1- La inflación retrocede, pero no se baja del escenario
Parece haber consenso en que la inflación viene en retroceso ordenado, lo que ha generado un cierto coro de panegiristas del capitalismo que canta loas al “aterrizaje suave”, es decir, una desaceleración de la inflación sin aumento de desocupación ni recesión, los habituales “daños colaterales”. Sin embargo, voces más sobrias admiten que es aventurado escribir el epitafio de la amenaza inflacionaria, por varias razones.
Comencemos dando cuenta del hecho de la desaceleración de la inflación: en enero, el índice inflacionario para todo el mundo desarrollado fue del 5,7%, contra un pico del 10,7% a fines de 2022 (“Curse of the Anglosphere”, The Economist, en adelante TE, 9390, 30-3-24). La inflación núcleo (que no considera alimentos ni energía) ronda el 4,8% Reino Unido, el 3,9% en EEUU y el 3,8% en Australia; Alemania, España, Francia y Canadá orillan el 3%, y en Italia, cayó al 2,3%. Sin embargo, las expectativas de inflación en EEUU señalan un 5,3% para los próximos 12 meses. Es menos grave que los temores de 2022, pero sigue lejos de ser asunto concluido.
Algunos de los factores que la alimentaron, incluido el principal, los cuellos de botella en las cadenas de suministros globales a la salida de la pandemia, se han resuelto;[1] otros, como la crisis energética derivada de la invasión rusa a Ucrania y el peligro de una disparada en los precios de los alimentos, se han morigerado, aunque sin desaparecer. La “inflación por suba excesiva de salarios”, cuco predilecto de los economistas liberales, se reveló como el fantoche que siempre fue. Hoy, los riesgos inflacionarios parecen venir no de las finanzas, ni de los salarios, ni de los bienes, sino de los servicios, que dependen más de condiciones locales y menos de las globales. De allí que haya aumentado la dispersión regional en el escenario inflacionario.
La llamada “última milla” del combate contra la inflación se está revelando más reticente de lo esperado. Esto puede tener consecuencias si la Reserva Federal, contra las expectativas actuales del “mercado” pero atenta a la evolución del índice de precios, decide un compás de espera en la baja de tasas de interés. Si eso sucede, el costo del crédito para las empresas no bajará, como estaba previsto, sino que seguirá carcomiendo las ganancias netas, lo que para muchas firmas “zombies” (es decir, que están en el límite de continuar operando y sin margen para reinvertir) puede ser demasiado. Y no son pocas: según Bloomberg, dentro del índice Russell 3000 el porcentaje de compañías que no registran ganancias llega al 32%; en los últimos 4 años superó siempre el 30%, cifra que sólo se había registrado en 2009, en plena recesión global por la crisis financiera.
En verdad, en casi todo el mundo desarrollado, con EEUU como casi única excepción de nota, y a semejanza de las condiciones previas a la pandemia, la preocupación mayor no es la inflación sino la anemia en el crecimiento económico, que trataremos más abajo. Aun así, para una visión optimista pero no eufórica, el resumen bien puede ser que “el problema de la inflación no es lo que era hace un año, pero para el mundo el peligro todavía no ha pasado” (“Held in suspense”, TE 9385, 24-2-24).
No es de extrañar que los voceros más avisados del capitalismo global se manejen con cautela respecto de la evolución de la inflación. Así como ni los propios cráneos académicos del pensamiento económico mainstream terminaron de dar cuenta de manera convincente del origen del rebrote inflacionaria, tampoco ahora parece haber mucho acuerdo sobre las razones de su aparente reflujo.
En cuanto se raspa un poco la superficie de las explicaciones de la academia económica burguesa sobre el reciente pico inflacionario y su evolución, lo que encontramos es una verdadera bancarrota teórica. Detrás de las invocaciones a la austeridad fiscal, a evitar los aumentos salariales o al manejo de la tasa de interés por parte de los bancos centrales suele haber más rutina ideológica que verdadero esfuerzo científico.
Al respecto, un ejemplo sorprendente es el súbito ataque de honestidad intelectual del keynesiano Larry Summers, ex secretario del Tesoro (ministro de Economía) de EEUU bajo Bill Clinton: “La teoría hacia la que muchos economistas se están orientando es que la curva de Phillips [que establece una relación inversa entre inflación y desempleo. MY] es básicamente plana, que la inflación se establece por las expectativas inflacionarias, y que las expectativas inflacionarias se establecen por las personas que forman expectativas inflacionarias. Y eso es un poco como la teoría de que los planetas giran en el universo debido a la fuerza orbital. Es una especie de teoría nominal más que una verdadera teoría. De modo que creo que la teoría de la inflación está en un desbarajuste [disarray] muy sustancial, tanto debido a los problemas de la curva de Phillips como debido a que no tenemos un sucesor muy convincente a la teoría monetarista” (citado por M. Roberts, “ASSA 2024 part one: the mainstream: growth uncertainty, inflation confusion, climate paralysis”, 8-1-24).
Roberts agrega cáusticamente que una de las alternativas propuestas a este impasse teórico, la del profesor del MIT (Massachussetts Institute of Technology) Ivan Werning, no termina mucho mejor. Werning “intentó elaborar una teoría de la inflación que cubriera todos los flancos. Todo empieza con excesiva demanda causada por demasiadas inyecciones monetarias del banco central y demasiado gasto público. Luego aparecen varias rigideces (monopolios, sindicatos, etc.) que también empujan los precios hacia arriba, y también shocks del precio de la energía; finalmente, llegan las expectativas inflacionarias. Todo este cóctel causal nos deja en el fondo sin ninguna explicación. No es de extrañar que Werning resumiera su largo discurso con las palabras ‘con frecuencia terminamos sabiendo menos de lo que sabíamos antes’. Ahí tienen la ciencia” (ídem).
