguesa, como en el asalto al Capitolio, pero están por ahora muy lejos de tener la fuerza para lograrlo. La mayoría están sujetos a la institucionalidad, pero incómodos con ella, y quisieran poder sacársela de encima.
Con el segundo mandato de Trump, ha entrado en una nueva crisis la globalización. Queremos responder, entonces, a dos preguntas: ¿Cómo es que el Partido Republicano se ha transformado tan profundamente? ¿Por qué fueron los demócratas incapaces de disputarles?
I- Los resultados, en números
Muchas encuestas han circulado dando cuenta de los cambios entre las elecciones del 2020 y las del 2024. Por ejemplo, un dato sobresaliente es que, por primera vez, los republicanos ganaron entre los hombres «latinos». Parece una cosa increíble, dada la campaña abiertamente racista, de odio, del trumpismo. «Vienen a contaminar nuestra sangre» dijo Trump, usando una retórica tan abiertamente nazi que no es necesario ni explicar por qué lo es. Pero todos esos datos están distorsionados por no tener en cuenta otro, completamente clave: la cantidad de votantes demócratas se cayó mucho, mientras que la de Trump subió levemente.
Las elecciones del 2020 tuvieron una participación muy alta. 15 millones de nuevos votantes se movilizaron a las urnas, la mayoría para rechazar a Trump. Fue un hecho inédito, dado que la participación electoral en Estados Unidos se ha estancado o directamente ha declinado por mucho tiempo. En 2020, los demócratas alcanzaron 81 millones de votos en las presidenciales, en 2024, 73 millones. En 2024, Trump fue votado por 76 millones de personas, en 2020 habían sido 74 millones.
Mientras los Biden-Harris han perdido votos, Trump ha conquistado nuevos. Que el GOP (los republicanos) se haya alzado con la mayoría absoluta de votos fue algo inesperado. Se esperaba que, si ganaban, iba a ser por obtener la mayoría en el Colegio Electoral, cosa que también consiguieron. Solamente una vez desde los 90′, en el año 2004, los republicanos habían conquistado la mayoría de los votos.
Es un hecho determinante que la extrema derecha tiene una fiel base social militante. Según un estudio de la Universidad UC Davis, el 15% de la población adulta se siente identificado con el movimiento político MAGA. No son suficientes para ganar una elección, pero le garantizan al trumpismo la primacía en el Partido Republicano.
Veamos ahora los números de la elección según género, «raza», edad, y nivel de estudios, según una encuesta realizada por Edison Research, vía Reuters. La imagen es de la BBC, en base a esa encuesta.
El mapa electoral marcadamente rojo que dejaron las presidenciales muestra una foto muy clara: aparentemente, la mayoría de los votantes estadounidenses se volcó a la extrema derecha. Y eso es verdad, pero solamente en parte. Hay muchos peros.
Las contradicciones de la opinión pública
El sentido común es algo «ambiguo, contradictorio y multiforme» escribió Gramsci, con completa razón. Lo cierto es que, no hay otra manera de interpretarlo, mientras la mayoría de la sociedad yanqui ha girando en su consciencia en muchos temas hacia «la izquierda», el voto a Trump ha sido el más sólido por muchos años.
Y ahora, ganó en el voto popular. Es algo completamente insólito. La mayoría de la población venía votando en tono «progresista» en casi todas las elecciones por más de 30 años. Si los republicanos conservadores pudieron gobernar fue por el Colegio Electoral, que les daba la presidencia sin ser mayoría. Hubo solamente dos ocasiones en las que los republicanos ganaron el voto popular: en el 2004 con Bush, cuando la guerra en Iraq estaba en pico de su popularidad después del 11 de septiembre; y ahora.
Veamos algunas de las «contradicciones» del voto en Estados Unidos.
Según las encuestas, la mayoría de los estadounidenses opinan que el debilitamiento de los sindicatos es algo malo. Buena parte de esa mayoría acaba de votar por un enemigo explícito de la organización de los trabajadores.
La mayoría de los Estados que votaron a Trump y también tuvieron referéndums por la legalización del aborto… votaron mayoritariamente por la legalización. Kentucky, Ohio y Kansas fueron los primeros. Nebraska hizo lo mismo, pero con una ley más restrictiva que la anterior. Missouri, Nevada y Montana fueron más allá porque incorporaron el derecho al aborto en sus Constituciones. En Florida fue mayoría el derecho al aborto, pero no se aprobó por las trampas del gobierno de De Santis. Solamente Dakota del Sur votó por la ilegalización prácticamente total.
La campaña estuvo cruzada también por las teorías de la conspiración del wokismo y la ideología de género, los espantapájaros de los reaccionarios para justificar su odio. Trump es vocero de esas campañas desde hace mucho. Pero el 70% de Estados Unidos apoya el matrimonio igualitario.
Hay otros datos que contradicen parcialmente lo anterior. La hostilidad a los inmigrantes, a veces con expresiones de brutal racismo, también ha crecido.
De nuevo. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué ganó Trump?
II- Sí, «es la economía, estúpido»… pero
La frase nació también para explicar una elección en Estados Unidos. Y sirve también hoy. Hay cosas que son sencillas: los demócratas fueron un fraude completo.
En 2020, Biden alcanzó un récord histórico de votos con un récord histórico de participación electoral. Una parte del electorado, normalmente apático, se había volcado a las urnas para echar a Trump. La polarización fue tan inaudita que Trump salió segundo… también con un récord de votos histórico, que superaba a cualquier triunfo presidencial anterior.
Pero el rechazo a Trump no fue el único motivo el triunfo de Biden. Se anunció como el presidente más progresista de la historia reciente, el mayor aliado de los sindicatos. Prometió que iba a implementar un salario mínimo de USD 15 dólares la hora. Esas eran promesas que resonaban en el tradicional voto obrero y progresista del Partido Demócrata. Y ninguna de esas promesas fue cumplida realmente. Peor aún, en la campaña de este año lisa y llanamente abandonaron toda consigna «progresista». Ni una propuesta le hicieron a los trabajadores para mejorar su situación.
