Los países aspirantes, los emergentes pobres y los pobres a secas

Quinta parte del artículo "Economía y política globales en tiempos de Trump".

Se ha hecho un lugar común hablar de “mundo multipolar”, pero la expresión es imprecisa y engañosa. Remite a un hecho real, la desaparición de la bipolaridad de la guerra fría y de la aparente “unipolaridad” del período inmediato post 1989 (los 90 y el sueño imperialista de una pax americana para todo el siglo). Pero esos “polos múltiples” no son simétricos ni tienen la misma entidad. El imperialismo yanqui sigue siendo categóricamente dominante sobre todo el mundo y mucho más aún sobre sus pares de Occidente, con los cuales aleja la distancia relativa que los separa (algo que no ocurría con esa claridad en las primeras décadas de la segunda posguerra). Frente a ese polo, la única fuerza aspirante real a disputar la hegemonía global en relativa paridad de condiciones es China, aunque parte de mucho más atrás. Rusia es una superpotencia nuclear al nivel de EEUU, pero con ese solo ámbito no alcanza; su estructura económica primarizada no muestra ni de cerca el dinamismo productivo y tecnológico de China, que, como vimos, sólo es comparable al de EEUU.

Dicho esto, es verdad que la creciente falta de control de EEUU sobre los desarrollos internacionales abre la posibilidad de que otros actores distintos a los imperialismos europeos tradicionales –cada vez menos relevantes y dependientes de EEUU– pretendan hacerse valer en la arena global con aspiraciones de potencias “nuevas” a nivel regional y con cierta proyección.

Este proceso es todavía tan inicial que no habilita, a nuestro juicio, a definir la arquitectura geopolítica del mundo como “multipolar”, pero sí corresponde dar cuenta de su desarrollo, sus alcances y límites. En este capítulo, además, intentaremos un repaso muy somero de la actualidad económica de las regiones del “sur del mundo”, donde se concentran la mayoría de los países pobres y atrasados del planeta.

5.1 Los advenedizos de los BRICS: aspiraciones y realidades

Aquí haremos referencia a algunos de los países más importantes de los llamados BRICS, bloque que en su momento agrupó a los “emergentes” de mayor peso económico: China, Rusia, India y Brasil, a los que poco después se incorporó Sudáfrica. En su última reunión aprobó el ingreso de otros países, ya de menor entidad económica pero que comparten un rasgo común: el de postularse como actores con aspiraciones a ejercer influencia en la arena global.[1]

No obstante, y pese a las ensoñaciones de populistas varios, que pretenden entronizarlo como el próximo reemplazo de la hegemonía estadounidense a nivel global, la espuma de los BRICS ha bajado rápidamente. Es verdad que si se agrupa el PBI (calculado por poder de compra) de sus miembros es incluso mayor que el del G-7, que agrupa a las principales potencias de Occidente, pero medir su influencia respectiva desde allí, como hacen algunos comentaristas apresurados, es un craso error de unilateralidad.

Por lo pronto, hablar de “bloque” ya es casi en sí una exageración.[2] No ya solamente por la disparidad de tamaño, población y nivel de desarrollo de sus miembros originales, y mucho más si incluimos a los nuevos aspirantes, como Irán, Arabia Saudita, Etiopía, Egipto y los Emiratos Árabes, sino por la casi nula coordinación de objetivos económicos comunes (ni hablar de los geopolíticos). De hecho, varios de los actuales o futuros miembros tienen conflictos de diversa entidad entre sí (China con India, Irán con los Emiratos y Arabia Saudita, Brasil con Rusia y otros).

Mucho menos puede suponerse que la existencia de los BRICS representa una amenaza seria para el papel dominante de EEUU y su moneda en el comercio mundial (la idea de “desdolarización”). No hace falta postular la inmortalidad de la divisa estadounidense o de la hegemonía yanqui para comprender que la estructura comercial y financiera del capitalismo globalizado actual no va a ser reemplazada de un día para el otro. En ese sentido, la creación de “Bancos del Sur” como el Nuevo Banco de Desarrollo (NBD), o las meras declaraciones en cumbres como la de Kazán, Rusia, sede del último encuentro del bloque ampliado, quedan en mociones de anhelo. Así lo reconoció un ex funcionario del South African Reserve Bank: “La idea de que las iniciativas de los BRICS, de las cuales la más prominente hasta ahora ha sido el NBD, vayan a reemplazar a las instituciones financieras multilaterales dominadas por Occidente es un sueño imposible [pipe dream]”. Como resume Roberts: “Los BRICS son un grupo variopinto cuyos gobiernos no tienen una perspectiva internacionalista, mucho menos basada en el internacionalismo obrero, en muchos casos liderados por regímenes autocráticos donde los trabajadores tienen poca o ninguna capacidad de decisión, o por gobiernos que siguen fuertemente atados a los intereses del bloque imperialista” (“IMF and BRICS: no return to Bretton Woods”, 20-10-24).

India

Una vez que quedó claro que China representa mucho más que el mayor de los emergentes y que en realidad, en todos los planos, juega en otra categoría respecto de los demás socios del bloque, el mayor ruido lo ha generado el llamado “ascenso de India como potencia”. La estructura económica y social de la India presenta bolsones tan grandes y profundos de atraso y pobreza que la definición es risible; el nuevo lugar que efectivamente India ocupa en la escena internacional debe medirse con parámetros mucho más matizados. No podemos repetir aquí desarrollos y conclusiones sobre los aspectos más estructurales del país de un amplio estudio reciente que publicamos sobre la realidad del segundo gigante asiático (“India: sueños y realidades de una aspirante a potencia global”, mayo 2024, izquierdaweb), de modo que sólo haremos unos breves señalamientos.

Se ha dicho, con razón, que es sólo cuestión de no mucho tiempo (dos años o menos) para que India supere a Japón como la tercera economía del mundo por tamaño de PBI. Sin embargo, otra cosa es que cumpla un rol dinamizador de la economía global. Con la misma población que China, su fuerza de trabajo es sólo el 75% del otro gigante asiático, diferencia que se explica en parte por la escasez de mujeres que trabajen, una de las tantas rémoras debidas al atraso cultural del país. De allí que esté lejos de ocupar el lugar de China como el centro manufacturero del mundo.

Al respecto, incluso las previsiones más optimistas ubican las exportaciones de bienes de India para 2030 en no más del 3% del total global. Para tener una medida, se trata de una cifra que Corea del Sur, con una población casi 30 veces menor, alcanzó hace una década. Es cierto que en servicios esa proporción podría ser del doble, pero aun así, la fuerza laboral empleada en los centros de servicios tecnológicos que son un punto fuerte de la economía india no excedería las 3,4 millones de personas, según la consultora Price Waterhouse. En este como en otros aspectos, los panegiristas de la “nueva India” toman una realidad limitada a nichos bien localizados y la generalizan de manera tan abusiva que induce inevitablemente a error.

La característica número uno de la economía india es la brutal desigualdad en todo: en los desarrollos regionales, en la incorporación de tecnología digital (y en el impacto relativo de ésta), en el ingreso per cápita, en la distancia entre sectores de punta y el mundo rural (y urbano) atrasado, etc. Por eso, hay que tomar siempre cum grano salis las habituales erupciones de entusiasmo de la prensa occidental, siempre presta a intentar comparar el capitalismo “bueno” de la India con el “malo” de China, cuando describe las novedades indias.