Más allá de este desconcierto teórico (y político), cabe retener la idea de que ni la inflación fue un fenómeno pasajero, ni ha dejado de tener consecuencias. Mientras los gobiernos y economistas del sistema debaten qué y cómo hacer, miles de millones de personas en todo el mundo ya están pagando la cuenta del brote inflacionario en deterioro de ingresos y aumento de la incertidumbre económica y social.
En efecto, aunque las tasas de inflación se están moderando, “el daño ya está hecho. En promedio, los precios para la mayor parte del mundo capitalista desarrollado aumentaron un 20% desde el fin de la pandemia. (…) En 2023 el comercio global de bienes se contrajo, algo que sucede por primera vez en 20 años, excluyendo los años de recesión [2009 y 2020. MY]. La recuperación del comercio global 2021-2024 apunta a ser la más débil luego de una recesión global en el último medio siglo” (M. Roberts, “Davos and the melting world economy”, 16-1-24). Lo que nos conduce al siguiente punto: la (falta de) dinámica de la economía capitalista global.
2- Un crecimiento cada vez más mediocre
Hubo una feliz época del capitalismo mundial en que resultaba muy difícil establecer criterios de crecimiento económico propiamente globales en función de las fuertes diferencias regionales, lo que obligaba a trazar diagonales, promedios y resultantes no siempre muy integradas. Naturalmente, esas diferencias siguen existiendo, pero el patrón ha cambiado: al menos en el mundo capitalista desarrollado, el denominador común es un crecimiento anémico al punto que en muchos casos apenas puede calificarse de tal, incluso bordeando la recesión o el crecimiento cero en términos reales. De allí que la única excepción importante, la economía de EEUU, sea ensalzada por el establishment como si fuera una locomotora imparable. Veamos entonces el panorama con más detalle.
EEUU: los inmigrantes rescatan la (moderada) actividad económica
Por razones muy explicables, cualquier repaso de los medios de comunicación especializados en economía va a dejar como saldo una admiración unánime y sin reservas por la marcha de la economía estadounidense. Pero los titulares eufóricos anunciando que “la economía de EEUU vuela” deben ser tomados con la prudencia del caso y dejando espacio para un generoso margen ideológico: se cantan loas a un crecimiento del 2,5% anual de EEUU como “performance extraordinaria”, mientras que se califica de “decepcionante” e incluso “languideciente” el estado de la economía china, que en 2023 creció más de un 5%.
Así, el entusiasmo de los analistas capitalistas por la economía yanqui sólo encuentra justificación en términos relativos. Cuando The Economist dice que “la economía estadounidense post pandemia ha sido una maravilla (!), especialmente en comparación con otros países” (“That’s not all, folks!”, TE 9388, 16-3-24), debería corregirse esa absurda hipérbole con una afirmación más sobria, del estilo “la economía estadounidense post pandemia ha sido buena, pero únicamente en comparación con otros países”, muy particularmente los del G-7 (que incluyen, además de EEUU, a Canadá, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia).
Y no se trata sólo de los datos del año pasado, sino de una tendencia más amplia. En efecto, según datos del FMI, desde 2019 y hasta 2023, el PBI de EEUU creció un 8% en términos reales; la zona euro, poco más de un 3%; Japón, el 1%; el Reino Unido tuvo crecimiento cero. Lo que sí avanza a paso arrollador son los índices bursátiles, sobre todo los de Wall Street, a los que nos referiremos luego.
Por otro lado, en cuanto a la “espectacular” suba del PBI en EEUU, Roberts recuerda algo que en otras oportunidades hemos señalado: la diferencia entre el PBI y el ingreso bruto interno (IBI, sigla en inglés GDI), que es un medidor de actividad económica basado en la suma de los ingresos, esto es, ganancias más salarios. El IBI apunta al ingreso efectivo de las personas y a las transacciones reales (consumo), mientras que el PBI incluye activos que no necesariamente generan un ingreso, como stocks de bienes. Según Roberts, el aumento del IBI en 2023 fue prácticamente cero, por lo que un promedio con el PBI (un criterio que recomienda el Economist, por ejemplo) daría un crecimiento económico real del orden del 1,3%.
Esto se manifiesta en particular en la industria manufacturera, que viene en 13 meses de declive consecutivo, la peor racha en más de 20 años (M. Roberts, “Forecast 2024: stagnation, elections and AI”, 2-1-24). De modo que el sector más dinámico han sido los servicios, en primer lugar la tecnología digital y servicios médicos. Pero estamos muy lejos de una economía que “vuela”, como disparatan interesadamente los medios pro capitalistas. De hecho, la trayectoria de crecimiento actual de EEUU es más floja que la de la primera década del siglo y al nivel de la mediocridad de la segunda década, esto es, luego del estallido de la crisis financiera global.
Ahora bien, ¿a qué se debe que la economía de EEUU haya esquivado en 2023 múltiples pronósticos de recesión e incluso haya logrado cierto crecimiento, aunque mucho más “razonable” que “maravilloso”? Sin duda, ya vimos que no podemos confiar mucho en la sapiencia de los economistas para aportar elucidaciones científicas. Pero es llamativo que dos miradas opuestas, una liberal y la otra marxista, coincidan en la identificación del mismo factor como uno de los centrales.