A eso nosotros le sumamos algo más: la lucha de clases. El impacto de la Rebelión antirracista como respuesta al asesinato de George Floyd implicó un giro profundo en la situación política en un año electoral.
De hecho, las cosas para la mayoría fueron de mal en peor en estos últimos cuatro años. Ya dijeron muchos analistas hasta el hartazgo que las consecuencias inflacionarias de la pandemia y la Guerra en Ucrania le costaron caro a la gestión demócrata. Intentaron recuperarse moderando la inflación, pero los salarios no se recuperaron. De hecho, hay una manera bastante tramposa de presentar las cosas por parte del todavía oficialismo. Moderaron la inflación subiendo las tasas de interés, y los hogares yanquis dependen del endeudamiento para su consumo diario. Si las subas de los salarios y los índices de inflación indican que los primeros perdieron, pero no tanto; a eso hay que sumarle el costo adicional de préstamos más caros. La mayoría de los estadounidenses es más pobre que 5 años atrás.
Es obvio que, en estas circunstancias, una parte del electorado va a votar como oposición a la gestión actual. Los números oficiales no le llenan la heladera a nadie. Pero: ¿por qué debería ganar Trump con eso?
La imagen del caos de la gestión trumpista del 2020 todavía es relativamente reciente. Estados Unidos fue uno de los países avanzados en los que más duramente golpeó el coronavirus por la política oscurantista y negacionista de la gestión federal. Los años anteriores apenas si lograron sostener las tendencias ya existentes con Obama. La pregunta es, entonces: ¿por qué había más confianza en una eventual gestión económica de Trump? Esta es una pregunta que se está pasando relativamente por alto. Como si tuviera alguna respuesta obvia.
La respuesta, para nosotros, es que Trump hace promesas de transformación económica. Demagógicas, «populistas», sí. Pero su xenofobia fascistoide, su retórica nacional-imperialista y sus promesas de proteccionismo son una promesa de cambio a largo plazo de la situación económica. A nivel fiscal y social, Trump sostiene posiciones neoliberales rabiosas, pero no en cuanto a política económica externa. Sobre todo frente a China. Por otro lado, no es cierto que sea un «presidente antiguerra», pero ha logrado instalar esa imagen de todos modos.
Lo «cultural» y reaccionario, la xenofobia, el miedo a las transformaciones del mundo; todo esto es también un programa económico. Basado en mentiras y demagogia, pero es un programa económico que ha resonado en al menos 74 millones de votantes estadounidenses. Pero no es solamente una cuestión económica: la consigna «Make America Great Again» les promete recuperar una posición social que perciben perdida.
La campaña de los demócratas fue la defensa del status quo con algunos cambios menores, de bajo impacto. Algunos voceros e intelectuales de la gestión Biden, al principio de su mandato, prometían un giro más profundo y brusco. Pero esto vino acompañado de pocos hechos. También ellos han tomado la bandera de algún proteccionismo, pero sin romper con la política exterior tradicional ni con las reglas de la institucionalidad de la globalización (que fue, de nuevo, creada con hegemonía yanqui). El involucramiento en la guerra de Ucrania es parte de esa política, y así fue percibido en la opinión pública antes y durante las elecciones.
Insistimos: la campaña de Biden del 2020 lo quiso presentar como un nuevo gran aliado de los sindicatos y los reclamos de los trabajadores. Pero su gestión fue, en esto también, poco más que continuidad. Las batallas emblemáticas por la sindicalización de Amazon y Starbucks se dieron sin la ayuda del gobierno federal. La grandes huelgas no encontraron más que obstáculos con buenos gestos.
Trump es un enemigo declarado y agresivo de los sindicatos. Y, pese a que éstos tienen una popularidad muy alta, es él quien gana las elecciones. ¿Por qué? Porque tiene un programa alternativo: el proteccionismo agresivo.
Pensilvania era uno de los Estados clave para definir la presidencia cuando se pensaba que la elección iba a estar más disputada. La revista Jacobin realizó una encuesta entre los trabajadores del Estado que llevó a una conclusión muy clara. Las propuestas de «populismo económico» tenían muchísima más popularidad que la campaña de «defensa de la democracia».
La globalización económica sigue imperando en el mundo, pero sus consensos políticos se han roto.
Por otra parte, hay asuntos de tremenda importancia y actualidad que pesan significativamente en las conciencias de los votantes «progresistas» como el genocidio en Gaza y la protección del derecho al aborto. La defensa desvergonzada del genocidio sionista les ha valido la pérdida de muchos votos árabes y no árabes a los Biden-Harris. Esto fue determinante en su derrota en Michigan, uno de los Estados que definía las presidenciales y que cuenta con una de las comunidades árabes más importantes del país. Rashida Tlaib, congresista de origen palestino, renovó allí su mandato con amplia ventaja después de negarse a apoyar la candidatura presidencial de Harris. Ese es un dato que habla por sí mismo sin necesidad de explicar absolutamente nada.
Tras la caída del fallo Roe vs. Wade en la Corte Suprema, que garantizaba el derecho al aborto en todo el país, muchos esperaban que el gobierno de Biden asegurara ese derecho por ley a nivel federal. No lo hicieron, abandonando la causa a mini guerras a nivel de cada Estado. Mientras tanto, Trump se negó a tomar una posición de radical prohibición en todo el país. Sabía que era piantavotos. La polarización en torno a los derechos reproductivos de las mujeres, entonces, casi no se reflejó en los resultados de las presidenciales.
III- La globalización y los trabajadores estadounidenses
Las décadas de la globalización han traído grandes cambios en la sociedad estadounidense en general, y en su clase trabajadora en particular. Y esas transformaciones explican en gran parte la polarización política reinante, así como el ascenso del trumpismo y la extrema derecha. Las elecciones en Estados Unidos, la derrota de los demócratas y el segundo mandato de Trump se deben a motivaciones coyunturales. Pero hay ciertos cambios de largo alcance que son la razón profunda de un giro político que, por ahora, parece haber llegado para quedarse.