Entre otras razones, porque las estadísticas de la “pro occidental” India son mucho más arbitrarias y cuestionables que la de la “totalitaria” China. De manera sistemática, la autoridades indias desechan todo estudio o informe que arroje luz sobre indicadores negativos del país como basados en “metodología cuestionable” (informe de la OMS que estima los muertos por covid en diez veces que las cifras oficiales), “serios problemas metodológicos” (informe del Global Hunger Index sobre desnutrición que pone a India en el puesto 115 sobre 125), “métodos no científicos” (índice ambiental que ubica a India en el puesto 176 sobre 180), y la lista continúa. ¿Desocupación juvenil en el 16%, y del 41% para los universitarios recién egresados? “Debilidades metodológicas importantes”. A veces, el gobierno desmiente sus propias cifras, como cuando el Hindustan Times publicó que sólo el 56% de los indios tiene tres comidas diarias.

Otro ejemplo reciente del sesgo informativo fueron los plácemes de la prensa occidental sobre cómo la “modernización financiera” de India llegó a las masas, que abrazarían con pasión el “capitalismo popular”. Lo de la masificación no es falso: uno de cada cinco hogares indios tiene acciones de empresas, contra uno de cada 14 hace sólo cinco años. La vía para que aparezcan tantos “inversores populares” es la extensión y digitalización de entes financieros como fondos de pensión y mutuales, que ofrecen un umbral de entrada por valores tan bajos como 3 dólares. Las y los influencers estrella recomiendan inversiones en instrumentos como derivativos y futuros. Hay más de 200 millones de cuentas en fondos mutuales, casi todas digitales.

En EEUU, donde la cuasi inexistencia de un sistema estatal de pensiones obliga a muchos aportantes a convertirse, de grado o por fuerza (vía los fondos de pensión privados o semiprivados), en “inversor de Bolsa”. De allí que los comentaristas yanquis hayan subrayado con particular euforia el desarrollo de un sistema con rasgos similares (en mucho peores condiciones para la población de a pie, desde ya). No será ninguna sorpresa para las personas formadas en el marxismo constatar que el resultado de esta fiebre es el mismo de siempre: un informe de septiembre de la autoridad regulatoria financiera de la India reveló que el 90% de los inversores individuales pierde dinero en esas operaciones. La ratio entre precio y ganancias de las empresas listadas en Bolsa en la India es de 23, índice que se aproxima a niveles de burbuja (el promedio de países emergentes es 12). Por supuesto, los millones de advenedizos aspirantes a inversores llegaron al final de la burbuja, en el momento en que los inversores reales se retiran.[3] El episodio no por previsible deja de ser altamente simbólico de los sueños y realidades de un capitalismo que todavía exhibe mucha más sombra que cuerpo.

Cerraremos con la ubicación de India como actor global, cuestión que reviste su complejidad. Hemos señalado en nuestro estudio ya mencionado que India busca proyectar imagen y cuerpo de actor global, sobre todo en regiones como el sudeste asiático y África (continente que es un verdadero escenario de confrontación entre potencias reales y advenedizas por influencia económica y política). India duplicó su número de embajadas en África en diez años, y es ya el cuarto socio comercial y la quinta fuente de inversión extranjera directa del continente. Pero sigue muy lejos de China, el principal socio comercial de 120 países y que ejerce mayor influencia que EEUU en 61 de los miembros del antiguo G77, además de ser el más influyente de todos en 31 de ellos (India, sólo en seis países).[4]

India define su política exterior como “multialineamiento”. Esta deliberada vaguedad significa que se pueden sostener a la vez, por ejemplo, buenas relaciones con EEUU –algo manchadas por las torpes intervenciones de espionaje intentando asesinar separatistas sijs en territorio yanqui y canadiense–; cooperación en el Quad con EEUU, Japón y Australia; rispideces con China en el área de redes sociales, pero a la vez conteniendo un largo conflicto de trazado de fronteras, y excelentes relaciones comerciales con Rusia, a la que India le compra petróleo barato (ignorando las sanciones de EEUU) y, sobre todo, armas.

La estrategia de EEUU de acercar más estrechamente a India al “bloque occidental” a partir de su ingreso al Quad (versión corta de Quadrilateral Security Dialogue, nacido en 2007), para explotar la rivalidad con China –que considera al Quad una “OTAN asiática”– tuvo logros muy limitados. Por ejemplo, el Quad emitió a principios de año una declaración –impulsada por EEUU–que aludía veladamente a las pretensiones de China sobre Taiwán. Sin embargo, esto no se traduce en una alianza firme o formal entre EEUU e India, que no tiene intención de renunciar a intentar cierto deshielo en la relación con China (ambos países acaban de convenir en reanudar los vuelos directos, por ejemplo) o a debilitar sus históricos lazos con Rusia.

Rusia

Es sabido que la importancia geopolítica de Rusia se sostiene sobre todo en su inmenso arsenal nuclear, sólo comparable al de EEUU. Pero fuera de ese criterio, y a pesar de los relativos avances de Putin en la invasión a Ucrania, la ubicación internacional de Rusia no es de ascenso sino más bien de decadencia y retroceso, especialmente a la luz del creciente protagonismo de China.

Cualquier abordaje del estado de la economía y la sociedad rusas –algo que no intentaremos aquí– sólo puede partir hoy del impacto de la guerra con Ucrania, que atraviesa, y distorsiona, los parámetros habituales. El gasto de defensa de Rusia alcanza el 6% del PBI, el máximo desde el fin de la Guerra Fría; para tener una medida, el gasto de defensa de EEUU durante la guerra de Vietnam promedió el 9% del PBI. Pero la economía rusa actual es mucho más frágil que la de EEUU en los años 60 y 70, de modo que el esfuerzo bélico está dando lugar casi a lo que podríamos llamar economía de guerra, que representa un cimbronazo general para toda la sociedad.

La tasa de interés del Banco Central ruso supera el 20% anual, un máximo en dos décadas. Una tasa tan alta, que afecta la capacidad de crédito, esta vez tendrá consecuencias en la actividad económica, con una fuerte desaceleración del crecimiento en 2025 a menos del 1,5%. Si bien Rusia viene desmintiendo los pronósticos sombríos sobre su economía, y el gobierno ha tomado medidas para suavizar el impacto de la guerra en la vida cotidiana –por ejemplo, mediante subsidios a las tasas de préstamos hipotecarios–, eso no puede sostenerse mucho más. Rusia lleva ventaja sobre Ucrania en el frente de batalla y en el desempeño económico, pero Putin no puede darse el lujo de sostener indefinidamente una guerra de desgaste. La promesa de Trump de ponerle fin al conflicto en 24 horas no será literal, pero es inocultable que, por razones y con saldos distintos, tanto Putin como Zelensky –y la población rusa y ucraniana en general– suspirarían con alivio a la firma de un acuerdo políticamente digerible.

Un estudio del Public Sociology Laboratory en el interior de Rusia encuentra que el estado de ánimo de la población respecto de la guerra es de desafectación y falta de entusiasmo, pero que esto no se traduce todavía en críticas abiertas a Putin y su régimen. Los nacionalistas-militaristas pro Putin son una minoría, y una minoría aún más pequeña son los que se oponen –con los cuidados del caso– a la guerra. Hay una especie de patriotismo moderado y no a cualquier costo, con algo más de la mitad esperando que la guerra termine una vez que Rusia haya “concretado sus objetivos”, fórmula de estudiada vaguedad que suele utilizar Putin.