Para The Economist, uno de los motores del crecimiento de EEUU fue la recomposición del mercado de trabajo post pandemia, que está hoy un 4% por encima (158 millones de trabajadores) del de 2019 (“That’s not all, folks!”, TE 9388, 16-3-24). A su vez, la explicación de esa mayor proporción de personas empleadas pasa, con mucha diferencia, por la inmigración: mientras que la fuerza de trabajo de personas nacidas en EEUU decreció ligeramente, la fuerza de trabajo de origen extranjero creció un 16% (4 millones de personas) desde fines de 2019. Sólo en 2023 entraron a EEUU 3 millones de inmigrantes, según el fondo de inversión PIMCO.
Por su parte, también Michael Roberts considera el aumento de la inmigración como un elemento clave del crecimiento económico de EEUU.[2] Contrarrestando la tendencia de la pandemia, la tasa de participación de la fuerza de trabajo de 25 a 54 años llegó al 83,5%, cerca de los máximos históricos. La brecha que se había abierto en la tasa de participación laboral durante la pandemia con la ola de renuncias (el fenómeno llamado Big Quit) se cerró ya a mediados de 2022. Y esto no podría haber tenido lugar sin un aumento de la inmigración (que, de paso, también sostiene la tasa de crecimiento poblacional en general, que fue del 0,9% en 2023).
No hay nación con más inmigrantes que EEUU: más de 45 millones de sus habitantes no nacieron en el país. Esto representa el 13,6% de la población total… pero el 18,6% de la fuerza de trabajo en 2023 (el 15,3% en 2006), no sólo por razones de composición etaria sino porque su tasa de empleo es mayor que la de los nacidos en EEUU. La tasa de crecimiento de la fuerza de trabajo inmigrante cuadruplica la de la fuerza de trabajo “nativa”: 4,4% contra 1,1% (M. Roberts, “US economy: saved by immigrants”, 13-3-24).
Contra la percepción de la derecha racista yanqui, la inmigración tiende a ser menos latinoamericana y más asiática, continente de donde ya proviene casi el 40% de los arribados a EEUU con fines de residencia. Y no es un influjo de “ilegales”: en 2021, por tomar el último dato, sólo el 4,6% de los trabajadores de EEUU carecía de autorización legal para trabajar, proporción que se mantiene desde hace casi 20 años. Y según el Pew Research Center, los inmigrantes sin papeles en EEUU son unos 10,5 millones, esto es, el 23% del total. Lo que significa que casi el 80% de las personas nacidas en otros países y residentes en EEUU lo hacen legalmente.
Aun así, cuando las encuestadoras consultan sobre los principales problemas del país, la primera mención –antes que la inflación o el estado de la economía– es para la inmigración. El clima antiinmigrante explica las buenas chances electorales del Partido Republicano y de Trump, que promete deportar “millones” de inmigrantes.
Dejemos de lado por ahora la paradoja de que el mismo factor que explica la expansión económica de EEUU sea el que acaso pueda darle la victoria a Trump en las elecciones de noviembre de este año.[3] En todo caso, cabe señalar que si éste es efectivamente un elemento importante en la ecuación, sin ser el único,[4] entonces el crecimiento de la economía puede estar seriamente comprometido, y no sólo en el obvio caso de una victoria de Trump. Al menos este año, Biden sabe que no puede dejar en manos de su rival un arma electoral tan valiosa como lo viene siendo la demagogia sobre “la invasión de inmigrantes por la frontera con México”. De modo que cabe esperar –ya está ocurriendo– un endurecimiento en las políticas migratorias por parte de la misma administración demócrata del “presidente más progresista desde Franklin D. Roosevelt”, como se ha llamado a Biden sin faltar del todo a la verdad.
Europa sigue sin salir del marasmo económico
Continuando una tendencia que viene como mínimo desde la crisis financiera de 2008-2009 –agravada por la crisis del euro en 2011– la Unión Europea y toda Europa siguen siendo un modelo de pantano económico. En 2023, Alemania, el Reino Unido, Suecia y Países Bajos estuvieron técnicamente en recesión (al menos dos trimestres), mientras que Italia, Francia y Japón apenas le escaparon, con índices de crecimiento misérrimos inferiores al 1%. Desde 2019, el continente tuvo menos de un 4% de crecimiento en términos reales, la mitad que EEUU, y tanto el Reino Unido como Alemania experimentaron una caída en el PBI per cápita desde 2019.
La UE es la región más abierta del mundo en comercio e inversión. El comercio de bienes y servicios representa el 44% del PBI, el doble que EEUU. Este rasgo, que condujo en la primera etapa de la globalización (años 90 y primera década del siglo XXI) a una consolidación del proyecto de la Unión Europea y del conjunto de las economías, sobre todo en Europa Occidental, ahora resulta, irónicamente, una fuente de problemas.
Más allá de aspectos estructurales de la economía europea que en general no retomaremos aquí, Europa acusa el impacto de dos grandes shocks recientes que son específicos del continente: la guerra en Ucrania y la nueva “amenaza” económica china. Ésta última ya no remite a las inversiones en áreas de infraestructura sino a las exportaciones del gigante asiático en rubros que, como los vehículos eléctricos, desafían a varios de los gigantes de la UE. A esos dos frentes The Economist agrega un tercero: las consecuencias, a nivel geopolítico pero también estrictamente económico, de un eventual nuevo gobierno de Trump (“First Putin, now Xi. Next Trump?”, TE 9390, 30-3-24).
No nos detendremos aquí en las consecuencias económicas de la guerra en Ucrania, que son conocidas y hemos tratado en otro lugar.[5] La mayor novedad está en los nuevos problemas en la relación con China. Por lo pronto, y como parte del giro económico estratégico que veremos enseguida, China importará de la UE menos equipos de alta tecnología, autos y maquinaria, en la medida en que se va volviendo más autosuficiente en esos rubros. Esto ya representa un golpe sensible para muchas compañías europeas con un sustancial volumen de facturación en China, entre ellas las automotrices alemanas, en el marco de un déficit comercial de la UE con China del orden de los 400.000 millones de dólares anuales.