Las grandes ciudades de Estados Unidos se convirtieron en ciudades globales de comando y administración de la economía mundial, en las que proliferan los idiomas y las culturas de todo el globo. Las zonas rurales, por su parte, ven crecer el estancamiento y el temor por el futuro. Esto ha definido en gran parte la polarización política en Estados Unidos y otras potencias: unos cuestionan la situación actual mirando hacia adelante; otros, con nostalgia por el pasado.
Es algo común a toda la extrema derecha el uso de imágenes de un supuesto pasado glorioso al que hay que volver. La «nación» habría entrado en decadencia por la infiltración extranjera, y los viejos tiempos pueden volver sacándose de encima al «enemigo». El fascismo italiano recordaba con nostalgia a la gloria del Imperio Romano. Los nazis detestaban el mundo moderno de la industrialización y la proletarización, a las que asociaban con los judíos, y querían recuperar la «gloria» del viejo campesino pequeño propietario alemán.
La consigna de «Make America Grate Again» tiene la particularidad de ser un poco menos mentirosa, aunque sea mentira al fin, que los otros mitos de las glorias del pasado perdido. Si es cierto para todos los países del mundo que su situación económica depende de su posición en el mundo, lo es doblemente cierto para la primera potencia mundial.
Como en el resto del mundo, la globalización y la era «neoliberal» cambiaron el rostro de la clase trabajadora norteamericana. La paradoja de las cosas es que el imperialismo yanqui estuvo y está a la cabeza de la globalización, pero ahora el trumpismo consigue impunemente presentarlo como su víctima. Y ese es, de hecho, uno de los rasgos ideológicos comunes a toda la nueva extrema derecha. Pero no se trata de una paradoja meramente ideológica: Estados Unidos está sufriendo las consecuencias de su propio «segundo ascenso» como potencia hegemónica (el primero fue al final de la Segunda Guerra Mundial).
En las décadas anteriores a los 90′, Estados Unidos mantuvo su hegemonía sobre la base de ser la primera potencia industrial y financiera del mundo, el principal socio comercial de la mayoría de las naciones del planeta, tener el más grande mercado interno de todos los que habían habido, ser por lejos la principal potencia militar. Con la globalización, el capital norteamericano dio un paso inmenso nuevo en su penetración económica internacional. Para conquistar más ganancias y mercados, repartió por todo el globo su capital, expandiendo sus negocios como nunca antes, conquistando suelos hasta entonces vírgenes a su explotación. Lo mismo puede decirse de todo el viejo imperialismo occidental, sobre todo europeo, pero como socio menor.
Con la caída de la URSS y la «apertura» de China, se derrumbaron las fronteras que le ponían un freno. Simplificando, se puede decir que exportaron buena parte de su acumulación interna hacia el resto del planeta. Este es un fenómeno viejo, propio de la era imperialista y -antes- de la colonización. Pero con la globalización alcanzó escalas no vistas antes. El capital industrial podía explotar a decenas de millones de nuevos trabajadores por salarios más bajos. Los bancos podían prestar con intereses en mucho más lugares, a muchas más empresas e individuos, sujetar a nuevos países enteros con sus préstamos. Muchos suelos y recursos naturales se abrieron al saqueo.
El capital que producía en Chicago, Detroit o Búfalo pasó a producir mucho más y mucho más barato en Shenzhen, Bangkok, Yakarta y Hanói. Lo que hacía una fábrica en Estados Unidos lo hacían ahora muchas en China, Tailandia, Indonesia o Vietnam. Las «cadenas de valor» funcionan ahora entre muchos países como una sola fábrica funcionaba en una misma planta. No son ciertas las teorías superficiales de la era posindustrial: a nivel mundial, la clase obrera en general, y la industrial en particular, es mucho más grande que antes. Pero está repartida geográficamente de otra forma y es mucho más diversa.
Los principales explotadores, los mega ricos que estaban a la cabeza de la globalización, eran sobre todo estadounidenses. Pero al ampliar la escala de su poder y sus negocios, minaron las condiciones de hegemonía absoluta de su país, que fue lo que les permitió ser lo que son ahora. China le hace sombra a Estados Unidos como potencia industrial. El gigante asiático ya es el principal socio comercial de, por ejemplo, los países latinoamericanos, el clásico «patio trasero» de los yanquis, de Alemania e, incluso, de los propios Estados Unidos. Y como si lo anterior fuera poco, Estados Unidos pasó de ser el principal prestamista del mundo a ser el principal deudor, con China como acreedor mayoritario.
Y, de nuevo, este proceso de transformación económica fue encabezado enteramente por los capitalistas norteamericanos. Su miedo comienza a crecer cuando sus socios menores, los nuevos capitalistas chinos, empiezan a demostrar tener intereses propios y se vuelven lo suficientemente insolentes para hacerlos valer. Bajo el control férreo del Partido «Comunista», lograron un nivel de poder y riquezas que les permitió comenzar a sacarse de encima una parte de la tutela angloparlante. Desde hace algunos años, aunque con altibajos, China es el país con más mil millonarios del mundo. Y todo gracias a la globalización.
El trumpismo es, además de muchas otras cosas, una reacción defensiva de una parte de la clase capitalista yanqui a las consecuencias de sus propias acciones. La otra parte de la burguesía, la que rechaza a Trump, teme ver en peligro una parte de sus negocios por las impredecibles consecuencias de esa reacción. Porque los hechos son así se complejos. Los rivales, además de serlo, se necesitan mutuamente: la estabilidad estadounidense está atada a la china, y viceversa.
Las teorizaciones que estuvieron de moda sobre una mundialización del capital por encima de los Estados y prescindiendo de la importancia de los Estados, como las de Toni Negri, han demostrado ser palpablemente falsas. La muy presente existencia del imperialismo y los conflictos inter-imperialistas es evidente:
Para que se entienda sencillamente, la teoría del imperialismo es una que en el análisis del capitalismo combina la que son sus dos realidades estructurantes: no sólo la economía, sino los Estados en competencia… Esto significa, estructuralmente, que la tendencia al mercado mundial nunca puede ser llevada hasta su remate lógico: la actual globalización que vive el mundo, la más extendida en la historia del capitalismo encuentra sus límites, sin embargo, en que precisamente los Estados subsisten y vuelven por sus fueros (Roberto Sáenz, “Guía de estudio sobre la situación mundial”).
