Plan, mercado y democracia obrera

La dialéctica de la transición socialista

Este ensayo, aparecido originalmente en la Revista Socialismo o Barbarie en el año 2011, es una de las bases para la obra del autor El marxismo y la transición socialista, de la cual ha sido publicado recientemente el Tomo I.

“La lucha por los intereses vitales, considerados como los factores fundamentales de la planificación, nos introduce en la esfera de la política, que es la economía concentrada. Las armas de los grupos sociales de la sociedad soviética son (deben ser): los soviets, las uniones sindicales, las cooperativas y, sobre todo, el partido dirigente. Sólo la coordinación de estos tres elementos: la planificación estatal, el mercado y la democracia soviética, pueden garantizar una dirección justa de la economía de la época de la transición y asegurar, no la liquidación de las desproporciones en algunos años (eso es utópico), sino su atenuación y, como consecuencia, la simplificación de las bases de la dictadura proletaria” (León Trotsky, El fracaso del plan quinquenal, 1932).

El plan de ajuste lanzado por la burocracia castrista ha reabierto el debate acerca de la economía de la transición socialista. El castrismo (como sus homólogos de la ex URSS, el Este europeo y China) ha oscilado siempre entre la centralización económica absoluta y la apertura hacia medidas de mercado: lo que no ha hecho nunca es apelar a la democracia obrera, a la planificación democrática de la economía. Sin embargo, la situación en la isla no para de deteriorarse. Lo que se está viendo ahora es un salto cualitativo: un brutal giro restauracionista cuya principal medida es dejar en la calle a un millón de trabajadores.

Desde nuestra corriente estábamos preparando un amplio trabajo de revisión crítica acerca de la economía de la transición socialista: desde los debates de los años 20 y 30 del siglo pasado en la ex URSS, pasando por los de la segunda posguerra, hasta las enseñanzas dejadas por las experiencias anticapitalistas en la China de 1949 y la propia Cuba. Estábamos involucrados en ese esfuerzo cuando Raúl Castro anunció los “Lineamientos” económicos a ser aprobados en el VI Congreso del PC cubano. Esto dio una nueva actualidad a nuestro proyecto, al poner sobre el tapete esta problemática.

Buscamos fundamentar por qué una economía de transición auténtica no puede ser ni de comando burocrático ni la apertura reformista hacia el “socialismo de mercado”. Por el contrario, debe profundizar una combinación dialéctica entre la planificación democrática, el control de la producción vía el mercado y el poder político en manos de la clase obrera.

Contra una vulgata que tiende a apreciar la mecánica de la economía de la transición de manera puramente “economicista”, estableciendo una contraposición mecánica entre el plan y el mercado, o separando la esfera de la economía del carácter del poder, pretendemos recuperar los originales análisis de Trotsky sobre esta cuestión.[1]

A partir de la experiencia práctica de la ex URSS, el revolucionario ruso planteaba esa combinación dialéctica entre los que consideraba los tres reguladores de la economía de la transición: el plan, el mercado y la democracia obrera. Al mismo tiempo, caracterizaba esa situación como “una encrucijada de contradicciones”.

Este trabajo constará de cinco partes. La primera estará dedicada al planteamiento general de los reguladores; la segunda se concentrará en la subsistencia de la ley del valor; la tercera abordará la experiencia de la planificación socialista; la cuarta abordará la problemática de la acumulación socialista, primitiva y burocrática, y la última, los problemas referidos a la propiedad, la posesión y el poder en la sociedad de transición.

1- El planteamiento general del problema

1.1 El debate de los años 20

En la década del 20 del siglo pasado se procesó en la ex URSS un debate apasionante acerca de las vías de la transición socialista luego de la revolución. Al compás de circunstancias económicas cambiantes y del aislamiento en el que quedó la república bolchevique luego del fracaso de la revolución europea, una polémica y durísima lucha política se fue abriendo paso acerca de qué orientación llevar adelante para impulsar el proceso de la transición socialista en el contexto del encierro económico y político de la ex URSS.

El oficialismo burocrático encarnado por Stalin y Bujarin impulsaba una orientación de enriquecimiento campesino y lenta industrialización. Sin embargo, a finales de la década del 20 este frente único se rompe, y Stalin, en un giro político brutal, impone la orientación de colectivización agraria e industrialización a ritmos forzosos. Giro que, amén de comprometer las fuerzas productivas en el campo por décadas, comenzó a sentar los pilares para la transformación del “Estado obrero con deformaciones burocráticas” cómo había definido Lenin a la ex URSS a comienzos de los 20, en un “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas”, como lo definiera Christian Rakovsky.

Por su parte, la Oposición de Izquierda encabezada por Trotsky, desde mediados de los años 20 venía alertando que sin una rápida industrialización y planificación económica los campesinos terminarían dejando las ciudades sin alimentos y presionando por vincularse con el mercado mundial.

Esta posición se vio verificada a la postre por el curso mismo de los acontecimientos, impulsando en gran medida a Stalin a dar su viraje de 180 grados. Sin embargo, las medidas colectivizadoras e industrializadoras de Stalin no llevaron a Trotsky a capitular. Muy agudamente, señaló que el “cómo” y él “quién” estaba llevando adelante este giro podía terminar socavando las bases mismas del Estado obrero, como producto de la desnaturalización de estas medidas. Un sector de la Oposición, encabezado por Preobrajensky, Radek y Smilga, con una lectura “economicista” de los acontecimientos, termina capitulando, abriendo una crisis en la Oposición de Izquierda. Al respecto, recordaba Trotsky: “En 1929, Preobrajensky, para justificar su capitulación, sostenía que con ayuda de los sovjoses y de los koljoses, el partido pondría en dos años al kulak de rodillas. Han transcurrido cuatro años. ¿Qué ocurre? Si no es el kulak –está liquidado–, es el campesino medio rico el que ha hecho arrodillarse al comercio soviético, el que le ha obligado a disgustar a los obreros. En todo caso, como hemos visto, es Preobrajensky el que se ha apresurado a ponerse de rodillas ante la burocracia staliniana” (El fracaso del plan quinquenal, p. 58).

Desde el ángulo teórico, en esos años –con “réplicas” posteriores tanto en la ex URSS, como en China y Cuba– se generó un rico y apasionante debate estratégico sobre la orientación general para hacer avanzar la transición en un sentido socialista.

A comienzos del siglo XXI, volver sobre esta discusión tiene plena actualidad, a la luz de los acontecimientos en curso en Cuba. Y los postulados generales del debate de esos años han dejado un manantial de enseñanzas universales que, sin embargo, no son revisitadas habitualmente en la izquierda revolucionaria, al menos de manera sistemática.

Precisamente, lo que nos mueve en este trabajo es subrayar los clivajes teóricos más generales de esta apasionante discusión sobre la economía de la transición, encarándolos desde la siguiente óptica: dar cuenta no solamente de las inercias teóricas de la fracción burocrática cuyo teórico era Nicolai Bujarin –a quien igualmente dedicaremos señalamientos críticos–, sino, sobre todo, las limitaciones del enfoque de Evgeny Preobrajensky, eminente economista de la Oposición de Izquierda, que se pusieron de manifiesto cuando éste capitulando ante el giro “izquierdista” de Stalin a finales de los años 20.[2] Postulamos entonces un intento de superación dialéctica de su enfoque, del que fuera tan tributario Ernest Mandel, el principal teórico del movimiento trotskista en la segunda mitad del siglo pasado.

En este camino, tomaremos como punto de referencia los señalamientos de León Trotsky en una serie de brillantes textos de los años 20 y 30 acerca de la necesaria imbricación en la economía de la transición entre plan, mercado y democracia obrera[3], que no han sido considerados con el debido detenimiento entre las corrientes socialistas revolucionarias.

Como trataremos de demostrar, sus puntos de vista configuran una superación crítica de los aspectos mecánicos y/o economicistas de Preobrajensky. Como advirtió Trotsky en su momento: “El análisis de nuestra economía desde el punto de vista de la interacción (tanto en sus conflictos como en sus armonías) entre la ley del valor y la ley de la acumulación socialista es, en principio, un enfoque extremadamente provechoso; más precisamente, el único correcto (…) Pero ahora hay un peligro creciente: que este enfoque metodológico sea convertido en una perspectiva económica acabada que prevea el ‘desarrollo del socialismo en un solo país’. Hay motivos para esperar, y temer, que los seguidores de esta filosofía, que se han basado hasta ahora en una cita mal entendida de Lenin, van a tratar de adaptar el análisis de Preobrajensky, convirtiendo un enfoque metodológico en una generalización para un proceso casi autónomo. Es esencial, a toda costa, detener esta clase de plagio y falsificación. La interacción entre la ley del valor y la ley de la acumulación socialista debe ser puesta en el contexto de la economía mundial. Entonces quedará claro que la ley del valor que opera dentro del marco limitado de la NEP está complementada por la creciente presión externa de la ley del valor que domina el mercado mundial y que se está volviendo cada vez más fuerte” (“Notas sobre cuestiones económicas”, 1926). Así, Trotsky deja planteada toda una problemática que es objetivo de este trabajo desarrollar a la luz de la experiencia histórica del siglo pasado.

1.2. Ley del valor, proteccionismo socialista y acumulación

Lo que está en juego es cuál debe ser, a la luz de la experiencia práctica del siglo XX, la mecánica de una verdadera transición socialista. Asoma aquí un problema de vastas consecuencias entre los marxistas revolucionarios: una mirada esquemática de la transición socialista, como si fuera un proceso regido exclusivamente por leyes económicas, que podrían operar mecánicamente por encima de las clases y las fracciones de clase, llevando a un único resultado posible: el socialismo.

El nudo teórico del debate es la relación entre los tres elementos que necesariamente “regulan” la economía en la transición: la planificación, el mercado y la democracia de los trabajadores.

La discusión acerca del mercado quedaba planteada bastante correctamente en La nueva economía de Preobrajensky, en relación con los alcances y límites de la continuidad de las imposiciones de la ley del valor en la transición. La cuestión siempre ha sido materia de ardua polémica en las corrientes socialistas revolucionarias. Desde la nuestra, siempre hemos sostenido que la ley del valor inevitablemente se mantiene en las economías de transición, y que oscurecer este hecho flaco favor la hace al proceso de la socialización de la producción.

Esto se debe a varias razones. La principal es la subsistencia del mercado mundial y el hecho de que la totalidad de las revoluciones anticapitalistas del siglo pasado tuvieron lugar en países atrasados, con lo que inevitablemente su racionalización económica no podía prescindir de la medida del valor: la medición de la riqueza por el tiempo de trabajo medio empleado en producirla.

Trotsky insistió siempre en que como correlato de la necesaria subsistencia de la ley del valor, la moneda estable debía ser una forma inescapable de racionalización económica: no hay otra manera de medir objetivamente la productividad de la economía de la transición, al menos en países atrasados, en su relación con el mercado mundial. Hacía falta un patrón común para racionalizar la economía de la transición: “Es necesario que cada fábrica de propiedad estatal, con su director técnico, no solamente esté sujeta al control desde arriba (…) sino también desde abajo, por el mercado, que seguirá siendo durante mucho tiempo el regulador de la economía estatal. El plan es comprobado y en buena medida realizado a través del mercado. La regulación del mercado debe basarse en las tendencias que se manifiestan en él mismo, debe probar su racionalidad económica a través del cálculo comercial. La economía del período de transición es inconcebible sin el ‘control del rublo’” (en Alec Nove, La economía del socialismo factible, pp. 92-93).

Se presenta aquí una problemática que no ha sido tomada en consideración en los debates en la izquierda trotskista: el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo incluso después de la expropiación de los capitalistas. Porque en todos los países donde fue expropiado el capitalismo, fuera la Rusia de 1917, la China de 1949 o la Cuba de 1959, la fuerza de trabajo mantuvo, invariablemente, el carácter de una mercancía intercambiable por un salario. Y si el principal “factor de la producción” siguió siendo una mercancía, no hay cómo suponer que la ley del valor no sigue rigiendo al menos hasta cierto punto en la economía de transición. Oscurecer esto significaría negar las imposiciones que el valor sigue implicando respecto del carácter todavía no emancipado del todo de la fuerza de trabajo, así como los problemas de la generación y administración del trabajo no pagado. La revolución comienza esa emancipación, pero no la puede completar.

Al respecto, digamos que en la transición subsiste, inevitablemente, un principio de explotación del trabajo: la autoexplotación o explotación mutua de los trabajadores. Éste es un tributo colectivo y consciente de la clase obrera para las generaciones posteriores, como clásicamente lo señalara el propio Marx en su Crítica al Programa de Gotha.

El problema está cuando esta autoexplotación no significa acumulación realmente al servicio del progreso general de la clase obrera, sino de una burocracia que se encarama por encima de ella, como terminó ocurriendo en la ex URSS y demás sociedades no capitalistas. En ese caso, la autoexplotación se transforma en su opuesto: una nueva forma, por cierto no orgánica, de explotación al servicio de la burocracia, que se queda con la parte del león de la acumulación.

Veamos el caso de la China de 1949: “[No se puede dejar de ver] el problemático papel del Estado, que nunca es neutral, y menos aún cuando la burocracia del aparato estatal no está sometida a ningún tipo de control. En China, desde los años 50, la burocracia ha secuestrado en los hechos el Estado, y lo usa como maquinaria para apropiarse del excedente social” (“¿Final de un modelo o nacimiento de uno nuevo?”, Au Loong Yu, New Politics, verano 2009, en www.socialismo-o-barbarie.org).

Ahora bien, así como subrayamos los alcances de la ley del valor en la transición, cabe destacar los límites a su imperio. Si el Estado obrero dejara simplemente regir en forma plena al mercado, lo que deviene es el retorno al capitalismo, no la acumulación socialista, contra lo que creía Bujarin en su orientación oportunista del enriquecimiento ilimitado de los campesinos propietarios.

Por el contrario, promover la acumulación socialista en manos del Estado proletario implica justamente “violar” el imperio de la ley del valor. Kalecki, reconocido economista polaco, decía con agudeza que “la cosa más estúpida que uno puede hacer es no calcular; la segunda cosa más estúpida que uno puede hacer es seguir a ciegas los resultados de sus propios cálculos” (en A. Nove, cit., p. 151).

En este sentido Preobrajensky tenía razón (y es uno de los puntos más fuertes y universales de su argumentación) cuando señalaba: “La idea del camarada Bujarin de que incluso la acumulación socialista no puede ser contrapuesta a la ley del valor (…) porque nuestra economía está creciendo ‘sobre la base de relaciones de mercado’, constituye un error teórico flagrante sobre el cual se erige un programa de oportunismo teórico y práctico (…). Somos capaces de ‘acumular’, vender nuestros productos al doble del valor que en el exterior, sólo porque hemos erigido una barrera entre nuestro territorio y el mercado mundial, que defendemos por la fuerza” (La nueva economía, p. 31).

En efecto, el Estado obrero debe orientar y elegir las infracciones necesarias e inevitables al imperio de la ley del valor, so pena de que no haya acumulación socialista. Pero esto no puede ocurrir al precio de una caída en la irracionalidad económica, el límite de la definición de Preobrajensky que, en su momento, atravesó el estalinismo. Como señalara certeramente Trotsky: “El monopolio del comercio exterior es un factor poderoso al servicio de la acumulación socialista; poderoso, pero no todopoderoso. El monopolio del comercio exterior solamente puede moderar y regular la presión externa de la ley del valor en la medida en que el valor de los productos soviéticos, año a año, se acerque al valor de los productos del mercado mundial” (“Notas sobre cuestiones económicas”). Desarrollaremos esto más abajo.

Volvamos ahora a la necesidad de “violar” la ley del valor. La acumulación, una vez expropiados los capitalistas pero en el contexto de la subsistencia del mercado mundial capitalista, deberá hacerse en toda una serie de ramas que la economía del país después de la revolución no podría poner en pie si se atuviera a los criterios de productividad promedio del mercado mundial.

Sin embargo, a la espera de la extensión del proceso político de la revolución a otros países (única garantía última de subsistencia, como lo señalaron infinitas veces Lenin y Trotsky), es imperioso poner en marcha la economía so pena de la muerte por inanición del Estado obrero. Más aún teniendo en cuenta el seguro aislamiento a la que será sometida la revolución, al menos en un primer momento.

En esas condiciones, la infracción de la ley del mercado es una obligación de la transición, que hace a poner en funcionamiento mecanismos indispensables de “proteccionismo socialista” de la economía. Si se permitiera el libre comercio con el mercado internacional, los campesinos o productores capitalistas agrarios, o cualquier productor privado de mercancías, inevitablemente preferirían exportar su producción. Y por razones bien concretas: con toda seguridad estos productores privados (sobre todo agrarios) obtendrán mejores precios en el mercado internacional que los fijados internamente por el Estado, además de recibir pago en divisas y tener acceso así a mercancías de mejor calidad y menor precio que en el mercado interno.

Es evidente que cuando el Estado proletario fija los precios a la producción agraria y obliga a los productores del campo a comprar productos de la industria local, más atrasada que la del exterior, está explotando hasta cierto punto a estos productores agrarios: les entrega menos valor a cambio de más valor, en beneficio de la acumulación socialista. Éste es el punto que correctamente subrayara y desarrollara Preobrajensky, que llamó a este proceso “acumulación primitiva socialista”.

En síntesis: la ley del valor debe subsistir en cierto modo para racionalizar la economía de transición, pero a la vez desde ser necesariamente infringida para lograr que la acumulación socialista se inicie y desarrolle.

1.3 La planificación socialista

Pasemos ahora a la apasionante problemática de la planificación. Aquí es dónde se observaban los costados más defectuosos del pensamiento preobrajenskiano (y que los trotskistas de la segunda posguerra tomaron al pie de la letra). Ocurre que, con la justa preocupación de impulsar la industrialización en manos del Estado obrero, Preobrajensky llega a caracterizar unilateralmente a la planificación como una suerte de “ley natural”: una Ley con mayúscula.

Es sabido que fue bajo la dirección política de Trotsky que la Oposición de Izquierda levantó la necesidad de industrializar el país y planificar sistemáticamente su economía. Pero el concepto de “ley del plan” o “ley de la acumulación socialista primitiva” era una elaboración más propia de Preobrajensky, lo que motivó la advertencia de Trotsky del peligro de que esta misma “ley” pudiera ser interpretada como un proceso casi autónomo respecto del sujeto social y político al comando de la transición, la clase obrera.

A nuestro modo de ver, esta idea de “ley de la planificación” puede asumir dos sentidos diferentes. Por un lado, parte correctamente del hecho de que si la asignación de recursos no se hace por la vía de la anarquía del mercado (no hay concurrencia de productores privados, que han sido expropiados), se impone necesariamente una planificación para organizar la producción.

Pero lo que nos preocupa aquí es la utilización de esta idea de “ley” en otro sentido: si significa acumulación al servicio de la clase obrera de manera autónoma, por su propia dinámica, es cuestionable porque sugiere que se puede imponer independientemente del sujeto que esté al frente de la dirección de la economía.

El error es, entonces, asumir esta “ley” como imponiéndose espontáneamente, cual ley de la gravedad o automatismo económico, más allá de cuál sea el sujeto político-social que toma las decisiones. Porque la experiencia histórica ha demostrado que los procesos económicos-sociales de la transición no avanzan en sentido socialista si la clase obrera no está verdaderamente al frente del Estado.

Esta idea de que la transición socialista avanzaría casi espontáneamente ha dado lugar a derivas objetivistas en el sentido de creer que se trataría de una “ley natural” que se impondría por sí sola, independientemente de quién y cómo planifique. Lo cual es completamente falso.

En rigor, cuando se habla de “ley del plan”, sobre todo en las etapas iniciales de la transición, se está más bien frente a un principio de la planificación que una verdadera ley. En el debate de los años 20, Bujarin también habló del “principio de la planificación”, pero en su caso para quitarle toda entidad real, toda necesidad, y reduciéndola a mera “política económica”, como muy bien le criticó Preobrajensky

La planificación es, en todo caso, un criterio que debe hacerse valer en la transición, más que una ley espontánea que se imponga con regularidad, como sí ocurre con la ley del valor bajo el orden capitalista. El plan no se impone por sí solo: debe combatir conscientemente determinaciones que, libradas al imperio de la “ley económica natural”, esto es, el valor, conducirían a la ruptura del monopolio del comercio exterior y hacia una racionalidad económica según los precios del mercado.[4]

Aquí, la cuestión de quién y cómo planifica es decisiva. Justamente debido a que no hay “ley objetiva” que la haga marchar sola, la racionalidad de la planificación como intervención en cierto modo política en la economía está supeditada al carácter de las decisiones. Es radicalmente distinta una planificación dirigida por una burocracia corrupta y chauvinista que de otra orientada por una clase obrera consciente. Como decía Pierre Naville, la racionalidad de la planificación, su superioridad respecto de la anarquía del mercado, no se imponen de manera automática: depende de sus fines. Y esos fines dependen, a su vez, de al servicio de qué clases y fracciones de clase está la planificación misma, ya que “si el plan debe devenir el instrumento de una determinación de objetivos, de una finalización, es una obligación que tenga en cuenta los intereses [sociales] directamente implicados, y no solamente los objetivos fijados por la dirección política (el partido)”. (Le nouveau Léviathan, 2, p. 228).

También la anarquía del mercado capitalista tiene su racionalidad, como señalara el propio Lenin; sin algún tipo de racionalidad, los sistemas sociales se vendrían abajo. Pero la “racionalidad” que se impone vía la ley del valor (y ésta sí de manera automática, en la medida en que expresa un orden social dominante a nivel mundial) está, lógicamente, al servicio de la acumulación capitalista.

El desarrollo de las fuerzas productivas en la transición socialista, la acumulación socialista, para que sirva realmente a la clase trabajadora debe estar bajo la conducción de la clase trabajadora, como lo demuestra toda la experiencia del siglo XX.

En suma, suponer que la planificación podría tener una racionalidad per se o, a fortiori, la capacidad de imponerse como ley “objetiva” podía ser comprensible en las primeras décadas del siglo pasado, luego de la Revolución Rusa. Pero a la luz de la experiencia de conjunto, es necedad teórica o rancio objetivismo creer que una burocracia, capa social ajena a la clase obrera, desarrollará en ausencia de ésta una acumulación “socialista”, en vez de buscar, sobre todo, resolver su propia cuestión social. Esto es, consolidar las relaciones sociales que le confieren un status dominante por encima de la clase obrera, aunque lo haga en nombre del “socialismo”.

1.4 Democracia obrera, propiedad, posesión y estado proletario

“Todos los que reflexionaban podían convencerse fácilmente de que la transformación de las formas de propiedad, lejos de solucionar el problema del socialismo, no hacía más que plantearlo” (León Trotsky, La revolución traicionada, ídem, pp. 34.)

Las relaciones entre economía y política en la transición se encuentran modificadas respecto del “tipo ideal” del capitalismo de libre mercado, en el cual economía y política están separados estrictamente. Esto se trastroca completamente en la transición: ambas instancias vuelven en gran medida a “fusionarse”: el Estado se transforma en el organizador económico, como decía Trotsky.

Aquí la planificación se vincula con la democracia obrera y con el problema del carácter del Estado, del carácter real del poder: la dictadura del proletariado. Si la planificación no tiene una racionalidad per se, si todo depende de quién y cómo planifica, ya salimos del mero nivel económico: vamos a las definiciones políticas y de estrategia de política económica. Más aún cuando la economía, los medios de producción, han sido estatizados: es fundamental quién decide en el Estado, porque ese sujeto será quien maneje el plusproducto, la plusvalía estatizada.

Ahora bien, este criterio destruye la igualación mecánica habitual en las filas del trotskismo de posguerra entre propiedad estatal y propiedad de la clase obrera o socialización, por varias razones.

En primer lugar, la propiedad solamente es “absoluta” en el caso de la propiedad privada capitalista. Cuando se proclama la “propiedad del pueblo entero”, como ocurre con la propiedad estatal, y dado que en ese “pueblo entero” existen diversas clases y fracciones de clase, no se está diciendo algo muy concreto. Además, en los diversos regímenes sociales a lo largo de la historia, la propiedad siempre enmascaró distintos grados de apropiación real de las cosas. Tal era el caso, por ejemplo, del colonato en el feudalismo, una forma de propiedad que significaba muy diferentes formas de acceso a la tierra por parte de los campesinos.

Por lo tanto, además del concepto de propiedad, está el de posesión efectiva. Si se declara que la clase obrera es “propietaria” de un bien –hablamos fundamentalmente de los medios de producción–, pero ese bien nunca está realmente en sus manos, es dudoso que sienta esa “propiedad” como efectiva. Un viejo dicho de los países del Este europeo era muy ilustrativo al respecto: “La propiedad que se declara de todos no es de nadie y se la apropia el más vivo”. O, en el caso de China post 1949: “[En las sociedades no capitalistas] las leyes y regulaciones escritas no son necesariamente vinculantes en la práctica. Desde los años 50, la burocracia china gobierna usando un conjunto de reglas ocultas y no escritas (…). El objetivo de las reglas ocultas es obvio: están al servicio de [los intereses] ocultos de la burocracia, esto es, del enriquecimiento de ésta” (Au Loong Yu, cit.).

En la definición de la propiedad como “social” hay una evidente contradicción señalada por Pierre Naville: siempre que se declara una propiedad es en relación con los no propietarios. En efecto, la propiedad estatizada al principio se afirma contra los capitalistas expropiados. Pero con el devenir de la transición, la propiedad misma se debe reabsorber en la socialización efectiva de la producción –esto es, en la gestión colectiva de los medios de producción por parte de la clase obrera autoorganizada–, so pena de que la propiedad se termine afirmando, como ocurrió en los países “socialistas”, contra la masa de los trabajadores.

Así las cosas, la propiedad estatizada debe remitir más concretamente a la posesión efectiva de los medios de producción por parte de los trabajadores, lo que significa tender a la superación de la división entre trabajo vivo y trabajo muerto de manera efectiva y a la disolución de toda la propiedad por la vía de la socialización de la producción.

Son estas relaciones las únicas que pueden permitir una planificación económica al servicio de la clase obrera y conferir un carácter efectivamente obrero al, Estado de manera tal que la expropiación de los medios de producción sea puesta realmente al servicio, gestión y control efectivo por parte de la clase obrera.

La democracia obrera, una auténtica dictadura del proletariado, el ejercicio del poder de manera efectiva por parte del proletariado, es el tercer factor para poner la acumulación al servicio de las necesidades de la masa de los explotados y oprimidos: “Se cometería uno de los más groseros errores deduciendo de esto [la determinación en última instancia de la base económica] que la política de los dirigentes soviéticos es un factor de tercer orden. No hay otro gobierno en el mundo que a tal grado tenga en sus manos el destino del país. Los éxitos y los fracasos de un capitalista dependen, aunque no enteramente, de sus cualidades personales. Mutatis mutandis, el gobierno soviético se ha puesto, respecto al conjunto de la economía, en la situación del capitalista respecto a una empresa aislada. La centralización de la economía hace del poder un factor de enorme importancia” (L. Trotsky, La revolución traicionada, p. 48).

En síntesis, luego de la valoración de los tres aspectos de la transición (mercado, plan, democracia obrera) tenemos que los factores económicos y políticos, objetivos y subjetivos, están profundamente interrelacionados y son inseparables. Cabe aquí la crítica a los abordajes puramente economicistas del siglo pasado, que creyeron que la economía de la transición socialista se podía definir por un solo factor, la estatización de la propiedad privada, y que a partir de allí el proceso podía avanzar en un sentido socialista de manera “automática”.

Toda la experiencia del siglo XX ha demostrado que esto no es así: que la propiedad capitalista sea expropiada es una condición absolutamente necesaria pero no suficiente para abrir paso a una sociedad y una economía en efectiva transición al socialismo. Hace falta además que el poder político pase efectivamente a manos de los trabajadores, que se ponga en pie una verdadera dictadura del proletariado, no de una burocracia.

Porque si, como hemos intentado demostrar, la transición está pautada por la inextricable relación de los tres elementos señalados, su destino depende no solamente del contexto económico, sino de la naturaleza del poder político del Estado. No alcanza para definir a una economía como “de transición socialista” que la propiedad sea supuestamente “de la clase obrera”, aunque esté de hecho en manos de la burocracia, como sostuvo la generalidad del trotskismo en la posguerra. La propiedad y la posesión de los medios de producción, el poder político y la capacidad efectiva de planificación, deben estar en manos de los trabajadores para que la transición marche en sentido socialista.[5] Tal es una de las principales lecciones que la experiencia del siglo XX ha legado para las revoluciones socialistas del nuevo siglo.

2- Las categorías de la economía política en la transición socialista

“Varios profesores obedientes habían logrado construir con las palabras de Stalin toda una teoría, de acuerdo con la cual el precio soviético, a la inversa de los del mercado, estaba dictado exclusivamente por el plan o por directivas; no era una categoría económica sino una categoría administrativa destinada a servir mejor al reparto de la renta nacional en beneficio del socialismo. Estos profesores olvidaban explicar cómo se puede ‘dirigir’ los precios sin conocer el precio de costo real, y cómo se puede calcular éste si todos los precios, en lugar de expresar la cantidad de trabajo socialmente necesaria para la producción de los artículos, expresan la voluntad de la burocracia” (León Trotsky, La revolución traicionada, p. 75).

Uno de los debates teóricos que jalonaron los años 20 y 30 en la ex URSS fue la pertinencia de las categorías marxistas de la crítica a la economía política para el abordaje de las relaciones económicas en la transición al socialismo. La polémica atravesó desde el período del “comunismo de guerra” hasta la colectivización forzosa, pasando por la NEP, en el marco de un debate mayor sobre el impulso de la industrialización y la planificación económica. La cuestión se mantuvo sobre el tapete en los años 30 y retornó en la segunda posguerra con el giro al “socialismo de mercado” en los 60. Sus actores clásicos fueron Bajaron y Preobrajensky, aunque será León Trotsky quien sacará las conclusiones de más largo alcance.

Volver sobre los alcances y límites de la vigencia de la ley del valor en la transición socialista no es un ejercicio historiográfico carente de sustancia política, y menos hoy que el acelerado giro hacia el mercado en Cuba vuelve a poner sobre la mesa la discusión acerca de la riquísima cantera de experiencias anticapitalistas y socialistas del siglo XX, incluidas las relaciones entre la planificación económica, el mercado y la democracia de los trabajadores.