Pero lo que más quita el sueño en Bruselas (y en las demás capitales nacionales) es la competitividad que exhibe China en sectores de alta tecnología, que además serán de punta en los próximos años. En autos eléctricos China ya ostenta el 9% del mercado en Europa Occidental, y su presencia es aún mayor en turbinas para generación de electricidad con energías limpias y paneles solares. Mientras que a la UE construir una respuesta en el plano productivo o normativo le resulta, por la arquitectura misma del bloque, lento y trabajoso,[6] la dinámica de las empresas chinas avanza con botas de siete leguas. Un agravante es que para la UE un “desacople” o incluso una menor exposición al “riesgo China” (de-risking) es altamente problemático, sea porque conduce a un aumento sustancial de costos para los consumidores, por carencia de alternativas o por una combinación de ambas cosas.
Otro riesgo para la marcha económica de la UE es, como vimos, un eventual triunfo de Trump en las elecciones de noviembre. Trump podría imponer no sólo un arancel base del 10% (aunque Robert Lighthizer amenaza con tasas incluso mayores), sino aranceles de represalia contra la UE, por ejemplo, por las medidas regulatorias y multas contra las tecnológicas, todas de origen estadounidense.
Por último, una cuestión estructural irresuelta de la UE, de larga data, es que una cosa es el tamaño gigante del mercado común y otra muy distinta es la posibilidad de producción y comercio a esa escala. En los hechos, mercados como el de servicios están lejos de la unificación y siguen fragmentados, y hasta el comercio intra UE de bienes encuentra barreras formales e informales. Para decirlo sintéticamente, es la Unión Europea, no los Estados Unidos de Europa. Y eso es un lastre en todos los terrenos, desde la conformación de gigantes tecnológicos (hoy, todos son o estadounidenses o chinos) hasta la articulación de una política de defensa común frente al desafío de una guerra en curso en su propio territorio. Plano en el que un Trump retirándose de o vaciando de contenido a la OTAN promete una crisis casi existencial.
China recalibra y se prepara para más choques con EEUU
Es evidente que hay mucha hipocresía y doble vara en los comentarios de la prensa occidental sobre la economía china. Después de todo, el crecimiento económico de China en 2024 fue del 5,2%, más del doble que la “extraordinaria performance” de EEUU. Y no es sólo el año pasado: desde el comienzo de la pandemia, el crecimiento de EEUU fue del 8,1%, contra el 20,1% de China. Por lo demás, si las perspectivas para EEUU este año son relativamente similares a las de 2023 –o incluso algo más bajas–, nadie espera ningún derrumbe de la economía china: desde el FMI hasta el Partido Comunista Chino prevén una suba del PBI del orden del 5%.
Sí es verdad que hay un debate respecto del modelo de crecimiento económico, y que el estallido de la burbuja inmobiliaria representa un problema serio, que se imbrica y ramifica con una crisis de deuda de bancos y gobiernos locales. Pero las predicciones sombrías del estilo de las de Martin Wolf, del Financial Times, en el sentido de que el crecimiento chino va a reducirse a niveles “japoneses” –es decir, prácticamente de estancamiento– parecen más una exageración ideológica que otra cosa.
El propio régimen chino admite haber hecho un giro desde las exportaciones industriales como motor principal a lo que Xi Jinping llama el “modelo de doble circulación”, con un peso mayor del consumo y el ahorro interno,al que ahora se agrega un plan estratégico concentrado en alta tecnología y energías limpias. Roberts se burla con razón de los agoreros pro capitalistas que vaticinaban el derrumbe de la economía por “exceso de inversión y ahorro” y escaso consumo interno, cuando el crecimiento del consumo interno es mayor que en los países del G-7. Para no hablar de la tasa general de crecimiento económico, que como hemos visto es casi cero o incluso negativa en 2023 para casi todo el G-7, salvo EEUU. Tampoco se equivoca Roberts al señalar que, para la economía china, mucho más preocupante a mediano plazo que el “consumo insuficiente” en general es la necesidad de limpiar el circuito infernal de especulación inmobiliaria (“China’s next decade”, 8-3-24).
En efecto, el desplome de grandes conglomerados inmobiliarios como Evergrande dejó al descubierto toda una serie de disfuncionalidades económicas entrelazadas: financiamiento espurio de provincias y ciudades, bancos con deudas incobrables y crecimiento de la desigualdad económica, ya que capas de la población con mayores ingresos usaban la compra de viviendas como inversión, mientras sectores mucho más amplios padecían la falta de acceso a la vivienda, sobre todo en las ciudades. Todo lo cual generó un “crecimiento económico” con fuertes rasgos improductivos, especulativos y peligrosos –el sector inmobiliario llegó a abarcar el 25% del PBI–, al amparo de un PCCh que hizo la vista gorda hasta que el problema se hizo demasiado grande como para seguir tapándolo.
En consecuencia, se está dando ahora una avanzada regulatoria contra los bancos que tienen deuda “tóxica” a niveles críticos. Durante años, los bancos recurrieron a diversas maniobras financieras y contables para ocultar la verdadera proporción y estado de esos activos “non-performing” (basura). De manera controlada pero firme, las autoridades financieras chinas buscan que esas entidades empiecen a blanquear el pasivo real. (“Hide and seek”, TE 9390, 30-3-24).
Más allá de esto, el desafío mayor en el próximo período, desde el punto del PCCh y Xi Jinping –que razonan completamente en términos geopolíticos de aspirantes a gran potencia, y para nada en términos de dirigencia “comunista”–, es la continuidad y profundización de una política de creciente autarquía (complementada con un “friendshoring”, en espejo a la política comercial de EEUU) en el plano tecnológico y de insumos básicos.
