La Unión Europea: un proyecto estancado y bajo asedio múltiple

Cuarta parte del artículo "Economía y política globales en tiempos de Trump".

 

4.1 Fin de la expansión / integración y estancamiento económico

El proyecto de la Unión Europea, durante décadas, se caracterizó por un doble movimiento: la expansión de su membresía y el fortalecimiento de los lazos de integración entre ellos. El pico de esta dinámica de “cada vez más, y cada vez más integrados” se dio con la llegada de la crisis financiera global en 2008. Aunque sus consecuencias tardaron en hacerse sentir, ya en 2011 se hablaba de la crisis del euro y de la división entre los países del Norte “frugales” y los “manirrotos” del Sur. El único hecho a contratendencia fue el ingreso del último miembro, Croacia, en 2013. Pero el creciente descontento con la UE dentro de los países miembro –en general, capitalizado por las derechas nacionalistas y xenófobas– tuvo un hito con la salida del Reino Unido en 2016. No hubo nuevas defecciones del bloque, como en algún momento se temió como “efecto dominó” del Brexit, pero tampoco nuevas incorporaciones. En primer lugar porque la propia UE no mostró mayor entusiasmo en acelerar el proceso para los nuevos postulantes, en su mayoría países balcánicos.

Las razones de fondo no son difíciles de encontrar: en los últimos quince años, la UE ha sido la región del mundo con más bajo crecimiento, tanto absoluto como per cápita. Las promesas de prosperidad económica, que en la primera década del siglo parecían encaminadas, dieron paso al estancamiento y la mediocridad. En algunos países, algunos súbitos flujos migratorios de fuera del bloque (como el generado por la guerra civil en Siria y las recurrentes crisis del África subsahariana) alimentaron la demagogia xenófoba (Alemania, Austria, Hungría). En otros, como en el Reino Unido, la ola antiinmigrante tenía por blanco a países que eran incluso miembros del bloque.

En los años subsiguientes, el proceso de deterioro de imagen del “proyecto UE”, aun sin dar saltos, continuó bajo la forma de crecientes cuestionamientos de gobiernos de derecha hostiles a Bruselas (Hungría, Polonia). El cambio de frente se dio con la invasión de Rusia a Ucrania en 2022, que obligó a un serio replanteo de dos problemas. El primero, la dependencia energética respecto de Rusia, muy marcada en el caso de Alemania y otros países de Europa oriental. El segundo, la súbita consciencia de lo insuficiente de la capacidad militar europea para hacer frente a una amenaza externa, situación que la ponía prácticamente en manos del socio mayor de la OTAN, EEUU. Las veleidades de líderes como Macron en el sentido de una mayor “autonomía estratégica” (esto es, militar) de la UE, quedaron expuestas como sueños sin base: sin EEUU, Europa estaba, en lo esencial, indefensa.

Para complicar el panorama de estancamiento económico e irrelevancia militar, aparecen dos nuevos actores; China y Trump. El gigante asiático llevó adelante a lo largo de años una estrategia de acercamiento a muchos países del bloque –recordar el foro “China + 16”–, con un poderoso flujo de inversiones en infraestructura y un reforzamiento de la relación comercial bilateral. Eso es hoy fuente de conflicto en dos sentidos muy distintos. Uno es que China compite cada vez más exitosamente con los propios productos europeos; el caso más notorio es el de los autos eléctricos. El otro es que la UE es uno más de los bloques económicos y políticos que quedan atrapados en la disputa hegemónica entre EEUU y China. Y dados los lazos históricos de la UE con EEUU (juntos conforman el núcleo de “Occidente”), no hay dudas de en qué campo debe alinearse. Mucho menos cuando del otro lado del Atlántico está Trump, que, como vimos, lo es todo menos un sentimental y un hombre de principios a la hora de definir las relaciones bilaterales.

Europa enfrenta así hoy un verdadero dilema. Por un lado, quiere rebalancear la relación con China en cuanto al flujo de importaciones y exportaciones, hoy ampliamente deficitario. Pero no puede darse el lujo de amenazar con un corte en la relación, que llevaría a la ruina, por ejemplo, a todo el complejo automotriz alemán. Y por el otro, la UE tendrá que lidiar con las medidas que tome Trump contra sus propios aliados, entre ellos los europeos. Dada la fragilidad de su dinámica económica, Europa no está hoy en condiciones de librar una guerra comercial en dos frentes. Ceder en cualquiera de ellos le hará pagar un precio muy alto, pero hoy no tiene mayores alternativas.

En una sección anterior vimos las previsiones de crecimiento para Europa y el resto del mundo para el corriente año. Veamos ahora cuáles son las perspectivas económicas para Europa para el próximo lustro (la siguiente tabla incorpora la performance del período 2019-2023):

El dato de Irlanda es doblemente poco significativo: primero, por tratarse de un país que abarca poco más del 1% de la población del bloque; segundo, porque sus cifras de crecimiento del PBI están artificialmente infladas por su política de impuestos ultra bajos, al nivel de paraíso fiscal, para seducir (con éxito) a las grandes tecnológicas de EEUU, que tienen su sede europea en Irlanda.