2.1 Bujarin: de la negación formal a la adaptación

“Lenin criticaba un párrafo del libro de Bujarin La economía del período de transición que caracterizaba el modo de producción capitalista como una economía de ganancia, en oposición a la economía socialista cuyo objetivo es satisfacer las necesidades: ‘No está logrado’, anotó Lenin; ‘también la ganancia puede satisfacer necesidades; se debió decir que la plusvalía en la economía socialista [en la economía de transición socialista, R. S.] en lugar de ser apropiada por los propietarios como en la economía capitalista, sólo es aprovechada por los trabajadores’. En consecuencia, no son las categorías mercantiles –ganancia, crédito, comercio– lo que caracteriza al capitalismo, sino su utilización en beneficio de un grupo de propietarios” (Pierre Naville, Le nouveau Léviathan).

A comienzos de los años 20 del siglo pasado, Nicolai Bujarin –todavía en su versión “izquierdista”– escribía en La economía del período de transición que las categorías de la economía política, a todos los efectos prácticos, habían dejado de regir luego de la Revolución de Octubre. El valor, el trabajo asalariado, la moneda, los “problemas fundamentales de la economía política”, se estaban “desvaneciendo” aceleradamente en la ex URSS: “Esas relaciones elementales, cuya expresión ideológica está constituida por las categorías de mercancía, precio, trabajo asalariado, ganancia, etcétera, existen en la realidad al mismo tiempo que no existen. Las categorías no existen y sin embargo se puede decir que existen, existen como ficción. Tienen una existencia singular, espectralmente real, y al mismo tiempo realmente espectral, un poco como las almas de los muertos en las viejas leyendas eslavas y como los dioses paganos para la Iglesia cristiana” (N. Bujarin, “Las categorías económicas del capitalismo durante el período de transición”, en Debate sobre la economía soviética y la ley del valor, México, Grijalbo, 1975, pp. 257-258).

Este galimatías era un abordaje antidialéctico del problema, que para ser desentrañado debía basarse en una interpretación que partiera de la comprensión de que la economía de transición parte de las relaciones heredadas por el capitalismo. Nada resuelve apelar a una metafísica del simultáneo “existir y no existir”, sino más bien definir en concreto alcances y límites de la subsistencia de las categorías mercantiles en una sociedad que, si bien ha dejado de ser capitalista, todavía no ha llegado a las relaciones características de la economía socialista.

Hacia mediados de los años 20 Bujarin girará abruptamente a la derecha. También lo hará en materia de su comprensión de la mecánica de la economía de la transición: lo que había sido echado por la ventana vuelve ahora por la puerta de entrada, y se propone la adaptación pasiva a la producción mercantil y la ley del valor. A esta última la concebía como el único y exclusivo regulador de la economía de la transición, lo que fue muy justamente criticado por Preobrajensky como “un error teórico escandaloso” de consecuencias políticas oportunistas. De ahí su conocida consigna “¡Campesinos, enriquézcanse!”, que solamente ayudaba a fortalecer el sector de la economía todavía basado en el mercado y la propiedad privada.

Bujarin, en el fondo, tenía una apreciación abstracta de la subsistencia de las categorías de la economía política en la transición; siempre pensó que existían sólo formalmente, y, por lo tanto, sin consecuencia alguna para la economía de la transición. Preobrajensky le criticó, con toda justicia, su pretensión de circunscribir el materialismo histórico sólo al capitalismo: “Le sugiero al camarada Bujarin que compare su posición con la de Lukács sobre la teoría del materialismo, como concepción que no tiene significación sino para las sociedades de clase, comenzando por consiguiente a perder su significación en y para el período de transición” (La nueva economía).

Esta visión le permitió ir de izquierda a derecha sin solución de continuidad, de la negación formal a la adaptación lisa y llana; de ahí su enfoque puramente armonicista de las relaciones entre la ciudad y el campo.[6]

De allí que a finales de los años 20, dos economistas formados en la escuela bujarinista, Lapidus y Ostrovitianov, naturalizaran completamente la subsistencia de los elementos mercantiles en la transición: “Aquí sólo retendremos la idea que el régimen caracterizado por el intercambio es más amplio que la noción de ‘capitalismo’. Un régimen basado en el intercambio, pero que no sea capitalista, es posible, como lo veremos más tarde; se puede, en cierto sentido, relacionar con esta categoría la economía soviética” (Manual de economía política, Buenos Aires, Eudeba, 1971).

Dos décadas después Stalin intervendría en el debate en su Los problemas económicos del socialismo (1951) al que algunos economistas del “socialismo real” como Oskar Lange concedieron exagerada importancia. Allí se encargará de ocultar las imposiciones de explotación subsistentes en la ex URSS al tiempo, que abrir vías a criterios “socialistas de mercado”: “Pues bien, si no existen esas condiciones que convierten la producción mercantil en producción capitalista, si los medios de producción no son ya propiedad privada, sino propiedad socialista, si el sistema de trabajo asalariado ya no rige y la fuerza de trabajo ha dejado de ser una mercancía, si hace ya tiempo que ha sido liquidado el sistema de explotación, ¿a qué atenerse?, ¿se puede considerar que la producción mercantil conducirá, a pesar de todo, al capitalismo? No, no se puede” (J. Stalin, “Observaciones sobre cuestiones de economía relacionadas con la discusión de noviembre de 1951”, en www.eroj.org). Por supuesto, todo esto era ficción: la propiedad estatizada no había llegado de ninguna manera a ser “socialista”, el “sistema de trabajo asalariado” seguía rigiendo y la fuerza de trabajo no había dejado de ser mercancía.

Stalin pretendía así ocultar el relanzamiento de los mecanismos de explotación del trabajo en la economía burocratizada. Pero junto con esta negación mistificadora, abría la puerta a mecanismos de mercado que luego desarrollarían plenamente los “socialistas de mercado”. El movimiento era análogo al de Bujarin: de la negación formal (y la supresión lisa y llana del mercado en los años 30) Stalin pasaba a transitar –aunque de modo aún muy inicial– el camino hacia la adaptación al mercado.

El stalinismo jamás tuvo ni podía tener una comprensión justa de las relaciones entre planificación, mercado y democracia obrera en la transición socialista. Oskar Lange, economista crítico pero parte del elenco burocrático, siempre elogió este texto de Stalin precisamente por su apertura hacia el mercado.

2.2 Preobrajensky y Trotsky: buscando el abordaje correcto a la transición

Volviendo a los años 20, y todavía cómo parte de la Oposición de Izquierda, Preobrajensky terciará con La nueva economía. El sistema económico de la primera mitad de los años 20 en la ex URSS (período de la NEP, o Nueva Política Económica) es considerado como de “doble sector”, mercantil y socialista. Esto le permitirá a Preobrajensky afirmar de que se trataba de una etapa regida por dos reguladores económicos contradictorios: la ley del valor y la ley de la acumulación socialista primitiva: “El equilibrio económico en la economía Soviética está establecido sobre la base de un conflicto entre dos leyes antagónicas, la ley del valor y la ley de la acumulación primitiva socialista, lo que significa rechazar que haya un solo regulador de todo el sistema” (La nueva economía, p. 3).

Preobrajensky hace el esfuerzo por apreciar hasta qué punto siguen rigiendo las categorías de la economía política en la economía soviética de los años 20, tratando de escapar a un enfoque abstracto del problema. Pero el centro de su análisis estaba en el planteamiento de la planificación como el otro regulador económico de la transición, y el fundamental en el área de la economía estatizada.

Su análisis respecto de la oposición entre dos criterios, principios o reguladores de la economía de la transición, la ley del valor y la planificación, era, como dijera Trotsky, a priori, el único correcto.

Sin embargo, el devenir de la lucha fraccional dentro del partido dejaría rápidamente al descubierto su principal punto ciego: considerar que esta pugna entre dos criterios económicos distintos se podía hacer valer en un sentido socialista de manera “espontánea”, independientemente de la naturaleza concreta del poder político.

Secundariamente, su posición tenía el problema de carecer de una apreciación suficientemente dialéctica de las contradicciones entre ley del valor y planificación, lo que contribuiría al desvío administrativo-burocrático de la planificación stalinista de los años 30. Trataremos esto luego más en detalle.

Será León Trotsky quien asuma el enfoque más correcto del asunto. Su punto de vista expresa una superación dialéctica tanto de la visión de Bujarin como del mismo Preobrajensky, al postular la existencia de tres reguladores en la transición.

Trotsky parte de reivindicar el planteo de Preobrajensky, pero objeta sus costados más esquemáticos: una contraposición demasiado mecánica entre plan y mercado, y la ausencia del postulado de la democracia obrera como uno de los mecanismos orgánicos de la economía de la transición. Reprocha a Preobrajensky quedarse en un terreno puramente económico en su análisis de la mecánica de la acumulación socialista. A sus ojos, esto configuraba el peligro de transformar el proceso mismo de la transición en un proceso casi autónomo, independiente de los sujetos y sus luchas: “Como puntualizó correctamente Stephen Cohen [biógrafo de Bujarin], ‘pocos se dieron cuenta de la contradicción entre el razonamiento de Preobrajensky acerca de la industrialización socialista en una aislada Rusia y el énfasis de Trotsky acerca del rol crucial de la revolución europea’. Mientras tanto, el propio Trotsky vio el peligro de que sus oponentes teóricos usaran las ideas de Preobrajensky para sostener el ‘socialismo en un solo país’” (M.M. Gorinov y S.M. Tsakumov en “Vida y obra de Evgenii Alekseeevich Preobrazhenskii”, Ozleft, publicación de la izquierda australiana).

En la segunda posguerra, fue Ernest Mandel quien asumió las posiciones de Preobrajensky casi tout court, sin advertir que no representaban cabalmente las ideas del fundador de la IV Internacional.

Catherine Samary, especialista en la ex Yugoslavia e integrante de la corriente de Mandel, observa que “en el debate con Nove, Mandel comenzó su demostración presentando como ‘el objetivo de la política marxista el socialismo sin producción mercantil’. ¿Cómo debería medirse entonces la producción y los costes, el trabajo ‘socialmente necesario’? La respuesta implícita de Mandel es que esto puede hacerse ‘directamente’. Lo cual significaría la organización directa de la producción y de la distribución en términos de valores de uso o de trabajo concreto, es decir, sin moneda ni precios. Es interesante señalar cuál era la idea de Trotsky sobre tal tentativa de planificación directa y global del conjunto de la producción y de la distribución. En ‘La economía soviética en peligro’, escribió que no existe un ‘experto universal’ capaz de ‘concebir un plan económico exhaustivo sin huecos, comenzando por el número de acres de trigo y llegando hasta el último botón de las chaquetas’ (…) Trotsky subrayó también hasta qué punto la burocracia, concentrando el poder de decisión, ‘impidió ella misma la intervención de millones de interesados’. Esto plantea otro aspecto del problema: la posibilidad de opciones alternativas. Opuso a la erradicación stalinista del mercado la concepción de un ‘plan controlado y realizado, en una parte considerable, por el mercado’. Una ‘unidad monetaria sólida’ era para él indispensable para evitar el caos. En las condiciones concretas de la transición en la Unión Soviética, Trotsky consideraba que ‘sólo a través de la interacción de estos tres elementos –la planificación estatal, el mercado y la democracia soviética- era posible dar una orientación correcta a la economía del período de transición’. Mandel adopta un planteamiento bastante diferente en su debate con Nove (…) concibe la democracia directa como un sustituto del mercado en la economía socializada” (“El papel del mercado: el debate Mandel-Nove”, en www.ernestmandel.org.es).

Nahuel Moreno da cuenta del mismo problema: “Trotsky nunca dijo claramente si coincidía con esa expresión de Preobrajensky [de acumulación socialista primitiva] (…). Preobrajensky habla de la ley del plan y la ley del valor. Y dice que el plan se hace para combatir la ley del valor (…) Estas discusiones en el lugar donde mejor se dieron fue en Cuba, porque los trotskistas pudieron intervenir un poco, sobre todo Mandel (…) Hubo una tremenda discusión entre los stalinistas y el Che Guevara en Cuba, sobre este lío de la ley del valor y el plan, [también] sobre el problema de los incentivos. Ahí el Che desarrolló la línea maoísta: lo fundamental es la moral y el plan, y desarrollar la industria… El otro lado era stalinista puro: lo fundamental es el incentivo, no el plan, ni desarrollar la industria, ni nada. Mandel intervino en esta discusión planteando el problema del plan contra la ley del valor… Que los incentivos servían, que la moral no marchaba por sí sola, pero que el punto central era que el plan tenía que ir contra la ley del valor. Es decir, de hecho Mandel aceptaba la teoría de Preobrajensky. Nosotros discrepamos. Creemos que estamos más cerca de la concepción de Trotsky (…) Trotsky nunca se pronunció por la acumulación primitiva socialista (…) Antes que nada porque Trotsky veía como muy economicista la interpretación de Preobrajensky. Según mi interpretación, Trotsky hace una primera objeción a Preobrajensky, por eso nunca lo aprobó: el problema esencial es político, no económico, aunque el económico es muy importante. Es el problema de la revolución mundial. No bien Stalin hizo un plan quinquenal, Preobrajensky se fue con Stalin, rompió con Trotsky, porque dijo: ‘Es nuestra política, el plan quinquenal’. En cambio, ¿qué dijo Trotsky?: ‘No es nuestra política. Ésta es una caricatura de nuestra política económica; pero nuestra política es un todo: que haya democracia en el partido, la política internacional, el problema del marxismo. Es decir, el problema de la acumulación primitiva es táctico en relación al desarrollo de la revolución mundial” (selección de citas del Seminario sobre transición).

Por lo tanto, Trotsky postulaba una necesaria relación entre el plan, el mercado y la democracia obrera como reguladores, haciendo intervenir una combinación más rica entre factores objetivos y subjetivos en la transición socialista.

2.3 El trabajo humano como medida de la riqueza

“Resulta inconcebible originar ese cambio vital en la función social del tiempo de trabajo –de determinante (que reduce el trabajo viviente, en expresión de Marx, a ‘cascarón de tiempo’) a ser determinado– sin un avance correspondiente hacia la supresión de la división del trabajo. Porque mientras el tiempo domine a la sociedad en forma del imperativo de extraerle el tiempo de trabajo excedente a su inmensa mayoría, el personal a cargo de ese proceso debe conducir una forma de existencia sustancialmente diferente, en conformidad con su función como la personificación y el impositor del imperativo del tiempo. A la vez, la inmensa mayoría de los individuos son ‘degradados’ a meros trabajadores, subsumidos bajo el trabajo” (István Meszáros, Más allá del capital, p. 859).

Bujarin, Preobrajensky y Trotsky sintetizaron quizá los puntos de vista más formados sobre la vigencia de las categorías de la economía política en la transición (debate que sería en cierto modo replicado en Cuba, entre otros por el Che Guevara, en los años 60). Este debate nunca tuvo un carácter meramente teórico. Tomar las categorías de la transición socialista y las relaciones sociales que éstas expresan como formales o “técnicas” sólo oscurece la subsistencia de imposiciones económico-sociales, que se hacen valer al menos hasta cierto punto dada la inevitable continuidad de la producción de la riqueza dependiente de la medida del trabajo humano.

Trotsky era muy claro a este respecto: “Los dos problemas, el del Estado y el del dinero, tienen diversos aspectos comunes, pues se reducen ambos, a fin de cuentas, al problema de los problemas, que es el rendimiento del trabajo. La imposición estatal y la imposición monetaria son una herencia de la sociedad dividida en clases (…) El fetichismo y el dinero sólo recibirán el golpe de gracia cuando el crecimiento ininterrumpido de la riqueza social libere a los bípedos de la avaricia por cada minuto suplementario de trabajo y del miedo humillante por la magnitud de sus raciones. Al perder su poder para proporcionar felicidad y para hundir en el polvo, el dinero se reducirá a un cómodo medio para la estadística y para la planificación; después, es probable que no sea necesario ni aun para eso” (La revolución traicionada, pp. 67-68).

En otras palabras, las categorías del valor subsisten inevitablemente en la transición, al menos en las sociedades con economías atrasadas. La medición del valor de los productos por el tiempo de trabajo utilizado en producirlos es imposible de sustituir todavía por otro rasero. Esto ocurre como producto necesario del bajo desarrollo de las fuerzas productivas, lo que a su vez deviene en bajo desarrollo de la productividad del trabajo. Ambos hechos impiden todavía liberar a los trabajadores del yugo del trabajo para satisfacer sus necesidades, y a la economía como un todo de la dependencia del trabajo humano para producir la riqueza.[7]

En contraposición, muchos autores argumentan que el valor se hace valer solamente en la producción para el intercambio. Es un argumento típico, por ejemplo, de Ernest Mandel, que muchas veces cayó en un embellecimiento y mistificación de la economía no capitalista en manos de la burocracia, presentándola como directa productora de valores de uso (como en su el Tratado de economía marxista) y defendiendo unilateralmente una economía basada en puros mecanismos administrativos (ver La reforma de la planificación soviética y sus implicaciones teóricas), pese a ciertas observaciones agudas respecto de la problemática de la planificación en manos de la burocracia que luego veremos.

Esto es un error: no hay manera de racionalizar la economía de la transición si no es sobre una base objetiva, no meramente “administrativa” o “convencional”, y esa base sólo puede sostenerse, a pesar de la expropiación de los capitalistas, sobre la medida del tiempo de trabajo socialmente necesario. De allí que las categorías mercantiles sigan siendo inevitables, por cuanto la regulación de la producción social por la medida del tiempo de trabajo, que en el capitalismo se afirma de manera anárquica e indirecta por intermedio del mercado, en la transición socialista lo hace –o debería hacerlo– de manera directa, consciente y planificada, direccionada por el Estado obrero. La transición equivale, en este respecto, a una suerte de “autoconsciencia de la ley del valor”.

No se puede sencillamente arrojar el mercado “al diablo”, como pretendía Stalin en los años 30. Porque la subsistencia del valor en la transición no depende tanto de la extensión y las formas que adopte el intercambio de productos en el mercado, sino de la continuidad del intercambio de la fuerza de trabajo (que sigue siendo mercancía) por un salario, y más en general, del intercambio en general de las distintas aplicaciones de la fuerza de trabajo, medidas por el tiempo y expresadas como valor intercambiable.

A diferencia de Trotsky, Mandel y otros trotskistas de posguerra se detuvieron excesivamente en la forma en que se afirma la ley del valor en el capitalismo, relacionada con el intercambio mercantil. Hasta cierto punto esto es correcto. Sin embargo, se les escapó el contenido sustancial de lo que esconden las relaciones del valor. Parecen sugerir que, dado que en la transición las relaciones económicas no están mediadas por el mercado en el sentido estricto del término, ya que la planificación se afirma de manera directa y ex ante, no como en el mercado capitalista clásico, de modo indirecta y ex post, entonces las relaciones del valor se desvanecerían o incluso desaparecerían.

El mismo Preobrajensky, aunque es mucho más cuidadoso, parece caer aquí en un criterio esquemático al considerar como “naturalista” una “concepción no histórica de la ley del valor, en el cual la manera en que el proceso económico es regulado bajo la producción mercantil se funde con el rol regulador del gasto de trabajo en la economía social en general; el rol (…) que su gasto ha jugado y seguirá jugando en cualquier sistema de producción social” (La nueva economía, p. 3). A nuestro modo de ver, aquí se peca por exceso y por defecto. Porque en la sociedad comunista el gasto de trabajo humano ya no será el regulador de la producción, pero en la transición la producción todavía no es directamente social: inevitablemente está mediada por relaciones de valor.

En el fondo, la experiencia de la URSS muestra que el problema gira alrededor del verdadero contenido de las relaciones productivas: ¿qué pasa en la transición con la sustancia que enmascaran estas relaciones, esto es, con el hecho que la medida de la riqueza sigue siendo el trabajo humano?

Mandel no logra dar cuenta de esta problemática. Es verdad que las categorías del valor se afirman en las condiciones de la producción para el intercambio, es decir, en el capitalismo. Sin embargo, se requiere una apreciación históricamente ampliada de la ley del valor para aprehender las formas de la vigencia de las relaciones que supone esta ley incluso en economías no capitalistas.

Lo esencial es recordar que en la transición la producción de la riqueza sigue dependiendo del estrujamiento de los nervios y músculos de los trabajadores. Oscurecer la continuidad de esta imposición le hizo grandes favores al stalinismo: “En 1920, Lenin no estaba satisfecho con algunas apreciaciones de Bujarin. En sus notas marginales a la Teoría económica del período de transición, señaló que no era del todo exacto describir el capitalismo como ‘desorganizado’ (…). También señaló la persistencia, incluso bajo el comunismo, de leyes económicas como las que gobiernan las proporciones básicas de la economía. Podría haber estado de acuerdo con Bastle, que imaginó dos especies o aspectos de la ley del valor: la “versión 1” se refiere a la distribución del trabajo en distintas proporciones para diversos objetivos, que debe existir en toda la sociedad; y la “versión 2” es el aspecto en que se manifiesta en la economía mercantil, con intercambios, mercados, competencia, etcétera” (A. Nove, cit., p. 19).

Esta visión ilustra la complejidad del problema, si bien cabe advertir que este esquema corre el riesgo de diluir el irreductible carácter histórico de la ley del valor, que sufre modificaciones sustanciales en la transición y cuyo imperio queda limitado por la planificación socialista. Además, hablar de proporciones ‘económicas’ en el comunismo induce a confusión porque la base de la riqueza deja de depender de la contribución directa del trabajo humano. Sin embargo, subsiste el hecho de que la base material de la producción en la transición socialista sigue siendo el trabajo humano. Ocultar esta realidad dando una versión tan “limitada” de la vigencia de la ley del valor en la transición tiene por resultado no poder dar cuenta cabal de una parte sustancial de las relaciones económicas reales.

En ese sentido, incluso Mandel, muchas veces tan acrítico del stalinismo, llega a afirmar que “las categorías mercantiles cubren un período más vasto de la humanidad que el único período del capitalismo. Nacen mucho antes que el capitalismo, no fenecerán sino mucho después de la desaparición de éste. En la época de la transición del capitalismo al socialismo, es la relativa penuria de valores de uso lo que prolonga la vida de los valores de cambio, al menos en la esfera de los bienes de consumo” (Ensayos sobre neocapitalismo).

Pero, al cuestionar una visión unilateral, Mandel inmediatamente recae en otra también unilateral pero de signo opuesto: “El error de Bordiga proviene del hecho de que no distingue claramente una economía en la cual hay presencia de categorías mercantiles respecto de una economía regida por la ley del valor (…) Bordiga (…) pierde de vista la distinción fundamental entre una sociedad regida por la ley del valor y una sociedad en la que circulan mercancías sin que esta circulación determine la dinámica económica fundamental en ellas” (ídem). El ultraizquierdista italiano Amadeo Bordiga era incapaz de distinguir los grises, ya que su caracterización de la ex URSS era la de un capitalismo de Estado donde la ley del valor regía sin restricción alguna. Pero Mandel se va casi al polo contrario, perdiendo de vista que “la dinámica económica fundamental” de la economía de transición sigue basada sobre el gasto de trabajo humano en la producción, esto es, sobre la ley del valor.

Al respecto, Nahuel Moreno trataba de hacer una apreciación más matizada, dando cuenta de manera más objetiva de los problemas reales: “Ya en el propio terreno económico, nosotros estamos contra Mandel y contra Preobrajensky. Creemos que son poco dialécticos. En la circulación de mercancías hay las famosas fórmulas de Marx [M-D-M]. Y está la otra fórmula de Marx de circulación, [D-M-D’]. Es decir, más dinero [incrementado por la explotación]. Marx dice: circulación simple de mercancías y circulación capitalista (…) Y estas dos son expresiones de la ley del valor: capitalista y cambio simple de mercancías. Entonces, para nosotros, acá está la ley del valor [D-M-D’] y acá está la ley del plan [M-D-M]. Para nosotros, el plan, la planificación y la sociedad de transición, la economía de transición hacia el socialismo, están obligados a unirse a esta expresión de la ley del valor [M-D-M], a desarrollarla y combatir a muerte esta otra [D-M-D’]. (…) Es decir, no es toda la ley del valor [la que se cuestiona]. Dentro de esta fórmula económica, se esconden problemas de clase muy profundo, problemas políticos (…) Detrás de esta fórmula de circulación [D-M-D’], está una clase, la capitalista. Y aquí [M-D-M] están los trabajadores (…) Es una dialéctica típica: antes de desaparecer, la ley del valor cumplirá un rol más racional que nunca, porque habrá moneda sólida, confiable, etcétera” (selección de citas para el Seminario sobre transición).

Para Moreno, entonces, la economía de la transición debe apoyarse en criterios de racionalidad que no pueden ser puramente arbitrarios, sino que deben respetar o tener en cuenta las relaciones reales de valor a la hora de los intercambios. Al mismo tiempo, claro está, debe combatir la acumulación capitalista. Lo que Moreno aquí no toca es la problemática de la acumulación y explotación burocrática, que veremos más adelante.

En todo caso, esta misma validez de los criterios de valor a la hora de los intercambios no significa que este imperio del valor no deba ser limitado y quebrantado –hasta cierto punto al menos– en la transición, so pena de no avanzar en la acumulación en sentido socialista. Al respecto, tenía plena razón Preobrajensky cuando afirmaba que la acumulación socialista o primitiva socialista, debía romper las relaciones del valor para avanzar. De ahí que corresponda la crítica implacable a quienes, como Bujarin, no sólo veían la subsistencia de las categorías del valor sino que postulaban una adaptación lisa y llana a los requerimientos del mercado.

Esto hace parte del debate con los “socialistas de mercado” de la segunda posguerra, un conjunto de economistas que fundamentaron los intentos reformistas frustrados en la ex URSS y otras “democracias populares”. En Occidente, defendieron estas posiciones intelectuales de prestigio como el especialista inglés en economía de la ex URSS, Alec Nove, editor de Soviet Studies. Su punto de vista, a la postre, no podía tener otra consecuencia que pavimentar el retorno al capitalismo.

A pesar de la unilateralidad de su propio enfoque, Mandel los caracterizó correctamente cuando señala que “lo que los economistas soviéticos buscan es un sistema de autorreguladores que permita obtener resultados óptimos económicos, independientemente de la intervención consciente de los hombres. Este viraje va justamente contra la hipercentralización burocrática y, al rechazar por razones sociopolíticas no menos evidentes la solución ideal del control democrático por la masa de los productores-consumidores, no puede menos que rehabilitar progresivamente el automatismo del mercado” (Tratado de economía marxista, 2, p. 329).

Las reformas que está impulsando hoy el PC cubano se podrían encuadrar perfectamente dentro de la variante “socialista de mercado”, si no fuera porque en este contexto histórico se trata ya de la búsqueda de una vía de restauración capitalista tipo Vietnam (China que le queda un poco grande). A modo de justificación de este curso restauracionista, el propio Fidel Castro ha reconocido que “el modelo cubano ya no funciona ni siquiera para nosotros”.

En todo caso, la alternativa no puede ser ni la economía de comando burocrático ni el socialismo de mercado: el único camino para impulsar una verdadera transición socialista es la planificación democrática en manos de los trabajadores en el marco del impulso de la revolución internacional, cosa que al castrismo jamás se le ocurriría porque sería suicidarse en tanto que burocracia.[8]

Volviendo al problema conceptual, el necesario quebrantamiento de la ley del valor sobre la base de los mecanismos de acumulación socialista y monopolio estatal del comercio exterior no significa, a su vez, que los cálculos de la producción no deban realizarse sobre una base económica racional que se atenga a la utilización del tiempo de trabajo real.

La dialéctica del problema apunta a lo siguiente: el Estado de la transición debe, para el desarrollo económico lo más integral posible de todas sus ramas, llevar adelante la producción independientemente de que ésta sea más costosa que el promedio del mercado mundial, so pena de que su dependencia extrema de ese mercado lo haga morir por inanición. “El valor de cambio sigue siendo el regulador de todas estas relaciones. Lo que cambia, lo que es nuevo, es el poder que detenta el Estado de modificar a favor de relaciones no capitalistas una estructura que depende en su origen de las relaciones capitalistas mundiales de donde proviene” (P. Naville, cit., 1, p. 19). En el mismo sentido, Trotsky denunciaba que “la planificación burocrática se libera del control del valor, así como el aventurerismo burocrático se libera del control político. El repudio a las ‘causas objetivas’, es decir, a los límites materiales de la aceleración de los ritmos, así como el rechazo al respaldo en oro de la moneda soviética, constituyen delirios ‘teóricos’ del subjetivismo burocrático” (Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición, p. 583).

2.4 Categorías mercantiles, fuerzas productivas y relaciones de producción

Detengámonos ahora en el vínculo entre las nuevas relaciones productivas originadas en la revolución y las atrasadas fuerzas productivas heredadas del capitalismo, y de ambas con las categorías mercantiles.

Dice Marx: “La riqueza real es el poder productivo desarrollado de todos los individuos. La medición de la riqueza ya no es, de ninguna manera, el tiempo de trabajo, sino más bien el tiempo disponible. El tiempo de trabajo como la medición del valor plantea que la riqueza misma está fundamentada en la pobreza y que el tiempo disponible existe en y a causa de la antítesis al tiempo de plustrabajo, o el planteamiento del tiempo total de un individuo como tiempo de trabajo, y su consiguiente degradación a mero trabajador, subsunción bajo el trabajo” (en I. Meszáros, cit., p. 859).

Para Marx, entonces, en el socialismo la medida de la riqueza de la sociedad no estará más en relación con el tiempo empleado en producir la misma. Por oposición, su vinculación se establecerá con el tiempo libre de los individuos, como producto del desarrollo de las fuerzas productivas. La medida de la riqueza de una sociedad la dará la cantidad de tiempo de sus individuos para aplicarse a desarrollar sus potencialidades universales.

Ahora bien, esto es precisamente lo que todavía no puede ocurrir en la transición, donde la medida de la riqueza sigue dependiendo del tiempo de trabajo humano empleado en producirla, de modo que sigue siendo una sociedad “pobre” en el sentido que la definía Marx.