El resto del mundo capitalista desarrollado se debate en el pantano del crecimiento mediocre, el control de la inflación y el creciente endeudamiento. En lo que es casi un espejo invertido, China muestra un crecimiento razonable –aunque bajo para los parámetros chinos–, un índice de precios más cerca de la deflación que de la inflación y una deuda pública (no así la privada) bajo control. Por lo tanto, son otros los fantasmas que acechan a la dirigencia china: los de la confrontación comercial, tecnológica y geopolítica con “Occidente”, ocupe quien ocupe la Casa Blanca (pero que sería más volátil y difícil si el inquilino es Donald Trump).
3- ¿Madura una burbuja bursátil?
Los mercados de Bolsa globales tuvieron en el primer trimestre de este año su mejor performance en cinco años, liderados por Wall Street y, dentro de la Bolsa de Nueva York, por los gigantes tecnológicos (las “siete magníficas”, que en realidad ya no son siete sino cuatro o cinco). Sin embargo, los récords bursátiles esconden performances muy distintas entre las grandes tecnológicas –como las citadas “siete magníficas”: Alphabet (Google), Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla– y casi todo el resto.
En octubre de 2023, el índice Standard & Poor’s 500 (las 500 mayores compañías que cotizan en Wall Street) habían pegado un salto de 2,4 billones de dólares en valor de mercado desde comienzos de año. Pero si se desagrega esa cifra entre las “siete magníficas” y el resto, el resultado es que aquéllas (que a la vez eran las siete más grandes de toda la lista) subieron 3,4 billones de dólares de capitalización bursátil, mientras que las otras 493 perdieron en conjunto 1 billón de dólares. Desde entonces, las “siete magníficas” han resultado ser cuatro: Alphabet, Apple y Tesla quedaron muy por detrás de las otras y no superaron el promedio del “S&P 493” (AI revoir”, TE 9390, 30-3-24).
De hecho, si se mira la evolución desde octubre de 2022, se observa que el índice Russell 2000 (que abarca a ese número de empresas, más representativo de la economía real que el S&P 500) aumentó su capitalización de mercado –es decir, no en términos reales sino nominales de valor de acción– sólo un 20%. En tanto, el “S&P 496” (esto es, excluyendo Amazon, Meta, Microsoft y Nvidia) subió apenas algo más, sin llegar al 30%. En cambio, las cuatro grandes duplicaron largamente su valor de capitalización de mercado, con una suba promedio de más del 140% (“From bull market to bubble?”, TE 9388, 16-3-24)
Otros indicadores de la economía mainstream al respecto también son preocupantes. Uno de ellos, al que nos hemos referido en otras oportunidades, es la ratio entre precio (valor de Bolsa total de la firma) y ganancias, ajustado por ciclos económicos (sigla inglesa CAPER). Pues bien, en este momento, esa ratio para el conjunto de las compañías del S&P 500 está hoy en 34,3 (es decir, el valor de Bolsa es 34 veces el volumen de las ganancias). Esa ratio, además, supera el factor 30 prácticamente desde el año pasado. Eso sólo ocurrió dos veces antes en la historia de Wall Street: en 1929 (CAPER 31,5) y en 1999, antes del estallido de la burbuja de las punto.com (CAPER 44,2) (“Problems in the horizon”, TE 9386, 2-3-24).
La exuberancia bursátil es tal que vuelve, una vez más, la pregunta insidiosa: ¿es real o es una burbuja? Aquí talla la cuestión de la relación entre la euforia bursátil y las ganancias reales de las compañías. Varias voces coinciden en que esta tijera no puede sostenerse mucho más. Michael Smolyansky, de la Reserva Federal, augura “el fin de una era” de ganancias bursátiles divorciadas de la performance real, así como “un crecimiento significativamente más bajo de las ganancias y de la tasa de retorno de las acciones”; el banco Goldman Sachs habla de que “los vientos de cola de los últimos 30 años difícilmente aporten mucho impulso en los próximos años”; el fondo AQR Capital Management sostiene que “una reedición de la performance de las acciones de la década pasada requeriría una serie de supuestos realmente heroicos” (ídem).
La ratio CAPER es sólo una de las medidas posibles de la relación entre el valor de capitalización de mercado de una acción y sus reales perspectivas, considerando en este caso sus ganancias anuales. Recordemos que el valor de capitalización de mercado (market cap) es simplemente el resultado de multiplicar la cantidad de acciones emitidas por una compañía por el precio de cada acción.
Hay otros criterios, y veremos en seguida qué resultado arrojan respecto de la posibilidad de una burbuja bursátil. Por ejemplo, el economista James Tobin propone dividir el valor de mercado de una o varias compañías (suele tomarse el índice S&P 500) por el valor de reemplazo de sus activos tangibles, físicos. Este “coeficiente Tobin” (Tobin’s Q) ha tenido un promedio histórico de 0,83. Su valor actual es casi un 80% mayor, a saber, 1,48.
Otro economista heterodoxo, Robert Shiller, mide la ratio entre capitalización de mercado y el promedio de las ganancias de los últimos diez años (lo que en el fondo es una variante estabilizada de la CAPER). Pues bien, el “índice Shiller” está no ya muy por encima del promedio histórico, sino incluso superior al de 1929 y sólo por debajo de 2000, antes del estallido de la burbuja de las punto.com.
Finalmente, tenemos el “índice Buffett”, propuesto por el mega inversor Warren Buffett, el “oráculo de Omaha” y uno de los hombres más ricos del planeta. La medida de Buffett es simplemente comparar el valor de mercado bursátil con el PBI, es decir, con la economía real. También aquí, el resultado da una clara sobrevaloración respecto del promedio histórico (M. Roberts, “From the Magnificent Seven to the Desperate Hundred”, 7-3-24).
