“En todo estadio se encuentra un resultado material, una suma de fuerzas de producción, una relación con la naturaleza, y de los individuos entre sí creada históricamente, y que le es trasmitida a cada generación por la precedente, una clase de fuerzas productivas, capitales y circunstancias que, desde luego, es modificada, de un lado, por la nueva generación, pero que, de otro lado, prescribe a éstas sus propias condiciones de vida y le da un desenvolvimiento determinado, un carácter especial; es decir, que las circunstancias determinan tanto a los hombres como éstos hacen las circunstancias”
Marx, citado por Ernst Bloch en El principio esperanza
En esta edición retomamos la columna habitual acerca de los problemas de la construcción partidaria, en esta oportunidad abordando los problemas de la formación marxista de la militancia partidaria.
Apresurémonos a señalar que la formación marxista básica -más allá de lo que ya hemos señalado aquí, que la primera y principal escuela de la militancia es la lucha de clases del proletariado- tiene dos puntos de apoyo que se combinan dinámicamente. Nos estamos refiriendo no tanto, aquí, a la formación política, sino, más bien, a la formación teórica en el marxismo: el abordaje materialista y dialéctico de los asuntos, que tanto escasea hoy en el paisaje de las organizaciones políticas de la izquierda revolucionaria, caracterizadas por el ombliguismo, la subjetividad, la autoproclamación y otras derivas
Materialismo y dialéctica
El primer punto de referencia es el abordaje materialista. Precisamente, el cambio copernicano que introdujeron Marx y Engels en la comprensión de la historia y la sociedad es que son las condiciones materiales de existencia de sus clases sociales (su producción y reproducción material) las que determinan sus representaciones ideológicas y formas políticas, que dan sustancia a la luchas que se desarrollan entre ellas: quién se queda con el sobreproducto social (el excedente económico). A esto lo llamaron concepción materialista de la historia, que hace a la fundamentación última de los acontecimientos: esa “lucha por la existencia” que llevan adelante las clases sociales explotadora y explotada para apropiarse del producto de la riqueza, la que no surge más que de la aplicación del trabajo de la sociedad a la explotación de la naturaleza.
De ahí que Marx señalara que no es la conciencia la que determina la existencia (interpretación idealista), sino, por el contrario, las condiciones mismas de existencia material de las personas y las clases las que determinan sus formas de conciencia o representaciones. O que, en definitiva, es la estructura material de la sociedad (la forma en que está organizada para la producción y la extracción del trabajo no pagado de los trabajadores) la que determina las formas de representación y poder que se configuran política, jurídica e ideológicamente (las formas de estado, instituciones, partidos políticos, etcétera).
Pero sobre el suelo granítico de la interpretación materialista de las cosas y los eventos (una base que corresponde tanto a la dialéctica del desarrollo de la sociedad como de la naturaleza, cuyas leyes son similares), se introduce otro elemento de gran importancia. Ninguna de estas relaciones de correspondencia entre factores materiales o “ideales”, entre factores objetivos y subjetivos, es mecánica. La lógica del desarrollo social y natural está pautada por una determinada dialéctica; todo proceso histórico y natural está caracterizado por contradicciones, desarrollos desiguales, saltos de cantidad en calidad, etcétera. Y también con que la dinámica entre lo que es y la forma de representación de las cosas es compleja. Hay una dificultad para tener una conciencia real de las circunstancias, de donde deriva la complejidad de la “forma partido”.
Es por esto que el marxismo luchó de manera implacable contra la interpretación idealista y religiosa de los fenómenos sociales y naturales, pero a la vez alertara contra un abordaje mecánico que perdiera de vista las relaciones de mutua determinación entre los factores materiales e ideales, objetivos y subjetivos, que son los que, en definitiva, como subproducto de ellos, dan lugar a la historia social y natural.
Sujeto y objeto
Parte de lo que venimos señalando en el terreno de la filosofía en general y de la marxista en particular son las relaciones que se establecen entre las condiciones materiales objetivas económicas y políticas y los sujetos actuantes en esa realidad; determinados por ella, pero también determinantes para su transformación en otra cosa. Se trata de un debate que ha recorrido la historia del marxismo. Hubo variantes crasamente objetivistas y mecánicas: Althusser, ideólogo del PC francés, llegó a decir que “la historia sería un proceso sin sujeto ni fines”; ¡pero que no tenga fines teleológicos, es decir, externos a las condiciones mismas de la lucha, no puede querer decir que sea sin sujeto! Y también las hubo subjetivistas, que pierden las determinaciones materiales y objetivas en las cuales lo sujetos actúan, sin ver que una lógica voluntarista no logra cambiar la realidad: las generaciones presentes legan sus condiciones transformadas a las futuras, que parten objetivamente para su acción de condiciones no creadas por ellas.