Negar en la transición la pervivencia de las categorías heredadas del capitalismo sólo deja a ciegas a quien la estudia. Es un embellecimiento equivocado creer, o hacer creer, que la producción ya es directamente de valores de uso y que las categorías económicas han devenido meramente en “productivas” o “técnicas”. Es el caso de Mandel, que en su Tratado de economía marxista señalaba erróneamente que la mayoría de la producción en la ex URSS era ya directamente de valores de uso. Tal afirmación sólo puede oscurecer la continuidad de imposiciones y limitaciones heredadas del capitalismo, que si no se asumen conscientemente pueden estar al servicio del restablecimiento de los mecanismos de explotación del trabajo. O en el mejor de los casos, a derivas voluntaristas como la del Che en Cuba, cuando con argumentos honestos e izquierdistas llegaba a postular que las categorías mercantiles podrían ser abolidas “a voluntad”.

Sin embargo, con su eclecticismo característico, Mandel no dejaba de reconocer la supervivencia de las categorías mercantiles en la ex URSS: “En una sociedad socialista, los productos del trabajo humano poseen un carácter directamente social y no tienen, por consiguiente, valor. No son mercancías, sino valores de uso, producidos para la satisfacción de las necesidades humanas. Una sociedad tal ignorará el salario y sólo conocerá el ‘precio’ en un puro objetivo de contabilidad social. La existencia de las ‘categorías económicas’ en la URSS indica claramente que este país todavía no es una sociedad socialista” (E. Mandel, cit., p. 179). Y, que sus productos, agregamos nosotros, al no ser todavía directamente sociales, siguen siendo mercancías en algún grado.

Respecto del carácter mercantil o no de los productos del trabajo en la ex URSS, Mandel establecía una separación demasiado mecánica entre la producción “sólo de valores de uso” en el sector I, al tiempo que apreciaba como “valores de cambio” a los producidos en la rama II. Este “dualismo” es insostenible dada la inevitable interrelación entre las ramas de bienes de producción y de consumo, y las vinculaciones de ambas –y la economía como un todo– con el mercado mundial.

En su momento, Trotsky le había hecho una crítica similar a Stalin: “En lo más fuerte de su aventurerismo económico, Stalin prometió enviar a la NEP, es decir, al mercado, ‘al diablo’. Toda la prensa habló, como en 1918, de la sustitución definitiva de la compra-venta por ‘un reparto socialista directo’, cuya cartilla de racionamiento era el signo exterior (…) La moneda soviética había cesado de ser una moneda; ya no era una medida de valor; los ‘precios estables’ estaban fijados por el gobierno; el chervonetz ya no era más que el signo convencional de la economía planificada, una especie de carta de reparto universal; en un palabra, el socialismo había vencido ‘definitivamente y sin retorno’” (La revolución traicionada, pp. 71-72).

Para Trotsky, superar las categorías de la economía política, entre ellas el dinero, requiere previamente arribar al estadio de la abundancia, de la eliminación de las imposiciones del trabajo por un salario, a la vez que una real socialización de la producción y un sistemático desarrollo de las fuerzas productivas. Es decir, una plétora de productos, aunque deben ser otros y producidos de otra forma. Mientras tanto, prescindir de las categorías de la economía mercantil es avanzar a ciegas.

En definitiva, está en juego aquí la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción en la transición. Desde el punto de vista de las relaciones de producción han cambiado radicalmente: con la expropiación la clase capitalista ha sido liquidada, y la clase obrera, en el caso de un proceso de transición auténticamente socialista, pasa a ser la clase dominante. Pero subsiste un problema a nivel de las fuerzas productivas, sobre todo en las sociedades retrasadas, que están por detrás respecto del promedio mundial, o al menos del centro imperialista. El hecho que la producción depende todavía del trabajo humano, es decir, de la compulsión al excedente de trabajo, pone un límite concreto al revolucionamiento de las relaciones de producción. Esta imposibilidad de independizar la producción del esfuerzo humano de trabajo es lo que le da su verdadero contenido material a las nuevas relaciones de producción. Éstas son una palanca para llevar el proceso hacia adelante, pero el atraso de las fuerzas productivas no puede ser pasado por alto de manera voluntarista. De ahí la subsistencia de las imposiciones del valor en la transición, lo que conlleva la subsistencia misma de las categorías de la economía política, al menos hasta cierto punto.

Este aspecto era el que se le perdía en gran medida a Preobrajensky, que hacía demasiado hincapié en la transformaciones de las relaciones de producción, pero independizaba esta apreciación del grado de desarrollo de las fuerzas productivas: “El 90 por ciento de todos los errores, incomprensiones y quebraderos de cabeza que ocurren cuando la gente joven estudia a Marx provienen de una concepción naturalista del valor (…) detrás de la similar relación de las personas con la naturaleza (la misma técnica, los ‘mismos’ trabajadores), los cambios que se han producido en las relaciones de producción no son vistos” (La nueva economía, pp. 149-150).

Trotsky tenía una apreciación del tema bastante distinta, más materialista y dialéctica, y tenía muy presente que las correlaciones entre relaciones de producción y fuerzas productivas eran menos mecánicas que como las veía Preobrajensky. Su abordaje estaba anclado en su crítica sólidamente marxista de la idea stalinista del socialismo en un solo país, aspecto que se diluye en Preobrajensky, demasiado enfocado en el mercado interior, cuando era el mercado y la lucha de clases mundiales lo que, en definitiva, ponía límites concretos a la transformación del contenido de las categorías mercantiles.

Yendo más lejos aún, Bujarin alimentará la perspectiva del socialismo en un solo país y su mirada superficial de las consecuencias de la subsistencia de las imposiciones del valor, afirmando, en ruptura con toda la tradición del marxismo, que “las diferencias de clase en nuestro país, o nuestra técnica atrasada, no nos llevarán a la ruina; podemos incluso construir el socialismo sobre esta base de miseria técnica; el crecimiento de este socialismo será muy lento, avanzaremos a paso de tortuga, pero construiremos el socialismo y acabaremos su construcción” (en Paulino, cit., p. 109).

Trotsky no cedió un ápice a las presiones. Mantuvo su enfoque acerca de la necesidad de la revolución internacional como condición de posibilidad para avanzar hacia el socialismo en la URSS, e insistió en que la economía de la URSS hacía parte de una totalidad más amplia llamada, la economía capitalista mundial.

En cambio, en Preobrajensky la correlación entre fuerzas productivas y relaciones de producción termina desequilibrada a favor de las segundas, lo que le da un tono incluso idealista: “De esto viene el gran peligro en el análisis teórico de la economía soviética de que uno pase por arriba de las relaciones de producción (…) es decir, de deslizarse en un punto de vista naturalista vulgar” (La nueva economía, p. 162).

Su análisis le da demasiada importancia a la transformación de las relaciones de producción, de manera muy mecánicamente separada de su base material, el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. De ahí que considerara “naturalista” la visión que no olvida que la economía de la URSS estaba todavía fundamentada en el gasto de energía humana para producir la riqueza. Preobrajensky comprendía esto, pero cometía el error de circunscribir demasiado las relaciones de valor al mero intercambio mercantil, y se le perdía de vista la sustancia o naturaleza de los intercambios en la economía de la transición.

Como buen materialista, Trotsky tenía un enfoque distinto: nunca perdía la determinación en última instancia de las fuerzas productivas, que son las que le dan verdadero contenido material a las nuevas relaciones. Este punto es clave para evitar lecturas equívocas del proceso de la transición, que podrían ser facilitadas por las apreciaciones más mecánicas de La nueva economía.

El veredicto de la experiencia histórica del siglo XX no deja dudas y reafirma el criterio de Trotsky: el proceso de la transición no tiene una “solución” puramente económica, sino que requiere de la extensión político-universal de la revolución socialista.

2.5 Emancipación del trabajo humano o socialización de la miseria

Dicho lo anterior, cabe no caer en el error opuesto: sostener que la ley de valor debe imperar sin trabas o que tiene un carácter “transhistórico”, como ocurre con los socialistas de mercado.

Esto es falso: la ley del valor es una ley histórica que se extinguirá en la medida que producto del desarrollo de las fuerzas productivas se logre independizar la producción de la riqueza del esfuerzo humano directo en la producción; esto es, en la medida en que se supere el horizonte del capitalismo.

Es contemporánea a este respecto la crítica de István Meszáros a Lukács, que “convierte [la ley del valor] en una ley universalmente válida y permanente, característica de ‘todos los modos de producción’, incluida la etapa más elevada de la sociedad comunista. [Es una falsedad] la permanencia ahistórica de la ley del valor (…). Marx ve estas cosas bajo una luz radicalmente diferente. Lejos de aceptar la permanencia de la medición del tiempo de trabajo, recalca el papel del tiempo disponible como la medición de la riqueza bajo las condiciones de una sociedad socialmente avanzada” (Más allá del capital, pp. 857ss).

Esto no significa perder de vista que en una economía de relativamente bajo desarrollo de las fuerzas productivas, donde el trabajo humano sigue siendo la medida de la riqueza, aunque haya planificación y asignación planificada de recursos, prescindir de las nociones del valor no solamente oscurece las imposiciones reales sino que impide tener una medida real de la productividad del trabajo y del precio real de los productos, esto es, la determinación del valor de los productos por la cantidad de trabajo que tienen incorporado. Como dice Alec Nove a este respecto: “Marx habría estado ciertamente de acuerdo en que durante las primeras fases de la sociedad socialista, la recompensa debería estar relacionada con el trabajo, dado que lo dijo claramente en su Crítica del Programa de Gotha. Esto todavía representaría una forma de desigualdad, un vestigio del ‘derecho burgués’. En esta primera fase, el tiempo de trabajo constituye la base tanto de la regulación de la producción como de la distribución a los trabajadores en proporción a su trabajo” (A. Nove, cit., p. 79).

Aquí hay un problema de importancia vinculado a la subsistencia del trabajo humano como medida de la riqueza. La forma clásica de la ley del valor es la que se impone indirectamente por el intercambio en el mercado. Pero la racionalización directa por intermedio del plan de las principales esferas de la producción debe seguir haciéndose sobre la base de un cálculo de utilización del trabajo humano racional, objetivo y mensurable.

Sucede que la producción de la riqueza todavía no puede ser una función meramente “técnica” que se desprenda del solo desarrollo de fuerzas productivas completamente independizadas del “sudor humano”. Esto es, no ha llegado aún la etapa en que el ser humano se coloque “al lado de los medios de producción como director y vigilador” en vez de estar supeditado a ellos, como dice Marx en los Grundrisse.

Este horizonte se halla todavía distante en la transición: “El cambio del trabajo viviente por el trabajo objetivado –es decir, el planteamiento del trabajo social en forma de contradicción entre el capital y el trabajo asalariado– es el desarrollo final de la relación de los valores y de la producción apoyada en el valor. Su presuposición es –y lo sigue siendo– la masa de tiempo de trabajo directo; la cantidad de trabajo empleada, como el factor determinante en la producción de la riqueza. Pero al grado en que se desarrolla la gran industria, la creación de riqueza real viene a depender menos del tiempo de trabajo y de la cantidad de trabajo empleada que del poder de las agencias puestas en acción durante el tiempo de trabajo, cuya ‘poderosa efectividad’ está a su vez fuera de toda proporción con el tiempo de trabajo directo gastado en su producción, sino que depende más bien del estado general de la ciencia y del progreso en la tecnología, o de la aplicación de esa ciencia a la producción… Tan pronto como el trabajo en forma directa ha dejado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja y debe dejar de ser su medición, y por consiguiente el valor de cambio debe dejar de ser la medición del valor de uso” (en I. Meszáros, cit., pp. 857-858). En el mismo sentido dice Marx: “No será el trabajo directo del hombre, ni el tiempo de trabajo, sino la apropiación directa por el hombre de su propia fuerza universal de producción, la comprensión y el dominio de la naturaleza por la totalidad de la sociedad, esto es, el florecimiento del individuo social” (en A. Nove, cit., p. 42).

En suma, la emancipación del trabajo pasa por que deje de ser la fuerte directa de la producción de la riqueza; y cuando esto ocurra se acabará definitivamente todo vestigio de posibilidad de explotación del trabajo humano. Pero en la transición, la realidad es que la producción no puede ser independizada todavía de la “explotación” del trabajo humano. La satisfacción de las necesidades humanas va a seguir estando mediada por la cantidad de trabajo humano disponible o, lo que es lo mismo, por la productividad del trabajo, que combina el avance en la dotación de capital fijo y la calificación media de los trabajadores.

Mientras esto siga siendo así, las categorías de la economía política retienen su validez, aunque en las condiciones de una transición auténtica y que progresa de manera efectiva su contenido se verá cada vez más transformado. Porque las categorías del capitalismo son las de la explotación del trabajo. Y en la medida en que esta “explotación” se vaya reabsorbiendo en la transición (de la expropiación de los capitalistas a la efectiva socialización de la producción), entonces sí, progresivamente, de las categorías se mantendrá cada vez más sólo la forma; en su contenido deben devenir necesariamente cada vez más “espectrales” como quería Bujarin.

Pero esto es así, reiteramos, sólo en cuanto realmente progrese el desarrollo de las fuerzas productivas, mediado por la socialización efectiva de la producción. Caso contrario, sólo se vuelve al “viejo fárrago” de la explotación del trabajo, como señalara Marx en La ideología alemana en referencia a los problemas que conllevan socializar la miseria.

Cuba es un ejemplo dramático de esta circunstancia, y las consecuencias de convivir con la penuria (eso sí, socialista”) son las que expresa el escritor Leonardo Padura en una entrevista de Sin Permiso: “Hay un desgaste moral bastante serio en la sociedad cubana. En un país donde la prostitución deja de ser un oficio reprobable y se convierte muchas veces en una salvación para la economía hogareña con el beneplácito y la admiración de la familia, hay algo que funciona mal (…). En un país donde la mayoría de las personas tiene que buscar alternativas de supervivencia en los márgenes o más allá de los márgenes de la legalidad y lo hacen con total desenfado, como una actividad absolutamente normal, es un problema serio”.

En ese contexto, declarar “abolidas” las categorías del valor solamente puede estar al servicio de ocultar las renovadas imposiciones explotadoras como ocurrió clásicamente en la ex URSS.

2.6 El sobreproducto social como plusvalía estatizada

“[Hace falta] garantizar en la producción de bienes y servicios un crecimiento de la productividad del trabajo que supere el crecimiento del ingreso medio de los trabajadores” (punto 42 del Proyecto de Lineamientos del VI Congreso del PC de Cuba).

Citamos este revelador criterio para presentar la problemática de los mecanismos de explotación del trabajo en las sociedades poscapitalistas burocratizadas. En el caso de la reforma pro capitalista que está impulsando hoy el castrismo, aumentar la productividad del trabajo por encima de los ingresos de los trabajadores da lugar a un sobreproducto social que, al ser apropiado unilateralmente por la burocracia castrista, no es otra cosa que una explotación del trabajo por apropiación de plusvalía estatizada.

Uno de los principales estudiosos de las experiencias de la transición socialista en la segunda mitad del siglo XX fue el sociólogo francés Pierre Naville. El ángulo de mira de todo su estudio respecto de la evolución de la ex URSS se basaba en las profundas implicancias de la subsistencia de la fuerza de trabajo como mercancía, puesto que “más que su naturaleza, es la forma de la determinación del salario lo que diferencia el socialismo de Estado del capitalismo” (Le nouveau Léviathan, 2, p. 209).

Pocos trotskistas después de la posguerra se detuvieron a reflexionar sobre las implicancias de esta circunstancia. Era imposible dejar de ver en todas las experiencias de la transición (o transición frustrada) la realidad del intercambio de la fuerza de trabajo por un salario, sea directo o indirecto. Prácticamente en ningún momento de la experiencia soviética el trabajo se dejó de intercambiar por un salario como retribución monetaria. Si en algún momento del “comunismo de guerra” se llegó a especular con sustituirlo por bonos de trabajo, muy pronto se llegó a la conclusión que esto era una utopía irrealizable. Sucede que el intercambio de productos por simples bonos de producción que certifiquen la realización de un trabajo o actividad útil requiere un desarrollo de fuerzas productivas universales, cosa que nunca llegó a plantearse en la ex URSS, y menos aún en las demás experiencias no capitalistas del siglo pasado.

El hecho cierto es que, en las condiciones de las experiencias de la transición del siglo pasado, la principal categoría de la crítica de la economía política, la fuerza de trabajo como mercancía creadora de valor y la piedra angular de todo el sistema marxiano, no podía dejar de subsistir en el centro mismo del mecanismo de toda la economía.

Su continuidad en las sociedades de transición se debe, en primer lugar, a la subsistencia del mercado mundial capitalista, que debe ser analizado como una totalidad marcada por la unidad de principios y de leyes que atañen globalmente al conjunto de sus relaciones sociales. Radicalmente en contra de los postulados “dualistas” o “pluralistas”, Naville insiste en que por todo un período histórico, en los países donde sea expropiado el capitalismo la ley del valor seguirá estando, hasta cierto punto al menos, en la base o infraestructura de la economía de transición.

En un contexto marcado por la presión del mercado mundial y el relativo atraso de las fuerzas productivas nacionales, la fuerza de trabajo sigue necesariamente asumiendo la forma de mercancía. Y si subsiste el trabajo asalariado, su producto no puede ser otro que valor más plusvalor, trabajo necesario y trabajo excedente a ser apropiado por alguien: c + v + pv.

En consecuencia, Naville coloca en el centro de su edificio teórico-interpretativo el hecho que en la ex URSS la fuerza de trabajo se sigue intercambiando por un salario. El trabajo asalariado necesariamente permanece en la base de las relaciones económicas de las sociedades de transición o de transición abortada, lo que da lugar en este último caso al relanzamiento de mecanismos de explotación del trabajo.

Estas relaciones se expresan bajo la forma de relaciones de “explotación mutua” o “autoexplotación”, ya que, a diferencia de los que afirmaba Preobrajensky en La nueva economía, la clase obrera sí puede (en verdad, debe) “explotar” su propio trabajo de manera análoga a las cooperativas bajo el capitalismo. Trotsky, en el capítulo IX de La revolución traicionada, utiliza prácticamente la misma figura al considerar a todos los trabajadores como accionistas de la misma “empresa”, el Estado. El caso de las cooperativas es análogo: se trata de accionistas que explotan su propio trabajo.

Veamos primero lo que decía Preobrajensky: “Permítasenos balancear todos los pro y contras y decidir cuál término es más correcto usar en relación al fondo de sobreproducto que es depositado en la economía estatizada luego de que las necesidades de consumo de los trabajadores de la industria estatizada han sido satisfechas. ¿Plustrabajo o plusvalía? Personalmente, considero que el término plustrabajo es más correcto, en la medida que es cuestión de caracterizar no sólo lo que existe, sino también la tendencia de desarrollo” (La nueva economía, p. 194).

Pero, como observa Naville, la evidencia histórica fue que estas “tendencias” emancipadoras no se desarrollaron y que las necesidades de consumo de los trabajadores nunca fueron realmente satisfechas. Naville agrega que el mecanismo de las cooperativas bajo la propiedad estatizada puede tender a la completa disolución de toda relación de explotación, en la medida en que se dé un desarrollo efectivo de las fuerzas productivas y que el sobreproducto social realmente sea reapropiado por los trabajadores. Pero en las condiciones concretas de la ex URSS, donde de manera sistemática se afirmó una burocracia por encima de la clase obrera, sobre la base de una economía todavía apoyada en la producción de valor y plusvalor, lo que ocurre es un recomienzo de la explotación del trabajo: “El poder de los dirigentes del Estado-partido sobre la asignación de los recursos facilita la desviación de una parte de estos recursos en beneficio del propio estrato dirigente, y éstos y otros tipos de privilegios y desigualdades se ocultan y nunca se discuten públicamente” (A. Nove, cit., p. 172).

La apropiación de plusvalía estatizada por parte de la burocracia fue puesta al servicio de mecanismos de acumulación burocrática y no de una evolución en un sentido socialista auténtico, como veremos en detalle más abajo.

Naville señala que, comprensiblemente para su época, Preobrajensky prefería llamar al sobreproducto social plustrabajo y no plusvalía, no tanto en función de las condiciones existentes sino de las futuras. Pero lo decisivo aquí es que al no confirmarse esas perspectivas emancipadoras, sino en cambio producirse la apropiación del trabajo no pagado por una burocracia sobre la base de una producción fundada en el valor, no cabe más que llamar a esta apropiación plusvalía estatizada y apropiada burocráticamente. Toda otra denominación sería embellecer y mistificar las relaciones reales, como hizo el stalinismo… y tantos “trotskistas” en la segunda posguerra.[9]

En realidad, Naville no hace más que seguir a Trotsky cuando postula la categoría de plusvalía estatizada. En efecto, el revolucionario ruso hace referencia a ella al polemizar con Stalin acerca del carácter de los productos del campo: “Dejemos establecido que en la URSS la renta absoluta no fue abolida sino estatizada, que no es lo mismo (…) Todas las pautas económicas, incluida la renta absoluta, se reducen al trabajo humano (…) En la URSS, el dueño de la tierra es el Estado. Eso lo convierte en titular de la renta de la tierra. En cuanto a la liquidación real de la renta absoluta, podremos hablar de ello una vez que se haya socializado la tierra de todo el planeta, es decir, una vez que haya triunfado la revolución mundial. Pero dentro de las fronteras nacionales, dicho sea sin el menor ánimo de insultar a Stalin, no sólo no se puede construir el socialismo sino que ni siquiera se puede abolir la renta absoluta” (León Trotsky, “Stalin como teórico”, 15-7-1930, en Escritos, I, 4, Bogotá, Pluma, 1977). Criterio revelador que se puede y se debe aplicar al trabajo asalariado y a la plusvalía en las sociedades de transición abortada.

Cabe en este contexto la crítica al fetichismo stalinista del “trabajo puro”. El trabajo asalariado no puede ser considerado como una categoría meramente “técnica” siquiera en las sociedades de transición auténtica: sigue siendo una categoría social. Considerarlo de modo puramente técnico, como sugería Bujarin, sólo enmascara las imposiciones reales y la apropiación burocrática de la plusvalía estatizada o sobreproducto social: “El Código de Trabajo soviético de 1922 confió a los sindicatos la tarea de defender los intereses de los obreros para la conclusión de contratos colectivos, especialmente en materia de fijación de salarios. Esta legislación no resultaba solamente de las exigencias del pasaje a la NEP. Se extendía expresamente a la industria de Estado, al sector plenamente socializado (…) A la teoría del salario de 1922, que implica un cambio negociado, la reemplazó en la práctica el principio de una asignación salarial por las oficinas de planificación y, en teoría, la idea de que el salario no resulta de un cambio, sino de una simple distribución de beneficios sociales” (P. Naville, cit.).

Una formulación fetichista del mismo tipo es la que aparece en el documento de apoyo de la central sindical cubana (CTC) a las reformas procapitalistas y anti-obreras que está impulsando el PC cubano: “Un asunto de singular importancia lo constituye el salario. Hay que revitalizar el principio de distribución socialista, de pagar a cada cual según la cantidad y calidad del trabajo aportado. Los sistemas de pagos por resultado, aplicados en centros con plantillas mejor ajustadas, continuarán siendo la vía para elevar la productividad y, como consecuencia de ello, el ingreso de los trabajadores” (“Pronunciamiento de los sindicatos cubanos ante los caminos económicos”, Secretariado Nacional CTC, 13-9-10). En el mismo sentido se insiste en los “Lineamientos” del PC cubano: “[impulsar] la ley de distribución socialista: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo”. Aquí no hay ningún “principio socialista”, sino los habituales métodos capitalistas por los cuales el salario “aumenta”… con el aumento de la explotación.

Volviendo a nuestro argumento, la mirada “técnica” del salario no resiste el menor análisis, y refleja la idea de que las categorías marxistas ya no tendrían ninguna utilidad en la comprensión de las sociedades de transición, que tendrían categorías y leyes “propias”.

Como resumía Nahuel Moreno respecto de Naville: “[En la URSS] hay explotación mutua, ésa es la palabra. Él descubre en Marx una cita que habla de explotación mutua. Es muy interesante el libro de Naville. Acepta la caracterización de Trotsky, pero avanza más. Le da enorme importancia a que haya asalariados, que haya el problema del trabajo; habla de fetichismo. Naville acepta el criterio de Trotsky de que [la URSS] viene a ser como una sociedad anónima. Pero avanza más, a que más que una sociedad anónima es como si fuera una cooperativa, o un conjunto de cooperativas. (…) Naville, nos da la impresión, quizá tiene razón; avanza dentro de la propia línea de Trotsky –porque él acepta lo de Trotsky– es más rico, en el sentido de que quizá es así lo de explotación mutua. Porque en la URSS, estudiándola concretamente, todo el mundo se tira a joder contra todo el mundo. Es una cosa infernal. Todo el mundo tira a joderse. Una fábrica a la otra, dentro de la fábrica, un obrero al otro; es algo generalizado” (Escuela de cuadros 1985).

Y agregaba: “Trotsky dice que el grave problema es que las normas de distribución son burguesas. Y Naville dice: ‘Ésa no es la madre del borrego; ése es el borrego. La madre del borrego está en la producción, está dentro de la fábrica’. El problema es que se paga salario y que se selecciona el personal. Lo selecciona un jefe de personal… Es decir, en la producción, en la fábrica, hay todas las normas burguesas de trabajo. Y de esto se apropia el Estado y no los capitalistas. De esa contradicción, que se hace trabajar a los obreros como si fueran una empresa capitalista común, y al mismo tiempo se apropia la plusvalía el Estado, de ahí surge que el consumo sea burgués (…) y que la planificación sea burocrática” (selección de citas para el Seminario sobre Transición).[10]

En síntesis: en la transición subsiste, y no puede dejar de subsistir, la connotación social del trabajo: las inverosímiles apelaciones al trabajo “puro” en la ex URSS sólo cumplieron el papel de fetiche fundador del Estado “socialista” estaliniano. Lamentablemente, una multitud de idiotas útiles en la izquierda han creído esta fanfarronada.

2.7 La subsistencia del mercado mundial y el proteccionismo socialista

Otra cuestión central de la transición es la subsistencia del mercado mundial.[11] En la segunda posguerra, Mandel fue campeón de una visión que fragmentaba la totalidad mundial. Seguía en esto al propio Stalin, que en 1951 afirmará la existencia de “dos mercados mundiales”: “Una consecuencia económica de la existencia de dos campos opuestos ha sido la disgregación del mercado mundial único y omnímodo; tenemos hoy la existencia paralela de dos mercados mundiales, opuestos también el uno al otro” (J. Stalin, cit.).

Esto no era más que una apología de la economía burocrática de la ex URSS, aunque solapadamente se pretendía comenzar a abrir el terreno para elementos de “socialismo de mercado”, como cuando Stalin reconocía, en contradicción con lo sostenido en los 30, cierta subsistencia de la ley del valor en la ex URSS.

Pierre Naville estuvo entre los que salieron al paso de este tipo de bravuconadas con mayor lucidez, cuando dirigentes de la IV Internacional como Michel Pablo o el mismo Mandel creyeron a pie juntillas este disparate.

No había ni podía haber dos mercados mundiales; como señalara Trotsky, el mercado mundial era (y sigue siendo) una totalidad a la cual se encuentran subordinadas todas las economías nacionales, sean capitalistas o de transición: “El marxismo parte del concepto de la economía mundial no como una amalgama de partículas nacionales, sino como una potente realidad con vida propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado mundial, que impera en los tiempos que corren sobre los mercados nacionales (…). Proponerse la edificación de una sociedad socialista nacional y cerrada equivaldría, a pesar de todos los éxitos temporales, a retrotraer las fuerzas productivas, deteniendo incluso la marcha del capitalismo (…). Pero los rasgos específicos de la economía nacional, por grandes que sean, forman parte integrante, en proporción cada día mayor, de una realidad superior que se llama economía mundial (…). La ley a la que aludimos (…) lejos de sustituir o anular las leyes de la economía mundial, está supeditada a ellas” (L. Trotsky, La revolución permanente, pp. 7 y 11).[12] El mundo no era ni podía ser dual en sus principios, y las leyes de la totalidad que rigen la economía mundial no pueden ser otras que la ley del valor internacional.

La poderosa realidad del mercado mundial presionaba de múltiples modos sobre la economía nacional de la ex URSS (o del mercado común “socialista” Comecon en la segunda posguerra), por cuanto la medida de la productividad mundial la da necesariamente la economía capitalista, cuyo desarrollo de las fuerzas productivas es mayor. Por esto mismo, la medida del valor, del trabajo socialmente necesario incorporado a los productos, en un momento dado y con un nivel determinado de desarrollo de la productividad del trabajo, es una media mundial marcada por las economías más desarrolladas.

Es precisamente esta presión de la economía mundial, y la unidad de sus leyes fundamentales, la que explica por qué la economía de transición se ve obligada a erigir mecanismos de proteccionismo socialista. Esto es, quebrar hasta cierto punto el imperio de la ley del valor en el mercado interior de la economía no capitalista de que se trate, so pena de ser barrida por la competencia internacional: “La economía planificada del período de transición, si bien se basa en la ley del valor, la viola a cada paso y fija relaciones de intercambio desigual entre las distintas ramas de la economía y, en primer término, entre la industria y la agricultura. La palanca decisiva de la acumulación forzosa y la distribución planificada es el presupuesto gubernamental. El papel de éste, con su desarrollo inevitable, se acrecentará. La financiación crediticia regula las relaciones entre la acumulación obligatoria del presupuesto y los procesos del mercado, en la medida en que éstos mantengan la primacía. Ni la financiación presupuestaria ni la financiación crediticia planificada o semiplanificada, que aseguran la ampliación de la reproducción en la URSS, pueden englobarse de ninguna manera en las fórmulas del segundo tomo [de El capital]. Porque toda la fuerza de estas fórmulas reside en el hecho de que pasan por alto los presupuestos, tarifas y planes y, en general, a todas las formas de injerencia planificada del Estado, y resaltan la necesaria legitimidad inherente al juego de las fuerzas ciegas del mercado, disciplinado por la ley del valor. Si se ‘libera’ al mercado interno soviético y se aboliera el monopolio del comercio exterior, el intercambio entre la ciudad y la aldea se volvería incomparablemente más igualitario, y la acumulación en la aldea –acumulación del kulak o del granjero capitalista– seguiría su curso; resultaría evidente entonces que las fórmulas de Marx se aplican también a la agricultura [soviética]. En esa senda, Rusia no tardaría en transformarse en una colonia sobre la que se apoyaría el desarrollo industrial de otros países” (L. Trotsky, “Stalin como teórico”, cit.).