En 2023, las ventas de las “siete magníficas” –cuya capitalización de mercado conjunta orilla los 12 billones de dólares, cifra que equivale casi a dos tercios del PBI de China y la mitad del de EEUU– crecieron un 15%, y sus ganancias un desorbitado 58%. Pero para las otras 493 empresas del índice S&P 500, las cifras fueron unos muy magros 3% y 2%, respectivamente.
El frenesí es colectivo: casi el 60% de los estadounidenses son tenedores de acciones de una manera u otra, la proporción más alta desde que el dato se mide seriamente, a fines de los 80. Que esta manía especuladora abarque hasta a los inversores más pequeños es, decía el gran economista marxista Henryk Grossmann en 1929 (¡antes del crash de octubre de ese año!), un indicador fiable de burbuja a punto de estallar (y de vaporizar los ahorros de los incautos).
4- Se afianzan dos factores de inestabilidad: endeudamiento y desigualdad
Suben las tasas, sube la carga de la deuda
Mientras tanto, la cuestión del endeudamiento público y privado no sale de la escena, sino más bien al contrario, amenaza ponerse más en el centro. En el caso de EEUU, la deuda privada de compañías no financieras está cerca de máximos históricos, rondando el 75% del PBI. En tanto, la deuda soberana global ya trepó a un nuevo récord de 313 billones de dólares (más del triple del PBI mundial), contra 210 billones una década atrás. La continua suba de tasas de interés encabezada por la Reserva Federal, que llevó la tasa de referencia de casi cero al 5,5% anual, tuvo su contrapartida en el aumento de volúmenes de deuda que antes sólo crecían por otras razones. Y el riesgo mayor se concentra, claro está, en los países pobres y “emergentes”: según estimaciones del FMI, a fin de hacer frente a sus obligaciones financieras soberanas, al menos 100 países deberán reducir el gasto en educación, salud y servicios sociales.
Las alternativas que ofrecen los “organismos multilaterales” son conocidas: a) condonación de deuda (disponible sólo en casos extremos y sólo para los países más pobres, y nunca sobre el total), b) reestructuración (en general con quita sobre el capital y/o los intereses, bajo condiciones leoninas, lógicamente) o –la preferida por el FMI y lo que normalmente termina sucediendo– c) recorte de gasto fiscal, incluyendo subas de impuestos o retiro de subsidios casi siempre en detrimento de la mayoría de la población. Ajuste clásico, en suma. Por algo Roberts resume con certera ironía su panorama económico con el título “De los Siete Magníficos a los Cien Desesperados”.
La desigualdad bate récords de obscenidad
En su habitual informe presentado en Davos este año, la ONG Oxfam consigna que la extrema riqueza y la extrema pobreza han aumentado de manera simultánea por primera vez en 25 años, y cita al Banco Mundial en su reconocimiento de que “probablemente estemos ante el mayor incremento de la desigualdad global y la pobreza desde la Segunda Guerra Mundial”. Los datos son impactantes: desde 2020, el 63% de la nueva riqueza generada en el mundo (26 billones de dólares) fue capturado por el 1% más rico de la pirámide de ingresos. Y cuando vamos a los ingresos de los hiper ricos, los “milmillonarios”, el cálculo de Oxfam es que cada una de esas menos de 3.000 personas ganó 1,7 millones de dólares por cada dólar de nueva riqueza que fue a parar a una persona perteneciente al 90% más pobre del planeta. Como sintetiza Gabriela Bucher, directora ejecutiva de Oxfam International, “esta década se está transformando en la mejor de la historia para los milmillonarios; son los ‘roaring twenties’ para los más ricos del mundo” (citado por M. Roberts, “Davos and the melting world economy”, 16-1-24).
Sucede que uno de los pilares del crecimiento de las ganancias, bursátiles o no, no ha tenido que ver con las condiciones “normales” de la actividad económica sino con un factor en el fondo extraeconómico: la tremenda reducción de la carga impositiva a las grandes corporaciones. Esa reducción ha permitido, en el caso de EEUU, que las ganancias netas pasaran de un incremento promedio en términos reales del 2% anual entre 1962 y 1989 al 4% anual en el período 1989-2019. Ese diferencial no se origina en saltos de competitividad o mayor eficiencia en términos operativos, sino que, según Smolyansky, “se debe íntegramente a la baja de los impuestos a las empresas y de la tasa de interés” (ídem).
Veamos el desarrollo de esa baja de impuestos:
Impuesto a las ganancias de las grandes empresas, tasa bruta en %
1980 1990 2000 2010 2020 Dif. 2020-1980
EEUU 50 39 39 39 26 -24
Alemania 60 55 40 30 30 -30
Francia 50 42 42 35 32 -18
Reino Unido 52 35 30 28 19 -33
Fuente: elaboración propia s/datos de Tax Foundation/The Economist
De esta manera, como reconoce The Economist, “la suba de las ganancias netas es en realidad un resultado de impuestos y tasas de interés más bajos. Cuando se miden las ganancias subyacentes [por resultado operativo. MY], el crecimiento es mucho menos impresionante” (ídem). En efecto: un estudio para todos los países de la OCDE (en su mayoría, desarrollados), muestra que mientras que el ingreso neto de las empresas respecto del PBI aumentó más de un 80% en el período 1995-2022 (en una línea ascendente continua sólo interrumpida por la crisis financiera de 2008-2009 y la pandemia), el ingreso operativo –es decir, sin considerar el impacto de los impuestos– apenas supera el 30%.
