Ir al supermercado es encontrarse todos los días con algo diferente, una triste aventura en la que todo puede pasar, siempre y cuando no sea bueno ni divertido. No es raro que haya un precio de “promoción”, con descuento, que es más alto que el precio sin promoción ni descuento de unos días antes.
Todas las semanas hay un nuevo cálculo de cuánto será la inflación anual. La mensual, incluso bajando, es siempre muy alta: 6% un mes, 5% el otro, 6% de nuevo… Sosteniéndose este ritmo, al final del año la cifra final podría estar (según los más pesimistas-realistas) entre el 70 y el 80%. Argentina sube sostenidamente posiciones entre los países que más inflación anual pueden esperar en 2022: está detrás solo de Venezuela (500%), Sudán (245%), Zimbabue (86%), Turquía (60%) y Yemen (59%). De ganar posiciones en este ranking, podría ponerse por delante de un país en guerra civil, otro en crisis financiera y uno de África subsahariana que corre riesgo este año de tener hambrunas en su suelo.
Y no se trata solo de los índices altos de aumentos, también de su inestabilidad: es muy difícil saber cuánto realmente aumentarán las cosas. La crisis del peso es tal que por momentos pierde una de sus dos grandes funciones. Como explicó Marx, el dinero tiene dos grandes funciones como intermediario de los intercambios: la de ser patrón de precios (cómo se los mide; si en pesos, dólares, libras de plata, etc.) y la de medida de los valores. Es este último rol el que el peso casi no puede cumplir; un día el precio es uno, otro mucho más alto al siguiente, otro más bajo al tercer día pero más alto que el primero, más alto que nunca al cuarto (en el quinto mejor ni pensar)…
En esta crisis hay, por supuesto, ganadores y perdedores. Las ganancias empresarias suben por encima de los precios, los salarios por debajo; en el medio, los pequeños comerciantes desearían saber cuánto cuesta realmente lo que venden.
Al largo problema argentino se le sumó ahora la inflación internacional luego de la crisis de la pandemia y la consecuente suba de las tasas de interés (es decir, del “costo” de prestar dinero), los aumentos de los precios de las “commodities” por la Guerra en Ucrania… La situación mundial empeora lo que ya estaba mal.
Todos los asuntos remiten a este problema. El fracaso de las gestiones gubernamentales, una tras otra, es porque les estallan en las manos crisis que remiten a esta crisis. Y a la inversa, todo nuevo problema tiene una consecuencia: inflación. Pareciera que no hay gobierno que pueda lograr estabilizarse si no soluciona este, el problema de problemas… sin hacer estallar diez más.
El ajuste inflacionario
El gobierno del Frente de Todos jugó su suerte a cerrar el acuerdo con el FMI y los acreedores privados. Al lograrlo, pudo estabilizar algunas de las cosas que hicieron del de Macri un verdadero desgobierno: las corridas cambiarias y las subas del dólar, las fugas masivas de capitales, etc.
Fernández y Guzmán quisieran que la inflación no fuera tan alta, pero a la vez que exista ya es parte de su plan económico y del acuerdo con los acreedores del Estado. De fondo, su solución a la crisis es la misma que la del macrismo (aunque no lo sea en la forma ni en los planes). El diagnóstico es que la falta de dólares, de inversión, de crecimiento es porque los empresarios no ganan lo suficiente. Entonces, la solución es que ganen más que antes a través de la inflación mientras los salarios se deterioran.
A la vez, el ajuste fiscal para cerrar los números con el FMI necesita de los aumentos de los precios para hacerse “sostenible”. Si en vez de reducir las partidas en educación, por ejemplo, se “aumentan” por debajo de la inflación; se ajusta a escuelas y docentes sin que aparezca como un clásico ajuste neoliberal.
Por eso, todos los resonados anuncios de medidas contra la inflación son olvidados al día siguiente de su épico lanzamiento. Del largamente preparado Consejo Económico y Social ya nadie se acuerda, de la “guerra contra la inflación” de Alberto prefieren olvidarse.
Su enfoque de “solución” al problema es la tesis neo-keynesiana de la “puja distributiva”. Los empresarios aumentan los precios por temor a las subas de salarios y de costos, los trabajadores exigen no perder y exigen lo suyo, haciendo que los empresarios aumenten, y así hasta el infinito.
Desde ese punto de vista, pareciera que la falta de reservas, el lugar subordinado de Argentina en el mercado mundial, la emisión monetaria (para paliar no cobrarle más impuestos a los empresarios) fueran todas cosas que no tienen nada que ver. El fondo del problema es justamente lo que el gobierno no quiere ni puede cuestionar: el capitalismo subdesarrollado argentino, su falta de productividad e innovación tecnológica.
Basta entonces con sentar a trabajadores y empresarios, ponerse de acuerdo en aumentos que tengan a todos satisfechos, y se acabó el problema. Claro que no está de más recordar que esta política ha fracasado de manera rotunda, sistemática y duradera; una y otra vez, sin una sola excepción.
La política “antiinflacionaria” del progresismo capitalista también ha tenido otra gran derrota. La idea (también neo-keynesiana) que la impulsa es más o menos esta: la producción capitalista tiene por motivación el consumo, si el Estado lo garantiza con subsidios entonces los empresarios van a querer invertir para vender. Pero lo que motiva a invertir a los capitalistas no es el consumo, son las ganancias. Para ellos, si una parte de la clase trabajadora pasa más y más hambre mientras otra paga todo más caro, de manera tal que se consuma menos pero con más margen de ganancias en total, que así sea.