La necesidad misma de levantar barreras de protección sólo ilustra la circunstancia de que el inevitable parámetro internacional sigue siendo la ley del valor del mercado mundial. Y ésta no puede dejar de ser el patrón de medida o de comparación para la economía de transición, aun cuando ésta se ve obligada a violar esta misma referencia en aras de la acumulación socialista.

A este respecto, es ilustrativa la referencia de Alec Nove a los criterios que regían al interior del Comecon: “Un estudio prolongado no ha logrado proponer ningún tipo de ‘precios de mercado socialistas’, y la solución ha sido basar las transacciones en precios de mercado capitalista como único criterio objetivo. Para nivelar las fluctuaciones se ha acudido a la práctica de emplear la media de ‘precios del mercado mundial’ capitalista en los años anteriores. Se puede citar en este contexto una observación que me hizo un economista checo: ‘Cuando llegue la revolución mundial, tendremos que conservar un país capitalista por lo menos. De otro modo no sabremos a qué precios comerciar” (A. Nove, cit., p. 167).

En el mismo sentido, el economista cubano Ernesto Molina señala: “Mientras el mercado mundial capitalista exista, los precios deben reflejar los precios del mercado mundial. Cuba es una economía pequeña y abierta en un mundo capitalista turbulento. Siempre hemos tenido que importar bienes y debemos mantener nuestras fuerzas armadas para la defensa. Tenemos algunas grandes tareas a las que hacer frente; por ejemplo, en el ámbito de la vivienda. Alguno de los problemas pueden resolverse dentro de Cuba. Otros están fuera de nuestro control, en el mercado mundial” (en Alan Woods, “Intelectuales comunistas…”, 24-11-10).

Lo mismo repetía Naville: “Si la URSS puede imponer en su comercio internacional distorsiones a la ley del valor, esto es imposible para Polonia, China o Yugoslavia en sus relaciones con el mercado capitalista. (…). El comercio exterior internacional coloca todos los problemas de la comparación sobre la base del mercado mundial de los valores producidos, es decir, de las productividades marginales. Y coloca también el problema de los costos y de los precios del mercado interior nacional, porque constituye el elemento de comparación” (cit., p. 238).

Análogamente, los “Lineamientos” del PC cubano, más allá de su carácter procapitalista, se preocupan por establecer que “el sistema de precios deberá ser objeto de una revisión integral que posibilite medir correctamente los hechos económicos”, al tiempo que establece que uno de los puntos de referencia para los mismos serán “los precios del comercio exterior” (puntos 61 y 63).

La pérdida de referencia con los precios del mercado mundial llevó a distorsiones e irracionalidades tremendas, al punto que dentro mismo del Comecon se debió apelar a los precios imperantes en el mercado capitalista mundial para la realización de estos intercambios.

Por otra parte, es imposible que una economía de transición corte sus vínculos con el mercado mundial. Trotsky insistía que la prédica de la “autarquía” era otra de las utopías reaccionarias del stalinismo que hacía un todo orgánico con la perspectiva del socialismo en un solo país: “Las grandes y pequeñas desproporciones de la economía planificada implican la necesidad de recurrir al mercado mundial (…) la aparición de nuevas exigencias y desproporciones (…) amplían la necesidad de un enlace con la economía mundial. El programa ‘de independencia’, es decir, del carácter de una economía soviética bastándose a sí misma, revela cada vez más su carácter reaccionario y utópico. La autarquía es el ideal de Hitler, y no el de Marx y Lenin” (El fracaso del Plan Quinquenal, pp. 37-38).

En el fondo, la unidad del mercado mundial y la subordinación a éste de la economía de la transición es la principal explicación de la subsistencia de las categorías de la economía política en la transición. Se trata de un hecho al cual de ninguna manera hay que adaptarse pasivamente; pero que no puede ser eliminado de manera administrativa o voluntarista. Tiene estratégicamente una sola solución: la extensión internacional de la revolución socialista y el desarrollo de fuerzas productivas universales.

Si las relaciones entre naciones, en el contexto del mercado mundial, son de competencia, no de explotación, pero sí de dependencia, de extracción del plusvalor por parte del capital más fuerte y de transferencia por parte del más débil, ello no se opone sino que se articula perfectamente a la explotación de una clase sobre otra, del capital sobre el trabajo. En este segundo caso no hay transferencia de plusvalor, sino apropiación de éste. Pero el plusvalor apropiado por el capital en la relación vertical capital-trabajo (explotación) es la fuente de la transferencia de un capital débil hacia el más fuerte en el nivel horizontal (competencia y/o dependencia). Éstas son las relaciones que rigen el mercado mundial dominado por la ley del valor, mecanismo que explicaba muy bien Henryk Grossmann en La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista (1929).

Mutatis mutandis, esto se aplica a las relaciones entre el mercado mundial capitalista y una economía de transición al socialismo (o no capitalista), en caso de que la ley del valor internacional imperara sin trabas. Precisamente por esto, la economía de transición debe en cierto modo quebrar este imperio so pena de sucumbir. Y el mecanismo clave para esta ruptura es el llamado proteccionismo socialista: sin él, la economía de transición, más atrasada que el promedio mundial, sería barrida por la competencia capitalista.

Digamos de paso que esto mismo vale incluso para los programas del nacionalismo burgués característicos de la segunda mitad del siglo pasado, que han incluido siempre formas de protección de la economía nacional respecto de la mundial como mecanismo indispensable para alentar algún grado de industrialización del país atrasado en cuestión.

En el otro extremo está el libre imperio de la ley del valor internacional. El libre comercio, en vez de negar las desigualdades entre naciones, las agudiza como producto de la desigualdad de desarrollo de las fuerzas productivas de cada una de ellas. Las ventajas absolutas de los países capitalistas adelantados sobre los subdesarrollados (o no capitalistas en países atrasados) no se reducirán en una supuesta “ventaja comparativa para todos”, aun si cada uno se dedica a aquella producción en la cual es más “competitivo”. Fue lo que ocurrió al interior del “bloque socialista” cuando la ex URSS convenció a Cuba de dedicarse al monocultivo de azúcar; un paso estratégicamente desastroso para la isla, que explica muchos de los problemas que tiene hasta hoy. En efecto, el libre comercio sólo asegura que los países capitalistas avanzados dominen el intercambio internacional y que los países menos desarrollados (capitalistas o no) terminen con un déficit crónico y una deuda también crónica, debido sencillamente a la transferencia del valor que opera desde los capitales más débiles a los más fuertes en el mercado mundial.

Preobrajensky hizo una muy justa apreciación al respecto: sin algún tipo de proteccionismo socialista (término acuñado por Trotsky) que limite el imperio de la ley del valor internacional sobre la economía nacional no capitalista, no se puede siquiera empezar a pensar en una economía de la transición, al menos en los países atrasados. Sin barreras proteccionistas no hay posibilidad de acortar la brecha con los países con más desarrollo de las fuerzas productivas, no puede haber verdadera acumulación a escala ampliada ni desarrollo global de las ramas productivas.

Es imperativo poner límites al imperio de la ley del valor, a las mercancías más baratas de los países más competitivos del mercado mundial, en los cuales cada unidad de producto tiene menos trabajo humano incorporado. Porque si la economía de la transición se ajusta a la ley del valor, no le quedaría otra que producir aquello para lo que sólo tiene “ventajas comparativas” por dotación de la naturaleza, y comprar bienes de capital a los países desarrollados (y bienes de consumo a China). En Marx las cosas se plantean exactamente en este nivel: lo que impide una “competencia perfecta” es la existencia del monopolio del comercio exterior como hecho político, extraeconómico.

Por supuesto, todo proteccionismo tiene límites; en última instancia, lo que decide las cosas es, junto con la imprescindible extensión la revolución mundial, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. Los mecanismos del proteccionismo socialista permiten, hasta cierto punto, desconectar los precios del mercado interno de los internacionales, mediando entre los espacios nacionales de valor y el espacio mundial. Pero esta desconexión nunca puede ser absoluta ni prolongarse indefinidamente: a largo plazo, inevitablemente, termina imponiéndose la ley de valor-trabajo operante a escala mundial. Sin cuestionamiento político global al orden capitalista mundial, no hay artilugio económico que salve la transición.

A este respecto, es ilustrativo que en los años 80, en plena crisis de estancamiento de la URSS y ante la necesidad de aumentar sustancialmente sus intercambios con el mercado mundial, sus exportaciones competitivas fueran las commodities: petróleo, gas natural, metales y otras materias primas, que llegaron a representar el 90% de las exportaciones soviéticas a las naciones capitalistas.

Es una ilusión pensar que los precios puedan ser fijados arbitrariamente por el poder político por su pura voluntad. Ni siquiera el régimen stalinista en la década del 30 (con una economía casi totalmente estatizada y poderosos organismos de planificación burocrática) fue capaz de “dominar” la ley del valor mundial. En ausencia de condiciones económico-sociales para la desaparición del mercado, éste no puede ser eliminado por decreto.

En síntesis, las políticas cambiarias, arancelarias e impositivas modifican los precios en el espacio de la economía de la transición, de manera que éstos divergen con respecto al precio establecido en el mercado mundial. Pero esta circunstancia no puede anular la ley del valor: sólo puede hacer que opere en el espacio nacional bajo formas particulares. No puede ser “anulada” a voluntad mediante mecanismos administrativos del Estado, operen o no bajo la perspectiva de la utopía reaccionaria del “socialismo en un solo país”.

2.8 Dinero, mercado y precios en la transición socialista

“La experiencia demostró rápidamente que la industria misma, aun socializada, necesitaba métodos de cálculo monetario elaborados por el capitalismo. El plan no podía descansar sobre los simples datos de la inteligencia. El juego de la oferta y la demanda siguió siendo, y lo será por largo tiempo, la base material indispensable y el correctivo salvador” (León Trotsky, La revolución traicionada, p. 31).

Pasemos ahora a la problemática de los precios en la transición. Varios autores plantearon que la planificación dejaría “abolido” el uso de las categorías mercantiles, por dos razones: a) numerosas asignaciones no pasan por el mercado, b) mucho de lo planificado se hace necesariamente rompiendo las relaciones de valor.

Se trata de dos cuestiones diferentes aunque interconectadas. Por un lado, la supuesta “abolición” de las imposiciones del valor generaría la impresión de que podría reinar la pura voluntad del planificador. Esto no es así; intentar “emancipar” la planificación de un cálculo económico racional sobre la base de los costos reales en términos de gasto de trabajo humano lleva a la más pura irracionalidad, como ocurrió en muchos momentos en la ex URSS, sobre todo en el furor planificador de los años 30.

La planificación tiene un límite: el trabajo humano a disposición en sus dos formas de trabajo vivo y trabajo muerto. Esta realidad no se puede burlar; se impone objetivamente dado un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. Trotsky lo señalaba contra Stalin: “Resulta que se ha abandonado todo cálculo y que la racionalización ha pasado de moda (…) ¿Desde cuándo las paredes del plan económico se levantan, no según un plano, sino a ojo de buen cubero? (…) Los cálculos, que antes tampoco eran ideales, (…) han sido abandonados a partir del momento en que la dirección burocrática ha reemplazado el análisis marxista de la economía y la regulación elástica de la misma por el látigo administrativo (…). Hace ya dos años que hablamos de los faros apagados” (El fracaso del Plan Quinquenal, p. 98).

Es cierto que en la planificación el valor no se impone cual ley ciega ex post, como en el mercado. Pero la circunstancia de que la asignación de trabajo sea ex ante vía la planificación no significa que prescinda de cualquier medida vinculada a la productividad del trabajo humano (evaluada, además, respecto de la imperante en el mercado mundial): “Con el tiempo devino más claro que la sustitución del mercado por la planificación no podía abolir la función del valor de cambio y el problema de los precios (y, entre ellos, del salario), que permanecen en el centro de la vida económica” (P. Naville, cit., p. 235).

Trotsky es muy claro respecto de la importancia de una evaluación racional de los precios en la transición: a) los precios en la transición no pueden estar dictados por la sola voluntad de los planificadores; b) no pueden ser todavía una mera expresión “técnica” o “administrativa: siguen siendo una categoría de la economía política; c) no dejan de ser la expresión del trabajo socialmente necesario en la producción; d) las cuentas de la planificación deben hacerse sobre la base de los costos reales de los productos, que sólo pueden ser calculados con arreglo a la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción.

No elimina el problema decir que los costos se establecerían según “los precios de producción”. Recordemos que en el tomo III de El capital Marx desarrolla la compleja problemática de la transformación de los valores en precios. En la medida en que los precios se forman por el juego de la oferta y demanda en el mercado, pueden fluctuar alrededor de los valores que cada mercancía tiene incorporada. Sin embargo, Marx establecía un límite de última instancia a esas disparidades de precios respecto de los valores de las mercancías: la suma total de cada conjunto debe coincidir. A partir de ese hecho surgen entonces otras determinaciones, como la formación de los promedios en el mercado. El precio puede estar entonces por encima o por debajo del valor de la mercancía individual, que incluye el trabajo necesario incorporado y el plusvalor del producto del que se trate. Pero si el plusvalor también termina siendo un promedio, llegamos a la categoría de precios de producción, que se constituye agregándole al precio de costo la ganancia media. Sin embargo, el cálculo de los costos más una ganancia media no cambia la naturaleza de las cosas: los precios de producción siguen siendo una forma de precio, categoría de la que no puede escapar del todo en la transición.

En definitiva, los precios deben expresar en dinero, de una u otra manera, el trabajo incorporado en los productos, sea bajo la mediación directa o indirecta de relaciones de oferta y demanda en el mercado o cuasi-mercado de la economía de la transición.

A este respecto, Nove señala que “la información contenida en los precios es indispensable para elegir tanto los fines como los medios. La planificación cuantitativa es evidentemente insuficiente puesto que no permite en modo alguno la comparación entre los costes de las alternativas. ¿Cómo se puede general electricidad? ¿Deben ser las centrales eléctricas grandes o pequeñas? ¿Es prohibitivamente costoso invertir en minas de carbón en el nordeste de Siberia? ¿Qué clase de material aislante es más barato? ¿Merece la pena invertir en un nuevo proceso de producción de ácido sulfúrico? No podemos responder a estas preguntas sin utilizar algún tipo de precios, sean precios reales o precios ‘sombra’, y los precios que se empleen deben reflejar los costes, que a su vez reflejan la escasez relativa de medios” (La economía…, cit., p. 151).

Lo mismo vale en relación con el mercado de trabajo: los directores de empresas debían manipular el nivel de los salarios si es que pretendían tener (o retener) una determinada categoría de trabajadores: “La fuerza de trabajo no debería ser una mercancía; verdaderamente, en la teoría oficial soviética, la fuerza de trabajo no es una mercancía (…) Existen, sin embargo, amplias estadísticas que muestran que millones de personas cambian de trabajo anualmente por su voluntad (…) y emigran de un área a otra sin que les interesen las intenciones de los planificadores (…) Existe suficiente movilidad para asegurar que podrían surgir problemas muy serios si la tasa salarial en una industria, profesión o región fuese tal que no pudiera atraer y retener a la fuerza de trabajo necesaria (…) Las tensiones y los esfuerzos resultantes dan lugar (…) a presiones por alterar las relatividades del salario” (A. Nove, El sistema económico soviético, México, Siglo XXI, 1982, p. 268ss.). En suma, el salario era un tipo de precio en la ex URSS: el precio de la fuerza de trabajo.

Tampoco resuelve las cosas el hecho de que durante determinados períodos en la ex URSS no se incorporaba a los precios de los productos (o mercancías, según el caso), o se lo hacía muy irregularmente, los costos de depreciación del capital fijo. Esta irracionalidad se llevaba adelante sobre la base de la pretensión de que los medios de producción serían “gratuitos” y que su manutención y/o reemplazo costaba cero: “En el XXI Congreso del PCUS, A. Aristov mencionó la cifra de 60.000 fresadoras y 15.000 prensas mecánicas, ‘que permanecen durante años en los depósitos o se oxidan en los patios de las fábricas’. Esta acumulación de equipo no utilizado se ve facilitada por la regla de no incluir la amortización de este equipo en el precio de costo de la producción corriente” (E. Mandel, Tratado…, p. 211).

En el mismo sentido: “En la cuasi gratuidad de los recursos productivos puestos a disposición de las empresas y de los organismos económicos parece estar parte de la explicación para la irracionalidad económica y el desperdicio en la economía soviética, denunciados posteriormente [pero desde la derecha, R.S.] en la Perestroika de Gorbachov. Una invitación a la ineficiencia y la administración irresponsable. Esto también ayudaría a explicar, por ejemplo, la existencia de millares de obras en construcción o inacabadas por largos períodos en la ex URSS y otros países del Este Europeo, verdaderos elefantes blancos, como los llamó Robert Kurz en El colapso de la modernización” (R. Paulino, cit., p. 191).

Ejemplo de estas “irracionalidades” de considerar “gratuitos” diversos factores de la producción era el manejo de las materias primas. Por ejemplo, en el trabajo en las minas. La búsqueda de una producción más rápida daba lugar a pérdidas enormes, del orden del 15 al 20% de la producción de las reservas minerales. En los pozos petroleros de la década del 60, los gases liberados escasamente se aprovechaban. Se estimaba que cada año se perdían billones de metros cúbicos de metano que se diluían en el aire.

Por principio, “manipular” los precios, correcta o incorrectamente, y “construirlos” de determinada manera con arreglo al plan no cambia su contenido como expresión de una determinada cantidad de trabajo humano. Incluso Mandel llega a plantear esto: “Los precios en la URSS no son los precios ‘reales’, es decir, no son el reflejo fiel de los gastos reales en trabajo que ha costado su producción. Son ‘precios administrados’ que resultan de la aplicación, a costos medios de las ramas industriales, calculados periódicamente, de coeficientes de aumento (impuesto sobre la cifra de negocios) o de reducción (subsidios) rígidos durante largos períodos. En general, todos los economistas están de acuerdo en señalar que el empleo de estos ‘precios administrados’, independientemente de que sean indispensables dentro del marco de la planificación socialista, complica y obstaculiza excesivamente los trabajos de la contabilidad nacional, y hace difícil, sino imposible, un cálculo económico preciso (éste debería poder reducir todos los ‘precios administrados’ a ‘precios reales’), y esto al menos sobre una base anual, lo cual provoca complicaciones inauditas y plantea además numerosos problemas teóricos. Se deriva de ello la imprecisión general de la planificación” (E: Mandel, Ensayos sobre neocapitalismo).[13]

Trotsky insistía en que los precios debían ser lo más reales posibles con arreglo al valor incorporado en los productos y tender a alcanzar lo del mercado mundial (independientemente de que los “mercados” en la URSS fueran verdaderamente tales o una forma “bastarda” de ellos). Lo que no significa abandonar el criterio de que la industrialización de un país relativamente atrasado va a requerir desviarse de las asignaciones según el promedio del valor mundial, que ya hemos señalado. Aquí caben enteramente los criterios de Preobrajensky sobre la acumulación primitiva socialista y los de Trotsky sobre el proteccionismo socialista. Pero incluso en ese caso persiste un patrón de medida objetivo, el promedio de la productividad mundial por la existencia de un único mercado mundial. En esas condiciones, la medida de valor subsiste necesariamente en dos formas: positiva y negativamente. Positivamente, en cuanto funciona como rasero o patrón de medida de la producción. Negativamente, porque ese patrón debe ser roto para promover la acumulación socialista y promover ramas productivas que, ateniéndose a la medida del valor mundial, no podrían desarrollarse.

Ahora bien, ¿cómo establecer los precios al interior del complejo industrial estatizado, donde en principio la producción no es para el intercambio? A nuestro modo de ver, los precios necesariamente deben subsistir como medida de intercambios que no pueden evaluarse con precisión de otro modo.

Decimos que en principio la producción no es de mercancías porque el intercambio de los bienes producidos en las ramas industriales estatizadas –por ejemplo, máquinas fabricadas en la rama I que se destinan como medios de producción para una industria de la rama II– no está mediado por un mercado de compra y venta. Sin embargo, en la economía de transición de un país atrasado todavía tenemos un bajo desarrollo de las fuerzas productivas. En tales condiciones –y esto es fundamental– la fuerza de trabajo sigue siendo mercancía: se intercambia por un salario y genera un plustrabajo o una plusvalía no pagada.

Por lo tanto, el único rasero racional para evaluar la eficacia de la producción no puede ser otro que la productividad del trabajo y la “ganancia” obtenida en la producción o, al menos, no trabajar generalizadamente a pérdida.

En cuanto a la ex URSS, digamos que si existía plusvalía estatizada, si su objetivo no era realmente la satisfacción de las necesidades humanas, algún tipo de ganancia debía existir. Naville demuestra que la persecución de este objetivo terminó siendo un rasgo característico de la economía de la URSS. Al respecto, Nove presenta una tabla de las ganancias por sectores, calculadas como porcentajes sobre el capital básico y circulante: para el total de la industria, en 1965, las mismas fueron del 13%; en 1972, del 19,3%, y en 1978, del 13,5%. Las más altas se verifican (como ocurrió desde los años 20) en la industria ligera, con picos para esos tres años medidos del 36,9% en 1972, y en la alimentaria, con picos para el mismo año del 24,5% (El sistema económico soviético, ídem, p. 243).

En consecuencia, y más allá de lo anterior, incluso en una verdadera sociedad de transición la medición no se podrá realizar en entidades puramente “físicas” o “naturales”: se debe saber cuánto trabajo humano fue necesario para producir determinada cantidad de productos. Además, es inevitable que subsista un mercado hecho y derecho: no solamente en todas las relaciones externas al complejo productivo estatizado, sino también bajo la forma de “cuasi-mercados”. En la medida en que siga dominando la escasez, inevitablemente emergerá una suerte de mercado negro incluso de medios de producción (y hasta de fuerza de trabajo, como acabamos de ver), cuyos valores seguramente serán divergentes de los planificados.

El concepto de “cuasi-mercado” alude, precisamente, a este tipo de fenómenos en que junto con las asignaciones administrativas se desarrolla toda una red de mercados negros. Naville insistía en que más que una mecánica contraposición entre plan y mercado, lo que ocurre es que el primero tiende a absorber o socavar al segundo.

A Mandel se le perdía completamente esto cuando afirmaba de manera unilateral que “en la medida en que la sociedad toma en sus manos la industria (…), los medios de producción y de cambio producidos por las empresas nacionalizadas pierden su carácter de mercancías y sólo tienen ya carácter de valores de uso. Incluso si esos valores de uso son formalmente ‘vendidos’ de una empresa del Estado a otra, se trata de simples operaciones de contabilidad y de verificación general de la ejecución del plan” (cit., p. 180).

Por nuestra parte, afirmamos que ni siquiera en el sector de producción de bienes de producción (el de mayor proporción de propiedad estatal) se expresa una producción directamente social al servicio de las necesidades humanas, sino que son, al menos en parte, mercancías. En el mejor de los casos, una forma transitoria entre mercancías y verdaderos valores de uso, que para ser tales deben estar realmente al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas, cosa que de ninguna manera se cumplía bajo el stalinismo.

Expresión de esto es que uno de los principales funcionarios de una empresa en la URSS era el que recorría el país buscando aprovisionamientos e insumos por “izquierda”: “En su informe ante el XIX Congreso del PCUS, Malenkov confirmó la existencia de tales fenómenos [como los mercados “negros” o “paralelos”, RS], puesto que indica que ciertas empresas no cumplen su plan porque intentan realizarlo solamente durante las horas suplementarias, trabajando durante el día para pedidos privados. El personaje principal de este mercado paralelo en bienes de producción es el tolkach (organizador), un intermediario más o menos ilegal que, formalmente agregado a la empresa, viaja por todo el país para arreglar los asuntos ilegales” (Tratado de economía marxista).

La experiencia de la Unión Soviética demostró que despegar los precios del valor real de los productos conlleva todo tipo de irracionalidades e infringe los más elementales criterios de eficacia económica. Esto ocurrió durante muchos períodos en la ex URSS, especialmente en los años 30. La unidad de medida del cumplimiento del plan se realizó en unidades físicas de peso (en toneladas). Esto llevaba a que se produjeran, por ejemplo, tractores que para alcanzar los objetivos físicos planificados por los órganos centrales se fabricaban al doble o triple de su peso necesario, resultando literalmente inútiles para el trabajo en los campos. Otra fuente de irracionalidad en la economía de la ex URSS fue las escalas de precios, fijadas por años o incluso décadas, que la realidad iba distorsionando, pero que dado el trabajo administrativo que llevaba ajustarlos –implicaban reformar el conjunto del sistema de precios–, no se corregían con la flexibilidad necesaria, constituyendo otra fuente de disparates económicos.

En síntesis: toda la experiencia del siglo XX atestigua que los precios en la economía de la transición deben ser una expresión real de las relaciones de valor y no un hecho puramente administrativo, so pena de terminar despegando la economía del terreno material de la verdadera productividad del trabajo.

Esto no implica que no pueda y deba haber precios subsidiados, o que el plan dedique ingentes recursos a ramas productivas en las cuales la productividad del trabajo está muy por debajo del promedio mundial, pero que hacen a la tarea de erigir el sistema de la economía de transición de la que se trate rompiendo con las relaciones de valor “naturales”. Lo que no se puede perder de vista es que incluso en esos casos es imprescindible tener la medida real de los costos y los precios de los productos para medir la proporción del subsidio o de la inversión en cuestión.

Pasemos ahora a la cuestión de la subsistencia del dinero, que requiere considerar ciertos criterios. El mercado subsiste para los intercambios con la economía mercantil; la agraria, en el caso ruso de los años 20. También subsiste en el terreno del consumo, e incluso la fuerza de trabajo sigue siendo una mercancía que se intercambia por otras mercancías. Y, fundamentalmente, subsisten los inevitables intercambios con el mercado mundial, que incluso debieran ser lo más amplios posibles para el desarrollo de las proporciones del plan. Por lo tanto, más allá de los límites del complejo industrial estatizado –e incluso, en cierto modo, dentro de él– aparece el mercado, los intercambios mercantiles y los productos como mercancías para el intercambio. He ahí una de las fuentes de la necesaria subsistencia del dinero como representante general del valor: “El intercambio y el valor se implican mutuamente. Si hay uno, hay el otro; y esta existencia implica un mercado regulado por los precios de mercado (…) El Estado interviene, reglamenta e impone; [pero no hay que] cerrar los ojos [a] la materia misma de la acción [de la planificación]: el intercambio de valores” (P. Naville, cit., p. 236).

En el mismo sentido, Trotsky señalaba que “los innumerables participantes de la economía del Estado y particulares, colectivos e individuales, manifiestan sus exigencias y la relación de sus fuerzas no solamente por la exposición estadística de las comisiones del plan, sino también por la influencia inevitable de la oferta y la demanda. El plan se verificará, y en un gran medida se realizará, por intermedio del mercado. La regularización del mercado debe basarse sobre las tendencias que en él se manifiesten cada día” (El fracaso del Plan Quinquenal, p. 62).

Como se puede observar, Trotsky ve más entrelazados al plan y el mercado de lo que se ha apreciado habitualmente. Al menos, parece rechazar una visión muy corriente en los debates de la izquierda que los opone mecánicamente, más allá de que, sin duda, en su progreso la economía de la transición debe tender a sustituir las subsistentes relaciones basadas en la producción mercantil.

Pero hay más razones para la subsistencia del dinero. A partir de los intercambios sobre una base de valor, el dinero expresa tanto medida del valor como medio de circulación y de pago. Desde ya, el dinero ya no puede ser transformado en capital porque la propiedad privada ha sido estatizada y la acumulación se va a expresar ahora como una acumulación en manos del Estado. Pero, como dice Trotsky, “esta función del dinero, unida a la explotación [se refiere al dinero como instrumento de la acumulación que lo transforma en capital], no podrá ser liquidada al comienzo de la revolución proletaria, sino que será transferida, bajo un nuevo aspecto, al Estado comerciante, banquero e industrial universal. Por lo demás, las funciones más elementales del dinero, medida del valor, medio de circulación y de pago, se conservarán y adquirirán, al mismo tiempo, un campo de acción más amplio que el que tuvieron en el régimen capitalista” (La revolución traicionada, p. 68).

Además de que, como dice Trotsky, su “función unida a la explotación” se ha transferido al Estado, el dinero como medio de intercambio subsiste por cuanto sigue habiendo mercados, o cuasi mercados, en los que se intercambian mercancías. No se está de conjunto todavía en un estadio de desarrollo de las fuerzas productivas donde lo que se intercambian son meros productos (bienes de uso) y donde, en todo caso, el subsistente “dinero” no es ya más que un papel para hacer “exigible” una entrega, como desarrollara Marx en su debate con Proudhon.

Pero la cuestión va más allá de los intercambios. La subsistencia del dinero hace a la asignación de recursos, que sigue atada a la medida de trabajo y no centralmente a la satisfacción de las necesidades humanas: donde los bienes realmente abundan no hay más mercado en ningún sentido real de la palabra, salvo el lugar físico de donde se retiran. El propio Mandel reconoce esto: “Hoy podemos entender mejor que la supervivencia de las categorías del mercado en el período de transición del capitalismo al socialismo se debe principalmente al desarrollo inadecuado de las fuerzas productivas, que no permiten una distribución física de todos los bienes producidos según la cantidad de trabajo suministrado por cada productor. La oferta inadecuada de valores de uso mantiene vigente la ley del valor de cambio, en la medida en que fuerza a cada productor a retener la propiedad privada de su fuerza de trabajo y cambiarla por un salario, que constituye un certificado para la apropiación estrictamente limitada, pero indiferenciada, de la masa total de bienes y servicios producidos por la sociedad. La eliminación del carácter de mercancía de los bienes de consumo significaría una sustitución de este salario por raciones físicas limitadas” (E. Mandel, La economía del período de transición, Barcelona, Anagrama, 1975).

Pero también es verdad –cosa que Mandel ya no reconoce– que incluso donde los intercambios no están mediados por el mercado, como hasta cierto punto ocurre al interior de la industria estatizada, igualmente subsiste la moneda. ¿Por qué? Por el simple hecho que debe haber un patrón de medida racional. Las asignaciones sobre la sola base de los valores de uso sólo pueden darse en otro estadio del desarrollo de las fuerzas productivas al que todavía no se ha llegado en la economía de transición. Mientras tanto, hay que racionalizar la producción según el trabajo. Y para eso hace falta una moneda estable. Trotsky decía que la Oposición de Izquierda en la ex URSS debía poner un cartel que dijera: “La inflación es la sífilis de la economía planificada”, ya que enmascaraba y distorsionaba los problemas reales.