Ahora bien, ese ecosistema de tasas de interés bajas e impuestos a las empresas en perpetuo descenso no va a continuar. Más allá de lo que ocurra con la inflación y las decisiones de tasa de la Reserva Federal, es evidente que el escenario de “financiamiento gratuito” de los últimos años se ha terminado. Y los vientos tampoco son muy favorables en materia de impuestos a las corporaciones, y no sólo porque Biden haya propuesto un piso global del 15% y ahora amenace con empezar a revertir la baja de impuestos a las empresas.[7] El escenario económico y político global ha mutado, y las coordenadas que rigieron en las dos primeras décadas del siglo (que a su vez venían de la herencia del ciclo de globalización neoliberal post caída del Muro de Berlín) están decididamente en cuestión.
5- Perspectivas
Uno de los temas que aparece de manera recurrente al discutir el futuro de la economía es el eventual impacto de la inteligencia artificial y los “grandes modelos de lenguaje” (large language models, o LLM) en la productividad, el empleo y el crecimiento económico.
Los eternos tecno-optimistas como Goldman Sachs apuestan a que el desarrollo de la inteligencia artificial podría dar un nuevo impulso al aumento de la productividad –a qué costo en términos de puestos de trabajo es algo que les suscita mucha menos preocupación– y salir de una vez de la paradoja de Solow, vigente desde los años 80.[8] Kenneth Rogoff forma parte del grupo de los entusiastas de la IA, pero al menos tiene la precaución de advertir que antes de cantar victoria habrá que evitar una crisis de deuda en las economías periféricas a partir de la suba de tasas de los bancos centrales de los países desarrollados (M. Roberts, “ASSA 2024 part one: the mainstream: growth uncertainty, inflation confusion, climate paralysis”, 8-1-24). Sin embargo aquí sólo tenemos espacio para mencionar el tema en passant, dado que por su relevancia merece un estudio separado.
Nos concentraremos entonces en los posibles escenarios relativos al crecimiento económico, en el marco que evaluamos más arriba. Cabe apoyarse aquí, en primer lugar, en las prognosis de los “organismos internacionales multilaterales”, que, como suele suceder, son bastante convergentes.
Con EEUU “volando” a algo más del 2% y la UE por debajo del 1% –lo que deja un promedio de un magro 1,5% para las “economías avanzadas”–, el pronóstico del FMI de un crecimiento global del 3,1% para 2024 (claramente por debajo del 3,8% promediado entre 2000 y 2019) será sostenido por los “emergentes”, y decididamente no por todos sino por un puñado de países sobre todo asiáticos, en particular India y China.
FMI – Panorama Económico Mundial enero 2024, revisado en febrero 2024
Previsión de tasa de crecimiento anual del PBI, en %
2023 2024 2025
Mundo 3,1 3,1 3,2
Economías avanzadas 1,6 1,5 1,8
EEUU 2,5 2,1 1,7
Zona Euro 0,5 0,9 1,7
Alemania -0,3 0,5 1,6
Francia 0,8 1,0 1,7
Italia 0,7 0,7 1,1
España 2,4 1,5 2,1
Reino Unido 0,5 0,6 1,6
Canadá 1,1 1,4 2,3
Japón 1,9 0,9 0,8
Emergentes y en desarrollo 4,1 4,1 4,2
Asia (sin Japón ni Surcorea) 5,4 5,2 4,8
China 5,2 4,6 4,1
India 6,7 6,5 6,5
Emergentes Europa 2,7 2,8 2,5
Rusia 3,0 2,6 1,1
Latinoamérica 2,5 1,9 2,5
Medio Oriente y Asia Central 2,0 2,9 4,2
África Subsahariana 3,3 3,8 4,1
Las cifras que manejan tanto el Banco Mundial como el Foro Económico Global (sigla inglesa WEF) no difieren en lo sustancial, ni en los valores absolutos ni en la distribución. El informe del WEF dice que “aunque un ‘aterrizaje suave’ parece ser hoy lo que prevalezca, el panorama a corto plazo sigue altamente incierto. Hay múltiples fuentes de presiones inflacionarias continuadas del lado de la oferta hacia los próximos dos años, desde la influencia de El Niño hasta la potencial escalada de conflictos. Y si las tasas de interés siguen relativamente elevadas durante más tiempo, las empresas pequeñas y medianas y los países fuertemente endeudados van a estar particularmente expuestos a crisis de deuda” (citado por M. Roberts, “Davos and the melting world economy”, 16-1-24).
Por lo tanto, podemos considerar el pronóstico del FMI como un razonable consenso del capitalismo global sobre la marcha de la economía este año. Y un resumen apropiado es el de Douglas Porter, economista jefe de BMO Capital Markets Economics: “Las economías más grandes van a crecer menos en 2024 que en 2023, pero los recortes de tasa, el enfriamiento de los precios de alimentos y energía y la normalización de las cadenas de suministros van a impedir que caigamos en una recesión global” (citado en Roberts, ídem). A lo que Roberts agrega que “cuando se sacan de la ecuación a China, India e Indonesia, el resto de las economías del Sur global, en particular las más pobres y populosas, enfrentan otro año de seria crisis de deuda pública. (…) El 2024 parece que será un año de desaceleración del crecimiento para la mayoría de los países, muchos de los cuales van a caer en recesión en Europa, Latinoamérica y Asia. La crisis de deuda en los países (…) que no son productores de energía o minerales va a empeorar. De modo que incluso si EEUU evita una caída este año, no va a resultar un ‘aterrizaje suave’ para la mayoría de la población del mundo” ((M. Roberts, “Forecast 2024: stagnation, elections and AI”, 2-1-24).