Los nuevos aires de proteccionismo pueden significar la retirada parcial de una ofensiva que fue demasiado lejos. Como si en la guerra los tanques hubieran llegado a la capital enemiga, pero se encuentran ahora rodeados, y sus líneas de abastecimiento amenazadas. La metáfora sería perfecta si fuera imposible dejar de producir esos tanques, y la ruina completa no usarlos. ¿Quién ha sabido de alguna vez de un capitalismo que voluntariamente se contrae, en vez de expandirse? Están buscando, a veces improvisando, un nuevo reparto de las cosas.
Una nueva división internacional del trabajo, una nueva clase trabajadora
La globalización significó también una seria transformación de la vieja división internacional del trabajo. Y ésta ha tenido, a su vez, un amplio impacto en las nuevas divisiones políticas en Estados Unidos y la mayoría de los países «desarrollados».
Ya en el siglo XX estaba relativamente desactualizado el planteo de que los países «desarrollados» eran los «industrializados» y los «subdesarrollados» los no industriales. Ya en el comienzo de la era imperialista, como señaló Lenin, esta nueva «fase superior» del capitalismo significó la exportación de capitales a los países dependientes. El concepto de «industrialización» es más complejo que «tener más fábricas». No basta con producir autos, hay que producir las máquinas que producen autos; hay estar a la cabeza del proceso en su conjunto, no ser el último eslabón de una larga cadena. Un país «industrializado», para serlo, necesita «producir para la producción».
El nuevo reparto del trabajo implicó trasladar, no a uno, sino a muchos países nuevos el proceso de producción y el de la producción para la producción. China es un país «industrializado» de pleno derecho, como lo son Corea del Sur o Taiwán. Hace cuarenta años no lo eran.
Hoy, hay una carrera económica y tecnológica internacional que es una de las dominantes de la geopolítica: la carrera de la fabricación de semiconductores. Los chips o microchips son una tecnología ultra sofisticada que funcionan como insumo básico para la producción en casi cualquier rama. Sin ellos, hoy en día, no se puede producir ni un teléfono celular, ni una computadora, ni un automóvil moderno. También son necesarios para la producción de drones de guerra. El control de su fabricación no es un problema puramente económico, también es una candente carrera militar.
Y la mitad de la producción mundial de semiconductores se encuentra en Taiwán. Por lo que un eslabón indispensable de la producción para la producción se encuentra centralmente fuera de las fronteras de los países imperialistas clásicos, en una isla ubicada al frente mismo de China. Una isla que Beijing, por otro lado, reclama como parte de China. Cualquier cortocircuito de las comunicaciones y el transporte internacionales deja vulnerable la producción del país que no pueda hacerse con todos los semiconductores que necesita.
Muchos de los viejos empleos industriales se perdieron para Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia. El Rust Belt (Cinturón del Óxido) es como se conoce hace mucho a las viejas ciudades industriales norteamericanas del noreste del país, por contener un tendal de fábricas abandonadas. El caso más emblemático es Detroit, pero también están Búfalo, Cleveland, Chicago, Flint, etc.
Pero la nueva división internacional del trabajo y las nuevas tecnologías crearon nuevos puestos en nuevas ramas. Mientras ciudades como Detroit veían su población reducirse, explotaron nuevos polos de producción vinculados a las nuevas tecnologías. En San Francisco emergió la emblemática Silicon Valley. Se la conoce así, precisamente, porque la silicona es el principal material semiconductor y la producción de la zona está ampliamente dedicada a los microchips y el desarrollo de nuevas tecnologías. Pero hay también nuevos centros de producción tecnológicos de enorme importancia en ciudades como Boston, Austin, Phoenix y Seattle. También en ciudades del Rust Bell como Chicago. Hay allí nuevos puestos de trabajo industriales ultra especializados.
Por otro lado, una parte de las tareas de dirección económica se proletarizaron. La población con educación universitaria pasó del 4% en 1950 a más del 33% en 2019. La clase trabajadora estadounidense, como en muchos otros países, ha alcanzado niveles de educación mucho más altos. Mientras una parte importante de la producción como tal se iba a otros países, las tareas de dirección del proceso económico crecían en las cumbres de la división internacional del trabajo. Son más de 20 millones de personas en Estados Unidos las empleadas en el área de los «negocios». Pero los nuevos puestos de trabajo especializados están lejos de haber reemplazado totalmente los otrora bien pagos trabajos manufactureros.
No vivimos en ese fantasmagórico mundo de la era posindustrial que imaginan algunos escritores. Rápidos para lanzar definiciones que suenen innovadoras, en los hechos están ignorando testarudamente los problemas políticos y económicos más candentes de nuestra era. En términos relativos, el PBI industrial de Estados Unidos ha decaído, lo que afecta su posición económica en el mundo. Uno de los problemas más urgentes del imperialismo yanqui es terminar con su dependencia extrema de la producción de semiconductores de países como Taiwán.
Una de las pocas medidas reales del gobierno de Biden de retroceso en la globalización ha sido el intento de reforzar la producción y desarrollo de semiconductores en suelo estadounidense. Con la ley CHIPS prometieron 280 mil millones de dólares de subsidios para trasladar esa industria fronteras adentro. Pero todavía su impacto está por verse, y no se ha recuperado aún el peso de la industria en la economía y el empleo. Y que así sea ha sido una de las cosas más determinantes tanto en la opinión pública hacia las elecciones como en la posición del imperialismo yanqui en el mundo.