En el mismo sentido afirmaba Moreno que “todo el plan tiene que ser hecho en valores y moneda estable. [Hay precios y salarios, y deben ser lo más reales posibles]. Por ejemplo, todo Rusia discutiría cómo los automóviles los venden a tanto. Si llevan tantas horas [de trabajo] y al mismo tiempo cuestan tanto. Bien, todo va a ser cristalino, contabilidad cristalina (…) La estabilidad se la da el oro, no el plan. Si no, [el plan] es administrativo y no obedece la ley del valor. Justamente, el tener patrón oro es una de las expresiones máximas de que la ley del valor existe y tenemos que dominarla (…) Si la moneda es oro es sencillísimo. Porque hay tanto oro y no hay posibilidad de más o menos. Además, esto está impuesto por el mercado mundial. Dependemos del mercado mundial y tenemos que aceptar las leyes del mercado mundial, aunque las dominemos por la vía del plan. Aunque lo hagamos racional, no podemos negar eso” (selección de citas para el Seminario de transición).

Y Moreno concluía: “Queremos, al revés [de Preobrajensky], que el plan racionalice la ley del valor, para que se aplique en forma cristalina. Y, al mismo tiempo, queremos que se desarrolle un sano consumo, con una moneda como medida de cambio, como equivalente, que sea leal. Es decir, que sea seria, que todo el pueblo cuente con que no es una moneda inflacionaria, [sino] confiable totalmente. También racional” (ídem).

Reiteramos que estos criterios sanos no significan en absoluto negar la posibilidad y la necesidad de precios subsidiados. Al contrario: parte fundamental de la lógica de la acumulación socialista tiene que ver con llevar a cabo una “manipulación” racional de los precios en función de alentar el desarrollo de determinadas ramas productivas, que sin esta “intervención” no podrían llevarse adelante. Pero este procedimiento no por obligatorio debe dejar de ser racional, como pedía Trotsky (y señalaba el propio Moreno): el hecho mismo de hablar de precios subsidiados indica que el monto del subsidio estará en función de conocer la medida o precio real del bien en cuestión.[14]

2.9 El debate en la Cuba de los 60. Cálculo económico, planificación socialista e incentivos

El debate acerca de las justas relaciones entre planificación, cálculo económico e incentivos tuvo un capítulo de importancia en la Cuba de la primera mitad de los años 60, y versó acerca de las relaciones entre el plan y el mercado. En la polémica participó el propio Che Guevara desde su puesto al frente del Ministerio de Industrias. Se sumaron internacionalmente destacados economistas marxistas como Mandel y el maoísta Charles Bettelheim, cuota de apertura que expresaba que se estaba todavía en el momento revolucionario de la experiencia cubana, previo a la stalinización del PCC y de la política de los Castro.

Se manifestaron dos posiciones. Por un lado, reflejando el giro hacia reformas de mercado en la ex URSS a comienzos de los 60, funcionarios cubanos defendieron la racionalización económica vía el cálculo basado en la ley del valor tout court. De ahí su cerrada negativa al impulso de la industrialización de la isla y su planteo de la necesidad de adaptarse a los requerimientos económicos de la URSS, que les compraría azúcar –el único producto competitivo de Cuba en el mercado mundial del momento– a cambio de todo lo demás. Se apoyaban en un problema real: el retraso económico de la isla y la imposibilidad de racionalizar la economía de una manera que se salteara la medición del tiempo de trabajo en la producción. Sin embargo, esta admisión estaba al servicio de un objetivo espurio: bloquear toda posibilidad de desarrollo industrial de la isla, en un curso de adaptación a las posiciones “reformistas” en boga en la ex URSS en aquellos años. En esas condiciones, no podían cuestionarse qué significaría esta orientación desde el punto de vista del objetivo de la liquidación de todo atisbo de explotación del trabajo en la transición. Además, los incentivos materiales que defendían eran el reparto de primas (ganancias) para los directores de las empresas. Su punto de mira era la de una capa de funcionarios, no el de los intereses de los trabajadores.

Todo esto se agravaba considerando que en Cuba no había siquiera en ese momento, su pico revolucionario, ningún elemento de democracia obrera que operara a modo de control de la introducción del mercado.

A nuestro modo de ver, en ausencia de centralidad de la clase obrera, la revolución anticapitalista cubana dio lugar desde el comienzo mismo a un tipo sui generis de Estado burocrático apoyado en una movilización de masas encuadrada desde arriba (marca sempiterna de esta revolución), que pasó por distintas fases, unas más revolucionarias y luego mucho más conservadoras, como el definitivo giro de Castro hacia la ex URSS a comienzos de los 70. Dice un analista: “Fidel Castro y Raúl hicieron de necesidad virtud, porque estaban convencidos de que la Unión Soviética stalinizada sería eterna. El país pudo, sí, elevar enormemente su nivel de cultura y de sanidad, pero no creó, debido a esa dependencia, una base industrial y una tecnología de punta salvo en medicina. Y el voluntarismo del mando provocó despilfarros sin fin y llevó a la simulación del pleno empleo cubriendo una vasta capa de trabajadores improductivos y a la desvalorización del salario real, de la mercancía fuerza de trabajo” (G. Almeyra, La Jornada, 28-11-10).

Desde una ubicación a izquierda, el Che se opuso al citado tipo de racionalización, apelando a la planificación y al desarrollo de elementos morales como motor de la producción. Temía que la subordinación de la economía a los mecanismos del mercado llevara a un puerto que no fuera el socialismo, en lo cual no se equivocaba. Pero su propuesta de un sistema de financiamiento presupuestario alternativo se basaba en la otra variante burocrática: la de los precios administrativos: “Negamos la posibilidad del uso consciente de la ley del valor (…); negamos la existencia de la categoría mercancía en la relación entre empresas estatales (…). La ley del valor y el plan son dos términos ligados por una contradicción y su solución: podemos, pues, decir que la planificación centralizada es el modo de ser de la sociedad socialista, su categoría definitoria” (Ernesto Che Guevara, La planificación socialista. Su significado, junio 1964). La oposición mecánica del Che entre la planificación y el mercado lo llevó, en una apreciación ultraizquierdista, a condenar al Lenin de la NEP y a definir ésta como el comienzo de todos los males en la ex URSS, ya que la consideraba una política “restauracionista del capitalismo”.

Digamos más bien que la categoría definitoria de la sociedad socialista es la producción de valores de uso para la satisfacción de las necesidades humanas y la dirección consciente por parte de la clase obrera, disuelta en la sociedad como un todo, de esta producción. Seguramente, el Che no fue del todo consciente de que lo que postulaba como “categoría definitoria” del socialismo era la planificación en manos de la burocracia…

El otro punto ciego de la postura del Che era su ubicación puramente “pedagógica” sobre los trabajadores, con una muy peligrosa apelación a incentivos morales en manos de una burocracia de Estado y una ceguera completa hacia cualquier apertura de auténtica dictadura del proletariado y democracia socialista. El Che nunca dejó de creer en el aserto –de su propio cuño– de que para hacer la revolución sólo hacían falta “cuarenta pelotas”, como cuenta Ricardo Napurí, militante socialista peruano que fue secretario suyo por varios años al comienzo de los 60.

En síntesis, ninguna de las dos posiciones expresaba el punto de vista del socialismo revolucionario y terminaban siendo posiciones burocráticas, aunque la del Che estuviera kilómetros a la izquierda de la que en definitiva asumió Castro.

Por nuestra parte, opinamos que el cálculo económico es una imprescindible herramienta en la transición. Pero, claro está, debe estar en manos de los trabajadores. Ya treinta años antes Trotsky había alertado: “Los organismos estatales deben demostrar su comprensión económica por medio del cálculo comercial. El sistema de la economía transitoria no puede ser enfocado sin el control del rublo. Esto exige, por tanto, que el rublo sea igual a su valor. Sin la firmeza de la unidad monetaria, el cálculo comercial no sirve más que para aumentar el caos” (El fracaso del Plan Quinquenal, p. 62).

Prescindir del cálculo comercial es sacar pasaporte a la irracionalidad en la economía, dado que en la transición, el cálculo de la producción todavía no puede ser reemplazado por un rasero puramente técnico, realizado sobre la base de meros valores de uso y una producción directamente socializada de las necesidades humanas. Y como también señalara Trotsky, el cálculo económico es imposible sin las categorías de la economía política: “El hierro fundido puede ser medido en toneladas, y la electricidad en kilovatios/hora. Pero es imposible crear un plan universal sin reducir todos los sectores a un denominador común de valor” (en A. Nove, La economía del socialismo factible, p. 67).

La condición para que este cálculo no aliente criterios capitalistas es que sea hecho por los trabajadores, desde sus instituciones y organizaciones. Por otra parte, una cosa es tener como criterio de medida los mecanismos de la ley del valor y otra es adaptarse ciegamente a ellos.

A este respecto, el Che hacía una interpretación unilateral dándole un alcance prácticamente sin límites a aquellos aspectos de la planificación que se “ajustan” por criterios de acumulación socialista y no por los costos reales: “La existencia de la propiedad social y las políticas del gobierno revolucionario no dirigidas a la ganancia, sino a la satisfacción de las necesidades del pueblo [hacen que] el precio del sector socialista no tenga una relación directa con el costo de producción, ya que los precios y su determinación pasan por decisiones de política” (Teresa Machado Hernández, La polémica en torno a la ley del valor y su manifestación en el pensamiento económico cubano).

El Che estaba en lo cierto al afirmar que la planificación socialista debía hasta cierto punto romper con los criterios atados a la ley del valor. Pero llevaba las cosas demasiado lejos: terminaba perdiendo de vista que las relaciones de valor con el mercado mundial son los únicos puntos de referencia objetivos para racionalizar o medir una economía de la transición, en la cual los precios tampoco podían ser fijados de manera completamente arbitraria, so pena de irracionalidades monstruosas.

Una derivación de lo anterior es la problemática de los incentivos en la transición. Aquí el debate se expresó entre dos polos antagónicos con un tercero excluido. Esos polos fueron desde la apelación tout court a los incentivos materiales –las reformas Liberman en los años 60– hasta hacer depender todo de la “voluntad”, término emparentado con el de “conciencia”.

A este respecto, Néstor Kohan, un profesor argentino de orientación guevarista, es fiel al pensamiento del Che cuando señala que “a un lector mínimamente informado no puede pasársele por alto que este mismo tipo de análisis de Mao Tse Tung es el que plantea el Che cuando, en Cuba, les responde a los partidarios del ‘cálculo económico’ (…) que no hay que esperar a tener un mayor grado de desarrollo de las fuerzas productivas para, recién allí, cambiar las relaciones de producción. Desde el poder revolucionario, la política y la cultura comunista que promueve la creación de un hombre nuevo, se puede acelerar la transformación de las relaciones de producción” (¿Ética y / o economía política? En los apuntes críticos del Che Guevara).

Respecto de la filiación maoísta de Guevara y del idealismo (en el sentido de carencia de apreciación de las condiciones materiales) del criterio de Kohan, Moreno planteaba correctamente: “Ésta es una gran discusión [la de los incentivos]. Mao y el Che (que era discípulo de Mao) opinaban que el problema moral era suficiente. O sea, que nosotros tomamos el poder y le decimos a las masas: ‘Hay que trabajar dieciséis horas al día para construir el socialismo’, y entonces las masas trabajan dieciséis horas. Los hechos han demostrado que no es así. Los famosos sábados comunistas de Lenin anduvieron muy poco tiempo, no dieron gran resultado” (selección de citas para el Seminario de Transición).[15]

En ambos “modelos”, el prosoviético seguido en definitiva por Castro y el subjetivista del Che, siguiendo la estela de Mao, el término ausente fue siempre la democracia obrera. Factor que, para Trotsky debe ser “el mecanismo fundamental –flexible y elástico– de la construcción socialista”, el elemento principal en cuanto a la posibilidad del desarrollo de la conciencia de los trabajadores.

Mandel, que participó del debate haciendo seguidismo a la posición del Che, planteaba sin embargo años después “una contradicción entre esta ‘línea de masas’ y la práctica política cotidiana del gobierno revolucionario cubano. El campo de la gestión de la economía –y más claramente, el de la gestión de la industria– estuvo sólidamente inmunizado contra toda intervención directa de las masas” (“El debate económico en Cuba durante el período 1963-4”, Partisans 37, 1967).

Por otra parte, los seguidores del Che no suelen tener presente que hablar de incentivos “morales” no remite a una participación y decisión consciente en los asuntos, sino a un precepto de conducta que no se puede cuestionar. Lo que coincide perfectamente con la ausencia completa de todo concepto de democracia obrera: “El no cumplimiento de la norma significa el incumplimiento del deber social; la sociedad castiga al infractor con el descuento de una parte de sus haberes. La norma no es un simple hito que marque una medida posible o la convención sobre una medida de trabajo; es la expresión de una obligación moral del trabajador, es su deber social. Aquí es donde deben juntarse la acción del control administrativo con el control ideológico. El gran papel del partido en la unidad de producción es ser su motor interno y utilizar todas las formas de ejemplo de sus militantes para que el trabajo productivo, la capacitación, la participación en los asuntos económicos de la unidad, sean parte integrante de la vida de los obreros, se vayan transformando en hábito insustituible” (E. Guevara, “Sobre el sistema presupuestario de financiamiento”, febrero 1964).

Este esquema, en manos de una burocracia que se pone por encima de la clase obrera, es enormemente peligroso. En el Che, la conciencia, que sólo puede existir y desarrollarse de manera orgánica en un marco de democracia proletaria, se presenta completamente fusionada con la idea de la “moral revolucionaria”, al tiempo que brillaba por su ausencia todo mecanismo de autodeterminación de los trabajadores.

En cambio, la tradición del marxismo revolucionario comprende el problema de una manera opuesta: los elementos “morales” están subordinados a la comprensión consciente de los asuntos, a la voluntad libremente asumida. Es solamente en ese contexto, la necesidad de democracia obrera y la asunción consciente de ciertas obligaciones respecto al todo de la organización, que las tareas se pueden y deben expresar abnegadamente, con una determinada moral, como dedicación sistemática a ellas. Pero siempre supeditado a los mecanismos de democracia obrera, el incentivo político par excelence.

En nuestra visión, a la hora de los incentivos debe haber una combinación de elementos. En primer lugar, la necesaria base material de la elevación del nivel de vida de los trabajadores, absolutamente fundamental cuando hablamos de las más amplias masas. Por supuesto, los incentivos materiales a los trabajadores no tienen relación alguna con las “primas” para los directores de las empresas, defendidas por los “socialistas de mercado” (ver al respecto “Plan, beneficio y primas”, en E. Liberman, URSS: la actual reforma económica, Buenos Aires, Juárez Editor, 1969).

En lo que hace a la masa de los trabajadores, la elevación de su nivel de vida es un patrón fundamental que hace a liberar tiempo para poder asumir las tareas políticas de la transición por cada vez más amplios sectores. Esta elevación es la medida del progreso en la transición socialista. No puede estar mediada por criterios crudamente productivistas al estilo de los del stalinismo, que hizo avanzar la producción a costa del nivel de vida de las masas obreras y campesinas. Caso contrario, se configura un proceso que, lejos de ser de acumulación socialista, termina tomando la forma de acumulación burocrática: “El entusiasmo heroico puede animar a las masas en el transcurso de período históricos relativamente breves. Una pequeña minoría es capaz de manifestar entusiasmo en el transcurso de toda una época histórica: en esto se funda la idea del partido revolucionario como selección de los mejores elementos de la clase. La edificación socialista es una obra de décadas. Sólo la elevación sistemática del nivel material y cultural de las masas puede garantizar su realización” (L. Trotsky, El fracaso del plan quinquenal, p. 105). Desde otro ángulo, Trotsky agregaba que “el éxito de una edificación socialista no se concibe sin que el sistema planificado esté integrado por el interés personal inmediato, por el egoísmo del productor y del consumidor, factores que no pueden manifestarse útilmente si no disponen de ese medio habitual, seguro y flexible, el dinero” (La revolución traicionada, p. 70).

Que una acumulación burocrática ocurra por una variante voluntarista que pretenda imponerles criterios “socialistas” a los trabajadores desde afuera, como ocurría con el Che, no modifica las cosas. En el Che había una confusión completa de dos planos distintos: el de los incentivos políticos y el de los morales. Los primeros hacen a la participación consciente de la clase obrera en la gestión económica y el poder. Son los trabajadores los que resuelven uno u otro curso de acción, y esta participación democrática en la gestión de los asuntos es un incentivo en sí mismo, además de generar una determinada moral (en el sentido de criterio de conducta) para llevar adelante la pelea por el socialismo.

Otra cosa completamente distinta son los incentivos morales como los entendía el Che, ya que, como señalamos, remiten más bien a la obediencia de un precepto que a una decisión libremente asumida mediante mecanismos de democracia obrera.

Sin duda, toda acción, incluso la más libremente asumida, implica una determinada moral para ser ejecutada, sobre todo en el terreno de la economía o la política, incluida la guerra. Pero la “moral” desligada de la participación democrática en la decisión de los asuntos es muda: pura obligación o pura confianza, razón por la cual abre de par en par las compuertas para las imposiciones burocráticas y la concepción popularizada en Cuba de que las masas están para pedir “¡Comandante en Jefe, ordene!”

Para graficar la distancia entre los incentivos políticos y los abstractamente “morales” tenemos a mano un ejemplo extremo: el movimiento stajanovista de los años 30 en la URSS, que funcionaba como un látigo para explotar al conjunto de la clase.

No eran mejores las apelaciones voluntaristas del maoísmo y el castro-guevarismo, que terminaron en desastres completos. Recordar la catástrofe del “Gran Salto Adelante” de finales de los 50 en China, o el fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar en Cuba a comienzos de los 70: “El último episodio de la espontaneidad revolucionaria que caracterizó al régimen de Castro en su primera década en el poder tomó lugar en los primeros meses de 1970. En un último vuelo ‘resplandeciente’ antes del gris atardecer de la adaptación a la ortodoxia económica soviética, Castro buscó derrotar las leyes de la naturaleza y la economía produciendo un milagro en los campos de caña. ‘¡Los diez millones van!’ fue el eslogan que electrificó el país” (Richard Gott, Cuba: una nueva historia, Yale, Nota Bene, 2005, p. 240).

En definitiva, el aspecto fundamental ausente en las conducciones burocráticas es la democracia obrera: que los trabajadores asuman conscientemente las opciones y que la planificación sea realmente democrática. En el caso de Cuba, “la eliminación del bloqueo sería bienvenida (…). Pero esto no disminuiría el impacto de la otra fuente principal de los problemas económicos que enfrenta Cuba (…), la ineficiencia y el malgasto asociado con la actual administración burocrática de la economía. El viejo dicho atribuido a los trabajadores soviéticos y de la Europa Oriental, según el cual ‘ellos aparentan pagarnos y nosotros aparentamos trabajar’ se aplica de lleno a la isla. Es evidente en la falta de cuidado, atención y mantenimiento de todo tipo de propiedad perteneciente al sector público, desde los aviones hasta los hoteles, restaurantes, jardines, edificios, no importa cuán reciente o bellamente han sido renovados. Si bien es cierto que las dificultades económicas y el bloqueo explican la falta de material de construcción necesario para realizar la obra de mantenimiento, esto no explica la ausencia de las sencillas actividades de labor intensiva que no requieren de ningún tipo de capital significativo, tales como limpiar, barrer y el simple aseo diario. El problema fundamental consiste en la falta de iniciativa, motivación, disciplina en el trabajo y la administración. A través de los siglos, el capitalismo ha desarrollado sistemas jerárquicos burocráticos donde los trabajadores no tienen idea del para qué ni del cómo del proceso general de producción. Aun así, los trabajadores están obligados a desempeñarse con un cierto nivel de habilidad, aguijoneados por la política del palo (produce o acabas despedido) y la zanahoria (la promesa, y a veces la realidad, de un aumento salarial y un ascenso). Los sistemas de tipo soviético no han podido desarrollar un sistema paralelo de motivación que se acerque a la efectividad de los métodos capitalistas. Los trabajadores en este tipo de sistema igualmente, si no más, burocratizado y jerárquico, tampoco alcanzan a comprender el para qué y el cómo del proceso general de producción” (Samuel Farber, “Una visita a la Cuba de Raúl Castro”, Sin Permiso, 17-6-07).

2.10 La superación de las categorías mercantiles: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad

Si las categorías de la economía política son inevitables en la transición, pierden completamente su validez en el socialismo. Las categorías económicas no son más que el reflejo de determinadas relaciones sociales. Esas relaciones, en la transición, suponen una economía que aún depende del esfuerzo humano de trabajo para la producción de la riqueza. Se puede decir que las categorías de la economía política no pueden ser suprimidas con la expropiación de los capitalistas, sino que pasan a estar mayormente estatizadas. A este respecto, Preobrajensky se engañaba en gran medida: veía más en trance de “desaparecer” a las categorías mercantiles, sobre todo cuando se refería al sector público de la economía, que su “estatización”, como era la apreciación más realista y materialista de Trotsky. Esta dificultad recorre la parte de La nueva economía dedicada a la apreciación de la ley del valor (capítulo 3). Como señalábamos, esto deriva de una falsa apreciación de las relaciones entre desarrollo de las fuerzas productivas y transformación de las relaciones de producción en la transición, ya que la evolución real de las segundas depende del progreso real de las primeras, que dan la verdadera medida material de las cosas.

Fue Trotsky quien señaló el camino en esta dirección, no solamente al referirse a la estatización de la renta de la tierra en la URSS, sino también al advertir que las funciones del dinero no habían quedado “abolidas” sino que habían sido transferidas al Estado (lo que incluía el manejo de la plusvalía estatizada, agregamos nosotros).

En esas condiciones, la riqueza sigue siendo la combinación de lo que provee la naturaleza (uno de sus dos manantiales) y el esfuerzo humano de trabajo: el valor de los productos, su verdadero contenido, no puede aún ser más que el gasto humano de trabajo incorporado a ellos.

Las cosas cambian completamente en una situación que ya no es de economía de transición sino de socialismo “realizado”. En ese caso, dado el umbral de desarrollo de las fuerzas productivas alcanzado, la producción de la riqueza no depende del esfuerzo humano directo aplicado a la producción. Como señalara Marx, ya las fuerzas científico-naturales puestas en movimiento por el hombre son tan vastas que no requieren que su medida siga siendo el sudor humano. Además, dada la plétora de productos, la medida del bienestar o desdicha humana deja de ser la mayor o menor cantidad de bienes a disposición, por cuanto se ha superado la barrera de la escasez.

En este marco, las relaciones económico-sociales que están detrás de las categorías de la economía política pierden su fundamento. El criterio “de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad” rompe definitivamente con la vinculación entre el trabajo humano rendido y la satisfacción de las necesidades, independiza la producción y el consumo de la medida del trabajo y la fuerza de trabajo deja de ser una medida, una mercancía intercambiable por otras mercancías.

Es el umbral final de la liberación de la explotación del hombre por el hombre y el momento en el cual las categorías de la producción pasan a ser estrictamente “técnicas” y no económico-sociales. Entonces sí, las categorías de la explotación y el valor pueden ser arrojadas al basurero de la historia. Y lo serán.

3- La planificación socialista como principio de racionalidad

“Las cuestiones de quién asigna los recursos, con qué criterios, sujeto a qué responsabilidades, ante quién y cómo, se convierten en asunto de importancia fundamental [en la economía planificada]” (Alec Nove, La economía del socialismo factible, p. 83).

3.1 La creación de las condiciones históricas para la planificación económica

Corresponde ahora referirnos a la compleja pero apasionante problemática de la planificación socialista, en el contexto de la indagación de las vías para alcanzar el comunismo. Con gran agudeza, Naville afirma que el futuro es la dimensión de tiempo más importante para el pensamiento socialista, y en esa dimensión incluye la planificación.

Producto del desarrollo histórico de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, que hace de la economía una totalidad no sólo nacional sino internacional, quedan creadas las condiciones generales para una conducción explícita y consciente de la economía. Pero el capitalismo, pese a toda la sofisticación de la política económica burguesa (que incluye el desarrollo de toda una suerte de elementos de capitalismo de Estado), sigue siendo, irreductiblemente, sistema de capitales en competencia. Por lo tanto, la mediación anarquizante del mercado, que se abre paso de una u otra manera, es inevitable.

En la transición al socialismo se pone en juego otro orden de racionalidad: al ser expropiados los principales medios de producción y puestos a disposición del Estado obrero, quedan en obra las condiciones elementales para poder dirigir la economía como un todo, a la que puede orientar de modo voluntario y consciente, superando la espontaneidad del mercado. Allí reside la importancia de la problemática de la planificación.

Al respecto, tenía toda la razón Preobrajensky cuando afirmaba que “con la centralización del conjunto de la economía estatal y su dirección, la previsión juega un rol excepcionalmente importante en el desarrollo [de la planificación económica] y su preservación, incomparablemente [mayor] al rol de la previsión en el tipo espontáneo de regulación [de la economía de mercado]” (La nueva economía, p. 68).

Éstos son los principios más generales de la planificación económica, que se volvieron mucho más concretos y determinados al pasar por el cedazo de la experiencia histórica de la ex URSS y las revoluciones anticapitalistas del siglo pasado. Buscaremos ahora extraer las enseñanzas generales de esa riquísima experiencia histórica.

3.2 El peligro de elevar la planificación al rango de ley

El mecanismo de la planificación está llamado a reemplazar la irreductible espontaneidad del mercado capitalista. Pero esta condición general sólo es el comienzo del análisis, a partir del cual se abre un debate que ha sido recurrente en el marxismo sobre la planificación, que hunde sus raíces en la experiencia concreta de la ex URSS y las polémicas que jalonaron su desarrollo, así como las otras economías no capitalistas, como es el caso de Cuba.

El punto de partida más general es la apreciación de que los fenómenos sociales, como los de la naturaleza, están regidos por regularidades, por cierta racionalidad interna que hace que las cosas “funcionen” de una manera determinada. A esas regularidades a la que se le da el nombre de leyes, que en el fondo no son más que la síntesis de múltiples determinaciones que hacen que los acontecimientos ocurran de esa manera y no de otra.

En el terreno de la economía capitalista, su totalización en el mercado mundial y la generalización de la producción para el intercambio elevó al rango de “ley de leyes” y de principio de racionalidad e inteligibilidad a la ley del valor. Esto es, que todas las mercancías son producto del trabajo humano por tener en común una determinada cuota de trabajo incorporado, y que se intercambian según un criterio que obedece a esa cantidad de trabajo incorporado.

En Marx, esta comprensión es llevada hasta su límite lógico: todos los fenómenos de la economía capitalista son analizados de manera congruente con esta ley que los rige, desde la renta de la tierra hasta la transformación de los valores en los precios, por dar dos ejemplos.

Este estatuto de las leyes sociales (y naturales) supone varios aspectos. Uno de ellos es su carácter histórico. Los fenómenos naturales son de duración mucho mayor. Sin embargo, sus leyes son igualmente históricas: la naturaleza tiene una historia.[16]

Las sociedades también son históricas, y de una duración mucho más corta. En su devenir interviene, modificándolas, la acción humana. Esto confiere a las leyes sociales, de modo mucho más visible, el carácter de leyes históricas. Esto incluye, naturalmente, a la ley del valor, que funciona dados determinados supuestos, y deja de hacerlo cuando éstos han desaparecido, contra los autores que, sobre una base metodológica empirista y una estrecha perspectiva histórica, consideran la ley del valor como casi “transhistórica” (el caso de A. Nove). Superado el horizonte del capitalismo por la vía de un desarrollo socialista de las fuerzas productivas, la producción pasará a ser directamente de valores de uso, y su patrón de medida, la satisfacción de las necesidades humanas. Como dice Naville, una planificación de las necesidades y de los usos será el regulador en un socialismo desarrollado en un horizonte que será inevitablemente mundial.

Estos criterios hacen a dar cuenta de qué leyes rigen el período de transición y el estatuto de éstas. Ya hemos señalado que en la transición rigen tres reguladores: la planificación, la ley del valor y la democracia de los trabajadores. La del valor es una ley que viene dada por la subsistencia del mercado mundial capitalista, y se presenta espontáneamente en las sociedades de transición. Ahora bien, ¿qué carácter tiene la planificación en la transición, que en gran medida se debe afirmar rompiendo o redireccionando las determinaciones del valor?

Precisamente, uno de los principales debates en los años 20 versó sobre los problemas de la acumulación socialista y si ésta tenía el estatuto de un proceso “espontáneo” que se afirmara cual ley económico-social. Como vimos, fue Preobrajensky quien planteó que la “ley de la acumulación primitiva socialista” (y la planificación que le era concomitante) debía ser abordada como una ley económica. Según el gran economista ruso, la ex URSS de comienzos de los años 20 estaba regida por dos leyes económicas contradictorias: la ley del valor y la ley de la acumulación primitiva socialista.

El giro del estalinismo a finales de esa década pareció confirmar este estatuto de ley: Stalin estaría actuando “por cuenta y orden” de ésta en su giro a la colectivización forzosa y la industrialización a paso acelerado. Isaac Deutscher propuso una interpretación de este tipo, pero no a partir del estudio de la economía de la transición sino de una analogía demasiada mecánica entre de la revolución rusa y la francesa.

Trotsky y el resto de la Oposición de Izquierda, en primer lugar Cristian Rakovsky, opinaron lo contrario: la industrialización y planificación en manos de la burocracia podía dar lugar a resultados y fenómenos de naturaleza opuesta a si esas medidas estaban en manos de la clase obrera.[17]. Trotsky llegará a definir la URSS como “una economía de tipo casi puramente burocrática”.