Polonia ya es un país más importante; aun así, y teniendo en cuenta su buena performance en el período anterior, la previsión del FMI equivale a un crecimiento promedio del 2,7% anual, lo que no ciertamente no es malo pero está lejos de entusiasmar como el rendimiento más alto del bloque. Economías importantes como España, Países Bajos y Suecia no llegan a un promedio de crecimiento del 1,4% anual. El colmo son las tres mayores economías del bloque, Alemania, Francia e Italia, que en una década entera no llegarían a dos dígitos de crecimiento total, con promedios anuales de entre el 0,4 y el 0,75%.

Con estas misérrimas previsiones para el conjunto de la UE (nos apresuramos a aclarar que las del Reino Unido están en el mismo rango de mediocridad), no es de extrañar que el estado de ánimo ambiente sea el malhumor, la incertidumbre y el descontento. Un estado de cosas que hoy, insistimos, beneficia políticamente sobre todo a formaciones de derecha, pero eso puede ser muy volátil. Antes de pasar a una discusión sobre la salida a esos problemas, haremos un breve repaso del país económicamente clave del continente.

Alemania lleva dos años consecutivos de leve recesión (0,3 y 0,2% de caída del PBI en 2023 y 202, respectivamente), que se sintió más en sectores productivos como la construcción (-3,8% en 2024) y la industria (-3,0%). El eje del avance económico alemán en la década de 2010 fue la reforma laboral (Harz), que redujo considerablemente el costo del trabajo para la clase capitalista alemana. Pero esa ventaja competitiva con el resto de Europa se fue erosionando. Esto se debió, en parte, al factor que tanto preocupa a la ultraderecha alemana, la inmigración. Pero no, irónicamente, por su exceso, sino por su falta: ante la caída del índice de fertilidad promedio, lo único que sostenía la expansión de la fuerza laboral era la inmigración. Luego del fuerte ingreso de 2015-2016, el fin de ese flujo reduce la oferta laboral y preanuncia un descenso de la población en edad laboral del 0,5% por año en los próximos cinco años, según el FMI (el más pronunciado de cualquier economía desarrollada, incluyendo Japón).

Los alemanes también están preocupados por las eventuales iras proteccionistas de Trump: Alemania está cuarto en la lista de países con mayor superávit comercial con EEUU (los otros son China, México y Vietnam). Las inversiones alemanas en EEUU representan el 15% del total de la inversión en el extranjero.

El límite autoimpuesto al déficit fiscal (el “freno a la deuda”, o Schuldbremse) empeora el cuadro a punto tal que hasta los conservadores de derecha del Partido Demócrata Cristiano, favorito en las próximas elecciones, buscan cómo relativizarlo o incluso eliminarlo. En efecto, el posible ganador en la contienda electoral alemana sería el conservador democristiano Friedrich Merz, uno de los arquitectos del límite a la deuda pública consagrado en la Constitución alemana en 2009; paradójicamente, podría ser él quien deba quitarlo de en medio, so pena de condenar a la economía alemana a más años de marasmo como los dos últimos.

Otra razón por la que Alemania se ve presionada a eliminar urgentemente el Schuldbremse es la de poder aumentar el gasto en defensa y en infraestructura, otro tema crítico de la economía alemana. Pero es dudoso que un gobierno conservador y defensor tradicional de la disciplina fiscal dé un giro drástico en el sentido de habilitar un endeudamiento fiscal significativo. Mucho más probable es que haya algunos pasos tímidos, negociados, lentos, trabajosos… y fundamentalmente insuficientes, que no terminen conformando a nadie ni resolviendo ninguno de los problemas. Algo que se replica como horizonte frente a una mirada capitalista, pero cruda y realista, de los problemas del capitalismo europeo, como veremos enseguida luego de dos breves notas sobre Francia, la otra gran economía del bloque, y España, que ha recibido plácemes como la economía europea de mejor performance en 2024 (3% de crecimiento).

El nivel de deuda de Francia alcanzaría este año el 115% del PBI, casi el doble del límite del Tratado de Maastricht. La cuenta fiscal por intereses de la deuda subiría del 1,9 al 2,9% del PBI, cifra que metería miedo a un país emergente. De allí que viene subiendo sistemáticamente el rendimiento del bono soberano francés (cuanto mayor el rendimiento, o sea la tasa de interés, mayor es el riesgo que se calcula para ese bono) en comparación con sus similares no ya de Alemania sino de Grecia y España, ex “patitos feos” de las finanzas europeas. La cuestión de fondo es el déficit fiscal, que supera el 6% del PBI. Por supuesto, la receta de la clase capitalista francesa es poner en marcha un ajuste fiscal en regla, pero como Francia sigue siendo Francia, el margen político necesario para llevar adelante esto excede con mucho el muy menguado capital político del gobierno de Macron, que vive de crisis en crisis y que no tiene en absoluto garantizado cumplir su mandato.