El panorama de más empleos especializados y trabajadores «de cuello blanco», junto al aumento de la productividad, nos puede presentar a primera vista un espectáculo engañoso. Uno en el que el concepto de «clase trabajadora» puede parecer vetusto, uno en el que las promesas de «progreso» del capitalismo neoliberal se cumplieron. Pero no es así. Las tareas especializadas antes eran prerrogativa centralmente (pero no exclusivamente) de los que vivían de la extracción de plusvalor, de los explotadores. Hoy están mucho más en manos de los productores de valor y plusvalor, de los explotados. Un ejemplo elocuente de esta grieta de clase fue la huelga de guionistas en Hollywood. Fueron los escritores, que no son «trabajadores de cuello azul», los que protagonizaron ese fenómeno de la lucha de clases.
Hay un dato incontrovertible respecto a esto: los salarios de los trabajadores con calificación universitaria han bajado respecto a los 90′. La compensación media por hora trabajada, independientemente del rubro o la especialización, está estancada desde los 80′. Otro índice importante, sobre todo en un país con la salud absolutamente privatizada como Estados Unidos, es la cantidad de personas cuyo empleo les asegura tener seguro médico. Los trabajadores de educación secundaria y tienen seguro médico asegurado por su empleador pasaron del 24% en 1989 al 7% en 2012. ¡Los que tienen algún tipo de título universitario y tienen ese tipo de cobertura pasaron del 61% al 31% en esos mismos años! Todos estos datos se pueden encontrar en este estudio.
Los datos son claros: para la mayoría de los trabajadores estadounidenses, todo «progreso» se ha detenido. Para muchos, las cosas empeoraron. Y esto se debe a una combinación de motivos. Primero, y más importante, las derrotas del movimiento obrero de la «era neoliberal». No es casualidad que el estancamiento de los salarios acompañe la caída de la afiliación sindical. Segundo, ahora los salarios estadounidenses compiten más directamente con los del resto del mundo. Tercero, como consecuencia de los dos anteriores, se perdieron puestos en lugares de tradición sindical mientras se crearon en otros «vírgenes» de organización. Los grandes almacenes de Amazon (que son, en términos marxistas, empleo «industrial» productor de valor) se ubican centralmente en ciudades y Estados con menor presencia sindical tradicional.
Un proceso parecido comienza a darse en China: mientras los empleos de baja cualificación en la industria se trasladan al Sudeste Asiático, crecen los empleos especializados vinculados a las nuevas tecnologías.
El reflejo en un espejo invertido de la masiva nueva clase trabajadora especializada es la masa de trabajos precarizados, casi siempre vinculados también a las nuevas tecnologías. El fenómeno de la «uberización» del empleo es parte del paisaje de las grandes ciudades del mundo. Literalmente: si se recorre cualquier gran ciudad, saltarán a la vista rápidamente tanto sus rascacielos como sus trabajadores precarizados de aplicaciones.
Otra gran transformación en la clase trabajadora norteamericana producto de la globalización es el inmenso crecimiento de la inmigración. El porcentaje de inmigrantes pasó del 4,7% en 1970 al 14,3% en 2023. Son más de 47 millones de personas. Como hemos dicho, la globalización implicó la destrucción o contracción de algunos polos de producción y de acumulación, y la creación o crecimiento de otros.
Puestos de trabajo industriales se perdieron en muchas ciudades, junto a negocios que proliferan en la periferia de la gran industria. Se arruinó también mucho de la vida rural en la mayoría del mundo, haciendo crecer aún más el proceso de urbanización. En China, cientos de millones de campesinos se transformaron en la nueva clase obrera migrante. A los nuevos y pujantes centros de acumulación económica norteamericanos llegaron millones de estadounidenses, pero también muchos millones de «latinos», árabes, africanos y asiáticos. Y están empleados en los más diversos ramos. El origen étnico suele determinar el tipo de empleo. Sobre todo los latinos, son una reserva de mano de obra barata permanente, que incluso explica gran parte del (magro) crecimiento económico reciente.
La situación de los trabajadores de las grandes ciudades, como hemos dicho, también está estancada o es peor que antes. Pero esto se da en el marco del crecimiento general y la expansión cultural de estas zonas. Allí, pese a todo, parece haber futuro. No es el caso de la mayoría de las «comunidades» en zonas no favorecidas por la globalización. No solamente se han estancado sus ingresos, también los lazos sociales y económicos, junto a las perspectivas de futuro.
Nuevas y viejas divisiones políticas en el marco de la globalización
El mapa político electoral dejó un dibujo preciso de las divisiones políticas, de la polarización estadounidense. Si las elecciones estuvieron marcadas por alineamientos políticos tradicionales, éstos se cruzaron con nuevas realidades políticas. Empezamos por las más fáciles, las clásicas.
En primer lugar, está la división norte-sur. La polarización política de la Guerra Civil del siglo XIX sigue teniendo peso. Con algunas excepciones, los Estados que fueron parte de la Confederación, el bando esclavista de la guerra, votan consistentemente por la derecha. Son éstos los Estados de preeminencia racista, de esclavitud primero y segregación después. No es casualidad que el asalto trumpista al Capitolio del 6 de enero del 2021 estuviera plagado de banderas confederadas. Los Estados norteños suelen votar sistemáticamente a los demócratas, siempre con algunas excepciones. Antes, cuando los «progresistas» eran los republicanos, eran minoría en el sur; cuando los demócratas eran los conservadores, eran mayoría.
Muchos de esos Estados sureños, junto a algunos otros, son también parte del Bible Belt, el Cinturón Bíblico. Sobre todo en sus zonas rurales, la sociedad civil está ampliamente dominada por las iglesias evangelistas. No solamente es muy grande el poder político de sus pastores y masiva la participación en sus misas; también controlan universidades, organizaciones juveniles, grupos de presión política. No pocas veces han logrado instaurar en la educación formal el creacionismo… negando como una mera «teoría» a la evolución de las especies. La campaña electoral trumpista toma allí formas teológicas. Para muchos evangelistas, no se trata de combatir una opinión contraria. Piensan que están literalmente combatiendo al demonio. Genetically Modify Sceptic es un canal de Youtube interesante que refleja esa realidad social. El joven polemista texano que protagoniza ese canal solía ser un militante evangelista. Devenido en ateo, conoce muy bien el poder de las congregaciones fundamentalistas.