Es sugerente lo que dice Nove acerca de ciertas afirmaciones autojustificatorias de Stalin: “De tanto en tanto uno se encuentra con la afirmación de que ciertas proposiciones constituyen leyes económicas, aunque la palabra ‘ley’ podría parecer que requiere comillas si las proposiciones en cuestión han de tener un significado lógico. Por ejemplo, se ha dicho que existe una ley fundamental del socialismo, definida por Stalin y frecuentemente repetida desde entonces: ‘Proveer la máxima satisfacción de las necesidades materiales y culturales’. Esto es en parte sólo una generalización propagandística, pero también (…) envuelve un supuesto (…) analíticamente desastroso de que cualquiera de las decisiones que toma el gobierno soviético (…) está necesariamente en conformidad con la ‘ley’ anteriormente mencionada (…) Lo mismo es verdad respecto de la frecuentemente reafirmada ley del desarrollo (proporcionado) planificado de la economía, que siempre apareció justamente en esta forma, con la palabra ‘proporcionado’ entre paréntesis. Hasta donde puede asegurarse, es una afirmación al efecto de aseverar que la economía está planificada (…) En este caso, es una ‘ley’ en un sentido absolutamente especial, y debería utilizarse una palabra diferente” (A. Nove, El sistema…, cit., p. 466).

A nuestro modo de ver, el debate acerca de las leyes económicas en la transición se debe mover entre dos límites. Por un lado, el campo de la economía tiene parámetros objetivos que no se pueden violar o desconocer voluntaristamente, como vimos. Por el otro, no se puede considerar que la transición esté regida por mecanismos que se imponen espontáneamente, por encima de lo que hagan o dejen de hacer los sujetos sociales y políticos involucrados en ella.

Es significativo que, partiendo de la experiencia práctica de la URSS, Trotsky insistiera en considerar la planificación socialista como un “arte”: “Cualquiera sea el lado por donde se aborde este primer plan quinquenal, no hubiera podido por sí nacer más que como un esbozo de hipótesis elaborado principalmente para una reconstrucción fundamental en el proceso de trabajo. No se puede crear a priori un sistema definido de economía armónica. La hipótesis del plan no podía contener en sí las desproporciones viejas ni evitar el desarrollo de nuevas desproporciones. La dirección centralizada no constituye sólo una garantía enorme, sino que también crea el peligro de las faltas centralizadas, es decir, multiplicadas. Sólo una regularización permanente del plan en el proceso de su realización, su reconstrucción parcial y total sobre la base de la experiencia adquirida, pueden asegurar un carácter económico efectivo. El arte de la planificación socialista no cae del cielo y no llega hecho con la toma del poder” (El fracaso…, cit., p. 16). Bien mirado, el comentario significa que de ninguna manera se puede concebir un plan tan falible y tan necesitado de constantes ajustes como una ley que se impone de manera ineluctable o como una mente omnisciente que efectuara a la perfección todos los cálculos y asignaciones de la producción, sin pasar por la prueba de la práctica, como pretendía el stalinismo en su período de comando burocrático.

De ahí que la planificación sea un arte, y concederle el estatuto de ley es un exceso no sólo teórico, sino con amplias consecuencias político-prácticas. La planificación es inevitablemente una obra económico-social colectiva, que debe ser corroborada por la experiencia y corregida en el momento mismo de su ejecución. Pero para esto es imprescindible la actuación de los otros dos reguladores de la economía de la transición: el mercado y, fundamentalmente, la democracia obrera. La planificación no es proceso que pueda imponerse espontáneamente en un sentido socialista, independientemente de los sujetos sociales y del carácter del poder que está al frente de ella.

Es sabido que la planificación socialista en una nación atrasada debe desarrollar las fuerzas productivas e industrializar el país. Este proceso debe hacerlo quebrantando en buena medida la ley del valor mundial, o utilizándola, hasta donde pueda, al servicio de sus propios fines: la acumulación socialista.

Esto fue clásicamente establecido por Preobrajensky, y es una conclusión inatacable. Lo cuestionable de su enfoque está en que este desarrollo no puede comprenderse como apoyándose en alguna ley “ineluctable” que se impone por su propia dinámica “objetiva”, como se desprendía de algunas de sus formulaciones. No hay ninguna ley que pueda hacerse valer por sí en una economía cuya productividad, para colmo, está por debajo de la media mundial. Tal era la pretensión del stalinismo y de las afirmaciones de Bujarin de que, en medio de condiciones económicas miserables y atrasadas, también se podía “construir el socialismo”, sólo que “a paso de tortuga”.

De manera comprensible por el contexto de lucha política contra la burocracia emergente, pero teóricamente unilateral, Preobrajensky planteaba que en la economía de la transición se manifiesta “la regularidad objetiva en el proceso de reproducción socialista ampliada, tal como se desarrolla a pesar y en contra de la ley del valor, y con proporciones definidas dictadas desde afuera, por el poder compulsivo de la acumulación (…) en cada año económico particular (…) Rechazar en este terreno la operación de la ley de causalidad es socavar las bases del determinismo, es decir, las bases de toda ciencia en general (…) El conjunto de las tendencias agregadas, consientes y semiconscientes, dirigidas hacia el máximo desarrollo de la acumulación socialista primitiva, es también la necesidad económica, la determinante ley de existencia y desarrollo del sistema en su conjunto” (La nueva economía, pp. 4 y 58).

Era completamente correcto señalar que para la planificación existen restricciones objetivas, y que no es el mundo de la pura arbitrariedad, como quería el stalinismo en su versión “izquierdista”. Por ejemplo, “la producción en los sectores I y II debe ser definida en volúmenes, cantidades y valor, se debe elegir entre diferentes medios para alcanzar el fin. Este problema de la elección entre diferentes inversiones diversamente ventajosas viene siendo discutido desde hace largo tiempo por los economistas de la URSS. La conclusión stalinista oficial es que, en fin de cuentas, no hay criterio económico que sea decisivo: en última instancia la decisión será de origen político y social, tomada en función de parámetros muy diversos, y no a partir de cálculos económicos. De hecho, así es como parece ocurrir en apariencia. Pero se debe estar ciego para no ver que estas decisiones políticas son comandadas –en sus grandes rasgos– por las exigencias económicas, incluso si son mal interpretadas, o contrariadas momentáneamente (…) De manera práctica, las decisiones son tomadas por toda una serie de razones, donde la política interviene también. Pero la autonomía del sistema fija las condiciones límite, y ellas también existen en el plan soviético” (P. Naville, Le nouveau Léviathan, 4, p. 249).

Como señalaba Naville, las restricciones objetivas existen son un hecho. La elección de medios para alcanzar un fin opera no en el mundo del libre albedrío, sino bajo determinaciones materiales, y no deja de ser una elección en un terreno determinado por la finalidad de la acumulación misma. Sin embargo, Preobrajensky iba demasiado lejos, planteando los problemas de la acumulación socialista de manera sumamente mecanicista. Es que si los límites los fija la economía, los objetivos los fija la política, algo que se le perdía al economista ruso en su por otra parte justo afán polémico contra el “subjetivismo” de Bujarin. En honor a la verdad, y aunque la operación “teórica” de Bujarin estaba al servicio de un curso oportunista, no se equivocaba al recordarle a Preobrajensky que en la sociedad de transición se verifica una suerte de “fusión” entre economía y política.

Por otra parte, de producirse un desarrollo “espontáneo” de la acumulación en un sentido socialista, la paradoja histórica sería que se trataría de una “ley” basada no en un mayor grado de desarrollo de las fuerzas productivas superior que el promedio mundial, sino en uno más atrasado. De ahí a la idea del “socialismo en un solo país” había un solo paso, que Stalin no dudó en dar.

Desde ya, cualquier totalidad desarrolla ciertos intereses y una lógica propios; Preobrajensky tenía razón a este respecto, ya que al poner en marcha los medios de producción estatizados deben rendir económicamente algún tipo de acumulación. Sin embargo, su error estaba en la evaluación del proceso en su conjunto. Su comprensión determinista de la mecánica de la planificación económica como resorte de la ley de acumulación primitiva socialista lo llevaba demasiado lejos: “La ley de la proporcionalidad en el gasto de trabajo opera en nuestro país también, pero la existencia de la producción colectiva en el sector estatizado de la economía la obliga a reproducir las relaciones de producción colectivas en una escala ampliada, que como resultado hace que la misma aparezca como ley de la acumulación primitiva socialista. A través de la operación de esta ley, la economía estatal hoy día sostiene y desarrolla empresas que bajo la operación de la ley del valor sería clausuradas” (La nueva economía, p. 26).

Preobrajensky agrega que “con la operación de esta ley tenemos proporciones en el intercambio con la economía privada que no podrían existir si operara la ley del valor, dado el más alto desarrollo de la técnica capitalista (…). La ley que concentra en sí misma todas las tendencias hacia sobreponernos a este atraso es la ley de la acumulación primitiva socialista. Bajo su regulación, distribuimos nuestras fuerzas productivas de otra manera de lo que ocurriría bajo el capitalismo” (ídem).

Aquí el criterio general es correcto, pero la connotación de ley que se da al proceso es abusiva. Es también un exceso hablar de una inexistente “ley de proporcionalidad del gasto de trabajo”. No había motivo para creer que la planificación económica estaba objetivamente “obligada a reproducir de las relaciones de producción colectivas”, las cuales, por otra parte, nunca llegaron a consolidarse en la ex URSS. El resultado histórico fue exactamente el opuesto: no existió (ni puede existir) “ley económica” alguna que pudiera resolver (o compensar) el hecho de que el proletariado fue violentamente desalojado del poder. Como consecuencia, el proceso de la transición socialista quedó bloqueado y a la postre abortado, restauración capitalista mediante en la ex URSS.

Si el promedio de la productividad en una sociedad de transición atrasada está por debajo de la media mundial, no puede haber nada en el terreno económico que justifique esta supuesta “ley”; la justificación del orden social de la transición es política y de clase, y hace a terminar con la explotación del hombre por el hombre.

Es en este sentido más general, pero también más concreto, que no se puede considerar a la planificación socialista como una “ley económica en la transición” o incluso, como las llamaba Oskar Lange, “leyes de la economía socialista”, salvo que demos ese nombre a las herramientas del proteccionismo socialista y del monopolio del comercio exterior. Pero éstas, aun siendo decisivas en la economía de la transición, no dejan de ser instrumentos, y en modo alguno alcanzan el rango de leyes.

Esta supuesta “ley de acumulación primitiva socialista” fue invocada casi en los mismos términos por Stalin: “La ley de desarrollo armónico de la economía surgió como oposición a la ley de la concurrencia y de la anarquía de la producción bajo el capitalismo. Surgió sobre la base de la socialización de los medios de producción, una vez hubo perdido su fuerza la ley de la concurrencia y de la anarquía de la producción. Entró en acción porque la economía socialista únicamente puede desarrollarse basándose en la ley económica del desarrollo armónico de la economía” (J. Stalin, Problemas…, cit.).

La realidad histórica fue la opuesta: la economía “socialista” bajo Stalin estuvo determinada no por una supuesta “ley” que ineluctablemente hubiera establecido la “armonía” en el desarrollo económico-social –cuento de hadas en el que creyeron incluso muchos “trotskistas” – sino por las más violentas coerciones, desproporciones e irracionalidades económicas imaginables, al servicio de la acumulación burocrática.

Una vez más, cabe distinguir la transición del socialismo o el comunismo “consumados”, sobre una base propia, que escindiera la producción de la riqueza del esfuerzo humano de trabajo; en ese caso operará bajo sus propios principios de racionalidad objetivos, sus propias leyes. Pero en el terreno de la transición, elevar la planificación al rango de “ley” tiene el grave peligro de deslizarse a ver su desarrollo como algo ineluctable, independiente del sujeto social que la encabece. Este peligro ha quedado palmariamente demostrado por toda la experiencia del siglo pasado en el objetivismo en que cayeron tantos trotskistas de la segunda mitad del siglo XX.

Volviendo al debate de los 20, Preobrajensky tenía completa razón contra Bujarin en cuanto éste hacía depender todo el curso de la transición de la arbitrariedad de una mera política económica. Además, Bujarin se cerró a toda posibilidad de análisis teórico del proceso en función de criterios puramente fraccionales, con un texto de polémica sumamente vulgar. Su posición estaba en las antípodas de Preobrajensky: rebajó la planificación a una herramienta meramente política o subjetiva donde, por añadidura, la acumulación en el sector industrial-estatal era una función de la acumulación en el sector campesino privado, un abordaje oportunista del proceso de la acumulación socialista.

Pero cuando Preobrajensky eleva “la ley de la planificación” a proceso casi autónomo, abrió las puertas a que el propio stalinismo se apropiara de su obra, vulgarizándola y dándole el estatuto casi de “historia oficial”. A decir verdad, todo el capítulo de La Nueva Economía donde Preobrajensky expone el carácter de las leyes económico-sociales en la transición parece demasiado mecánico, por más que intentara consignar ciertas reservas, consciente de los problemas que podía suponer esta definición de “ley”: “Si comprendemos la libertad como la conciencia de la necesidad, entonces la regularidad en la esfera de la actividad económica y social de los hombres continúa prevaleciendo [en la transición. RS] también, solamente cambiando su forma. La ley se ‘afirma’ bajo la economía planificada en una forma diferente que bajo la desorganizada economía de mercado. Pero hay regularidad, conformidad a la ley, aunque en vista de las diferentes formas [sociales] fuera necesario reemplazar el término ‘ley’ por algo diferente” (La nueva economía).

Más allá del mal uso que se ha hecho de la concepción hegeliana de la relación entre necesidad y libertad, a la luz de la experiencia histórica parece efectivamente más apropiado “reemplazar el término ley por algo diferente” cuando hablamos de la planificación socialista. El propio Preobrajensky busca algunas alternativas: “La transición hacia la planificación regulada conscientemente está conectada, histórica e inmanentemente, con la socialización de los instrumentos de producción; esa regulación es inevitable después de la revolución socialista. Es, sin embargo, otra cuestión completamente distinta cuán ‘conscientemente’ esta tarea es llevada a cabo. Incluso si fuera cierto que el concepto de ley debe desaparecer donde la dirección consiente de la producción existe, podemos seguir hablando de ley al menos porque la conciencia y la previsión están todavía muy modestamente desarrolladas entre nosotros” (ídem, p. 58).

En síntesis, el balance del siglo XX exige otra combinación, más rica y compleja, de los factores objetivos y subjetivos en la transición socialista. Una mirada metodológica demasiado objetivista, como la que se desprende, a pesar de sus muchos méritos, de La nueva economía, ha dado lugar a demasiados errores que va siendo hora de superar. En este sentido, tiene interés lo que señala Néstor Kohan en su análisis del pensamiento económico del Che, al que hemos criticado más arriba por subjetivista. No obstante, cabe rescatar observaciones agudas sobre el problema de la actuación de las leyes en el proceso histórico: “Guevara (…) cuestiona el recurrente hábito del marxismo ortodoxo –repetido en todos los manuales ‘científicos’ de la URSS– que consiste en atribuirle a fenómenos históricos, que han sido producido en condiciones y circunstancias coyunturales, el carácter de ley” (N. Kohan, cit.).

3.3 La planificación socialista como principio

Trotsky abordó la problemática de la economía de la transición de una manera distinta a Preobrajensky. Su posición trasmite una comprensión mucho más dialéctica de la mecánica de los factores objetivos y subjetivos en la transición. Por ejemplo, en ¿Hacia el capitalismo o hacia el socialismo?, Trotsky aborda el problema con increíble penetración, aun sin despegarse del terreno de la economía: “Cuando está en cuestión la exactitud de una previsión, es necesario saber de qué tipo de previsión se está hablando (…) [Cuando] los estadísticos de (…) Harvard se esfuerzan por establecer la vitalidad y la dirección del desarrollo de las distintas ramas de la economía americana, proceden hasta cierto punto como los astrónomos (…) ensayan comprender un proceso completamente independiente de su voluntad (…) Nuestros estadísticos se hallan en una posición completamente distinta: operan en tanto que miembros de una institución que dirige la economía. Entre nosotros, el plan de estimación no es solamente el producto de una estimación pasiva, sino también la palanca de la ‘planificación’ económica activa. En ella, cada cifra, no es solamente una simple copia fotográfica, sino también una directiva (…) representa una conjunción dialéctica de previsión teórica y voluntad práctica” (en P. Naville, Le nouveau Léviathan, 4, p. 293).

Lo que ocurre en el proceso de la transición es que al período político de la dictadura del proletariado le corresponde determinada “economía” (Lenin). Las determinaciones de la naturaleza de los procesos aparecen hasta cierto punto invertidas (lo que Moreno llamaba “inversión de la causalidad” entre los factores económicos y políticos): es el carácter social del poder el que le confiere su naturaleza al proceso en su conjunto. Tal es nuestra firme convicción estratégica de cara a la experiencia histórica del siglo pasado.

En este período histórico, la transición socialista no puede afirmarse de manera irreversible: depende realmente de qué clase o fracción de clase esté a su frente. Y, como acaban de demostrar los universales procesos de restauración capitalista, es evidentemente reversible. Por lo tanto, y dado que la economía de la transición se muestra inevitablemente preñada de dramáticas contradicciones, frente a las cuales de nada vale encomendarse a un factor externo, un deus ex machina, sostenemos que corresponde abordar la planificación como principio rector más que como ley.

De esta manera, pretendemos precisar el estatuto de un proceso que no está simplemente sujeto a decisiones de “política económica”, como quería Bujarin, sino que, sin llegar a ser una ley en el sentido pleno de la palabra, se afirma con los rasgos de una serie de criterios de operatividad en base a una determinada racionalidad.

El mismo Preobrajensky se refería a la planificación consciente de que podía caber una discusión en cuanto a llamarla “ley” o “principio”: “¿Es posible en general hablar de una ley aplicable al proceso de acumulación socialista primitiva; no es más correcto hablar simplemente de un principio de planificación y su operatividad?” (La nueva economía, p. 57). Sin embargo, su mirada mecanicista admitía solamente un cambio en la forma de la operación de las leyes de causalidad en la transición, pero no una combinación más rica de los factores.

Por el contrario, Trotsky, ya en 1926 en sus Notas sobre cuestiones económicas intuye problemas en la visión preobrajenskiana del asunto, y planteaba, aun escuetamente, la relación entre “el problema de la acumulación socialista y el principio de la planificación”.

Veamos la cuestión más de cerca. Un principio remite a un criterio con una determinada racionalidad que le es propia y “obliga” a que las cosas sucedan de determinada manera. No hay acción meramente casual o espontánea, sino un proceso que debe seguir patrones o criterios para afirmarse. Ya el hecho mismo de la estatización de la economía hace de la planificación algo inherente al funcionamiento de la transición. Pero al no ser una ley cuya dinámica es objetiva, con movimiento propio, el principio de la planificación debe ser asumido por un sujeto que lo haga marchar. Es la clase obrera y su vanguardia, a cargo del poder en el Estado proletario, la que debe tomarla en sus manos. Sin ese sujeto que se propone aplicar ese principio en una dirección determinada no se puede afirmar un rumbo socialista de manera automática. Es justamente este sujeto motor del principio de la planificación, que no tiene “automovimiento objetivo”, lo que pasaron por alto (lo daban por sentado) tanto Bujarin como en gran medida el propio Preobrajensky.

Pero no fue el caso de Trotsky, que desde la fundación de la Oposición de Izquierda y luego en los años 30, sacó las conclusiones teóricas del caso acerca de la absoluta necesidad de los tres reguladores en la economía de transición: el plan, el mercado y la democracia obrera.

Es de interés seguir el razonamiento de Bujarin a este respecto: “¿Cuál es el principio motor de nuestra producción? ¿Cuál es él estímulo que obliga (concretamente obliga) a avanzar, que garantiza el progreso, que sustituye el estímulo privado del beneficio que favorece al propietario privado de una empresa? ¿Cuál es el mecanismo peculiar de la economía en el período de transición? Podemos afirmar que la garantía procede de la presión de las masas, en primer lugar obreras, después campesinas. A pesar de que se mantenga en nuestras condiciones la forma capitalista del ‘beneficio’, a pesar de que todos los cálculos se efectúen todavía en base a esta forma, las palancas de nuestro desarrollo son distintas. Nosotros mismos, grupos dirigentes del país, y ante todo del partido, traducimos y reflejamos (“regulando”, “controlando” y “rectificando”) el desarrollo de las exigencias de las masas. En otras palabras, a pesar de la persistencia del mercado, y a pesar de la forma capitalista de nuestra economía estatal, ya estamos pasando de un tipo de economía dominado por el beneficio, a un tipo de economía cuyo principio motor es la satisfacción de las exigencias de las masas (uno de los rasgos de la economía socialista)” (cit., p. 32).

La argumentación exhibe un conjunto de supuestos o peticiones de principios indemostrables. Que la garantía de la transición sea la “presión” de las masas significa poco y nada: no se habla de organismos de poder de la clase trabajadora, sino sólo de una “presión” casi gaseosa, en el aire, una aspiración de deseos que no se materializa en instituciones: eso alcanzaría para “obligar” y “garantizar” un curso socialista en la transición.

Luego sí hay algo más concreto: son los “grupos dirigentes” los llamados a “traducir” y “reflejar” las exigencias de las masas. Toda la confianza es depositada ciegamente en ellos. Nuevamente, queda ausente el auténtico ejercicio de la democracia obrera y del poder por parte de la clase trabajadora. Esta atribución a la dirección del partido, ya en tren de burocratización, de la capacidad de “expresar” las exigencias de las masas sin otro matiz es una mera petición de principios desmentida por la historia. Cabe notar, de paso, que el Che tenía una apreciación muy similar en la Cuba de los 60: era el poder el que interpretaba las necesidades… y las masas las que debían ejecutar obedientemente sus órdenes, concepción bonapartista sintetizada en la consigna “¡Comandante en Jefe, ordene!”

Tampoco Preobrajensky lograba resolver el problema: como ya vimos, su “petición de principios” para una transición en sentido socialista está en otro lado, en la “ley” de acumulación primitiva socialista: “El conjunto de las tendencias agregadas, consientes y semiconscientes, dirigidas hacia el máximo desarrollo de la acumulación socialista primitiva, expresa una necesidad económica, la compulsiva ley de existencia y desarrollo del conjunto del sistema, la constante presión que la misma ejerce sobre la conciencia colectiva de los productores de la economía estatizada, lo que los lleva una y otra vez a repetir acciones dirigidas hacia el logro de la acumulación máxima en la situación dada” (La nueva economía, p. 58).

Se trataba de una mirada extremadamente mecánica: la “presión de la necesidad económica” de manera “compulsiva” garantizaría por sí misma una acumulación que se desarrollaría necesariamente en sentido socialista. La realidad histórica ha sido bien distinta a este “triunfo socialista garantizado”, y las lecciones de esa experiencia son inequívocas: no hay capa social ajena a la clase obrera o “ley de acumulación” que pueda remplazarla en el comando de la economía de transición. El “quién” y “cómo” está al frente es absolutamente central para una planificación socialista. La planificación en sí misma no “garantiza” ningún progreso al socialismo si no es orientada y dirigida de manera efectiva por la clase obrera.[18]

Esta realidad fue intuida por un desapasionando conocedor de la ex URSS, el socialista de mercado Alec Nove: “¿Cómo tienen que ser articuladas las necesidades de la sociedad y las elecciones realizadas y por quién? (…) ¿Quién estará en condiciones de saber qué trabajo es necesario y cómo convertirá sus conocimientos en acción?” (A. Nove, cit., pp. 61 y 79). Claro que para Nove el alfa y omega del combate contra la irracionalidad de la planificación burocrática es el mercado, no la democracia obrera.

Ese “quién”, ese “alguien”, ese sujeto consciente, no puede ser otro que el proletariado, que para asumir esa función debe estar realmente al frente del Estado. Nadie puede hacerlo en su reemplazo, so pena de que, como ocurrió en la ex URSS, el proceso termine yendo para otro lado: la acumulación burocrática, que desarrollaremos luego.

3.4 Racionalidad e irracionalidad en la planificación

“La infeliz combinación de la toma de decisiones ejecutiva y jerárquica en el lugar de trabajo, y el bien fundado resentimiento de la gente que sufre las consecuencia de esa forma ‘socialista’ de alienación de su propio poder de toma de decisiones, tan sólo puede producir, por un lado, la anarquía del taller de trabajo (en forma de ‘cabalgamiento de horarios’, desperdicio de material y de tiempo, escasa motivación para el aprendizaje de nuevas y mayores habilidades y negligente ejercicio de la destreza productiva incluso en el nivel inferior, etcétera), y por el otro, como su remedio consecuencial e ilusorio, la intensificación definitivamente contraproducente del control burocrático centralizado, del cual el sistema stalinista representa un ejemplo histórico particularmente agudo y trágico” (I. Meszáros, Más allá del capital, p. 856).

 

Como hemos señalado, la economía planificada tiene, a priori, un grado histórico de racionalidad mayor que la economía de mercado, como subproducto de un estadio superior del desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad. Sin embargo, esto no puede ser comprendido como juicio de valor absoluto o como un factor independiente que impidiera evaluar la experiencia concreta de la planificación de las economías no capitalistas del siglo XX. Naville señalaba agudamente que solamente los voceros del stalinismo podían plantear que el plan sustituía por definición la anarquía capitalista. La experiencia histórica ha mostrado circunstancias más contradictoria.

Vayamos primero al problema general de la racionalidad de los regímenes sociales. Sólo puede haber racionalidad e irracionalidad determinadas: sin algún grado de racionalidad, ningún régimen social se sostiene: “En todo sistema social existe una racionalidad que le permite su funcionamiento, así como irracionalidades. Maximizar sus ventajas, minimizar sus inconvenientes, esto es lo que será racional. Lo contrario, la irracionalidad. En suma, aquí se coloca la necesidad de una coordinación satisfactoria de los medios y de una adecuación de los medios a los fines” (P. Naville, Le nouveau Léviathan, p. 223).

La racionalidad del capitalismo está vinculada a la obtención de la ganancia. A este respecto, su lógica es absolutamente racional: “El sistema capitalista y liberal de mercado no aparece como irracional más que desde el punto de vista de otro sistema establecido, otra forma de cohesión. Pero en sí mismo, el sistema capitalista establece las normas de su propia racionalidad. Aquello que aparece para sus adversarios como irracional (…) no por ello destruye el principio de racionalidad que es su razón de ser: el movimiento del capital detentado en manos privadas” (ídem, pp. 223-224).

Aquí aparece un problema que luego también se manifestará respecto de la planificación burocrática: que el desarrollo capitalista, la anarquía del mercado y la competencia de los capitales, aun a pesar del desarrollo de formas capitalistas de Estado, inevitablemente terminan distorsionado, limitando y destruyendo las fuerzas productivas. Y lo mismo ocurrió con el stalinismo; ver, si no, la nefasta experiencia de la colectivización forzosa.

Con la evidencia de la experiencia histórica a mano, sólo una mirada apologética del stalinismo e incapaz de sacar lecciones críticas de lo sucedido en los países “socialistas” podría suponer que la planificación es “inherentemente” racional independientemente de quién la conduzca. La planificación no puede juzgarse desde un punto de vista meramente “técnico”; es abandonar el análisis social y reducir el proceso histórico de la transición a uno no pautado por la lucha de clases y el desarrollo de las fuerzas productivas, sino por la aplicación de instrumentos sin carne.

La transición no puede ser una obra de “ingeniería social” ni erigirse por encima de las clases en lucha en el terreno nacional e internacional. Tampoco un mecanismo de relojería que podría avanzar independientemente de la acción humana y de la conducción de la clase obrera, su vanguardia, sus organismos de poder y sus partidos.

Por el contrario: la experiencia histórica ha mostrado que la racionalidad de la planificación depende de sus fines (y éstos, a su vez, de los sujetos): “Si, en efecto, la racionalidad designa la adecuación de un medio a un fin, aquello que de técnico hay en el medio puede en rigor considerarse como neutro, pero la finalidad no lo es y no lo será jamás. Diversos objetivos intermedios, situados en el proceso productivo o el modo de gestión, pueden en rigor ser considerados como técnicamente neutros, pero su rol en la cadena es indicado por el objetivo final de todo el proceso” (ídem, p. 225).

A este respecto, Naville cita un agudo señalamiento del antropólogo Maurice Godelier: “La racionalidad inintencional de un sistema social se manifiesta bajo la forma […] por medio de la cual los individuos combinan los medios para lograr un fin. Sin embargo, ese análisis ‘formal’ nada dice respecto de la naturaleza de los medios y los fines […] No existe racionalidad en sí ni racionalidad absoluta. La racionalidad de hoy puede ser irracionalidad de ayer. En suma, no hay racionalidad puramente económica […] En definitiva, la noción de racionalidad reenvía al análisis del fundamento de las estructuras de la vida social; su razón de ser y su evolución” (ídem).

Se trata de la misma idea-fuerza que venimos sosteniendo: la racionalidad de la planificación debe ser puesta en relación con sus fines económicos, sociales y políticos.

Un aspecto general de abordaje de la racionalidad de la planificación remite a los citados criterios relativos. La economía planificada expresa un grado más elevado de desarrollo de las fuerzas productivas creado por el conjunto de las circunstancias históricas. Pero eso no quita que todo régimen social tenga una determinada racionalidad o coherencia interna. Si en principio la economía planificada expresa un grado históricamente mayor de racionalidad que el de la economía de mercado capitalista, esto no puede funcionar cual relato de una filosofía de la historia que se imponga por encima de la experiencia real: esa mayor racionalidad potencial debe ser concretada en la vida social, y aquí tallan los sujetos sociales, que no son intercambiables.

3.5 La planificación burocrática. Medios, fines y la URSS como “reino del absurdo del rey Ubú”

“Las leyes del período transitorio se distinguen fundamentalmente de las leyes del capitalismo. Pero no se distinguen menos de las leyes futuras del socialismo, es decir, de la economía armónica, cuyo crecimiento se realiza sobre un equilibrio dinámico nivelado y seguro. Las posibilidades de producción de la centralización socialista, de la concentración, de la dirección única, son inconmensurables. Pero por una falsa aplicación, y sobre todo por un abuso burocrático, pueden tornarse en su contrario” (León Trotsky, El fracaso del plan quinquenal, p. 75.)

 

Hay dos planos donde la “racionalidad” de la planificación burocrática fracasó. El primero es el de los fines mismos, ya que no hay cómo evaluar la racionalidad de la planificación cómo hecho meramente técnico o per se. Como dice Naville, “esta visión (…) supondría que la planificación sería por sí misma un procedimiento superior a todos los procesos socioeconómicos concretos. Por el contrario, nosotros vemos que la planificación choca, como procedimiento trascendente, con la exigencia de la compatibilidad entre medios y fines (…) El obstáculo, aquí, no es técnico, es político (…) El socialismo de Estado (…) no puede lograr la racionalidad que será propia de un comunismo auténtico (…) Por el momento, la propia burocracia cierra esa vía” (ídem, p. 226).