Entretanto, una inflación algo más alta (cerca del 10%) pero con un desempleo muy bajo (2,4%, como era de esperar dado el reclutamiento para el ejército) muestran una economía que no está al borde del colapso, pero que ya empieza a sufrir un serio desgaste. Durante los dos primeros años de la guerra, el Estado ruso pudo sostener el gasto militar sin comprometer los subsidios y créditos a las empresas. Pero ese margen se acabó, y en 2025 habrá aumentos a los impuestos a las ganancias de las empresas. La Unión de Shopping Centers de Rusia –uno de los sectores más favorecidos por medidas de crédito barato– advirtió que si las medidas de apoyo no continúan, más de 200 shoppings irán a la quiebra.

A esto se debe sumar el costo económico de la pérdida de vidas, en cifras que no son nada despreciables: se calcula en unos 200.000 muertos y medio millón de heridos. Hay en el frente unos 700.000 soldados, y otros 650.000 rusos huyeron del país y del llamado a filas. El reclutamiento se mantiene en unos 30.000 hombres por mes, con una prima por alistarse que pasó de 200.000 rublos (unos 2.000 dólares) al inicio de la guerra a 1,2 millones (algo más de 10.000 dólares) en la actualidad (“All disquiet”, TE 9425, 30-11-24).[5] Con una tasa de fertilidad de 1,4 (muy por debajo de la tasa de reposición de la población de 2,1), tanto la cantidad de habitantes en general (144 millones) como la de la población en edad laboral (75 millones) están cayendo en términos absolutos. Se trata de un problema que, como veremos más abajo, está lejos de afectar sólo a Rusia, pero que en el contexto de la continuidad de la guerra afecta desproporcionadamente las perspectivas de dinamismo económico.

5.2 Las “potencias intermedias”

La ampliación de los BRICS en 2024 incorporó sobre todo países musulmanes: Egipto, Irán, Emiratos Árabes y Arabia Saudita, además de Etiopía (un tercio de cuya población es musulmana). Esos países sumados representan aproximadamente el PBI de Italia, o el 2,4% del PBI mundial, y unos 350 millones de habitantes.

De ellos, los que intentan, y están en condiciones de, tener cierta proyección e intervención internacional son Irán, Arabia Saudita y Emiratos. A esa lista cabe agregar no más de dos países, ninguno miembro de los BRICS y ambos de mayoría de población musulmana: Turquía e Indonesia. Los demás “aspirantes a aspirantes” son países de peso poblacional pero con serios problemas económicos (Egipto) o más estructurales (Etiopía), o bien países con holgura económica pero demasiado pequeños (Qatar, que por otro lado tiene relaciones conflictivas con sus “hermanos mayores” de la Península Arábiga).

Irán

Comencemos con Irán, el peso más pesado del grupo. Esta categorización obedece a varias razones: a) el tamaño de la economía, de la población y la ubicación geográfica del país sobre el Golfo Pérsico; b) la influencia política y religiosa del régimen chiita, con aliados políticos y militares en Iraq, Yemen, Líbano y Siria; c) sus relaciones fluidas con China y Rusia, y d) el desarrollo de su tecnología nuclear, que lo tiene al borde convertirse en el décimo país del mundo con armas atómicas.

Dicho esto, el régimen iraní está lejos de pasar su mejor momento. A los reveses sufridos por sus aliados Hezbollah en Líbano y Hamas en Gaza se le suma que el ataque aéreo israelí del año pasado destruyó buena parte de sus defensas antiaéreas y plataformas de lanzamiento de misiles convencionales. Las sanciones impuestas por EEUU dificultan la exportación del crudo iraní y contribuyen a una economía en crisis, que a su vez genera fuerte descontento político en una población ya poco afecta a un régimen política y culturalmente muy opresivo. En verdad, es posible que la teocracia impuesta desde 1979 esté en su momento de mayor debilidad en décadas.

La carta fuerte de que dispone el régimen es su creciente capacidad de generación de material nuclear. Cuando Trump decidió en 2018 retirar a EEUU del acuerdo Joint Comprehensive Plan of Action, cerrado en 2014 por Obama con las firmas del China, Rusia, Reino Unido, Francia y Alemania, Irán se sintió con vía libre para profundizar el plan nuclear que el pacto se proponía demorar. En 2024, Irán producía 7 kg por mes de uranio enriquecido al 60% –cerca del umbral para uso bélico y lejos de cualquier uso civil–, material suficiente para construir dos bombas nucleares por año.

La perspectiva alarma infinitamente a Israel, que desde hace tiempo tiene resuelto que la mejor opción es simplemente bombardear todas las instalaciones nucleares hasta no dejar piedra sobre piedra. Para ello necesita de EEUU dos cosas. Una, la provisión de bombas anti búnker de 900 kilos; significativamente, Trump acaba de aprobar la medida. La otra es, por supuesto, la autorización del amo yanqui para llevar adelante en su nombre el trabajo sucio.[6]

Lo que agrega dramatismo al asunto es que la ventana temporal para tomar decisiones se estrecha: es posible que al cabo de unos meses Irán ya esté en condiciones de exhibir capacidad nuclear, lo que cambiaría toda la ecuación. Inclusive, hay quienes piensan que ya hoy es demasiado tarde para destruir la infraestructura nuclear iraní con bombardeos, porque lo decisivo es que el know-how ya existe. Como dijo una fuente israelí citada por The Economist, “ahora hay al menos cinco o seis Fakhrizadehs, y son mucho más inaccesibles” (“Dashing all the way”, TE 9433, 1-2-25).

En consecuencia, qué política terminará por adoptar Trump hacia Irán es una incógnita que puede mover más de un tablero. Una nueva ola de sanciones que impida el acceso de Irán a las divisas que necesita con urgencia puede disparar reacciones extremas como el bloqueo del estrecho de Ormuz, el cuello de botella del Golfo Pérsico por donde pasa el 30% del petróleo y el 20% del gas natural transportado en barcos del mundo. La dirigencia iraní ya adelantó que no quiere forzar la medida, pero que si Irán no puede exportar, nadie lo hará. Trump podría replicar enviando una flota para desbloquear el estrecho, y la escalada puede continuar. El presidente yanqui debe saber que puede negociar duro, pero, como reza el dicho inglés, si lo llevan contra un rincón, hasta un ratón se atreverá a dar pelea.

Las monarquías del Golfo Pérsico

Las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, agrupadas en el Consejo de la Comunidad del Golfo (sigla inglesa GCC) e históricas aliadas de EEUU, se encuentran en una situación incómoda y paradójica: mientras que en el primer mandato de Trump buscaban azuzarlas para que enfrenten a Irán, ahora probablemente deban contener sus eventuales brotes belicistas. Y no porque haya habido reconciliación seria entre ambas monarquías sunitas y el régimen chiita, sino porque las primeras prefieren acuerdos más previsibles y de larga duración. Los dos países más grandes poblados del GCC, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes, tienen ambiciones de potencias regionales y buscan proyección internacional, que en cierta medida están logrando. Por lo tanto, tienen más para perder si un desaguisado de Trump –del que después éste se desentenderá– inflama una región donde los problemas ya sobran. La reconstrucción de Gaza, la estabilización de la Siria post-Assad y –el premio mayor para Trump– la eventual normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudita dependen de muchos factores. Hoy, la expectativa de las monarquías del Golfo no es que Trump sea una gran ayuda sino más bien que no se convierta en un obstáculo.

Entre las apuestas más importantes de diversificación de su perfil económico de los países hegemónicos del Golfo (Arabia Saudita y Emiratos Árabes) está la fuerte inversión en investigación y desarrollo, tecnologías digitales, robótica, diseño aeroespacial y ciencias aplicadas en general. Para ello, ambos países han firmado profusos acuerdos tanto con universidades occidentales como con compañías chinas. Eso puede ser un talón de Aquiles de la iniciativa: en un futuro quizá no muy lejano, es posible que se vean obligados a optar.