En esta crisis, lo que ha fracasado es la política del gobierno de tener satisfechos a trabajadores y empresarios como si hubiera armonía de intereses entre unos y otros. Pero la realidad es que hoy no pueden ganar unos sin que los otros pierdan. Y en una sociedad en que unos pocos tienen todo, los que ganan son esos pocos.
La “dolarización” y el populismo de derecha
Del otro lado de la “grieta” entre fuerzas políticas del capitalismo argentino, hay un programa alternativo que responde que la solución es que los empresarios ganen más, ya, de un día para el otro. Hay que destruir salarios y puestos de trabajo y así “salvar la economía”.
La demagogia populista de Milei sirve a una parte de los grandes capitalistas (fundamentalmente a los exportadores agrarios, los bancos y los acreedores internacionales) para correr la discusión hacia “su” solución de los problemas. A él se le suman los voceros más desbocados del personal político de “Juntos”: Macri, Bullrich, más recientemente Facundo Manes y los radicales.
Según dicen, hay un único y simple origen de la inflación: el peso. Y, como siempre, una verdad a medias es siempre una mentira completa.
Con propuestas demagógicas e imposibles de realizar como la “dolarización”, tratan de apelar a un sentido común que sirva para engañar a la gente. Pareciera ser sumamente simple: los trabajadores pueden esperar ganar en dólares en vez de en los cada vez más devaluados pesos.
Pero hay al menos dos grandes problemas en ese planteo. Primero, ¿de dónde piensan sacar dólares para que haya en cada rincón de la economía argentina? Precisamente, uno de los grandes problemas es que Argentina no tiene los dólares que necesita para funcionar. Segundo, una medida de ese tipo arruinaría masivamente a la industria argentina, que debería competir directamente, sin mediaciones, con la estadounidense o europea.
El problema de la inflación es el siguiente: Argentina tiene demasiada industria, demasiada producción, y un bajo nivel de productividad, para lo que es su lugar en el mercado internacional. Su baja productividad hace que, para los parámetros internacionales, sus mercancías sean demasiado caras y casi invendibles. Entonces, como se producen en una economía que funciona con pesos, éste se devalúa permanentemente. La diferencia de cotización del peso y del dólar sirve así como “protección” de la producción argentina: si el dólar es más caro entonces los productos argentinos pueden sobrevivir a la competencia de lo que puede entrar cotizado en dólares.
La “dolarización” apunta a una “solución” a la crisis económica típicamente “neoliberal”: que se arruine todo lo que se tenga que arruinar y sobreviva solo lo que ya es “competitivo” (a saber, el agro y poco más). Es eso, exactamente eso, lo que se hizo en los 90’ en Argentina con la “convertibilidad”. Y las consecuencias son bien sabidas: se destruyó el tendido ferroviario, se desplomó la producción de energía y las empresas vivieron del puro saqueo, se cerraron industrias en todos lados…
Si el ajuste del gobierno es inflacionario, el de neo-macristas y “libertarios” es el de los 90’: desocupación de masas y décadas de retroceso en el desarrollo económico.
Un programa anticapitalista
Los capitalistas, locales o extranjeros, esperan de la economía argentina sacarle mucho invirtiendo poco y nada. El ajuste inflacionario o “neoliberal” apunta a asegurarles que así sea.
Cada vez más, la única salida a esta crisis (que no sea entrar en una nueva y peor) es anticapitalista. La clase dominante argentina y el imperialismo no esperan del país otra cosa que sacarle todo lo que puedan sin darle nada. Los empresarios del agro se están llenando los bolsillos con el aumento internacional de los precios de los alimentos a costos irrisorios, los bancos y fondos de inversión especulan con las deudas del Estado, los industriales esperan cada vez más ahorrar el costo del salario.
La única salida alternativa realista es “meterles la mano en el bolsillo”. Frenar la inflación duraderamente sin arruinar la industria nacional implica desarrollar su infraestructura básica; la producción de energía, los transportes, las comunicaciones. Pero es imposible hacerlo mientras todas las riquezas del país sigan en manos de quienes quieren más y más sin poner nada. Fuertes retenciones al agro, expropiación de las grandes propiedades agrarias, nacionalización de la banca; son estos apenas los primeros pasos a dar.
Los trabajadores con sus luchas, hasta ahora, no han tenido otra opción que resistir a las consecuencias de los planes económicos de los capitalistas (“progresistas” o “neoliberales”). Las luchas por salario pueden paliar el creciente deterioro de las condiciones de vida, las peleas contra la precarización laboral a la creciente explotación. Parte de la crisis es que los capitalistas no logran pasar por encima de la organización de los trabajadores y hacer así de Argentina “un país normal”.
En este marco, es necesario apoyar con todas nuestras fuerzas los peleas que se están dando, como la de los trabajadores del Neumático por aumento salarial y las horas del fin de semana al 200%. A su vez, se ponen en pie los sectores más desprotegidos del mundo laboral, como son lo tercerizados. Ahí está el ejemplo de los trabajadores ferroviarios de Comahue, quienes vienen desarrollando una fuerte campaña contra los despidos y por el pase a planta permanente en el ferrocarril; y de los repartidores del SiTraRepA, por el reconocimiento del su sindicato y por el aumento del 100% de las tarifas.
De la resistencia a las consecuencias de la política económica de los explotadores se puede pasar a tener un proyecto económico propio. La solución de los trabajadores a la crisis argentina es anticapitalista, no puede ser otra cosa.