En tanto, y respecto de la relativamente buena performance de la economía española, una lección que no muchos aprendieron es que buena parte de la explicación pasa por haberse mantenido relativamente abierta a la inmigración. En los últimos cinco años, España aumentó su población en edad de trabajar en 1,5 millones de personas. De ellas, 1,2 millones eran trabajadores inmigrantes (el 70%, de Latinoamérica). La cuarta parte de las personas que trabajan en la industria de la hotelería no son nacidas en España.

Es cierto que, en España como en Canadá, Australia y otros lugares que aún reciben un flujo inmigratorio importante, el aumento de la población inmigrante pone bajo presión al mercado inmobiliario. Allí aparecen cuellos de botella habitacionales, explotados por el discurso de la ultraderecha xenófoba. Pero una conclusión permanece: en las actuales circunstancias del capitalismo global, signadas por la baja rentabilidad y por el crecimiento aún demasiado bajo de la productividad, una de las pocas “soluciones” a un crecimiento raquítico, en el marco del sistema, pasa por aumentar la masa de población susceptible de ser integrada a las relaciones de producción capitalistas. Y con la crisis demográfica actual (que trataremos más abajo), no hay mucha más alternativa que impulsar la entrada de inmigrantes, mal que le pese a la derecha nativista, racista y xenófoba.

4.2 El informe Draghi y los problemas estructurales de la UE

El documento del ex presidente del Banco Central Europeo y ex primer ministro de Italia Mario Draghi, llamado “El futuro de la competitividad europea”, es insoslayable a la hora de tener parámetros de evaluación de la actualidad del capitalismo europeo y el proyecto de la Unión Europea. Encargado por la Comisión de la UE y de más de 600 páginas, es un diagnóstico descarnado de la crisis del bloque, que para Draghi presenta nada menos que “un desafío existencial”. Si la productividad no crece a un ritmo mayor al de los últimos años, la economía europea va a tener en 2050 el mismo tamaño que hoy. Eso implica, entre otras condiciones, la necesidad de un salto en la inversión del 22% del PBI actual al 27%. Draghi dixit: “La UE ha alcanzado un punto en que, si o toma medidas, tendrá que sacrificar o bien su estado de bienestar, o su medio ambiente, o su libertad”. Podría llamárselo “el trilema europeo”.

La brecha entre EEUU y la UE se ha ensanchado en favor de la economía yanqui en los últimos veinte años. El PBI de la UE era un 15% menor al de EEUU en 2002; en 2023, un 30% menor. La diferencia puede atribuirse a diversos factores, de los que se destacan dos: la menor productividad y la caída de la participación de la UE en el comercio global.

Otros elementos estructurales son fuente de problemas adicionales. La UE tenía garantizada la provisión de energía barata gracias al gas y el petróleo rusos; la guerra en Ucrania y las turbulencias geopolíticas cuestionan todo el esquema energético europeo, que no es de fácil reemplazo. En el terreno de las nuevas tecnologías, Europa lo es todo menos de vanguardia: sólo 4 de las 50 compañías más importantes globalmente del sector son europeas. En diez años, la proporción de los ingresos de las firmas tecnológicas respecto del total pasó en EEUU del 30 al 38%; en la UE, cayó del 22 al 18%. Es decir, la distancia con EEUU pasó de ser más del 70% a menos de la mitad.

Aquí cabe también señalar la crisis demográfica: por primera vez en su historia, la UE afronta el espectro del decrecimiento de la población en edad de trabajar, que para 2040 podría ser de dos millones de trabajadores al año. A esto se agrega el envejecimiento de la población, con la consiguiente pérdida de productividad y mayor gasto en salud. Todo esto ocurre en un momento en que las tendencias políticas europeas marcan hoy el desarrollo de una extrema derecha xenófoba y racista que siente el más profundo horror a la única salida realista al problema: el fomento de la inmigración extracontinental.

Esto se refleja en el retroceso en uno de los aspectos que parecía terreno conquistado definitivamente: la libre circulación de las personas dentro del bloque. El acuerdo de Schengen de 1985 eliminaba los controles de pasaporte entre todos los países de la UE e incluso algunos de fuera de ella (los integrantes del llamado espacio Schengen). Pues bien, cada vez son más los países europeos que recurren a una cláusula de emergencia que permite reanudar los controles durante seis meses cada vez que se invoque. Friedrich Merz, el favorito a ganar las elecciones alemanas a fin de febrero, propone reintroducir los controles en la frontera desde el primer día de su mandato. Países Bajos empezó a hacerlo en diciembre pasado, con gran fanfarria del gobierno de ultraderecha. Francia renovó los controles “temporarios” en octubre, luego de haberlos utilizado durante los Juegos Olímpicos.

En algunos casos, esta medida parece más un gesto político para satisfacer inclinaciones xenófobas del electorado que medidas de cumplimiento efectivo (ningún país tiene el personal necesario para implementar controles reales en todos los pasos fronterizos). Sin embargo, el hecho de que este principio básico de la construcción del edificio europeo sea cuestionado sin mayor conflicto da una medida de que el conjunto del proyecto se sustenta sobre cimientos más precarios de lo que todos creían.