En cuanto a la intervención internacional, Arabia Saudita es un aliado histórico de EEUU y goza de amplísimo margen financiero a partir de sus fondos soberanos; sin embargo, sus pasos externos han sido a veces de lo más torpes. Un ejemplo claro es la guerra con Yemen, que luego de prolongarse durante casi una década dejó mejor parados que antes a los rebeldes hutíes, chiítas de lazos fluidos con Irán, que hasta se dieron el lujo de atacar instalaciones petroleras árabes y edificios emiratíes.

Los Emiratos Árabes, en cambio, dan pasos más medidos y más profundos. Aliados de Arabia Saudita contra los hutíes de Yemen, en esa guerra las tropas emiratíes mostraron mucha más eficiencia y profesionalismo que las árabes. Pronto se dieron cuenta de la futilidad del enfrentamiento y se alejaron discretamente, dejando a los árabes empantanados en un conflicto que terminaron abandonando sin victoria.

Los Emiratos están redireccionando sus lazos comerciales y de inversión desde Occidente a Oriente, en primer lugar Asia y, dentro de ella, China. La inversión extranjera directa en proyectos nuevos de los países del Golfo en Asia se multiplicaron por seis en sólo cinco años, en casi todos los casos en áreas como infraestructura y manufactura.

También es muy significativa la presencia emiratí en África, aprovechando un reflujo allí de las inversiones y préstamos chinos. No sólo en términos de inversiones en infraestructura energética y logística –DP World, o Dubai Ports, maneja puertos en nueve países de África subsahariana; el Abu Dhabi Ports Group, incluso más–, sino incluso como proveedor de armas y hasta apoyo político. Es muy notoria la relación de los Emiratos, por ejemplo, con Hemedti, el líder de las Rapid Forces de Sudán. Esta formación militar irregular, enfrentada a lo que fue el ejército de Sudán, tiene múltiples denuncias de violaciones de derechos humanos, ataques a la población civil y directamente limpieza étnica de la población no árabe ni musulmana de Sudán. Los emires también han forjado sólidos lazos con el primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed; con el presidente de Chad, Mahamat Déby, y con Khalifa Haftar, jefe de una de las facciones que controlan parte sustancial del territorio libio. En general, hay provisión de armas involucrada en la relación. Por lo demás, Dubai es una plaza inmejorable para que políticos corruptos (de África y de otras latitudes) laven dinero sucio, en general bajo la forma de activos inmobiliarios, o como centro de recepción de exportaciones de oro de dudoso origen sin que se hagan muchas preguntas.

Indonesia y Turquía

Entre los muchos cuestionamientos que encontramos hoy a la globalización de libre mercado tal como se la entendió desde los 90 se encuentra la renovación del viejo paradigma de la “política industrial”, es decir, la del “dirigismo estatal” que interviene en el mercado para favorecer la creación o consolidación de sectores industriales de países no desarrollados. La política industrial se había anotado pocos pero resonantes éxitos, como la recuperación de Japón y la industrialización de Corea del Sur. Luego vino el caso más conocido, el de China.

Siguiendo ese ejemplo, cada vez son más los países que buscan sostener sus pretensiones de afirmarse en la arena geopolítica mundial a partir de cuestionar el esquema de insertarse en la globalización desde las “ventajas comparativas”. Ese modelo significaba, para casi todos los países periféricos o “emergentes”, simplemente concentrarse en la exportación de commodities, y desalentaba la diversificación de estructuras productivas. Algo que los aspirantes más serios a “potencias intermedias”, como Arabia Saudita, los Emiratos Árabes o Indonesia quieren evitar, considerándolos –no sin razón– como vías muertas en el camino al desarrollo.

Un caso particular es el de Indonesia, el cuarto país del mundo por población (280 millones de habitantes) y el país con mayor cantidad de musulmanes del planeta. Con una proyección política aún limitada, mencionaremos aquí algunos elementos de su peso económico.

Se trata de uno de los países de más rápido crecimiento de Asia y el mundo. Comparado con sus vecinos Malasia y Filipinas, su PBI era algo menor que la suma de ambos en 2000; en 2023, excedía ese PBI conjunto en un 63%. En los últimos diez años multiplicó su infraestructura gracias a los ingresos provenientes de commodities: Indonesia produce dos tercios del níquel bruto y casi la mitad del níquel refinado de todo el mundo. El níquel es un insumo básico para las baterías de autos eléctricos, pero la dirigencia indonesia, lejos de conformarse con ese cuasi monopolio, en 2014 prohibió la exportación de níquel crudo con el objeto de desarrollar una cadena de refinación local (downstreaming), que pasó de sólo dos plantas en 2013 a 30 a fines de 2023. El plan es conseguir la fabricación local de baterías para autos eléctricos por un total de 140 GW en 2030, casi el equivalente de la producción global en 2020.

Desde ya, incluso si ese plan tiene éxito, eso no resolvería la cuestión del lugar de Indonesia en la globalización. No puede hablarse de verdadera industrialización ni de cambio de perfil de estructura productiva cuando ni el empleo industrial ni la reducción de la pobreza pegaron ningún salto con estas políticas. Además, el costo ambiental es muy alto, tanto por la destrucción de la selva nativa como por el uso de carbón principal insumo energético. Ni hablar de las condiciones laborales; EEUU puso al níquel de Indonesia en la lista de productos hechos con “trabajo forzado”. Como resume The Economist, “el riesgo es que Indonesia esté gastando vastos recursos estatales para hacerse de una pequeña porción de una industria que puede sobresaturarse, creando una modesta cantidad de empleos industriales a un alto costo ambiental” (“Back to the future”, TE 9430, 11-1-25).

Por su parte, la ubicación de Turquía en el contexto actual es de las más complejas y requiere un estudio más profundo del que estamos en condiciones de hacer aquí, de modo que sólo nos concentraremos aquí en su proyección (geo)política, no en su economía.

Lo primero a señalar es que, en sintonía con los criterios étnico-religioso-nacionales de otros aspirantes a potencia, el gobierno de Erdogan –cuyo partido está en el poder desde hace más de 20 años– también apela a la vena expansionista, en este caso de “Gran Turquía”. El elemento –espurio, desde ya, como en casi todos los otros casos– que alimenta ese discurso es la supuesta unidad étnico-lingüística de los “pueblos túrquicos”, recientemente agrupados en la Organización de Estados Túrquicos, que abarca a Turquía, Azerbaiján, Kazajistán, Kirguistán, Uzbekistán y Turkmenistán (éste último, como observador). Más allá de los estados nacionales, las etnias de origen turco se encuentran también en Rusia (tátaros y otros) y en China (uigures); en ambos casos, mirados con recelo o con abierta hostilidad por las autoridades.

Frente a los países de Asia Central, Turquía aparece como un “hermano mayor”, y Erdogan, como una figura que proyecta fuerza regional. Las sanciones a Rusia, el socio comercial y político “natural” de los países de Asia Central, los forzaron a buscar rutas comerciales y acceso a financiamiento (y armas) en Turquía. Y si bien las ex repúblicas soviéticas musulmanas no están en condiciones de hacer un brusco cambio de alineamiento geopolítico de Rusia a Turquía, sí ven con buenos ojos la posibilidad de ampliar el espectro de posibles socios, en lo que llaman política exterior “multivectorial”.[7]

La proyección internacional turca no termina, de ningún modo, en los países vinculados étnicamente. La modalidad sunita del Islam en Turquía la aleja de Irán pero no la acerca a Egipto y Arabia Saudita. Las relaciones con los mayores países sunitas de la región fueron tensas mientras Turquía fue promotor de la Hermandad Musulmana. Pero especialmente después de la pandemia Erdogan anunció una “nueva era” en las relaciones con Egipto y las monarquías del Golfo, en parte por la consolidación de Al Sisi y en parte por necesidades de financiamiento.