En el polo opuesto están las «costas» progresistas y las viejas grandes ciudades industriales. Estados como Nueva York y California son sólidamente «azules». En las ciudades del Rust Belt, pese a haber perdido buena parte de su vieja población, existe una gran clase obrera industrial moderna organizada en los viejos sindicatos de la AFL-CIO. Es también en esos Estados que se han dado las principales batallas por la sindicalización de la nueva clase trabajadora, como en Amazon y Starbucks.
Luego están, por supuesto, las divisiones políticas étnico-raciales, que siguen teniendo un peso inmenso. Las personas negras han votado mayoritariamente a los demócratas desde el gobierno de Lyndon Johnson. Fue éste quien cedió a la presión del movimiento por los derechos civiles (que tuvo a la cabeza a personajes histórico como Martin Luther King y Malcolm X) y le puso fin a nivel federal a las leyes conocidas como Jim Crow, de discriminación y segregación racial oficial. En nombre de la «libertad», el entonces candidato a presidente republicano -autodenominado «libertario»-, Barry Goldwater, se opuso al fin del racismo legal. Fue así que los republicanos, que habían sido el partido de Lincoln, perdieron el apoyo de la mayoría de las personas negras y se convirtieron en el partido de los rednecks racistas.
Finalmente, está la tradicional polarización política de clases. Con la Gran Depresión iniciada en 1929, los republicanos perdieron su larga hegemonía de casi medio siglo, con pocas interrupciones, tras la Guerra de Secesión. Su respuesta al crack fue seguir como si nada con la política de capitalismo de libre mercado, no intervinieron en la peor crisis económica de su historia. Los 30′ fueron una década de ascenso sindical.
El demócrata Franklin Delano Roosevelt llegó a la presidencia con la promesa de un New Deal («Nuevo Acuerdo») e instauró algunas de las primeras políticas de Estado de Bienestar a gran escala. Anticipándose en varias décadas a los gobiernos «progresistas» y el nacionalismo burgués de la segunda mitad del siglo XX, pudo así cooptar e institucionalizar a la mayoría de las direcciones sindicales.
Así se constituyó la conocida como Coalición del New Deal, que tenía al Partido Demócrata a la cabeza e incluía a la mayoría de los sindicatos, las organizaciones civiles e intelectuales progresistas, muchos movimientos por los derechos civiles, etc. La mayoría de la clase obrera, sobre todo la sindicalizada, votó mayoritariamente a los demócratas desde entonces. Con la excepción desde los 60′ de los trabajadores blancos racistas del sur.
Las bases sociales de estas tradiciones políticas se vienen erosionando desde los 80′. El punto de inflexión fue el gobierno de Ronald Reagan y el comienzo del «neoliberalismo». Y el ascenso de Trump parece venir a romper definitivamente con divisiones políticas que ya no se corresponden con la realidad del país.
Para empezar, la Coalición del New Deal tiene cada vez menos motivos para existir. Es la simple y llana verdad. De Clinton en adelante, los demócratas han abrazado la era neoliberal tanto como los republicanos de Reagan. Si casi por inercia se sigue sosteniendo parte del tradicional voto obrero demócrata, cada vez más los hechos son otros. Ya nadie puede asociar a las gestiones demócratas con el bienestar económico de los trabajadores.
Tanto republicanos como demócratas se han encargado sistemáticamente de debilitar las organizaciones obreras. Y, a la larga, lo han logrado. El 20,1% de los trabajadores estaban sindicalizados en 1983, frente al 10% en 2023. Hoy, entre los asalariados los votos están repartidos en partes iguales: 47% a Trump, 48% a Harris. Los demócratas tienen ventaja entre los trabajadores sindicalizados y contaban este año con el apoyo electoral del 50%, frente al 43% de Trump. Pero esta ventaja se ha reducido drásticamente respecto a las que tuvieron Hillary Clinton y Obama. Biden pudo haber recuperado ese apoyo… si no hubiera roto todas y cada una de sus promesas del 2020.
En cuanto a las divisiones étnicas, las personas negras siguen siendo ampliamente demócratas. Siendo quienes más sufren el racismo estructural del Estado y la sociedad, no es raro que un racista explícito les genere pocas simpatías.
Pero si hay algo que ha llamado la atención en las últimas elecciones es el vuelco al candidato xenófobo de una parte del voto latino. Para empezar, no hay ni hubo nunca un «voto latino» homogéneo. Una cosa es el «latino» cubano de Miami, a menudo un gusano expropiado por la revolución de 1959, otro muy diferente es el mexicano sin papeles que trabaja en los campos del sur del país.
La campaña racista y xenófoba de Trump tuvo su peso entre los «latinos» que también ven con miedo que desaparezca el American Dream en sus pequeñas comunidades rurales. Ellos también miran con desconfianza, y a veces odio, a las nuevas olas migratorias. No hay que perder de vista que las ideas de «etnia» y «raza» son cosas sumamente arbitrarias e históricamente maleables. En el siglo XIX, los inmigrantes irlandeses eran tratados tan mal como los mexicanos hoy. ¿Quién se acuerda? Hoy se los considera «blancos» de pleno derecho.
Por otra parte, los latinos que viven en carne propia la discriminación y el racismo tienen pocos motivos para apoyar a Biden-Harris. Ni una sola de las promesas de regulación de su situación, de darles papeles, fue cumplida. Al contrario, se sumaron a las campañas de xenofobia y mano dura contra la inmigración del trumpismo.
Una nueva polarización es, entonces, la de las zonas rurales y las ciudades globales. Si uno mira detenidamente los mapas electorales dentro de cada Estado, todas las grandes ciudades contienen un muy mayoritario voto «progresista». Es una división entre los que ganaron (o más bien, «empataron») con la globalización y los que perdieron. Y también entre los que temen a la inmigración y los que la viven cotidianamente. Porque es obvio: la mayoría de los inmigrantes viven en algunas grandes ciudades globales. Y la vida cotidiana muestra sin lugar alguna a las dudas que la mitología racista es eso, racismo y nada más que racismo.