Es la propia dialéctica de los medios y los fines lo que no permite separarlos, so pena de caer en el mundo weberiano de la racionalización abstracta que, como dice Weber, es producto de que el capitalismo posibilitó un grado de racionalización históricamente superior. En su esquema, esa “racionalización” conduce a una heteronomía radical: una “jaula de hierro”, como la llamó el sociólogo alemán. En esta “jaula”, la humanidad irremediablemente pierde el control del desarrollo de los acontecimientos (el “desencantamiento del mundo”) y es la técnica la que se impone por encima de los hombres, como quería también Heidegger.[19]

Este tipo de racionalización, inevitablemente, se transforma en una dinámica irracional (fuerzas destructivas) absolutamente inmanejable y que deja a la especie humana a merced de fuerzas que no controla ni puede controlar: una perspectiva de escepticismo radical opuesta por el vértice a la del socialismo y a la dirección consciente de los asuntos que comporta como camino de liquidación de la alienación humana.

Cómo critica al abordaje weberiano de total separación de fines y medios, digamos que la planificación no se puede afirmar en un sentido socialista independientemente de sus fines, que deben ser los de la creciente satisfacción de las necesidades humanas.[20]

La planificación no puede ser ni es unidireccional, un instrumento meramente técnico que camine automáticamente en un solo sentido. Tampoco puede afirmarse de manera “espontánea”: quién planifica es fundamental, ya que suponer el comando consciente de la economía hace de la cabeza de ese comando un factor decisivo.

En cuanto a la cuestión de los medios, sencillamente no son de la misma naturaleza social la planificación socialista y la burocrática. Si la primera debe tender a la satisfacción de las necesidades humanas, la segunda sirve a la acumulación burocrática. La burocracia excluyó de plano el mecanismo flexible de la democracia obrera, tanto en su modelo de “comando administrativo” como de “socialismo de mercado”.

En el modelo “administrado”, la burocracia se privó irracionalmente de los otros dos reguladores: el mercado y la democracia obrera. Se pensó a sí misma como omnisciente, capaz de llevar a cabo todos los cálculos, sin leyes sociales ni naturales a las que atenerse. De ahí disparates como los índices de crecimiento puramente cuantitativos y delirantes que se expresaron en los años 30 en la ex URSS, el “Gran salto adelante” en China a finales de los años 50 o la Cuba de la zafra de los 10 millones de toneladas a comienzos de los 70.

En este “modelo” de irracionalidad, burocrático, subjetivista y voluntarista, no hay control y regulación por parte de la clase obrera, ni tampoco evaluación de los costos y las necesidades de consumo en función del trabajo humano disponible por parte del mercado. A eso se agrega la ausencia de un patrón único para evaluar la eficacia de conjunto de la economía, además del desarrollo de toda una serie de distorsiones. Dejadas de lado las evaluaciones en términos de valor, se paso a hacerlas en términos puramente “físicos”, criterio incapaz de homogeneidad de unidad de medida. Por ejemplo, no se puede evaluar de igual modo la producción de acero que la de petróleo, los automóviles o leche. Como ya señalamos citando textualmente a Trotsky, el hierro fundido puede ser medido en toneladas, y la electricidad en kilovatios/hora. Pero es imposible crear un plan universal sin reducir todos los sectores a un denominador común de valor.

Decía al respecto Nove: “Si se mide en toneladas, se premia el peso y se penaliza la economía de materiales. Si se mide en el valor bruto en rublos, se pueden obtener beneficios fabricando productos caros y empleando materiales caros. Las toneladas por kilómetros incitan a las empresas de transporte a transportar mercancías pesadas a larga distancia. Los ejemplos de prácticas despilfarradoras e irracionales destinadas a cumplir los planes podría llenar varios volúmenes” (La economía…, cit., p. 111). Ya Nahuel Moreno hacía referencia a estos despropósitos burocráticos en sus escuelas de cuadros de los 80.

A partir de la década del 60 se pretendió resolver esto reintroduciendo el mercado. Pero toda una serie de intentos reformistas al respecto fracasaron. Si el mercado no puede ser arbitrariamente arrojado a la basura, como quería Stalin, y si desconocer la subsistencia de las categorías del valor solamente conduce a la irracionalidad, en el esquema “socialista de mercado” el regulador fundamental de la planificación socialista, la democracia obrera, sigue ausente, aunque ese factor para Nove no tenía la menor importancia.

No se trata solamente que la clase obrera pueda “opinar”, sino de un incentivo fundamental, el involucramiento de los trabajadores en la producción sobre la base material del progreso en sus condiciones de vida. Pero la planificación no puede ser racional si solamente se pretende interesar a los directores de empresa mediante “primas” mientras que en la clase obrera, supuestamente beneficiaria de la producción y del Estado “obrero”, lo que se reproduce es una nueva forma de alienación del trabajo, como observa Meszáros, emparentada con la del capitalismo. Lo que se genera es una situación de extrañamiento completo respecto de la propiedad de los medios de producción, supuestamente “del pueblo”. En estas condiciones, asistimos a un muy lógico pero en el fondo irracional “sálvese quien pueda”, un verdadero sistema de “guerra de todos contra todos” donde todos viven del robo abierto o encubierto de la propiedad estatal: la mayoría explotada, para sobrevivir; la minoría privilegiada, para hacer su acumulación primitiva como futuros capitalistas.

Es lo que ocurrió en la ex URSS décadas atrás y es lo que ocurre hoy en Cuba: “La corrupción en Cuba ha impregnado a toda la sociedad; la gente tiene que robar para sobrevivir. A un nivel muy fundamental esto sucede simplemente porque es imposible sobrevivir con la ración mensual del gobierno que cubre las necesidades de la gente sólo por dos semanas. (…) Dado que robar al Estado se ha convertido en una norma general para poder sobrevivir, sospecho que el ex empleado de Estado recién convertido en mecánico de automóviles tendrá que robar aún más para que su negocio pueda sobrevivir” (entrevista a Samuel Farber, “¿Adónde va Cuba?”, Correspondencia de Prensa, 29-11-10).

En el mismo sentido señalaba Moreno respecto de la URSS: “Todos los obreros tienen la tendencia a tener doble empleo. Hay una malversación del aparato productivo: en la fábrica, todo el mundo hace los trabajos que puede para afuera (…) ¿Por qué se tiene al doble empleo? Para ganar más dinero, porque no quieren trabajar en la fábrica y porque diez días al mes en la fábrica están sin hacer nada. Entonces vienen y hacen laburitos. Es muy común el cuentapropismo… en todos los estados obreros ser plomero, albañil, todo eso es súper privilegiado, es dónde más se gana (…) Hace una cosa [en la fábrica] y saca [por ejemplo, piezas de repuestos de automóviles]. Esa es una forma. Y la otra, la que yo decía, trabaja afuera directamente, y en la fábrica se tira a muerto” (selección de citas para el Seminario de transición).

Esto nos lleva al tercer punto. La planificación burocrática acumuló elementos de irracionalidad tanto de los fines como de los medios. De los fines, porque no fue una autentica planificación socialista que sirviera a la acumulación en manos de la clase obrera. De los medios, porque la liquidación de la democracia obrera y, en la mayoría de los casos, del mercado, dio lugar a la exposición de una dramática irracionalidad que solamente podía servir para desprestigiarla y colaborar a que se abriera paso el período neoliberal que hemos debido padecer.

Ernest Mandel llega a referirse a la planificación en la ex URSS como el “reino del absurdo del rey Ubú”: “En la práctica, los índices considerados de común acuerdo cómo los preponderantes eran los de producción física (¡a menudo expresados burdamente en peso!) y el valor de la producción bruta. De ahí se derivan una serie de deformaciones tragicómicas. Los directores de las empresas que producen tractores están interesados en fabricarlos lo más pesados que sea posible para asegurar el cumplimiento y el rebasamiento del plan (calculado en producción física medida por el peso), lo que implica un enorme desperdicio de metales. La escasez de pequeñas herramientas, de tornillos, de clavos y de todo lo que pesa poco y no tiene un gran valor global se generalizó progresivamente, debido a que ninguna empresa tenía interés en fabricar productos de este género” (Ensayos sobre neocapitalismo).

En el mismo sentido, Andreas Hegedus habla de “sistema de irresponsabilidad organizada”. Nahuel Moreno iba aún más lejos: “No existen mecanismos de control, ni del mercado ni de los trabajadores, y por eso es una locura completa. El gerente de fábrica elabora su plan tratando de demostrar que necesita mucho más dinero, materia prima y personal del que hace falta en realidad. En la URSS los stocks de las fábricas son inmensos, muchos más grandes que en los países capitalistas. (…) Al desarrollarse la planificación desde arriba y sin el menor control, todo se tergiversa. Cada uno trata de engañar a los demás (…) Pero no hay manera de engañar a las leyes de la economía: si se producen guantes solamente de la mano derecha o telas de un ancho menor al estándar industrial se provoca un desequilibrio brutal y, entre otras anomalías, un floreciente mercado negro. Semejante delirio es el producto inevitable, insisto, de una economía planificada desde arriba sin control” (Conversaciones con Nahuel Moreno, Buenos Aires, Antídoto, 1986).[21]

Todo conduce a la misma conclusión: en la transición socialista necesariamente ocurre una mayor imbricación de los factores objetivos y subjetivos, y sin un sujeto revolucionario, no burocrático, a su frente: la racionalidad y el carácter socialista mismos de la planificación quedan irremediablemente cuestionados

3.6 Planificación burocrática y desarrollo de las fuerzas productivas

“En medio de las nuevas fábricas, talleres, minas, granjas colectivas y soviéticas, los obreros y campesinos se sienten rodeados por fantasmas gigantescos, indiferentes ante los destinos humanos. Las masas están presas de una gran desilusión. La población consumidora ya no entiende para qué se empeña al máximo de sus fuerzas productivas” (León Trotsky, “¡Señal de alarma!”, 3-3-1933, en Escritos, IV, 1).

La evaluación de la planificación en relación con el desarrollo de las fuerzas productivas tiene un aspecto teórico y otro histórico. Comencemos por el segundo (que tendrá una derivación más abajo); luego nos dedicaremos al primero.

Trotsky afirmaba que las conquistas de la revolución de Octubre posibilitaban un enorme desarrollo de las fuerzas productivas, incluso bajo el stalinismo. Este desarrollo hasta un determinado momento tuvo lugar; en la segunda posguerra, los problemas del estancamiento económico sobrevinieron con bastante rapidez.

Esta afirmación del revolucionario ruso –tan acríticamente repetida por tantos doctrinarios– tenía un límite histórico: es un hecho comprobado, no una especulación, que la planificación y la acumulación burocráticas llevaron a un callejón sin salida, contra quienes creyeron y siguen creyendo fetichistamente en la “religión” de la racionalidad per se de la planificación, aun en manos de la burocracia. Describe Paulino: “La brecha técnica y científica entre la atrasada Rusia de la década de 1920 y los países capitalistas centrales indiscutiblemente se había reducido, por lo menos hasta el final de los años 60. Pero ya en los años 70 comenzó a alargarse otra vez y muy rápidamente. Exactamente cuando en el mundo capitalista comenzaba una nueva y vertiginosa corrida tecnológica en busca de mayor productividad y eficiencia en el nivel microeconómico, (…) la industria y máquinas soviéticas se mostraban obsoletas, y su sistema de gestión burocrático se reveló plagado de inercias para acompañar tal transformación” (cit., p. 222).

Sólo algunas décadas duró la inercia de las conquistas de la revolución de Octubre, que en los años 30, efectivamente, contrastaron con el desastre de una economía capitalista en plena crisis. Sin embargo, vivir a cuenta del futuro terminó generando una hipoteca ilevantable en toda una serie de terrenos tecnológicos, como la genética y informática. Otro problema fueron los desastres ecológicos, como consecuencia de una lógica puramente extensiva aplicada a la producción de materias primas y a la explotación de la naturaleza: “Hay un derroche permanente, se pide plata de más. Al decir ‘derroche’ queremos decir lo siguiente: es una norma económica de los estados obreros el desgaste acelerado de las fuentes de energía, de materias primas, de todo. Tierras, materias primas, mano de obra, maquinarias, se las revienta, se las gasta una barbaridad” (Nahuel Moreno, en selección de citas para el Seminario de transición).

¿Desde qué marco apreciar entonces los alcances y límites del desarrollo de las fuerzas productivas en los años 30 en la ex URSS? Dejemos establecida una definición a ser desarrollada más adelante: esas transformaciones terminaron siendo una función de la acumulación burocrática. Y, para colmo, configuraron logros históricamente reversibles, como se puedo apreciar en el estancamiento y decadencia posterior de la ex URSS.

Más allá del inicial progreso en materia de industrialización y urbanización del país, el hecho decisivo que debe ser apreciado sin apelar al reduccionismo económico es que, de conjunto, no fue una acumulación al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas y/o de la transformación integral de las relaciones sociales. Este último plano directamente retrocedió bajo el estalinismo.

Por otro lado, hubo una evaluación que se reveló históricamente esquemática acerca de las perspectivas del capitalismo, considerado como absolutamente limitado en sus tendencias de desarrollo, análisis que no se vio corroborado pero que sirvió para magnificar los elementos de desarrollo de la URSS. Se hizo una lectura mecánica de la justa definición leninista de que con el final de la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre se había abierto la época de la revolución socialista. Esta definición, que vuelve a ponerse hoy a la orden del día, fue apreciada de modo catastrofista, puesto que lo que terminó ocurriendo con el capitalismo fue más bien una combinación altamente inestable de desarrollo de fuerzas productivas y destructivas en una época de declinación histórica.

Además, es un hecho históricamente comprobado que también en la ex URSS –que supuestamente, según Mandel, no tenía “ninguna de las leyes características del capitalismo”– funcionó este mecanismo que combinó fuerzas productivas y destructivas, fenómeno que se explica a partir de que las sociedades no capitalistas de la segunda posguerra hacían parte como subsistema de la economía mundial, como definiera Naville.

Last but not least (último, pero no menos importante), no se puede perder de vista que el que terminó ganando la carrera “competitiva”, al menos por ese período histórico, fue el capitalismo. Por lo tanto, es incorrecto que el desarrollo de las fuerzas productivas en la URSS y demás países “socialistas” sea juzgado de manera absoluta en cuanto al carácter “progresivo” de las transformaciones del stalinismo, perdiendo de vista que fueron una función de la acumulación burocrática. Bien podemos mirar el punto desde otro ángulo: ¿cómo habrían sido las cosas sin la burocracia? Ya a finales de la década del 20 Trotsky señalaba que todo hubiera sido distinto sin Stalin…

En todo caso, el problema teórico fundamental en este punto es el análisis de la relación entre la planificación y la satisfacción de las necesidades humanas. Si el desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo puede ser apreciado “instrumentalmente” (el Marx maduro tiene sugerentes apreciaciones a este respecto), ¿qué pasa cuando hablamos de la transición al socialismo, de un período en que se debe verificar una tendencia a la liquidación de la explotación del trabajo ajeno? ¿Puede apreciarse el desarrollo de su productividad separadamente de la satisfacción de las necesidades humanas? ¿Es aplicable el mismo criterio instrumental del desarrollo capitalista a la transición socialista?

En nuestra opinión, esto categóricamente no es posible. Ya la Oposición de Izquierda había señalado a finales de los 20 que el principal criterio para evaluar la economía de transición no podía ser otro que el creciente mejoramiento del nivel de vida de la clase obrera, so pena de acumulación burocrática y desmoralización de la propia clase trabajadora.

Esto se relaciona con la necesaria apreciación crítica de la sistemática persistencia en la ex URSS de la prioridad de sector I sobre el II. ¿A qué se podía deber esto? ¿A las necesidades de la defensa nacional? Pues bien, si éstas eran innegablemente reales, al igual que la necesidad de poner en pie una infraestructura elemental y la base de la industrialización, no se puede caer en una burda racionalización de la acumulación burocrática, como hace Mandel. Aquí, esas necesidades se imbricaban con que la burocracia acumulaba en tanto que “Estado”. Como el Estado era a todos los efectos prácticos “propiedad” de la burocracia (o al menos posesión de hecho de los medios de producción), en el sector I se hacían valer sus necesidades e imposiciones.

Por oposición, el sector II de bienes de consumo (junto con la producción agraria, fundamental respecto del consumo de masas) siempre fue un desastre. Esto no es accidental ni se debió centralmente a las dificultades reales de una economía atrasada en relación con el occidente capitalista. Su verdadero fundamento está en otro lado: en una acumulación en manos de la burocracia, una apropiación de la plusvalía estatizada que evidentemente no iba a fomentar el consumo sino la inversión monopolizada por la misma burocracia.

En contraste, la Oposición de Izquierda insistía: “Al disminuir los ritmos, se liberarán los recursos que deben canalizarse inmediatamente hacia el consumo y la industria liviana. ‘Es necesario mejorar a toda costa la situación de los trabajadores’ (Rakovsky). Durante la construcción del socialismo la gente tiene que vivir como seres humanos. No podemos perder de vista que se trata de una perspectiva de décadas y no de una campaña militar o un ‘sábado’ o simplemente un caso aislado que requiere una concentración excepcional de fuerzas. El socialismo será obra de las generaciones futuras, pero hay que organizar las cosas de manera tal que las generaciones actuales puedan cargar con todo su peso” (L. Trotsky, “¡Señal de alarma!”, cit.).

En esas condiciones, la planificación no tenía ninguna “racionalidad espontánea” que trabajara para el lado de la acumulación socialista: en manos de la burocracia, sólo alimentaba la acumulación burocrática.

Aquí talla la cuestión de los óptimos en la planificación. Trotsky señalaba que el óptimo no podía significar, como bajo el stalinismo, el puro máximo de la producción. Por el contrario, debía atender determinadas proporciones entre las ramas económicas, ya que de lo que se trata es de orientar la planificación –al menos como tendencia comprobable– hacia la satisfacción de las necesidades humanas.

Los óptimos no son absolutos de orden técnico, sino que descansan sobre lógicas sociales. Y la de la transición socialista hace a la evaluación de las fuerzas productivas en su conjunto, lo que incluye la satisfacción de las necesidades de los productores y supone la decisión colectiva de la sociedad acerca de los medios y los fines de la producción.

También cabe incluir en este punto la cuestión de la relación entre cantidad y calidad a la hora de juzgar los índices de producción. Como señalara agudamente Cristian Rakovsky, si se rompe el equilibrio entre ambas (que no está dado de una vez para siempre sino que admite grados), la cantidad se transforma en una pura abstracción. Si la mitad de los productos son inservibles por baja calidad, o se desgastan antes de su vida útil prevista, las cantidades se falsean y se quiebra el ciclo productivo, la posibilidad de un ritmo coherente de reposición. Cuenta Moreno: “Lo de los zapatos (…) hacen todos del mismo número. Eso lo hacen siempre. Sale una resolución: ‘Tal fábrica hace diez mil pares de zapatos’. Entonces (…) como no dijeron si del número 38, 40 o 41, hacen todos del 38 (…) Después sale la queja en Pravda: sólo hay pares 38 (…) Da risa pero es para llorar” (selección de citas para el Seminario de transición).

Cantidad y calidad deben guardar una relación cuidadosamente controlada por mecanismos democráticos en la economía de la transición. Si la primera se desarrolla a expensas de la segunda, se distorsiona toda la evaluación del desarrollo de las fuerzas productivas. Al respecto señala R. Paulino: “De esta visión [la que privilegia la cantidad sobre la calidad] deriva también lo que los economistas reformadores soviéticos llamaban “la política del producto bruto”, o sea, un planeamiento y una producción desequilibrada, en los cuales se privilegiaban el peso y la cantidad de productos, en vez de mejorar la calidad y ajustar la oferta a la demanda” (cit., p. 216). El mismo problema se verifica en la proporción entre los métodos “extensivos” de producción y los “intensivos”, ahorradores o derrochadores de recursos. Todavía en las décadas del 70 y 80, los primeros garantizaban tres cuartos del crecimiento, y los segundos el cuarto restante.

En síntesis: el óptimo de la planificación no es la máxima tasa de crecimiento considerada en abstracto, como tampoco la prioridad automática a la rama I de la producción. Estos son los rasgos de la acumulación burocrática, no de la socialista. Por el contrario, la planificación socialista debe realizarse en función del respeto a ciertas proporcionalidades de la economía, que, por un lado, tiendan a una industrialización y acumulación crecientes y al fortalecimiento del sector estatizado de la economía, y por el otro, no pierdan de vista la creciente satisfacción de las necesidades humanas y la tendencia a la liquidación de todo resto de explotación del hombre por el hombre.

3.7 Hacia una planificación de las necesidades y los usos

“La producción debe cesar de ser su propia finalidad, crecimiento por el crecimiento mismo, para devenir solamente la mediación indispensable para la satisfacción de las necesidades [por los valores de uso]” (P. Naville, Le nouveau Léviathan, 4, p. 271).

El desarrollo de la economía de transición debe tender entonces a una perspectiva distinta a la que se desarrolló en la URSS bajo el imperio de la planificación burocrática: dejar atrás la base de valor (de cambio) de la producción. Esto no puede ocurrir como proceso interno, fronteras adentro, sino en íntima correlación con los progresos de la revolución internacional.

Pero teniendo clara esta condición de posibilidad, la tendencia debe ser a la superación de la producción en términos de la creación de valor de cambio como subproducto del trabajo humano. Este problema es absolutamente central, porque hace a superar la verdadera base material de las imposiciones explotadoras.

Haya apropiación colectiva del plustrabajo –en la verdadera transición al socialismo– o apropiación burocrática –lo que relanza la explotación del trabajo ajeno–, la garantía última para que estas imposiciones sean superadas está en dejar atrás la base de valor de la producción. Mientras esto no ocurra, la planificación sólo hace una previsión ex ante de la utilización del trabajo humano.

Desde ya, en una verdadera transición al socialismo, donde colectivamente se decide el uso de ese trabajo humano disponible, no estamos en presencia de explotación del trabajo sino, en todo caso, de una forma de “autoexplotación” consentida, como observa Naville.

Pero lo que debe comprenderse es que en la transición, cualquiera sea la planificación de la que se trate, aún estamos frente a una serie de intercambios de valor-trabajo que debe tenderse a superar. Señalaba agudamente Naville al respecto: “El lenguaje académico y profesional (…) cubre (…) ciertos aspectos de lo más ambiguos de las formas planificadas de desarrollo económico del socialismo de Estado. Si uno traduce esas explicaciones en un lenguaje más simple y más práctico, uno se percatará que consisten en normalizar relaciones inscritas en una forma de planificación estatal fundada sobre los intercambios de valor. En ese caso, la planificación no es ni más ni menos experimental que el régimen capitalista. Puede, ciertamente, reducir una serie de gastos superfluos y tensiones. Pero el empleo de métodos econométricos no es suficiente ni de lejos para reemplazar, siquiera progresivamente, el equilibrio del valor por un modo nuevo de evaluación de las necesidades y los usos” (Le nouveau Léviathan, 4, pp. 232-233).

Es precisamente ese “equilibrio de valor” el que hay que superar en la verdadera transición socialista, avanzando hacia un modo enteramente nuevo de “evaluación de las necesidades”, fundado en la producción de valores de uso. Es esa producción de valores de uso la que pasará a ser la reguladora de la economía socialista, o lo que es lo mismo, la directa satisfacción de las necesidades humanas pasa a ser el regulador de esta economía.

Anexo: Historia, biología y dialéctica

“La evolución del sistema soviético en la URSS, los choques entre las clases, mal dirigidos y mal regulados por una política errónea y zigzagueante, se traduce en una línea quebrada. Esto quiere decir que, por el momento, no podemos definir más que la tendencia general (…) muy bien expresada por la declaración de Rakovsky como la de la transformación del Estado proletario con deformaciones burocráticas en un Estado burocrático con restos comunistas. Los camaradas Jomiski, etc., están descontentos con esta definición dialéctica, dinámica, que admite que se podría producir en la línea quebrada un giro que modificaría la dirección prevista. El camarada Jomiski exige una definición estática que podría tener cabida en un manual y constituiría un punto fijo allí donde los hechos reales, los fenómenos controlados, no lo marcan” (L. Trigubov, “La declaración de abril y sus consecuencias” (30-7-1930), Cahiers León Trotsky, N° 6, París, 1980).

La experiencia del siglo XX ha dejado profundas enseñanzas respecto de la dialéctica del desarrollo histórico. Lenin había definido la época abierta con la Primera Guerra Mundial como de “crisis, guerras y revoluciones”. A priori, la época de la transición al socialismo. Sin embargo, esa definición objetiva, absolutamente correcta, no tenía por qué habilitar una idea mecánica por la cual la historia tiene ineluctablemente un final feliz. Al respecto, y contemporáneamente, Rosa Luxemburgo había terciado con una definición de cuño engelsiano: la guerra mundial mostraba que la perspectiva para la humanidad era “el socialismo o la barbarie”. Es dentro de estas coordenadas generales que se deben leer las experiencias anticapitalistas del siglo pasado y los acontecimientos en curso del actual.

Esto viene a cuento porque la comprensión que se tenga de la dialéctica del devenir histórico condiciona hasta cierto punto la apreciación de las sociedades de transición (o, más exactamente, de transición bloqueada o abortada) en el siglo pasado, tanto la ex URSS cómo las de la segunda posguerra. La idea de que el tránsito al socialismo era “ineluctable” distorsionó la manera de apreciar su dinámica y sus leyes de desarrollo. Un error más grave aún fue considerarlas de manera completamente ahistórica, sobre todo los grupos antidefensistas defensores de la idea del “colectivismo burocrático”, pero también los del capitalismo de Estado.

Parte de este matriz es que se hayan considerado necesariamente de “transición” todas las economías de los países no capitalistas, incluso cuando estaba cada vez más claro que no conducían a ningún socialismo y que su tránsito real era más bien hacia el capitalismo.

Una concepción a la vez materialista y dialéctica del desarrollo histórico previene contra interpretaciones demasiado vulgares de que por una supuesta “necesidad histórica” esas experiencias se abrirían paso, de una u otra manera, en un sentido socialista (a este respecto desarrollamos una extensa polémica con un intelectual del PSTU de Brasil en “Notas sobre Las esquinas peligrosas de la historia de Valerio Arcary. El recurso al sustituismo social”, Socialismo o Barbarie 21, noviembre 2007).

En todas las sociedades esa transición quedó bloqueada al ser desplazada la clase obrera del poder (cuando llegó a estarlo). La producción nunca llegó a socializarse realmente; la economía pasó a estar centralizada por un Estado en manos de la burocracia, y la acumulación fue sistemáticamente dirigida en una dirección opuesta a la satisfacción de las necesidades humanas. Por ende, esas sociedades no pueden considerarse como hizo l mayoría del trotskismo de posguerra, “Estados obreros”.

En cuanto a la dialéctica histórica, flaco favor le hace afirmar que como se estaba en “la época de la revolución socialista”, lo que era y es correcto, tales sociedades no podían ser otra cosa que “Estados obreros” en diversos grados de “degeneración”. El razonamiento es que “en una época en que la contrarrevolución es burguesa, toda revolución anticapitalista es socialista” (V. Arcary, cit.). Para Arcary, una apreciación concreta de la experiencia histórica real de las revoluciones del siglo XX que escape al economicismo y determinismo habitual en las filas del trotskismo del siglo pasado sería un ejercicio de “posmodernismo”. Pero las definiciones no puedan estirarse al precio de deformarse totalmente y perder todo contenido. Un auto chocado sigue siendo un auto, pero si es imposible volver a hacerlo funcionar se transforma en chatarra, y es un engaño seguir definiéndolo como auto cuando ya ha perdido todo atributo de tal. Y una vulgar filosofía de la historia no puede reemplazar la tarea de dar cuenta de las enseñanzas del proceso histórico real, a fin de sacar las conclusiones del caso.

La dialéctica histórica es materialista pero no mecánica. Sociedades surgidas de la expropiación del capitalismo eran, por ende, no capitalistas; la burguesía fue expropiada y ésta fue una tarea histórica progresiva. Pero su determinación no podía ser la de Estados “obreros” o de automática transición al socialismo cuando la clase obrera no tenia ni arte ni parte en el ejercicio del poder, como es el caso de Cuba hasta el día de hoy, aun con la presencia de elementos emparentados con los de la transición socialista.

Ninguna supuesta ley histórica o filosofía de la historia puede resolver por sí misma el hecho de que la clase obrera no detentó el poder y que esas experiencias se terminaran desviando hacia una vía muerta y de allí de vuelta al capitalismo. Porque el carácter evidentemente anticapitalista de las revoluciones de posguerra no podía anular la dialéctica que supone la revolución socialista: un Estado obrero requiere de la clase obrera al frente. Y si esto no ocurre, lo que se desarrolla, así sea “inorgánicamente”, es otra cosa: una suerte de aborto histórico dónde la transición al socialismo queda bloqueada, más allá de que sirviera a la acumulación de experiencias y generara efectivamente conquistas que defender, como sigue siendo el caso hasta hoy de Cuba.

Una analogía útil para la comprensión de la dialéctica histórica es el desarrollo del darwinismo moderno. Entendemos como del mejor cuño marxista aprovechar los desarrollos de otras ciencias para iluminar los nudos problemáticos del materialismo histórico. Los biólogos dialécticos Lewontin, Kamin y Rose ofrecen en ese sentido sugerentes criterios metodológicos y epistemológicos: “Es característico del reduccionismo asignar pesos relativos a distintas causas parciales e intentar evaluar la importancia de cada causa manteniendo constantes todas las demás mientras se hace variar un solo factor. Las explicaciones dialécticas, por el contrario, no separan las propiedades de las partes aisladas de las asociaciones que tienen cuando forman conjuntos, sino que consideran que las propiedades de las partes surgen de estas asociaciones. Es decir, de acuerdo con la visión dialéctica, las propiedades de las partes y de los conjuntos se codeterminan mutuamente” (Lewontin, Rose y Kamin, No está en los genes, Barcelona, 2003, p. 23).