Además, Turquía es un actor decisivo en la Siria post Assad: se trata del respaldo más seguro con el que cuenta el novel y frágil gobierno de Ahmed al-Sharaa (aunque en su momento el pragmático Erdogan había recompuesto vínculos con el dictador sirio). Una de las monedas de cambio de ese apoyo es que Sharaa se comprometa a no dar santuario a los kurdos que controlan toda la región norte de Siria, donde se encuentran los principales campos de petróleo, tierra cultivable y represas hidroeléctricas. Es sabido que Erdogan considera a los kurdos –sobre todo a las corrientes separatistas que actúan dentro y fuera de Turquía– como su máximo enemigo.

Y aunque la proyección turca en Europa es limitada –también teñida por las pésimas relaciones con Grecia y la mitad de Chipre de origen griego–, Turquía es un actor ya reconocido en la política africana, desde su apoyo a Khalifa Haftar en Libia hasta su reciente involucramiento en la guerra civil sudanesa, pasando por el floreciente negocio de venta de armas a muchos países africanos. Precisamente en función del desarrollo de su industria de armas es que desde hace años Turquía tiene un programa espacial importante, con astronautas pioneros, satélites, planes de alunizaje con un programa de Rusia y China (para horror de EEUU) y un proyecto de puerto espacial en Somalia para testear misiles de largo alcance. Siendo por población, por PBI absoluto y por capacidad militar uno de los 20 países más importantes del mundo, el rol de Turquía en la política global está llamado a ser mayor y no menor que en las últimas décadas, independientemente del destino del semisultanato de Erdogan, erosionado en las últimas elecciones.

5.3 El Sur del mundo: todas duras, ninguna madura

Latinoamérica

Desde aproximadamente 2013 ó 2015 (según la región) hasta hoy, los países del llamado Sur del mundo –antes, con menos pudores, se los denominaba simplemente países subdesarrollados o, directamente, pobres– han tenido una década desastrosa, al nivel de lo que en Latinoamérica se conoció como la “década perdida”.

El espejismo del “catch up” (acortar la distancia respecto de los países desarrollados) que había ilusionado a los movimientos populistas) en los primeros quince años del siglo se reveló como tal mucho antes de lo que imaginaban los apologistas de la globalización como “era de oportunidades”. Algunas cifras grafican esto: sigue habiendo 800 millones de personas en pobreza extrema y, lo que es incluso peor, 2.800 millones de personas viven en regiones que en vez de acercarse progresivamente a los estándares de los países desarrollados, se alejan de ellos. Así, en 2023, ni África, ni Latinoamérica, ni Medio Oriente se acercaron un milímetro en PBI per cápita a los países desarrollados.

Un paper de un conocido especialista en temas de desarrollo de la periferia, el indio Arvind Subramanian, reconoce que “incluso a las muy buenas tasas de crecimiento de principios de los 2000, al país periférico promedio le llevaría 170 años alcanzar apenas la mitad del ingreso per cápita de los países desarrollados. Con las tasas de crecimiento actuales, el progreso sería considerablemente más lento” (“End of the road”, TE 9415, 21-9-2024). ¡“Considerablemente más lento” que 170 años! Si alguna duda quedaba de lo orgánica que es la estructura del capitalismo imperialista en su arquitectura asimétrica y funcional de relaciones entre estados, aquí queda despejada por boca de sus propios defensores. La “carrera abierta al desarrollo” para los países periféricos podría llegar a su fin, y sólo si se mantienen durante tanto tiempo las condiciones ideales, en el lapso de entre un tercio y la mitad de un milenio. Como “promesa de la globalización” capitalistas, sus defensores deberán admitir que requiere de los ingenuos creyentes una cuota desmesurada de paciencia franciscana…[8]

Luego del breve interregno de los primeros años del siglo, ya señalado, la región en su conjunto ha vuelto a la “normalidad”: tasas de crecimiento económico más bajas que el promedio global, aumento de la carga de la deuda pública y mayor inestabilidad política, que se traducen en que casi no hay gobierno que haya logrado ser reelecto. Esos factores coadyuvan asimismo a la explicación de la aparición de personajes rocambolescos como Javier Milei, Dina Boluarte, Nayib Bukele o el hijo del magnate bananero Alvaro Noboa al frente de países importantes de la región.[9]

Por más que los voceros del establishment quieran hacer pasar por “historias de éxito” a gobiernos que simplemente abrieron las puertas a las inversiones extranjeras, los resultados sociales son lapidarios: no hay país de la región que haya logrado, en los últimos diez años, avances sustantivos ni en crecimiento del PBI per cápita, ni en desarrollo económico, ni en disminución de la pavorosa desigualdad social que es uno de los estigmas del continente desde hace siglos y que sigue siendo la más pronunciada del mundo. De hecho, la década 2013-2023, haciendo eco a la conocida definición del FMI sobre los años 80 en la región, bien pueden considerarse como otra “década perdida”, con crecimiento raquítico o casi nulo como resultado del fin del boom de los commodities.

Un análisis más profundo y detallado de las tendencias de la región, a pesar de haber transcurrido dos años, sigue siendo el de Víctor Artavia, de la Corriente Socialismo o Barbarie, en “Apuntes sobre la situación de América Latina” (izquierdaweb. octubre de 2022). Por lo tanto, sólo dejaremos anotados aquí algunos problemas vinculados con la nueva etapa política (y económica) que se abre, sobre todo respecto de los gigantes de la región, Brasil y México. Esos países, como los demás del continente, no parecen haber recogido los frutos de gestiones supuestamente “progresistas” que han mantenido en todo lo esencial la ubicación de sus países en la división internacional del trabajo. Tanto Lula como López Obrador no han hecho más que redoblar el lugar de sus países como proveedores de materias primas y algunos nichos industriales (Brasil) y como proveedores de mano de obra barata y ensamblado para la industria yanqui (México).

En el caso de Brasil, este perfil se refuerza con el acuerdo entre la UE y el Mercosur, que aún espera ratificación europea y que fue cambiando insensiblemente de foco. Concebido inicialmente como un paso más en la liberalización del comercio y la posibilidad de promover el aumento del intercambio y las exportaciones, ahora su importancia cobra otro cariz, en el comienzo de la segunda gestión de Trump. Según una ex miembro de la comisión de Comercio de la UE, Cecilia Malmström, “para la UE, [el acuerdo con el Mercosur] es importante en lo económico, pero es sobre todo una decisión geopolítica. Con una posible guerra arancelaria en ciernes, Europa necesita amigos y aliados” (“Good for trade, better for geopolitics”, TE 9427, 14-12-24). De hecho, el contenido del acuerdo implica excepciones importantes y largos períodos de adaptación, en general de hasta 12 años.

Para la UE, el Mercosur pasaría a ser el mayor socio comercial después de Japón y el Reino Unido. Para Brasil, el principal interesado dentro del bloque sudamericano, significa ampliar el rango de opciones comerciales ante la presión combinada de EEUU y China, que pretenden forzar la elección de uno contra el otro. Desde ya, el acuerdo probablemente reforzará el lugar del Mercosur como proveedor de minerales y alimentos. Y tampoco su ratificación es tan segura; mientras que Alemania y España encabezan la lista de entusiastas, hay fuerte oposición en Francia y profundas dudas e Italia y Polonia.