Volviendo a la cuestión de la productividad, un estudio del Banco de Inversión Europeo profundiza en las razones de la brecha con EEUU. Si bien la distancia no es tan relevante en cuanto a la tasa de inversión, la diferencia se hace visible en las ramas que se priorizan. Mientras EEUU toma la delantera en propiedad intelectual, patentes y software, las compañías europeas se especializan en “tecnologías maduras” (con menos espacio para la innovación), a la vez que gastan relativamente menos en investigación y desarrollo. Según Draghi, “la UE está empantanada en un estructura industrial estática (…) con pocas nuevas compañías que desarrollen nuevos motores de crecimiento. De hecho, no hay ninguna compañía europea con un valor de más de 100.000 millones de euros que tenga menos de 50 años, mientras que las seis compañías de EEUU con un valor de más de 1 billón de euros (diez veces más) fueron creadas en ese período” (citado en M. Roberts, “Saving European capital: it’s an existential challenge”, 12-9-24).

Precisamente una de las industrias más importantes de Europa, la automotriz, está viviendo una crisis importante. Las cinco grandes (VW, Stellantis –ex Fiat y Peugeot–, Renault, BMW y Mercedes) cayeron en su valor bursátil combinado de 300.000 millones de euros en abril a menos de 200.000 millones en noviembre. Y no se trata de un simple vaivén de las acciones, sino acaso, esta vez, de un declive más estructural, donde inciden dos factores clave: la competencia externa y las dificultades para reconvertir el conjunto de la industria del motor de combustión interna al motor eléctrico.

El pivot que une ambos factores es China. Las automotrices chinas le están quitando su parte del mercado a las terminales europeas dentro de China… y ahora también dentro de Europa. El retroceso en China es tan marcado como acaso irreversible: en menos de 4 años, las marcas extranjeras en el gigante asiático pasaron del 63% del mercado de autos al 37%. La que llevaba la tajada más grande, VW, pasó del 19% al 14%, y se estima que quedará en un dígito en 2030, según el banco suizo UBS. Para Mercedes y BMW, China representa el 37 y el 48%, respectivamente, de sus utilidades. Stellantis prácticamente dejó de operar en China, pero sufre la competencia china en Sudamérica y Medio Oriente. Si a esto se agrega la disrupción que pueden generar los aranceles de Trump, no es de extrañar que suenen los tambores de guerra en los sindicatos europeos en Alemania (donde VW cerraría plantas por primera vez), Italia y Francia.

Las dos primeras grandes diferencias entre las compañías que cotizan en Bolsa en EEUU y en Europa son el tamaño absoluto y el precio relativo. Todo el índice STOXX 600, que agrupa a ese número de firmas europeas, no llega a la tercera parte de la valuación de las siete grandes tecnológicas. Y el precio de las acciones de las compañías del índice S&P 500 de EEUU equivale a 23 veces las ganancias esperadas (price/earnings ratio), contra 14 de las europeas. Las empresas europeas que, si no por escala, al menos por dinamismo y aumento reciente de su valuación bursátil están a la altura de sus pares estadounidenses son realmente pocas: algunos laboratorios, las marcas de superlujo y no mucho más. En el área de tecnología digital, sólo la holandesa ASML tiene relevancia global. Curiosamente, es en las empresas medianas (en este contexto, las que están después de las 1.000 más grandes) donde las europeas se muestran mucho más competitivas, incluso superando a sus pares de EEUU. Pero la era Trump, por un lado, y la pálida performance de la economía europea en su conjunto, por el otro, hacen que eso resulte menos una ventaja real que un salvavidas para algunos ante las emergencias que se vienen.

Tampoco en el crucial terreno de la transición energética Europa tiene mucho para ofrecer más que problemas. No por falta de alternativas, sino, irónicamente, por exceso de ellas. Es muy difícil poner en pie un sistema de tendido de electricidad integrado que abarque la energía solar de España, la eólica del Reino Unido o Alemania, la nuclear de Francia… También aquí, el problema para la UE es que le resulta imposible competir con la escala china en la fabricación de paneles solares o aspas eólicas, o con la ingente producción de gas natural licuado de EEUU (que aporta la mitad de las necesidades de Europa en ese rubro, palanca que Trump no dejará de utilizar en sus negociaciones). El reemplazo del gas natural a precios relativamente bajos que proveía Rusia no será rápido, sencillo ni barato. Es una muestra más de dependencia de un bloque que despertó bruscamente de sus sueños de autosuficiencia y proyección global.

¿Qué solución propone Draghi? En primer lugar, un salto en la inversión privada del orden del 4,5% del PBI (para tener una medida, el Plan Marshall de reconstrucción europea luego de la Segunda Guerra Mundial equivalía al 1,5% del PBI). Eso significa pasar de una tasa de inversión del 22% del PBI a una del 27%, un salto que no se ha visto en Europa desde los años 50 y 60 del siglo pasado. Para facilitar este poco plausible escenario, Draghi propone una reducción del costo de financiamiento –esto es, sobre todo la tasa de interés– en un 2,5%. Pero esto no suena muy factible en un contexto en que a) la inflación no está domada, b) la UE en su conjunto está comprometida a mayores ajustes fiscales, no a una expansión del gasto que podría generar condiciones más favorables al crecimiento, y c) la urgencia de aumentar sustancialmente el gasto militar ante la doble presión de la “amenaza rusa” y el no menos tangible chantaje de Trump.