El abordaje más fino de esta dialéctica la dejaron no solamente Marx y Engels en textos brillantes como las Tesis sobre Feuerbach o la Dialéctica de la naturaleza, sino los propios Lenin y Trotsky en las Notas filosóficas a la Lógica de Hegel del primero, o en los fragmentos sobre dialéctica del segundo a comienzos de los años 30. De ellos se desprende una aproximación metodológica en la cual, si bien tanto Lenin como Trotsky son insuperables en el abordaje materialista, terrenal, realista de los asuntos involucrados en la lucha de clases, al mismo tiempo no se caracterizan por ningún mecanicismo y ninguna teleología: el resultado de las luchas históricas de las clases sociales depende de las luchas mismas y, por lo tanto, de la acción de las clases sociales, sus organismos, partidos y programas en la liza de la historia.
Lo propio ocurría con Rosa Luxemburgo, cuando insistía en el pronóstico alternativo para la dinámica del capitalismo del socialismo o la barbarie, así como las notas críticas de Gramsci a Bujarin, donde, aun a costa de alguna unilateralidad, definía a la política como la “historia en acto”: la historia no como algo predeterminado o ubicado post festum en el pasado, sino como realizándose estratégicamente a partir de la acción de los sujetos históricos en determinadas circunstancias.
El motor de la historia
Yendo a grados menores de abstracción, se puede decir que un par clásico en la formación marxista es la relación entre economía y política, economía y lucha de clases. Aquí sólo podemos señalar rápidamente que no se trata ni de perder el terreno material de las relaciones entre las clases, que crea la economía misma (fuerzas productivas y relaciones de producción en las que los hombres reproducen sus relaciones de existencia; su inescapable metabolismo con la naturaleza para su reproducción biológica, material y social), ni tampoco hacer de la economía un motor independiente que por sí mismo pudiera mover la rueda de la historia. Ya Marx señalaba que la “historia no hace nada, el que produce y lucha es más bien el hombre”, así como el par dialéctico de esta afirmación, que reza que “los hombres hacen la historia, sólo que en condiciones determinadas”.
Es evidente la contraposición entre este abordaje marxista y la inmensa tosquedad de los abordajes objetivistas y catastrofistas que creen que las condiciones materiales mismas pueden hacerlo todo en sustitución de las clases en lucha. No por nada el resorte material de la historia es el desarrollo de las fuerzas productivas, pero, como decía Marx en el Manifiesto Comunista, el “motor de la historia es la lucha de clases”.
Asirse del eslabón central de la cadena
Esto nos lleva a otra problemática característica de la acción política: la capacidad de apreciar cada circunstancia y fenómeno en sus justas proporciones, sin impresionarse. Esto es clave porque cualquier acción política, desde la más elemental a la insurrección, requiere de una apreciación objetiva de los asuntos, no dejarse impresionar por el enemigo de clase o el adversario en la izquierda; se trata de una ciencia y un arte, de conocimiento e intuición.
La militancia se desarrolla en el seno de la lucha de clases; el partido se construye en su seno. Y esta lucha de clases por intereses materiales opuestos e irreconciliables, como señalara Lenin, significa todo tipo de presiones sociales, económicas, políticas e ideológicas. Pertrechados con las armas del marxismo revolucionario, el partido y su militancia se deben abrir paso por entre las múltiples contradicciones y presiones sociales que se crean en toda lucha, sin dejarse impresionar y sin perder el resorte de la voluntad razonada.
No dejarse impresionar quiere decir no perder nunca de vista que la realidad es más rica de lo que aparece a simple vista; siempre posee más contradicciones y pliegues de los que aparecen en la superficie de las cosas. Al mismo tiempo, no perder el resorte de la voluntad remite a la comprensión materialista de que la realidad siempre nos da puntos de apoyo para la acción. Como decía Lenin (Trotsky repetía que era característico en él desde joven), en la acción política se trata siempre de tratar de asirse del eslabón central de la cadena para intentar, a partir de él, hacerse de la cadena como un todo transformando la realidad.
Aprender a ser marxista, apreciar las circunstancias en sus justas proporciones, saber partir de las condiciones materiales de existencia de las cosas, sabiendo que no hay nada determinado mecánicamente en la dinámica de la lucha de clases, que a los procesos sólo las define, en definitiva, la propia lucha, y que la política puede mover montañas cuando se hacer fuerza material atrapando los eslabones centrales de la realidad y cuando está organizada en partido revolucionario, son algunas de las enseñanzas generales de la formación marxista que todo militante debe asimilar.