La situación de México es diferente y particular por cuanto es hoy, con la única posible excepción de China, el país más vulnerable a las decisiones de Trump, no sólo en la política comercial (aranceles) sino en la migratoria. En el primer aspecto, los bienes que México exporta a EEUU son el 80% del total y representan un 27% de su PBI (para China, en cambio, sólo el 15% y el 3%, respectivamente). En el segundo aspecto, es imposible de exagerar el impacto que tendrían eventuales deportaciones masivas en el flujo de remesas: México recibe sólo por ese concepto 60.000 millones de dólares anuales, un monto mayor que toda la inversión extranjera directa. Desde ya, mucho peor sería la situación para Guatemala, Honduras y El Salvador, para quienes las remesas equivalen a entre un 18 y un 25% del PBI, y representan de lejos el principal ingreso.

El sacudón para México es tanto más serio cuanto que en realidad esperaba ser uno de los principales beneficiarios del desacople y consiguiente friendshoring / nearshoring de las multinacionales estadounidenses respecto de China. Pero Trump no se conforma con que las inversiones salgan de China y vayan a países amigos o cercanos: quiere que vuelvan a EEUU y generen empleo allí, sea con empresas estadounidenses o extranjeras.

Precisamente la relación de México con China es una de las grandes preocupaciones de Trump, que ve al país norteamericano como “caballo de Troya” para las exportaciones chinas. En 2023 México superó a China como principal exportador de bienes a EEUU; mientras tanto, las exportaciones de China a México se dispararon. En 2002, menos del 5% del valor de los componentes de las exportaciones de México a EEUU era chino; en 2020, ya eran el 21%. Y siguió creciendo desde entonces. En 2018, había ocho fábricas chinas de autopartes en México; en 2023 ya eran más de 20.

Esto se refleja en que las exportaciones de México a EEUU no son esencialmente “mexicanas”: el 70% de ellas está a cargo de compañías no mexicanas (y sobre todo estadounidenses). Eso significa que General Motors y Ford tienen muy integradas las partes chinas en su cadena de suministros, cosa que no complace ni a Trump ni a Claudia Sheinbaum, la presidenta de México. Pero desmontar o recomponer esa cadena de manera que baje sensiblemente el “componente chino” no es algo que se pueda hacer de un día para el otro, por más que la tolerancia política y económica de EEUU y México hacia China sólo pueda ir en dirección descendente.

África

Aunque todos los think tanks de economía internacional insisten en la importancia del continente africano para el futuro, en primer lugar en términos demográficos –África es el único continente con crecimiento poblacional importante y tasas de fertilidad bien por encima de la tasa de reposición–, ni el presente ni el futuro inmediato habilitan a mucho optimismo. El FMI, en su pronóstico para 2025, estima que casi la mitad de los 20 países con mayor crecimiento del PBI este año serán africanos. Sin embargo, ese dato auspicioso oculta sombras más largas.

La población total de África se duplicó en 30 años; es hoy de 1.500 millones de habitantes, es decir, el 19% del total y casi un 50% más que EEUU y Europa combinados. Pero para 2050 la población llegaría a 2.500 millones y representaría la cuarta parte del total global. Su condición de ser el continente más pobre del planeta no ha mejorado nada sino que en términos relativos ha empeorado: en 1960, el PBI per cápita africano, ajustado por poder de compra, era la mitad del promedio del resto del mundo; hoy, es apenas la cuarta parte.

El FMI divide a los países del África subsahariana, desde el punto de vista económico, en dos grupos: los de “recursos intensivos” (petróleo, oro, diamantes y otros minerales) y los menos dependientes de commodities. Todos los países de mayor crecimiento del continente pertenecen a ese segundo grupo, encabezados por Ruanda, Etiopía, Costa de Marfil y Tanzania, todos los cuales crecerían este año un 6% o más. En cambio, los países dependientes de commodities, como Sudáfrica, Nigeria o Angola, tienen hoy un PBI per cápita real más bajo que hace una década. En esto incide la baja de precio de los commodities, luego del boom de los primeros diez o quince años del siglo, pero también el nivel de desmanejo político y corrupción que son más endémicos en África que en ninguna otra parte del globo.

La división interna del continente entre países con buen ritmo de crecimiento y países estancados es profunda, y la mayoría queda del lado malo de la comparación. Por ejemplo, los tres países con mejor performance desde 1960 son Botswana, Seychelles y Mauricio… que sumados tienen la misma población de Uruguay, 3,5 millones de habitantes.

Pese a la buena performance de algunos países, la mala noticia es que de conjunto África sigue teniendo su destino económico atado a las commodities. Del total del PBI africano, los cinco países árabes del Magreb representan casi el 40%. Entre los demás 48 países del continente –lo que es propiamente hablando África subsahariana–, la mitad del PBI lo constituyen sólo tres (Nigeria, Sudáfrica y Angola), los mismos que mencionamos como en estancamiento decenal.

Y no sólo estancamiento: Nigeria, el país más populoso del continente –uno de cada seis africanos son nigerianos–, tiene gravísimos problemas de pura subsistencia (el 10% de la población tiene desnutrición crónica), de desertificación, de conflictos étnicos entre pastores y agricultores, de militancia separatista de al menos dos regiones y de falta de control real de una parte importante de las provincias del norte, asoladas por milicias jihadistas. Todo a pesar –¿o a causa?– de ser el principal productor de petróleo del continente.

Pese a su penoso estado actual, África está llamada a cumplir un rol crecientemente importante en la dinámica del capitalismo global. Eso obedece, en primer lugar, a que será un proveedor clave de fuerza de trabajo. En 1950 África representaba el 9% de la población mundial; en 2000, el 13%; para 2035, se estima que llegará al 21%. De aquí a 2030, más de la mitad de los jóvenes que entren a la fuerza de trabajo global será africanos.

Eso es el futuro. El presente es que África es no sólo el continente más pobre (y con mayor crecimiento de la población), sino que la distancia económica que la separa del resto del mundo es aún mayor que antes. En 2000, el ingreso del africano promedio era un tercio del resto del mundo; en 2023, apenas un cuarto. Para 2026 el ingreso per cápita será igual al de 2015. La densidad de carreteras, en vez de acercarse a la del resto del planeta, empeoró, y es sólo un quinto de la del resto del planeta; además, sólo la cuarta parte de los caminos están pavimentados. La mitad de la población de los países subsaharianos carece de servicio de electricidad.

Al igual que en el resto del mundo, la población urbana de África ha aumentado mucho. En 1960, el 85% de la población era rural; en 2024, la población ya es del 43%, y para 2035 superará a la rural. Pero esta urbanización no necesariamente implica progreso ni menos modernización económica. El proceso de urbanización no siguió el patrón de otras regiones, como Asia o incluso Latinoamérica, que vieron un relativo desarrollo de producción manufacturera en reemplazo del trabajo rural. En África el patrón laboral es muy distinto.