Una salida a este laberinto, según Draghi, sería la posibilidad de aumentar el crédito bajo la forma de fondos especiales a cargo de la UE. Pero aquí encontramos el mismo obstáculo que condujo a la crisis del euro en 2011-2012: no hay suficiente consenso ni homogeneidad en la UE como para que algunos de los países acepten financiar a otros. No es una especulación: la primera reacción al informe Draghi (¡sólo tres horas después de presentado!) fue la del ministro de Finanzas de Alemania, Christian Lindner, que advirtió que Alemania “no accederá a créditos conjuntos” porque eso “puede resumirse brevemente: Alemania tiene que pagar por otros”.

Draghi también recomienda mayor inversión pública en el área tecnológica… a expensas de los rubros actuales, es decir, el gasto social. De modo que la “solución” de quien es probablemente uno de los mayores cerebros de la burguesía europea y global a la declinación de la competitividad de la UE, en general y en particular en los rubros tecnológicos más innovadores, puede sintetizarse así: más facilidades para que el capital privado invierta y mejore su tasa de inversión y rentabilidad, por un lado, y más sacrificios para el conjunto de la población, por el otro.

En suma, el organismo europeo está mucho más debilitado que en 2017 a la hora de recibir su segunda dosis de Trump. Mientras la política europea se ve crecientemente desgarrada hacia los extremos, la economía sigue sin dar buenas noticias en cuanto a crecimiento: “La eurozona bien puede regresar pronto a un debate conocido: ¿hay que usar el déficit fiscal para impulsar la economía? (…) Muchos de los problemas de la UE remiten a temas que están en el centro de la política nacional: gasto de defensa, rol del Estado, impuestos. Los planes grandiosos de Draghi parecen cada vez más una expresión de deseos para otro mundo. Para Europa, éste será un año de manejo de crisis” (“Falling stars”, TE 9430, 11-1-25).

En efecto, tal parece ser el destino europeo de los próximos años, y no sólo en lo económico, como veremos: no el regreso triunfal al primer plano de la escena con el que sueñan Draghi o Macron, sino una ardua pelea para no perder todavía más terreno en una arena ocupada, cada vez más, por otros actores.

4.3 Una irrelevancia creciente rumbo a una crisis política

La Unión Europea se encuentra en un momento en que está desafiada por dos flancos, Trump y China, y parece en peores condiciones para estar a la altura de ofrecer un perfil propio. Los centros y motores del proyecto, Alemania y Francia, presentan una crisis de la política del centro o centro derecha bajo la amenaza de la extrema derecha xenófoba. Presa de sus propias contradicciones, difícilmente el bloque alcance la estabilidad y organicidad necesarias para delinear una estrategia propia.

El peligro para la UE en un panorama global dominado por las aspiraciones de EEUU y China (y, en el continente, la amenaza de la Rusia de Putin) es que la conjunción de a) marasmo económico en términos de crecimiento, b) creciente parálisis política, c) incapacidad para sostener autonomía militar sin la asistencia de EEUU y d) creciente distancia tecnológica respecto de EEUU y China termine haciendo que lo que fue el núcleo histórico del capitalismo occidental vaya perdiendo cada vez más relevancia en la mesa de las grandes decisiones internacionales.

Las esperanzas de muchos funcionarios en Bruselas de que en 2028 haya un presidente yanqui más proclive a mantener la alianza con la UE (al estilo Biden, digamos) ignora que es probable que las prioridades de EEUU hayan cambiado de manera más duradera, y no que estén sólo temporariamente sujetas a los caprichos de Trump. No hace falta la disolución de la OTAN para entender que el lugar de Europa ya no es el de la posguerra: el eje geopolítico se ha torcido decisivamente a Asia y el Pacífico.

La sábana económica europea es, sencillamente, demasiado corta: no alcanza para sostener a la vez un crecimiento que dé perspectiva a una población en creciente descontento (y en proceso de envejecimiento), un esfuerzo militar mayor y permanente (con o sin final de la guerra en Ucrania) y un rebalanceo de cuentas fiscales agobiadas por el peso de la deuda. Si a eso se le agrega el posible impacto de una guerra arancelaria global o con EEUU, no es de extrañar que todas las agencias y consultoras estimen hacia abajo la tasa de crecimiento europea en el próximo lustro.

La presencia de la guerra más importante en territorio europeo desde 1945 es un símbolo de la nueva etapa en la que nos encontramos, y también de los problemas de la UE en el terreno militar, largamente descuidado por el bloque bajo el manto de una certeza de “paz perpetua” que se reveló ilusoria. A medida que el conflicto se profundizaba, quedaban cada vez más claras las alarmantes carencias de la capacidad militar de la UE. Y no ya sólo en términos operativos, sino de entrenamiento, coordinación, capacidad productiva y aggiornamiento tecnológico. Las necesidades de Ucrania para sostener el frente ante la invasión demostraron estar muy por encima de las posibilidades de respuesta de la UE; sin el aporte de EEUU, Ucrania no habría podido mantener sus posiciones durante dos años, tras el primer empuje ruso.