Vinculada a esta polarización está la grieta educativa. Entre los que tienen algún tipo de educación universitaria, el apoyo a los demócratas es ampliamente mayor al del trumpismo. La experiencia universitaria es parte de una cultura crítica girada más bien a la «izquierda» y al progresismo. Y la masificación de las universidades las ha convertido en centros de formación de nuevos actores políticos. En particular, de una parte importante de la nueva clase trabajadora. Todos los datos que usamos al respecto están en este estudio.
Muchos interpretan esto como una grieta de clase. Pero, como hemos dicho, los estudios universitarios ya no son garantía de una posición dirigente en la economía capitalista. De hecho, uno de los límites que encontró la relocalización de la fabricación de semiconductores en el Estado de Arizona fue que no había suficientes obreros con la formación necesaria. La mayoría de los universitarios «progresistas» son también parte de una clase trabajadora relativamente empobrecida. Y quienes no lo son suelen votar más sistemáticamente a la derecha. Sí hay razones políticas para un creciente abismo entre trabajadores especializados y no especializados. Mientras el activismo culturalmente universitario solía volcarse a los sindicatos, hoy encuentra su lugar mayoritariamente en ONG’s de poca disruptividad.
Finalmente, no es necesario explicar mucho sobre la polarización política de género. El feminismo ha sido uno de los movimientos de lucha de más impacto de las últimas décadas, y Estados Unidos no es la excepción. El trumpismo, al expresar el odio reaccionario de quienes creen haber perdido la posición que merecen, se ganó también la simpatía de los hombres blancos que quieren tener la posición de jefe de familia, con autoridad absoluta sobre mujeres y niños.
IV- La globalización y la nueva extrema derecha: ¿Neoliberalismo «woke»?
El viejo fascismo y la nueva extrema derecha
El ridículo Elon Musk, en su nuevo papel de vocero de los delirios de la nueva extrema derecha, se quejó amargamente del «virus woke» en una entrevista con el delirante pseudo intelectual Jordan Peterson. Resulta que Musk cree tener todo el derecho a discriminar a su hija trans por serlo. Y, si su hija le devuelve el favor con un más que merecido odio, cree ser la víctima.
«Woke» («despierto», en inglés) es el título insultante que han inventado los reaccionarios resentidos para todo lo que no les gusta. Toda queja de que la sociedad es injusta y opresiva es tachada rápidamente de woke. En torno a esta palabra es que ha emergido una nueva de las tantas teorías de la conspiración de la extrema derecha. El rechazo al «wokismo» estuvo presente durante toda la campaña electoral.
Las teorías de la conspiración crecen como hongos con el emerger de la nueva derecha. Y por algo es.
La ofensiva neoliberal de los 80′, encabezada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, se dio bajo la insignia ideológica liberal-conservadora. También se generalizó en la mayoría de los países del mundo el régimen de la democracia burguesa. Después de todo, las cumbres de la clase capitalista sentían que ninguna oposición podía realmente afectar sus intereses, por lo que podían dejar «patalear» a algunos insatisfechos. Pero mucho ha cambiado desde entonces.
Los movimientos internacionales sin restricciones de capital vienen acompañados necesariamente de movimientos culturales, simbólicos, políticos y de personas. La globalización es el plafón de la circulación masiva de ideas e inmigrantes.
La circulación cultural ilimitada, la era del internet y la información permanente, ese ha sido el contexto de la emergencia de los movimientos de lucha más importantes de las últimas décadas. Las protestas y movilizaciones adoptaron muchas veces los mismos símbolos y consignas del otro costado del mundo. El pañuelo verde argentino es emblema internacional del feminismo. Las máscaras de gas de Hong Kong fueron replicadas en países como Chile o Venezuela. Toda protesta en un punto del planeta es atentamente seguida en redes sociales por otra en el costado opuesto.
La promesa de progreso permanente fue tomada de las manos de los liberal-conservadores para darle impulso de nuevas formas de activismo. Y las instituciones de la democracia capitalista cedieron más de una vez, presionadas por las luchas y (también) por sus propias promesas. Mucho se ha progresado en cosas como, por ejemplo, la extensión del matrimonio igualitario. Incluso grandes empresas e instituciones de poder han tenido que cambiar sus gestos para adaptarse a los nuevos tiempos. Muchos partidos, organismos y gobiernos quieren ahora mostrarse como impulsores de cosas que los superaron.
No es la primera vez, ni mucho menos, que el capitalismo engendra lo opuesto a las instituciones y relaciones sociales que le dan forma. La era de la colonización fue la que parió la idea e institución del Estado-nación, y es solamente bajo la forma del Estado-nación que los países oprimidos pudieron independizarse de sus colonizadores. Ya escribieron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista que el capitalismo crea tanto a su sepulturero (el proletariado) como las amas de su propio derrocamiento (las nuevas fuerzas productivas). Escribieron también que el sistema de producción burgués le da impulso a «la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades».
El capital crea las condiciones de la emancipación social y económica sin poder realizarla, porque la opresión es parte necesaria de su existencia. Necesita reprimir las consecuencias de su propio desarrollo, por un lado, mientras intenta darles soluciones parciales no definitivas, por el otro. No puede abolir la explotación del trabajo, porque es la base de toda su existencia, pero ha llegado a legalizar e institucionalizar los sindicatos. No puede ni quiere abolir la opresión patriarcal, pero puede intentar aliviar algunas de sus consecuencias mientras coopta e institucionaliza a sectores del feminismo y los movimientos LGBT.
Las bases de la nueva extrema derecha temen en esta nueva realidad ver perdida su posición en todos los ámbitos: económica, social, cultural. Pero, a la vez, todas sus aspiraciones están atadas al capitalismo. No pueden ni quieren ver las cosas como son: lo que temen es consecuencia necesaria de lo que quieren. Porque también es cierto que lo que temen es la antítesis de lo que quieren. La modernización y el cosmopolitismo económicos han venido necesariamente acompañados por la modernización y el cosmopolitismo culturales. Y sienten que tanto una cosa como la otra los pone al borde de la ruina.