La población urbana tiene muy bajo nivel de empleo en la industria (11,5% del total, apenas por encima del 10% en 1991) o en los servicios más productivos. El 80% del empleo es informal, y la mitad del empleo informal es autoempleo, que no es otra cosa que desocupación apenas disfrazada. Los abogados del “capitalismo popular” se cuidan de dar el ejemplo de África, donde el 70% de los jóvenes intenta “montar un negocio”. Pero, por supuesto, para esos jóvenes “tener un negocio suele ser el resultado de la desesperación, no una elección. (…) A la mayoría de los africanos les encantaría tener un empleo estable. (…) [Un estudio de] Oriana Bandeira, de la London School of Economics, (…) halló que los jóvenes africanos no tienen mayores posibilidades que los africanos de más edad de conseguir un empleo asalariado. Los empleos de muchos jóvenes africanos no difieren de los que tenía la generación de sus padres” (“The Africa gap”, TE Special report, 11-1-25).

En verdad, en el caso de África bien podría hablarse de acumulación fallida; en el continente el proceso de acumulación capitalista clásica o no se da o presenta distorsiones que reproducen los peores rasgos de la economía. Las empresas africanas carecen de escala porque a la vez que el mercado interno es insuficiente, los problemas de infraestructura son casi insuperables a la hora de intentar producir para el mercado mundial. No hay ninguna compañía africana entre las 500 más grandes del mundo; es el único continente que no está representado en la lista. Y mientras la dinámica capitalista obliga a que la mayoría de las empresas tienen que crecer (esto es, acumular) o morir (ser desplazadas por la competencia), en África las empresas pueden estar largos años sin crecer, sin agregar trabajadores, sin aumentar la producción y sin desaparecer, en una existencia de subsistencia anémica, improductiva y sin perspectivas.

Esta baja productividad en las ciudades se replica en el campo, donde la típica explotación rural no supera las dos hectáreas y se cultiva con métodos que no se distinguen mucho de los del siglo XIX, y menos del 4% de la tierra cultivada recibe irrigación. La falta de energía eléctrica significa que no hay cadenas de frío; en Nigeria, el país más poblado del continente, el 45% de la producción de alimentos se pudre. Tampoco contribuye a la productividad que el 60% de los jóvenes de 15 a 17 no esté estudiando, y que la tasa de alfabetización, aunque ha mejorado, no supera el 75% para los jóvenes de15 a 24 años.

En realidad, probablemente el mejor negocio en África sea establecer alguna forma de alianza con el poder político y el Estado. No porque éste sea poderoso económicamente: si algo caracteriza a los aparatos de Estado africanos es su debilidad y falta de presencia en áreas clave, lo que deriva de la bajísima recaudación impositiva, del orden del 13% del PBI. El África subsahariana tiene menos empleados estatales en relación a la población que ninguna otra región del mundo, por lo que es incapaz de garantizar los servicios más básicos, desde proveer electricidad hasta conocer la cantidad de habitantes (más de la mitad de los nacimientos quedan sin registrar; el cuarto país más poblado de África, Congo, no tiene un censo desde hace más de 40 años).

La relación con el Estado, en general vía el financiamiento privado de políticos y sus campañas, en cambio, da acceso a lo que se han llamado “estados sombra” (shadow states), donde todo se transforma en un toma y daca opaco entre los políticos profesionales y los empresarios. El resultado más grosero de esto es que tanto políticos del sistema como capitalistas deciden atesorar riqueza y guardarla allende las fronteras: un cálculo del economista Gabriel Zucman, especialista en temas de desigualdad, estima que el 30% de la riqueza líquida de África está depositada fuera del continente (el promedio global es del 8%). No hace falta decir que en este esquema, la parte del león se la llevan las grandes compañías multinacionales, seguidas de los gobernantes corruptos y algunos de sus socios locales del sector privado.

En este marco, es evidente que la “acumulación” que pueda tener lugar debe venir esencialmente desde afuera, sea en forma de préstamos de países soberanos y sus empresas (con China como principal acreedor, seguido de EEUU, la UE, los Emiratos y Turquía) o de organismos multilaterales. En muchos países también es fuerte la dependencia de las remesas de nacionales fuera del país o, sencillamente, de la ayuda externa de ONGs, fundaciones privadas y organismos dependientes de la ONU.

Con el 19% de la población mundial, África representa el 3% del PBI mundial. Si esta situación de no acercarse a los países menos pobres no cambia, y si la brecha sigue creciendo, África va a contener la amplísima mayoría de la población en extrema pobreza del mundo, y, según alertó el FMI, la más vulnerable al cambio climático. Ese panorama le espera al continente que va a aportar el grueso de la nueva mano de obra que necesita el capitalismo para funcionar.

A las taras económicas estructurales del continente cabe agregar una nueva preocupación: el aumento del “desorden político” y el retroceso del ya lento y muy contradictorio proceso de democratización de las sociedades. Aunque África tiene la mayor proporción de autócratas (muchos, en el poder por más de tres o cuatro décadas, sea personalmente o instaurando dinastías familiares) del mundo, en las dos primeras décadas se habían dado en muchos países, por primera vez, transferencias pacíficas de poder de un partido a otro distinto como resultado de elecciones. En el último lustro, sin embargo, ha sido testigo de una oleada de golpes de Estado a lo largo de todo el continente, especialmente en el Sahel, así como el recrudecimiento o renovación de procesos de guerra civil, levantamientos armados, movimientos separatistas y actividad de grupos jihadistas. Esta violencia creciente, sumada a la consuetudinaria falta de horizontes económicos, es el mayor factor que espolea la migración desesperada, sea a países vecinos más estables o a Europa. Tampoco ayuda que en muchos países la política se procese no en función de partidos con ideologías coherentes sino de fuerzas políticas altamente personalistas o de base étnica, o ambas cosas.[10]

Este desorden político ahora se acompaña con la novedad del cuestionamiento de fronteras establecidas hace décadas, lo que tiene en África más ejemplos recientes que en ningún otro continente. Para mencionar sólo los más flagrantes:

1) la guerra civil en Sudán amenaza con una nueva desmembración del país (Sudán del Sur, el país más joven del mundo, se independizó en 2011);

2) la integridad territorial de Somalia es una ficción; el gobierno con base en la capital Mogadiscio no controla ni el 10% del territorio, mientras que Somaliland, una región que abarca casi el 30% del país, hace 30 años es de hecho un estado independiente, que ahora busca un acuerdo con Etiopía: reconocimiento soberano a cambio de una salida al mar; el resto del país se lo reparten otra provincia separatista, Puntland, y las áreas controladas por la milicia jihadista Al Shabaab;

3) la reciente captura de Goma, la principal ciudad del este de la República Democrática del Congo, a manos de la milicia M-23, armada y patrocinada por Ruanda, es ampliamente vista como una especie de “operativo Donbás” de Ruanda contra su vecino, con la posible meta de ampliar el pequeño territorio de ese país a expensas del ex Zaire, el undécimo país más extenso del globo.[11] El presidente de Ruanda desde 1994, Paul Kagame, ha hecho explícito su deseo de una “Gran Ruanda”; el territorio que hoy controla el M-23 (que, insistimos, es mucho menos una milicia independiente real que un proxy del estado ruandés) en la provincia congoleña de Kivu del Norte es casi igual a la superficie de Ruanda.

África siempre ha sido el eslabón más débil de la estructura internacional de Estados del orden capitalista global. La población más pobre y los países menos desarrollados del mundo deben padecer ahora un reforzamiento de las tendencias al caos político, la anomia y hasta la desintegración territorial, en el marco de violentos conflictos sociales, étnicos, religiosos y nacionales que los estados más frágiles del orbe no pueden encauzar. Es altamente paradójico que este sufrido continente esté señalado, a la vez, como la mayor esperanza del sistema capitalista para superar sus contradicciones demográficas, problema que trataremos en el capítulo que sigue.