Esto abrió una crisis en el seno de la UE, que despertó súbitamente a la realidad de que en caso de una aventura similar de Putin en otro frente –el más obvio son los países bálticos–, la “autonomía estratégica” que reclamaba Macron cuando consideraba a la OTAN un organismo con “muerte cerebral” está infinitamente lejos. Hoy, sin EEUU la UE está condenada a la irrelevancia, o al menos insuficiencia crónica, militarmente hablando. Las relaciones con EEUU van a estar atravesadas por esa carencia, que Trump no dejará de explotar a la hora de negociar en otros terrenos.

Por eso, atrás quedaron los tiempos en que Trump reclamaba a socios de la OTAN que gasten en defensa al menos un 2% del PBI. El nuevo líder de la OTAN, el neerlandés Mark Rutte (ex primer ministro de su país), adelantándose a los deseos del propio Trump, ya advirtió que la meta del 2% quedó “obsoleta” –aunque todavía 9 de los 32 países miembros de la alianza no la cumplan–, y sugirió que el nuevo piso debería ser el 3,6-3,7% del PBI. Sin embargo, el entusiasmo de los gobiernos europeos en subir el gasto resulta inversamente proporcional a la distancia que los separa de Moscú. Así, Polonia encabeza el club con un gasto militar del 5% del PBI; los tres países bálticos ya superan el 3%, que parece ser el nuevo límite para a la vez satisfacer a Trump y preocupar a Putin. Pero, como señalamos, no será fácil convencer a una ciudadanía a la que se le presentan todo el tiempo planes de austeridad fiscal de que todo eso es necesario para que Trump no se enoje demasiado.

En la disputa con Rusia, la UE sufre de una fatal asimetría: Putin no necesita rendir cuentas a nadie desde su régimen autocrático, mientras que toda decisión europea debe pasar el largo, lento y pesado tamiz de la burocracia de Bruselas y de cada uno de los 27 gobiernos. Así, cuando la UE todavía no tomó la decisión de aumentar el gasto militar al 2% del PBI, Rusia dedica al rubro el 40% de su presupuesto y el 8% del PBI. La UE como organismo dedica, en cambio, un tercio de su presupuesto a los subsidios agrícolas. ¿Quién les va a decir a los pequeños productores rurales europeos que deben resignar subsidios y otros beneficios para renovar el parque de aviación de guerra, tanques y municiones del bloque?

Los líderes europeos saben que evadir la incómoda decisión de unirse contra Rusia, en principio bajo el ala de la OTAN y EEUU –con el costo consiguiente en gasto militar y ayuda a Ucrania– sólo puede significar llegar a algún modus vivendi con Putin que les ahorre esa cuenta, al costo de enfrentar las iras de Trump. Al respecto, las divisiones en el seno de la UE son flagrantes: el abanico va desde los más furiosos pro OTAN que execran a Rusia (Polonia, los bálticos y, fuera de la UE, el Reino Unido) hasta los admiradores abiertos de Putin (Hungría, Eslovaquia, Austria), con Francia como solitario defensor de una (hoy utópica) “autonomía estratégica” que contenga a Putin sin echarse en brazos de Trump.

Precisamente, uno de los grandes interrogantes respecto de un eventual acuerdo entre Ucrania y Rusia es qué papel jugará la UE… si es que tendrá alguno, porque Trump puede encargarse de decir que el trato es un asunto exclusivamente ruso-americano, sin que la UE (¡y Ucrania!) tengan margen para decidir mucho. Esa sería la peor opción para la UE: que Trump abandone a Ucrania cerrando un acuerdo unilateralmente con Putin, lo que dejaría a los países del bloque a la vez con los riesgos y con los costos, además de sufrir una humillación geopolítica.[1]

En realidad, no hay ninguna buena solución para la UE de hoy. La cuestión de cómo reunir los recursos para incrementar el gasto de defensa y hacer viable la posibilidad de disuasión militar a Rusia (hoy, inexistente) es a la vez, como vimos un problema económico –las cuentas no cierran– y político, que puede erosionar más autoridades nacionales y europeas ya muy desgastadas. Un obstáculo adicional al incremento del gasto de defensa es su nivel de fragmentación: casi no hay compañías que puedan abastecer a la vez a los 27 miembros del bloque, que por lo demás privilegian a proveedores propios que no tienen suficiente escala, tecnología o espalda financiera para responder a picos de demanda.

En el plano de la tecnología digital, la UE padece del mismo problema que la deja en desventaja respecto de EEUU y China: la falta de escala de sus compañías. La arquitectura misma del bloque, que a la vez que permite la libre circulación de capitales establece un complejo entramado de cuotas, salvaguardas y regulaciones nacionales, hacen casi imposible el surgimiento de una Tesla o un Alibaba. De todas las compañías clave del sector tecnológico a nivel global, las europeas a la altura de la tecnología de punta para IA son las excepciones, como la señalada de la holandesa ASML.