Quieren el capitalismo sin sus consecuencias. Es la misma posición del pequeño burgués del fascismo en la primera mitad del siglo XX. Temía al gran capital, consecuencia necesaria del desarrollo capitalista, mientras quería defender su posición relativamente privilegiada en la sociedad capitalista.
Así, se hacen necesarios los chivos expiatorios y circulan sin cesar las teorías de la conspiración.
La economía capitalista internacional es lo que en la primera mitad del siglo XX había llevado a la ruina a millones de pequeño burgueses. Pero ellos no querían ver eso. Así que era necesario inventarse un enemigo poderoso, de envergadura internacional, al que se pudiera culpar de los males del capitalismo salvando al capitalismo. El fascismo les dio una respuesta: las finanzas judías, que en secreto supuestamente lo controlaban todo. Es a los judíos a quienes los nazis culpaban de todo progresismo cultural. «Bolchevismo cultural«, lo llamaban.
Algo análogo sucede ahora. Los reaccionarios de todos los pelajes quieren evitar la explicación del mundo que los rodea que está a la vista de todos. Necesitan un sentido diferente del mundo. No pueden culpar al libre comercio y la mundialización del capital, porque son su bandera a defender. Entonces, se inventan nuevas teorías de la conspiración, con nuevos poderes internacionales que están detrás de los cambios culturales contra los que quieren combatir.
En los últimos años, el cuco del globalismo vino a ocupar el lugar de la teoría de la conspiración del «judeo-bolchevismo internacional». Su última invención es que hay un grupo de «élites internacionales» que quieren crear un «gobierno mundial». Y que para poder hacerlo es que impulsan «debilitar las naciones» con «multiculturalismo», «ideología de género», etc. Toman cosas reales, como la existencia de la ONU, para inventarse delirios sin base alguna.
Es exactamente el mismo procedimiento ideológico de la conspiranoia nazi. Ni siquiera se gastan en inventarse palabras nuevas. La derecha francesa asusta a su público con el «islamo-izquierdismo». Los propagandistas ignorantes disfrazados de intelectuales como Agustín Laje, Jordan Peterson o Ben Shapiro repiten viejas teorías de la conspiración nazis cambiándoles algunas cosas. En vez del «bolchevismo cultural» de la propaganda de Goebbels hablan del «marxismo cultural», que sería responsable de horrores como la «ideología de género». De nuevo, ni siquiera se gastan en inventarse cosas nuevas. La idea del «marxismo cultural» fue creada por William Lind… un neonazi negacionista del Holocausto. El infame folleto «El libro negro de la Nueva izquierda» de Agustín Laje y Nicolás Márquez no hace más que repetir todo lo ya escrito por Lind, quitándole solamente las incómodas referencias a los judíos.
El trumpismo como tal es un fenómeno político bastante diferente al viejo fascismo, pero el estado de ánimo y la ideología de su férrea base social militante MAGA son idénticas a las del viejo fascismo. No es para nada casual que, siendo así las cosas, broten grupos abiertamente nazis al interior del trumpismo. Es el caso de los protagonistas de la movilización «Unite de Right» en Charlottesville en 2017. «Los judíos no nos reemplazarán» fue la consigna de la movilización trumpista. Es una consigna de los partidarios de la «Teoría del Gran Reemplazo», que sostiene que «el globalismo» está intentando reemplazar a la gente de raza blanca con inmigrantes negros, latinos y musulmanes.
La ideología nacional-imperialista de los republicanos de Reagan era expansiva. Esperaba, con optimismo, que la apertura de los mercados de la era neoliberal viniera acompañada de una natural hegemonía cultural de sus valores e instituciones. En ese régimen mundial, los Estados Unidos estarían siempre a la cabeza. Ahora, con una situación defensiva para el imperialismo yanqui, esa misma ideología nacional-imperialista se convirtió en otra cosa, en algo defensivo. La «apertura» económica y cultural ya no es vista como vehículo de su propia supremacía, sino de la de otros. Es, desde todo punto de vista, un sentimiento análogo al de los reaccionarios alemanes e italianos de hace cien años.
A la vez, el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2020 y la intentona golpista de Bolsonaro pusieron en evidencia que, de ser necesario, pueden querer pasar por encima de la democracia burguesa. Su régimen les puede resultar incómodo. Primero, porque sus proyectos estratégicos ya no son de consenso en la clase dominante y sus partidos. La alternancia y los contrapesos institucionales pueden poner en duda su viabilidad. Segundo, porque sus intenciones ultra reaccionarias generan respuesta y oposición popular, a la que también quieren aplastar. La nueva derecha surge y se desarrolla en los marcos de la democracia burguesa, pero no quiere verse limitada por ella para siempre.
Un capitalismo sin sus consecuencias, sin las contradicciones que le son inherentes, es una utopía reaccionaria. Trump es incapaz de cumplir sus promesas, de la misma manera que lo fue el fascismo. Su gobierno no puede traer ningún tipo de estabilidad. Solamente puede provocar más convulsiones sociales, políticas y geopolíticas. La movilización ultra reaccionaria ha logrado conquistar una mayoría en las elecciones de Estados Unidos, pero es imposible que el nuevo gobierno de Trump no traiga consigo una polarización aún mayor. Su ideología reaccionaria quiere hacer andar el carro del capitalismo sin una de sus ruedas. Y en esas condiciones es imposible no hacerlo chocar.
[…] El trumpismo 2.0 trae en su hoja de ruta la búsqueda de reafirmar el control imperialista yanqui sobre el mapamundi. Es un proyecto nacional – imperialista que buscará reforzar el dominio yanqui en un contexto que expresa cada vez más puntos de tensión geopolítica, cada vez más competencia entre potencias imperialistas (clásicas y en construcción). […]