[1] Habiendo tratado EEUU, China y la UE, aclaramos que no hemos podido incluir en este estudio el lugar de Japón. Sólo dejaremos asentado aquí que, a la vez que no termina de salir de un marasmo económico que lleva más de 30 años, con tasas de crecimiento anémicas, los últimos desarrollos políticos –aun sin ser del todo disruptivos– abonan que la idea de Japón como bastión de la estabilidad política regional y global está dejando de ser válida. Los tiempos de Shinzo Abe y de Japón como aliado incondicional de Trump y EEUU en Asia se acabaron después de su asesinato en 2022. Desde entonces, el Partido Liberal Democrático de Japón, la fuerza que gobernó el país durante casi todos los años desde la guerra, está atravesado por luchas intestinas, rumbo político incierto y crisis de popularidad, y lleva tres primeros ministros en menos de cinco años, precisamente desde que Abe dejó el cargo.

[2] Lo que se dice de los BRICS vale tanto más para el conjunto de lo que se llama “Sur global” o “países emergentes”. Una definición llamativa es la del Quincy Institute for Responsible Statecraft: “El Sur global existe no como un agrupamiento coherente y organizado sino como un hecho geopolítico”.

[3] Digamos que el mismo fenómeno se replica en China, donde, con un cinismo más consolidado, los operadores avezados aseguran que el activo más valioso del mercado bursátil son… los inversores minoristas. Es decir, los pobres incautos que juegan a ser capitalistas y pierden lo poco que tenían. Nada que Marx en El capital y Henryk Grossmann en La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista no hubieran advertido: el sueño libertario de una sociedad donde “todos son capitalistas” es una utopía tan reaccionaria como, francamente, estúpida.

[4] Las cifras son del Pardee Centre for International Futures (PCIF), de Denver, EEUU, elaboró un índice de la capacidad de influencia de las diversas potencias sobre los países del antiguo grupo de los “No Alineados” (el llamado G-77), que agrupaba a esa cantidad de países del “Tercer Mundo”, y en el que hoy se encuentran (informalmente) más de 130 países. Según el estudio, aunque EEUU retiene el lugar de país más influyente en “influencia bilateral formal”, China lo superaría hacia 2038, mientras que India le quitaría el (lejano) tercer lugar a Francia hacia 2040 (“Who’s the boss of the global south?”, TE 9392, 13-4-24).

[5] Al menos reciben algo, cosa que no puede decirse de los nuevos reclutas ucranianos. The Economist cita las quejas de un alto oficial de que los hombres que recibe son todos mayores de 45 años, desmotivados y muchos con certificados de sus médicos aclarando que no están en condiciones de servir en el frente. “A veces siento que estoy al frente de un geriátrico de día en vez de una unidad de combate”, se lamenta. En estas condiciones son muchos los que estiman que una retirada significativa del ejército ucraniano es inevitable (“Bracing for a surge in the south”, TE 9245, 30-11-24).

[6] Cuando se trata de Irán, normalmente EEUU prefiere no tercerizar las decisiones clave en Israel, sino asumir la responsabilidad directa. Una cosa es aceptar que Israel asesinara en 2020 a Mohsen Fakhrizadeh, físico nuclear clave del programa atómico iraní; otra distinta es tomar la decisión de asesinar a un general de los más importantes del esquema militar iraní, Qassem Soleimani, también en 2020.

[7] Este concepto de “multivectorialismo” le cabe también en particular a muchos países asiáticos, de tradicionales y nuevos lazos económicos con China, que aguardan con angustia el desarrollo de la contienda geopolítica entre EEUU y China con la esperanza de no ser obligados a optar por un bando. E incluso, en el mejor de los casos, de beneficiarse de un juego de seducciones y equilibrios entre ambas potencias.

[8] No hemos tratado en este apartado, por razones de espacio, el resto de los países asiáticos “emergentes” pobres. Sólo haremos referencia a otro de los supuestos “milagros económicos” de la era dorada de la globalización, Bangladesh, el octavo país más populoso del planeta. El caso es particularmente aleccionador del nivel de seriedad de esas “historias de éxito” que venden la literatura y la academia económica mainstream. Un informe oficial publicado recientemente, luego de la caída del gobierno autoritario de Sheikh Hasina –en el poder desde 2009–, empieza a poner las cosas en su lugar. No se trata sólo de que el “milagroso” crecimiento del orden del 7% del PBI anual “derramaba” poco y nada sobre una población con muy bajos niveles de ingresos. El informe concluye que el relato del desarrollo económico bengalí estaba “embellecido” (hyped up) y que las cifras del PBI estaban dibujadas. Usando criterios alternativos tomados del Banco Mundial, el informe estima que la tasa de crecimiento real desde 2018-2019 fue del 3%, es decir, menos de la mitad que la oficial. Pero hay más: esa tasa de crecimiento mucho más moderada tampoco podía beneficiar a la población de a pie en razón del escandaloso nivel de corrupción: entre 2009 y 2023 se estima que salieron ilegalmente del país unos 234.000 millones de dólares, lo que equivale a… un 3,4% del PBI por año. ¡Todo el crecimiento real, y más, se evaporaba en las cuentas offshore de los empresarios, amigos y esbirros del régimen!

[9] La descomposición del sistema tradicional de partidos, otro factor que abre la puerta a desarrollos políticos inesperados, es tan profunda que en 13 de las últimas 17 elecciones presidenciales en Latinoamérica, el partido vencedor tenía menos de diez años de existencia. Se trata de una señal inequívoca de que “la democracia está bajo mayor presión que en ningún otro momento desde las dictaduras militares de los años 60 a 80 (…). Una omnipresente tendencia anti oficialista (…) [hace que] hoy en día los ciclos políticos y las ‘lunas de miel’ para los gobiernos recién asumidos sean notablemente breves, (…) [con] protestas callejeras masivas, a veces violentas, ampliamente conocidas como ‘estallidos sociales’” (Michael Reid, “Between stagnation and angry streets, The Economist Special Report on Latin America, 18-7-22).

[10] Lógicamente, los escasos logros económicos de la “democracia” y su nivel de captura por políticos y empresarios corruptos explican que para la mayoría de los africanos no esté entre sus intereses más valoradas. Una encuesta de Afrobarómetro de 2023 registra que son más los africanos que aceptarían una dictadura que los que la rechazarían; sólo el 38% expresó satisfacción con la democracia de su país. Las bajas cifras de participación en las elecciones (del orden del 30% en Nigeria y Sudáfrica) también son una manifestación de esa desconfianza o desinterés. Por lejos, el problema más sentido en la encuesta es la falta de buenos empleos.

[11] Observa The Economist que “las acciones de Ruanda no sólo son equivocadas e ilegales; son un síntoma preocupante de un orden internacional en decadencia. (…) El M-23 capturó Goma antes, en 2012. Pero (…) una fuerza de paz de la ONU prácticamente deshizo ese grupo. Hoy, la ONU es más débil en Congo, las potencias extranjeras están ocupadas en otras cosas y Ruanda tiene más patrocinios que en 2012, como China, Turquía y Qatar. (…) Si se permite que continúe esta violación flagrante de las fronteras de un país, habrá más de ellas en el futuro” (“Rwanda does a Putin in Congo”, TE 9433, 1-2-25). Pero son precisamente esa impotencia de la ONU y el desinterés de Trump por prevenir este tipo de acciones en áreas que no le son estratégicas las que alimentan el desplome del “viejo orden internacional”, que incluía el respeto de las fronteras establecidas (salvo que EEUU decidiera lo contrario, claro está).

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