Tampoco está claro cómo manejará la UE la doble presión de China y Trump, bajo la cual es fácil quedar en serios problemas con una u otro. O incluso con ambos: cuando la UE anunció un arancel específico contra la importación de vehículos eléctricos chinos (que ya se llevan el 20% del mercado europeo del rubro), la reacción negativa no fue sólo la esperable del PCCh, sino de… Elon Musk, que presentó una demanda en la Corte Europea de Justicia. Sucede que los aranceles afectan a todos los vehículos importados desde China, lo que incluye los Tesla fabricados allí.

Musk está lejos de ser el único que se alce en armas contra las medidas de la UE. Entre las primeras medidas que los magnates tecnológicos reclamarán a Trump está oponerse a las regulaciones europeas a las plataformas de redes sociales. La ley de servicios digitales y la ley de mercados digitales establecen límites de funcionamiento y de competencia mucho más estrictos que en EEUU, incluyendo fuertes multas. Este marco regulatorio en algún momento había sido visto como un modelo internacional a seguir, e incluso tenía la venia de Biden, conocido crítico de los gigantes de Silicon Valley.[2] La llegada de Trump cambia las cosas: el propio vicepresidente, J. D. Vance, llegó a sugerir que EEUU podría tomar represalias vía la OTAN si la UE acciona contra X, la red social de Musk. En una exhibición brutal del perfil de negociación trumpiano, más cercano al de la mafia siciliana que al de un estadista, deslizó no muy sutilmente que “el poder militar de EEUU viene con ciertos condicionamientos”.

Concluiremos el apartado con unos breves comentarios sobre la situación política continental, dejando algunas notas sobre Alemania y el Reino Unido. En esta coyuntura, como vimos, la UE como bloque enfrenta el problema político de lo que se ha dado en llamar “putinización” de buena parte de Europa central y oriental. Hungría, Eslovaquia y ahora Austria –donde el recientemente victorioso Partido de la Libertad, del ultraderechista Kickl, es una organización oficialmente hermana de Rusia Unida de Putin– son admiradores y potenciales aliados del autócrata ruso. República Checa se podría sumar a la lista si triunfa Andrej Babis. Georgia y Rumania han elegido gobiernos afines a Putin. Sólo faltaría que Alternativa para Alemania (sigla alemana AfD) llegara al poder en la primera economía europea para que todo el proyecto UE original quede inmediatamente cuestionado.

Precisamente en cuanto al avance de AfD, hay que considerar sus especificidades. No parece tratarse de una ultraderecha tan “domesticada” como los Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni o incluso el Rassemblement National de Marine Le Pen. Sus posturas, por ahora, son más radicales y menos digeribles por el establishment europeo. No se trata sólo de la retórica anti UE: uno de los ejes de campaña es la llamada “remigración” de los inmigrantes, esto es, su expulsión y devolución a sus países de origen.

La candidata principal, Alice Weidel, fue recibida por sus partidarios con el canto “Alice für Deutschland” (Alice por Alemania), en una nada disimulada alusión casi homófona al prohibido cántico nazi “Alles für Deutschland” (Todos por Alemania). Las encuestas revelan que el votante típico de AfD piensa que a) todos los otros partidos y medios de comunicación mienten, b) el país se parece más a una dictadura que a una democracia, c) el feminismo perturba la armonía social, d) por consiguiente, está justificado que la reacción contra los políticos adopte formas violentas. Todo lo cual se parece bastante a una agenda fascistoide aggiornada al siglo XXI.

Por el momento, los demás partidos tradicionales de Alemania mantienen el cordon sanitaire contra la llegada de AfD al poder. Pero, de nuevo, eso puede cambiar antes de lo previsto; el ejemplo de Austria es demasiado cercano, en todo sentido. Sin ir más lejos, a fines de enero el candidato cristiano demócrata, Friedrich Merz, ya rompió el tabú de actuar con la extrema derecha al votar en el Bundestag (Cámara Baja del Parlamento) junto con AfD una serie de medidas para… restringir la inmigración. La iniciativa era del partido de Merz, la CDU, con el evidente objetivo de pelear el voto y el espacio de la ultraderecha adoptando su discurso.

Si el riesgo mayor que afronta la UE es el deslizarse hacia la irrelevancia, con mucho mayor motivo puede decirse esto del Reino Unido. A una inflación más alta que en el “continente” (como dicen los británicos) y un crecimiento incluso más raquítico, se le agregan las consecuencias negativas del Brexit, que luego de haber sido declaradas “falsa alarma” por los gobiernos conservadores, ahora son irrecusables.

De hecho, todas las encuestas sobre el tema dan cuenta de que una mayoría muy clara de británicos –casi dos tercios, si no se cuentan los indecisos– considera que salir de la UE fue un error y una decisión perjudicial. Pero es tarde para lágrimas: ni siquiera el actual gobierno laborista de Keir Starmer tiene pensada la menor vía para revertir legalmente el Brexit, que se considera cosa juzgada. A lo más que pueden aspirar las negociaciones actualmente en curso es a retoques formales que alivien en algo los problemas de los exportadores de bienes y los estudiantes universitarios.