Lo mismo opina el Banco Mundial, que aun descartando una recesión en EEUU, advierte que “la economía global se encamina hacia su peor lustro de crecimiento en 30 años”. De hecho, su pronóstico de crecimiento global es aún más bajo que el del FMI, un 2,4%, en lo que sería el tercer año consecutivo de descenso del crecimiento. De allí que el economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial, Indermit Gill, concluye que “sin una drástica corrección de rumbo, los años 2020 van a terminar siendo una década de oportunidad desperdiciada” (citado por M. Roberts, “Davos and the melting world economy”, 16-1-24).
Y cuando se observan las perspectivas del propio FMI para 2025, que no presentan ningún salto considerable en ninguna región del mundo, lo que parece consolidarse es la idea de que, lejos de una reedición de los “roaring twenties” del siglo pasado, los años 20 del siglo XXI continúan el curso de crecimiento mediocre de la década anterior.
Claro que con el agravante de la incorporación de inestabilidad y crisis geopolíticas globales a niveles inéditos desde el fin de la Guerra Fría: el propio WEF apunta el peligro que representa para el capitalismo la “polarización societal”, es decir, la creciente brecha entre ricos y pobres derivada del estancamiento económico, el crecimiento de la desigualdad y la erosión que sufren las instituciones y partidos políticos del sistema.
Este pesimismo es replicado por el Informe de Riesgos del Foro Económico Mundial en las conclusiones de su encuesta hecha a los participantes en Davos: “Entrando en 2024, subrayamos un panorama predominantemente negativo para el mundo en los próximos dos años, que se espera que empeore a lo largo de la próxima década. (…) El panorama es marcadamente más negativo más allá de un horizonte de 10 años; casi dos tercios de las respuestas esperan un panorama tormentoso o turbulento” (ídem).
Tal es el veredicto de los propios dueños del mundo que se dan cita en Davos: tenemos por delante un bienio malo, un lustro peor y una década todavía peor. No parece la mirada propia de una clase social con una larga historia de éxitos que conduce orgullosamente el mundo hacia un destino estratégicamente trazado, sino la de una banda de advenedizos a quienes les han asignado una misión que les queda demasiado grande. Para los oprimidos y explotados del mundo, no hay tarea más urgente que evitar que el futuro del planeta quede en manos de semejante pandilla de belicistas rapaces, insensibles, incapaces e irresponsables.
[1] El economista marxista Michael Roberts no es el único en sostener que la causa principal de la inflación reciente –y, por ende, de su retroceso posterior– está en la disrupción de las cadenas de suministros globales por la pandemia y su reacomodamiento posterior. Por ejemplo, un informe de la aseguradora alemana Allianz asigna –con cierta arbitrariedad– un 55% del descenso de la inflación a la recomposición de las cadenas de suministros, un 25% al “anclaje de expectativas” de que la Reserva Federal actuaría en caso de espiral inflacionaria y un 20% a las medidas efectivamente tomadas por la Fed en términos de suba de la tasa de interés (“Persistent debate”, TE 9379, 13-1-24).
[2] Esto representa un cambio de posición del marxista británico. Hace unos meses disentíamos con Roberts cuando éste explicaba la continuidad de la baja tasa de desocupación por un descenso de la inmigración. Al respecto, señalábamos que eso podía ser plausible para Europa, pero de ninguna manera para EEUU, que ya por entonces mostraba cifras importantes de aumento de la inmigración. Ver “¿Un ‘nuevo consenso de Washington’ no (tan) neoliberal?”, nota al pie 1, agosto 2023 (disponible en izquierdaweb).
[3] La edición del 27-1-24 de The Economist planteaba desde la portada, con preocupación, “Cómo la frontera [EEUU-México] le puede costar la elección a Biden”.
[4] Hay que considerar también, lógicamente, el impacto del aumento del gasto estatal gatillado por Biden. Para horror de la ortodoxia liberal rabiosamente pro mercado, The Economist se ve obligado a reconocer que “una medida clave” para entender las razones de la “maravilla” del crecimiento de EEUU fue “el robusto estímulo económico durante la pandemia del orden del 26% del PBI, más del doble del promedio del mundo desarrollado. (…). Esta generosidad alimentó la inflación pero también aseguró un crecimiento rápido” (“Pumped up”, TE 9388, 16-3-24).
[5] Hemos pasado revista a algunas de ellas en “Europa en camino a la recesión”, septiembre 2022 (disponible en izquierdaweb).
[6] La UE intenta defenderse contra la avanzada china en autos eléctricos con una investigación de supuestos subsidios estatales, lo que habilitaría medidas arancelarias. Claro que China no se queda de brazos cruzados: bien mirados, casi todos los rubros exportadores (también en Europa) son susceptibles de incluir alguna forma de protección o subsidio estatal.
[7] En su descripción de las políticas de Biden, a quien llama el “octogenario radical”, The Economist identifica cinco rasgos principales: “Primero, el deseo de apoyar a los trabajadores, en general mediante sindicatos. Segundo, más gasto social, sobre todo en educación preescolar. Tercero, una política de competencia más dura para limitar a las grandes empresas. Cuarto, una ola de inversión estatal que busca hacer a EEUU más ‘verde’ y más productiva. Y por último, Biden quiere que las grandes empresas y los ricos paguen buena parte de la cuenta por todo esto. (…) Biden fue sorprendentemente radical en su primer mandato. Si las elecciones lo ayudan, puede ir aún más allá en el segundo” (“The octogenarian radical”, TE 9382, 3-2-24).
[8] Recordemos que el economista Robert Solow decía, ya a mediados de los 80, que el avance de la tecnología informática se notaba en todos los rubros de la economía… menos en el aumento de la productividad.