En cuanto a la situación política, no hay que dejarse engañar por el tramposo sistema electoral británico. La victoria laborista del año pasado en el Reino Unido fue aplastante sólo en términos de cosecha de diputados, no de sufragios; el Partido Laborista obtuvo el 62% de las bancas con sólo el 35% de los votos. Sabiendo esto, será menos sorpresivo saber que, para los muy estables parámetros del sistema político británico, la crisis de todos los partidos es enorme. El laborismo está haciendo una gestión decepcionante y sólo tiene un apoyo electoral promedio en las encuestas del 26%, la misma cifra que los conservadores. De modo que las dos fuerzas que tradicionalmente se repartieron más del 90% de los votos apenas alcanzan el apoyo de la mitad del electorado. En tercer lugar, no muy lejos, viene el Reform Party, del ultraderechista demagogo Nigel Farage, con el 21%. La política británica puede dar novedades de peso antes de lo que muchos creen.

De uno y otro lado del Canal de la Mancha crecen las dudas y los temores sobre el futuro de Europa como proyecto y de Europa como el mayor actor histórico del orden global después de EEUU. El propio Emmanuel Macron reconoce que Europa sufre un “triple shock”. Uno es la crisis del esquema de defensa continental tras la invasión de Ucrania: “Si Rusia gana en Ucrania, no va a haber seguridad para Europa. ¿Quién va a creer que Rusia se detendrá allí? ¿Qué seguridad habrá para Moldavia, Rumania, Polonia, Lituania…?”

El segundo es el desplazamiento de Europa por China en el terreno de la tecnología digital y en general en la producción de bienes manufacturados de alta tecnología. Incluso EEUU se ve amenazado por el ascenso tecnológico chino, y la respuesta de EEUU ya con Biden no fue intentar recurrir a las reglas de comercio internacional, sino el más rabioso proteccionismo y subsidios masivos. ¿Sigue eso las reglas de la globalización establecidas en los años 90? Por supuesto que no. Pero, admite Macron, “nadie juega más de acuerdo con las reglas. El viejo orden está quebrado y nada vino en su reemplazo”. Por ende, razona, es injusto acusar a la UE de proteccionista, cuando sólo está siendo “realista”: es lo que hacen todos (“How to rescue Europe”, entrevista a Emmanuel Macron, TE 9395, 4-5-24).

Y el tercero es el que veníamos puntualizando: la crisis del andamiaje de estructuras y partidos que constituían el centro de la “democracia europea”, bajo el asedio de una derecha nacionalista y xenófoba en una era de la circulación del discurso político signada por el debate ilustrado sino por la desinformación y la construcción de cámaras de eco ideológicas vía las redes sociales.

Lo que Macron omite es la base material de buena parte de estos desarrollos: el estancamiento económico está detrás tanto de la falta de perspectivas para la población –en especial las generaciones jóvenes– como del innegable y creciente retraso tecnológico respecto de China y EEUU. No es de extrañar la apatía o rechazo a las fuerzas políticas tradicionales ante el ataque continuo de los sucesivos gobiernos –que en esto se diferencian poco y nada– a todos los pilares del Estado de bienestar edificado desde la posguerra, cuya expansión era la condición no escrita de la salud del proyecto europeo. No está en manos de los Macron, Starmer, Scholz o Sánchez, ni mucho menos de los demagogos de derecha, reencaminar las legítimas ilusiones de prosperidad de las masas europeas, algo que sólo tiene sentido en el marco de un proyecto anticapitalista y socialista.


[1] Hay quienes especulan que un resultado posible del fin de la guerra sea una “finlandización” de Ucrania. La referencia es a las concesiones que debió hacer Finlandia a la salida de la Segunda Guerra Mundial para mantener su status de nación independiente con sistema capitalista. Por ejemplo, declararse “neutral” entre Occidente y la URSS, aceptar una base soviética en la costa finesa (hasta 1956) y hacer la vista gorda a las operaciones políticas de la KGB. Si Ucrania queda en una posición militar muy comprometida –cosa probable considerando la situación actual–, no sería de extrañar que Trump quiera quedar como el “gran pacificador” (por ridículo que parezca, Trump se muere por ganar el premio Nobel de la Paz) con un acuerdo rápido a expensas de Ucrania. Porque el saldo de esa paz sería una Ucrania disminuida en territorio, aún más alejada de la perspectiva de ingresar a la UR y la OTAN y con su soberanía mucho más comprometida y vulnerable.

[2] Es lo que se conoce como “efecto Bruselas”: una medida adoptada por la UE que, al parecer equidistante de las demandas de EEUU y de China, resulta atractiva para el resto de los países y bloques, que no quieren verse arrastrados a tomar partido abiertamente en la disputa geopolítica entre las dos grandes potencias. También en este terreno más “cultural”, si se quiere (la regulación de las plataformas y redes sociales excede con mucho la cuestión económica), la UE empieza a dejar de ser un punto de referencia y se ve obligada a plegarse a las condiciones de la negociación/extorsión de Trump y China.

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