Puede echar luz sobre la singular evolución de la URSS, por ejemplo, esta observación de tipo general sobre la mecánica del desarrollo: “La metáfora más reciente, introducida por primera vez en el siglo XIX, es un singular legado intelectual de Darwin. Es la metáfora del ensayo y el error, del desafío y la respuesta, del problema y su solución. Según este modelo, los organismos, las sociedades y las especies se enfrentan a problemas que les plantea la naturaleza exterior, independientes de su propia existencia, y reaccionan ensayando soluciones diversas hasta que encuentran una adecuada. El arquetipo es el modelo variacional de la evolución darwiniana. El mundo exterior plantea problemas de supervivencia y reproducción. Las especies se adaptan probando variantes al azar, los ‘ensayos’, algunos de los cuales triunfan reproductivamente, difundiéndose entre la especies y proporcionándoles una respuesta adaptativa al desafío exterior” (ídem, p. 331).

En un sentido similar, para el paleontólogo estadounidense, ya fallecido, Stephen Jay Gould, el desarrollo natural está pautado por determinaciones materiales pero también por imprevistos y circunstancias fortuitas que dirigen las cosas en direcciones no previstas.

Las últimas dos décadas mostraron en la biología una polémica creciente contra las concepciones más deterministas, sobre todo en lo referente a la ciencia de la evolución. Esta recepción, actualización y reelaboración de la teoría de Darwin sigue un criterio dialéctico valioso e instructivo para el abordaje de las experiencias socialistas y anticapitalistas del siglo pasado. Desde ya aclaramos que no somos especialistas en biología ni epistemología, y nos disculpamos por anticipado por posibles imprecisiones que esta reflexión pueda contener.

Un aspecto a rescatar de este corpus es una apreciación de la dinámica de la evolución de la naturaleza que rompe con el mecanicismo ambiente sin perder el terreno material de las cosas.

Es sabido que Darwin rompía con las teorías creacionistas, que explicaban la aparición de la vida y las especies como un fiat divino, un “hágase la vida” sobrenatural. En Darwin, el mecanismo de la evolución es material: la selección natural, dependiente de la aptitud adaptativa de las especies a los cambios en el medio ambiente. Darwin es muy enfático en señalar que no podía haber “eslabones perdidos”: la evolución no da saltos, afirmaba. Y si había saltos en el registro fósil, esto se debía simplemente a la insuficiencia de los datos y las investigaciones.

En cambio, Gould recoge algo de la tradición “catastrofista” para entender las situaciones precisamente catastróficas. ¿Cómo explicar los saltos de registro fósil cuando realmente no pueden ser llenados, no porque falten investigaciones sino porque se produjo un real salto evolutivo? Gould desenvuelve la teoría del “desarrollo puntuado”, que intentar dar cuenta de los saltos evolutivos. En el curso de la evolución, contra lo que creía Darwin, no todo era gradualismo evolutivo: había verdaderas catástrofes que cortan toda una línea de desarrollo, incluso cegando toda una “cantera de vida”.

Incluso más: el curso de la historia natural da lugar a toda una serie de desarrollos en paralelo, muchos de los cuales terminan en ninguna parte. Un ejemplo muy conocido es el de los homínidos: hubo varias líneas de desarrollo que podían conducir a los humanos modernos. Pero muchas de ellas quedaron, o se desviaron, a vías muertas. Solamente la que dio lugar al homo sapiens se terminó afirmando para dar lugar a los humanos modernos. En el fondo, la idea sorprende por su sencillez: el proceso de la historia natural combina elementos de determinación material y también circunstancias no previstas, accidentes históricos: “Las redes y cadenas de los eventos históricos son tan intrincados, tan imbuidos de elementos casuales y caóticos, tan irrepetibles en dar lugar a tal multitud de objetos singulares (y singularmente interactuantes), que los modelos estándar de simple predicción y replicación no se aplican. La historia puede ser explicada con significativo rigor si la evidencia es adecuada, luego de una secuencia de acontecimientos, pero no puede ser predicha con ninguna precisión por anticipado” (S. J. Gould, La riqueza de la vida, Vintage, Londres, 2007, p. 210).

Desde ya, esos “accidentes” no ocurren en cualquier terreno sino sobre la base material de las circunstancias determinadas. Accidentes históricos en eras geológicas diferentes tienen impactos diferentes, y lo propio ocurre con la historia humana: las circunstancias “accidentadas” no tienen las mismas características, ni consecuencias, en la sociedad feudal que en la transición del capitalismo al socialismo: “Las explicaciones dialécticas intentan dar una interpretación coherente y unitaria, pero no reduccionista del universo material. Para los dialécticos, el universo es unitario pero está sometido a continuo cambio; los fenómenos que podemos ver en cada momento son partes de procesos, procesos con historia y un futuro cuyos caminos no están sólo determinados por sus unidades constituyentes. Los conjuntos se componen de unidades cuyas propiedades pueden ser descritas, pero la interacción de estas unidades en la construcción de los conjuntos genera complejidades que dan lugar a productos cualitativamente diferentes de las partes que los componen” (Lewontin, Rose y Kamin, cit., p. 23).

Tanto en la naturaleza como en la historia, las cosas no funcionan según un determinismo natural, histórico o social de tipo mecánico. No hay automatismo que haga que la sociedad vaya al socialismo, cómo tampoco ningún mecanicismo predeterminado que obligara, por caso, a la burocratización de la Revolución Rusa. Sobre un terreno material e histórico determinado, esto dependió de la interacción de determinadas fuerzas y peleas socio-políticas, que tampoco admiten explicación a priori sino sólo a posteriori.

El escenario histórico está pautado, y de manera creciente, por la alternativa de socialismo o barbarie histórico-natural, en la que la acción humana tiene un peso histórico relativo cada vez mayor: “La interacción entre el organismo y el medio ambiente está entonces, incluso para los no humanos, lejos de los modelos simplistas ofrecidos por el determinismo biológico. Y esto es especialmente cierto en el caso de nuestra propia especie. Todos los organismos legan al morir un medio ambiente ligeramente modificado a sus sucesores; los humanos, más que ningún otro, afectan constante y profundamente su medio ambiente, de tal modo que a cada generación se le presenta un conjunto bastante novedoso de problemas que debe explicar y decisiones que debe tomar; nosotros hacemos nuestra propia historia, aunque bajo circunstancias que no han sido elegidas por nosotros mismos (…) Éste es el motivo por el que la única cosa sensata que se puede decir sobre la naturaleza humana es que está ‘en’ esa misma naturaleza la capacidad de construir su propia historia. La consecuencia de la construcción de esa historia es que los límites de la naturaleza humana de una generación se vuelven irrelevantes para la siguiente” (ídem, p. 25).

De allí también que la entrada en la época de la revolución socialista no tenía forma de garantizar por sí misma que las revoluciones anticapitalistas de la segunda posguerra fueran indefectiblemente socialistas, o que la transición fuera necesariamente al socialismo. Se trata de revoluciones anticapitalistas y economías no capitalistas, sin duda. Pero el desarrollo histórico en todo el decurso del siglo pasado muestra que no todos los caminos revolucionarios deben conducir al socialismo. Está la posibilidad de que los procesos aborten y vayan a vías muertas.

Es este criterio materialista, pero no determinista, el que desarrolla lo mejor de la biología dialéctica actual y también los estudios de Gould: “La historia incluye demasiado caos, o extrema dependencia en pequeñas e inconmensurables diferencias en las condiciones iniciales, llevando a resultados masivamente distintos basados en pequeñas y desconocidas disparidades en los puntos de comienzo. Y la historia incluye mucha contingencia, o la configuración del presente como resultado de una larga cadena de impredecibles estados anteriores, en vez de determinación inmediata por leyes ahistóricas de la naturaleza (…) Los humanos emergieron como un resultado fortuito y contingente de miles de eventos vinculados, dentro de los cuales uno de ellos podría haber ocurrido de otra manera y llevado la historia a una vía alternativa que nunca hubiera dado lugar al [desarrollo humano] consciente (…) Esta visión es altamente contradictoria con el determinismo convencional de los modelos de la ciencia occidental” (S. J. Gould, cit., p. 211).

Como a nuestro juicio la dialéctica es una sola, histórica y natural, las evoluciones recientes algo tienen para decirnos acerca de la auténtica revolución socialista en el siglo XXI. Y la primera lección es que no podemos reposar plácidamente sobre las “leyes de la historia”: si no hay una lucha consciente, si no está la clase obrera peleando conscientemente, el proceso no va al socialismo. Y esta condición vale asimismo para la transición socialista. Y en lo metodológico, lo que nos plantea el curso histórica del siglo XX es ir de las formulaciones teóricas a priori, de los esquemas histórico-universales, al análisis de las experiencias concretas de transición iniciada pero fallida y volver a generalizar a partir de ellas. Ya decía muy bien Gould en su propio terreno que “para entender los eventos y generalizar las vías de desarrollo de la vida, debemos ir más allá de los principios de la teoría evolutiva, al examen paleontológico de las contingencias de la historia de la vida en nuestro planeta” (ídem, p. 221).

4- Los problemas de la acumulación socialista

4.1 El carácter del giro stalinista

“Los principios básicos acertados, como son las resoluciones de la 16ª Conferencia del partido sobre la industrialización y la colectivización, en las condiciones de administración burocrática, cuando la clase es suplantada por los burócratas convertidos en un sector gobernante aislado, no contribuyen a impulsar, sino a frustrar la construcción socialista” (Carta de los Cuatro, “Nosotros exigimos”, Rakovsky, Kosior, Muralov y Kasparova, abril 1930).

¿Cómo caracterizar el giro estalinista de finales de los años 20 a la colectivización forzosa del campo y la industrialización acelerada? A priori, se trataba de medidas “izquierdistas”: del “campesinos, enriquézcanse” de los años anteriores se pasaba a la “liquidación del kulak en cuanto clase”, y del crecimiento industrial a “paso de tortuga” a un ritmo brutal de crecimiento. En apariencia, las medidas apuntaban al reforzamiento de la economía de la transición y de la dictadura proletaria, liquidando el peligro que había implicado la orientación derechista anterior. El historiador trotskista Pierre Broué da cuenta de las discusiones que se abrieron a raíz del giro de Stalin en la Oposición de Izquierda.

Esta circunstancia produjo la más grave división en las filas de la Oposición de Izquierda, con un sector que creía que las medidas industrializadoras de Stalin apuntaban al “fortalecimiento automático de las posiciones de la clase obrera”. Así tuvo lugar la ruptura de Preobrajensky, Radek y Smilga, que se pasaron a la fracción stalinista. La polémica giraba alrededor de si el giro de Stalin servirían, aun a pesar de su carácter burocrático, para reforzar la economía de la transición, o si más bien se inauguraba una dinámica de acumulación burocrática. La mayoría de la oposición encabezada por Trotsky resistió: la clave del carácter de estas medidas era quién y cómo las llevaría adelante.

Aquí hay dos elementos a destacar. El primero es que las medidas fueron tomadas de manera frenética: el campo ruso quedó lisa y llanamente destruido por décadas. La manera en que se llevó a cabo la colectivización nada tuvo que ver con lo postulado por la tradición de Marx y Engels y el propio bolchevismo: la asimilación voluntaria a las formas de la producción social en el campo por los pequeños propietarios. Para colmo, el ritmo furioso de la industrialización no tuvo reparos en recurrir a los más draconianos métodos de explotación del trabajo.

Todo esto ocurría, además, en un escenario muy preciso: cualquier atisbo de democracia obrera había sido liquidado; la clase obrera, a todos los efectos prácticos, había quedado fuera del poder; los organismos de representación de masas, completamente vaciados; la Oposición de Izquierda, en el destierro, la prisión o el exilio…

Pero estas circunstancias, de tipo político-social, tendrían inmensas consecuencias económicas: la apropiación del sobre-producto social, de la plusvalía estatizada, pasó a estar absolutamente bajo el control de la burocracia, inaugurándose así lo que podemos llamar el período de la acumulación burocrática.

Trotsky llegó a decir que “hoy la economía soviética no es monetaria ni planificada. Es una economía casi puramente burocrática. La industrialización exagerada y desproporcionada socavó las bases de la economía agrícola. El campesinado trató de hallar la salvación en la colectivización. La experiencia no tardó en demostrar que la colectivización desesperada no es colectivización socialista. El posterior derrumbe de la economía agrícola fue un duro golpe para la industria. Los ritmos aventureros y exagerados exigieron intensificar aún más la presión sobre el proletariado. La industria, liberada del control material del productor, adquirió un carácter suprasocial, vale decir, burocrático. El resultado fue que perdió capacidad de satisfacer las necesidades humanas” (León Trotsky, “La degeneración de la teoría y la teoría de la degeneración”, 29-4-1933, en Escritos, IV, 2).

En síntesis: en manos de la burocracia, medidas a primera vista “izquierdistas” sirvieron para sentar los primeros mojones de una acumulación burocrática.

4.2 La colectivización forzosa y la industrialización acelerada. Una acumulación de Estado

“No es difícil adivinar cuán seductores son para la burocracia la colectivización total y los mayores ritmos de industrialización. Ampliarían el ejército de la burocracia, aumentarían su parte en la renta nacional y fortalecerían su poder sobre las masas” (Carta de los Cuatro).

La industrialización tomó una serie de rasgos que no perdería prácticamente hasta el derrumbe de la ex URSS. Uno de las fundamentales fue la prioridad absoluta dada al sector I, de bienes de producción, en detrimento del sector II, de bienes de consumo.

Una vez más, prima facie parecía plausible que para avanzar en la acumulación y lograr una reproducción ampliada de la economía no alcanzaba solamente en la dotación de capital fijo heredado del zarismo, previo a la guerra mundial. Se requería con urgencia una renovación y ampliación de escala. También presionaba el cerco imperialista y los tambores de guerra que sonaban casi desde el comienzo de los años 30.

Tales fueron las excusas de la burocracia para el orden de prioridades que se le dio a los planes quinquenales. Pero aquí surgieron problemas marcados desde el comienzo mismo por la Oposición liderada por Trotsky, que veía más allá de esos condicionamientos.

Si la revolución socialista tenía algún sentido para las masas explotadas y oprimidas, debía establecer al menos una tendencia en el mejoramiento de su nivel de vida. No era ni es correcto defender –como lo hizo Mandel en la segunda posguerra– que todo período de acumulación primitiva, fuera capitalista o socialista, debía operar sobre la base de las privaciones de las masas, y que ello “no tenía nada particularmente antisocialista”.

Sin duda, en un país atrasado, incluso en un proceso de auténtica transición socialista, no puede dejar de haber privaciones. Pero éstas requieren de dos condiciones ausentes en los años 30 en la ex URSS: el consentimiento de estas mismas masas de privarse para acumular, y que esta acumulación sirviera a las generaciones futuras. Sin estas condiciones ineludibles, el “ahorro forzoso” que inevitablemente plantea la acumulación socialista en sus primeros pasos se transforma en lisa y llana explotación.

Preobrajensky era consciente de este dramático problema al señalar que “esta expansión cuantitativa de las relaciones socialistas, desde que requiere de una cierta parte del sobreproducto social de la economía estatal y subordina el crecimiento de los salarios en función de la acumulación, limita el crecimiento de la calidad de las relaciones socialistas y mantiene una brecha entre el nivel de los salarios y el valor de la fuerza de trabajo” (La nueva economía, p. 73).

Pero aun en medio de todas las dificultades y privaciones, debe afirmarse al menos una tendencia al mejoramiento del nivel de vida. Si tal no ocurre, lo que se termina imponiendo es una apreciación “racionalizada” de la economía donde su carácter de “transición socialista” sólo se sostiene como expresión de deseos, petición de principios o directamente un fetiche ideológico sin correlato práctico.

Tampoco vale la acusación del estalinismo de que los reclamos planteados por la Oposición de Izquierda eran “corporativos”. Lo mismo, dicho sea de paso, repite hoy la Central de Trabajadores de Cuba en defensa del plan del gobierno de Raúl Castro de dejar en la calle un millón de trabajadores…

Ahora bien, ¿qué significado tiene la sistemática opción por la rama I de la producción? Comencemos aclarando que Trotsky tenía una posición distinta a la de impulsar el desarrollo de la industria pesada fuera de toda medida. Acusado de “superindustrialista” en los años 20 por haber sido el primero en plantear el problema de la industrialización y la planificación, ante el giro stalinista de industrialización a marcha forzada en los 30 expresó la preocupación de no romper las elementales proporcionalidades entre las ramas económicas, algo clave para no descuidar el nivel de vida de las masas. Desde el principio sostuvo que el “óptimo” del crecimiento no era la obtención a toda costa de su potencial índice máximo, sino aquel que respetara esos criterios: “Prestar atención al uso, dos veces en una misma página, de la palabra ‘equilibrio’. Hay quienes piensan que esta palabra sólo fue usada por Bujarin y sus ‘derechistas” (Alec Nove, Escritos sobre Trotsky y la Oposición de Izquierda).

Otra tara de la acumulación burocrática, como hemos visto, es la prioridad absoluta de la cantidad en desmedro de la calidad. Aquí, además de la baja productividad general de la economía que tenía por consecuencia, estaba el total desconocimiento por los intereses de los consumidores (mayormente los mismos trabajadores) y la satisfacción de sus necesidades.

También Rakovsky insistió en este punto: “Era una producción prácticamente sin control de calidad. Según Rakovsky, ‘no estamos hablando de defectos específicos, sino de una fabricación sistemática de productos defectuosos’” (en R. Paulino, cit., p. 133).

Trotsky agregará agudamente: “Cuanto más avance [la producción], mayor será el choque con el problema de la calidad, y a éste escapa la burocracia como a una sombra. La producción parece marcada por el sello gris de la indiferencia. En la economía nacionalizada, la calidad supone la democracia de los productores y los consumidores, la libertad de iniciativa y de crítica; todo esto es incompatible con el régimen totalitario del miedo, la mentira y el panegírico” (ídem, p. 135).

Estos rasgos concretos de la industrialización burocrática señalan una desnaturalización del proceso de acumulación socialista. Como la burocracia no tenía títulos de propiedad formales, no le quedaba otra opción que acumular en cuanto que Estado: sus intereses aparecen identificados o fusionados con los del Estado, en condiciones en que el Estado no está realmente en manos de los trabajadores.

La opción por el reforzamiento de un Estado que ha dejado de ser obrero o está en tren de dejar de serlo es entonces una función de su propio reforzamiento como la única capa social privilegiada y dominante en la ex URSS.

Por esa razón, acumulación de Estado no equivale a acumulación socialista: “En una atribución de recursos que se tornaría un patrón en la ex URSS por décadas, ya durante el primer Plan Quinquenal los sectores de la industria pesada, energía e infraestructura de transportes recibirían la máxima prioridad, absorbiendo el 78% del total de las inversiones (…) Las altas tasas de inversión en el sector de bienes de producción, que solamente podían ser alcanzadas por un inmenso ahorro forzado, es otro elemento explicativo para los niveles de crecimiento tan elevados. La prioridad absoluta de lo que Marx llamó el sector I de la economía implicó desvalorizar la industria liviana, como también la construcción de viviendas populares. Esto se tornó en un patrón histórico en la economía de la ex URSS, imponiendo todo tipo de carencias, sacrificios y restricciones tanto para los campesinos (…) como en las ciudades, dónde faltaba de todo, comenzando con la vivienda” (ídem, pp. 122 y 126).

Aquí Paulino no puede con su genio deutscheriano y, a pesar de esta vívida descripción, tomada de los estudios de Moshe Lewin, termina justificando al stalinismo a cuenta de la llamada “acumulación primitiva socialista”: “El crecimiento acelerado también fue posible gracias a la explotación de los músculos y los nervios de la clase trabajadora, en niveles tal vez sólo comparables con los primeros tiempos del capitalismo. Toda una generación fue penalizada para garantizar la industrialización y la modernización del país en tiempo récord. Como durante la acumulación primitiva capitalista, lo que se dio en parte fue el sacrificio de una generación, que construye la riqueza y el equipamiento social que será heredado por las generaciones siguientes” (ídem, p. 127).

Esto es un verdadero sofisma: no fueron las “generaciones siguientes” las principales beneficiadas por el sacrificio de la generación de sus padres y abuelos, sino la burocracia stalinista. El “ahorro forzoso”, al servicio de la acumulación en el sector I y fuente de todo tipo de carencias, sacrificios y restricciones a las masas laboriosas, no implicaba entonces una acumulación que progresa en sentido socialista sino una acumulación burocrática o de Estado.

Esta forma de acumulación transformó en supuesta “ley” una particular relación entre el sector I y el II de la producción. Las proporciones fueron las siguientes: en 1928, el sector I ocupaba el 39,5% de la producción y el II el 60,5%; en 1940, el I, 61,2% y el II, 38,8%; en 1965, el I, 74,1% y el II 25,9%, y en 1973, el I, 73,7% y el II, 26,3%, según datos de Nove (El sistema…, cit., p. 468).

Desde otro ángulo, también Moreno hacía una aguda descripción del funcionamiento de la acumulación burocrática, en este caso referido a la acumulación de stocks y a la irracionalidad de su manejo: “Una de las leyes [económicas] de todos los estados obreros [burocráticos] es el stock. Se hace stock de todo, incluyendo la mano de obra. Todo gerente dice: ‘En mi fábrica necesito mil obreros. Voy a ver si logro convencer al burócrata que me den plata para tres mil obreros’. Justo al revés del capitalista. ¿Por qué? Para cuando llega la fecha del cumplimiento del plan. El plan se cumple por mes. Entonces, el primero de mes, el burócrata llama al gerente y le dice: ‘¿Y? ¿Me vas a cumplir?… [Y el gerente piensa]: ‘¡Vas a ver si te lo cumplo o no te lo cumplo! Te lo cumplo cuando quiero, porque ya te engañé cuando hiciste el plan: logré convencerte de que sólo puedo producir con tres mil obreros, y yo con mil trabajo tranquilo’. Entonces hacen stock de mano de obra. Lo mismo hace con la materia prima. (…) Está invertida directamente la proporción, en relación al mundo capitalista. En el mundo capitalista, de toda la materia prima que hay en un país, una tercera parte está en stock. En cambio, en los estados obreros (…) las dos terceras partes de todo lo que se produce están en stock. Entonces, hay carencia de todo, porque todo está stockeado. Todo el mundo junta y junta para poder cumplir el plan (…). Todo sector burocrático de la producción es más importante cuando le toca una inversión más grande. Presten atención a eso. Una fábrica o un sector burocrático, una rama, un ministerio económico, son más importantes cuando tienen mayor cantidad de inversiones del plan. Entonces, todo plan es una pelea infernal de todas las fábricas por pedir inversiones. Maniobran de todas las maneras para pedir inversiones. Cuando se hace el plan cada cinco años, hay una verdadera pelea para ver a quién le toca más inversiones. Es una lucha: ‘Nosotros necesitamos mucha plata, tenemos que ampliar la fábrica, comprar máquinas, hacer nuevo un edificio, etc.’ Y los otros también vienen a pedir. El plan es un despelote, una pelea infernal alrededor de las inversiones. Tienen tal manía por las inversiones, que eso ha liquidado la división del trabajo. Esta pelea interburocrática hace que cualquier fábrica produce cualquier cosa (…) en el afán de que haya inversiones, la fábrica de sábanas resuelve (…) hacer un tipo de lavarropas especial (…) se producen monstruosidades (…) Hay once ministerios que producen heladeras (…) Como ustedes ven, es lo contrario de la división de tareas. Hay una tendencia a hacer lo más que se pueda, y cada fábrica, si puede, hace de todo, para pedir inversiones” (N. Moreno, en selección de citas para el Seminario de la transición).

Pasemos a la colectivización forzosa del campo. Sobran estudios que refieren al desastre que significó para la producción agraria y el campesinado en general, no sólo las capas privilegiadas, desde el sacrificio de millones de cabezas de ganado antes que entregarlas al Estado hasta la muerte por hambrunas –los peores años fueron 1932 y 33– de seis millones de campesinos.

Con semejante destrucción de fuerzas productivas, hasta la década del 60 el campo ruso no pareció recuperarse de este desastre: “Hasta el 1° de octubre de 1929, apenas el 7,3% de las parcelas campesinas habían sido colectivizadas, a un ritmo relativamente lento. Sin embargo, después de eso se operó un giro radical: ‘13,2% el 1° de diciembre; 20,1% el 1° de enero de 1930; 34,7% el 1° de febrero del mismo año; 50% el 20 del mismo mes; 58,6% el 1º de marzo […]. En un espacio de apenas cinco meses, entre octubre de 1929 y febrero de 1930, aproximadamente el 60% de los campesinos pobres fueron agrupados compulsivamente en organizaciones colectivas de producción. Al final de 1935, el 98% de los atrasados mujiks estaban trabajando a la fuerza en formas colectivas de producción. [Se trató] de una completa ausencia de límites’ (Moshe Lewin, 1985). Una verdadera locura por la magnitud de las transformaciones impuestas desde arriba, por el espíritu de aventura, por el puro voluntarismo (…) y que será la característica de los grandes planes quinquenales de la década de 1930 (…). Los campesinos reaccionarán a la colectivización forzada a través de rebeliones armadas contra los representantes del gobierno del PCUS (solamente durante 1930 ocurrieron 14.000 revueltas, rebeliones o manifestaciones de masa contra el régimen, con la participación de cerca de 2,5 millones de campesinos), destruyendo los stocks de cereales, el equipamiento, chacinando el ganado, incendiado las instalaciones y propiedades. El stalinismo no procedió simplemente a eliminar una camada de los campesinos ricos; desencadenó una violencia indiscriminada y sin precedentes contra la gran masa de los campesinos pobres y medios que se negaban a entregar sus tierras, a ‘colectivizarse’ obligatoriamente” (R. Paulino, cit., p. 117).

No ha de ser muy “progresiva”, mucho menos socialista, una orientación que, para colmo contra la voluntad de la masa del campesinado, destruye fuerzas productivas en vez de desarrollarlas. En efecto, en la producción de cereales, el nivel de 1928 sólo será vuelto a alcanzar en 1939. Por otra parte, durante el primer Plan Quinquenal, los rebaños de ganado fueron reducidos en más de un 50%, y todavía para 1940 no se habían recuperado. Y varios estudios serios plantean que, en plena década de los 80, la productividad del campo ruso era entre un 10 y a lo máximo un 20% de la del agro estadounidense.

Respecto de esta comparación, observa Moreno: “En el campo, todos los males de la producción rusa se dan muchísimo peor, la producción es extensiva y cada vez rinde menos. Hay un rendimiento decreciente, igual que en todo el resto de la economía, pero mucho más grave. Por ejemplo, en la URSS las semillas de trigo insumen el 16.5% de la producción de trigo. Es decir, si se consigue 100 de cultivo, 16,5% se debe destinar a semillas. En EE.UU., es el 4%. ¡Cuatro veces más en la URSS! (…) Está el problema de los terrenitos que les dan a los campesinos. Estos terrenitos significan el 3% de todas las tierras de Rusia. El 97% está en manos de los koljoses y los sovjoses. ¡Pero estos terrenitos producen entre el 40 y el 60% de muchos cultivos! (…) La papa y la remolacha son los grandes cultivos de los estados del Este de Europa; son tradicionales, son las grandes comidas populares. En las parcelas individuales, rinde 4,7 toneladas por hectárea, contra 1,6 toneladas en los koljoses y los sovjoses. ¡Tres veces más!” (selección de citas para el Seminario de la transición). Vale la pena comparar esta diferencia de productividad de la pequeña producción privada y las parcelas estatales con lo que ocurre al respecto hoy en Cuba (ver el trabajo de M. Yunes en esta edición).

En el fondo, lo que está en juego es el carácter mismo de las formas de propiedad que puso en marcha la colectivización. La propiedad privada del campo es una forma heredada del capitalismo; el programa socialista revolucionario es la socialización de la tierra. Cuando los bolcheviques asumieron el poder lo hicieron con un “compromiso” con las masas campesinas pequeñoburguesas. Por esto mismo, la estatización de la tierra se hizo bajo la forma de usufructo “perpetuo” por los campesinos.

Cómo transición a la socialización, es conocida la insistencia de Lenin en sus últimos años en las formas cooperativas de producción agraria. Ahora bien: ¿qué forma social es la cooperativa agraria forzosa? Si la propiedad ya había sido estatizada, no implicó un cambio de status en ese sentido. Es verdad que había que tomar medidas frente al lock out del campo a las ciudades a finales de los años 20. Pero presentar la colectivización del estalinismo como una medida “socialista” es ir demasiado lejos, como advirtiera Trotsky.

Rakovsky iba aún más lejos: hablaba de “seudocooperativas”, dando a entender que se trataba de una forma en apariencia análoga a las verdaderas cooperativas pero que adoptaban un contenido distinto: ni eran consentidas por sus propios participantes, ni su sobreproducto era apropiado realmente por la clase obrera (o los campesinos pobres y medios). Por lo tanto, servían al fondo de la acumulación burocrática y no realmente a la transición socialista, ya que “detrás de la ficción del propietario koljosiano, el problema es que los trabajadores koljosianos no trabajan para sí mismos” (en Luis Paredes, “Las ‘Cartas de Astrakán’”, en Socialismo o Barbarie 21)

Para tener una medida gráfica del desastre que significó la colectivización burocrática, veamos algunos datos: “La violencia ejercida contra los campesinos permitió al stalinismo experimentar, ejercitar, los métodos de terror indiscriminado que posteriormente serían aplicados contra otros grupos sociales que se opusiesen al régimen. El Estado soviético bajo el liderazgo de Stalin había declarado una verdadera guerra contra toda una nación de pequeños productores. Nicolas Werth estima que en este proceso más de dos millones fueron deportados para regiones desérticas e inhóspitas del Norte o de Asia Central (1.800.000 sólo en 1930-1931); seis millones de campesinos murieron de hambre y centenares de miles perdieron la vida durante la deportación. Tales números dan una medida aproximada de la tragedia humana que fue ‘el gran asalto’ contra los campesinos (…) Lo que hizo el régimen de Stalin fue expropiar a los campesinos aquello que la Revolución les había concedido, rompiendo, entonces, el acuerdo hecho en 1917. En una evaluación posterior del proceso como un todo, Trotsky señala que la colectivización en sí no era cuestionable, pero sí los métodos de terror ciego e irresponsables con que fue realizada” (R. Paulino, cit., p. 119).

Dando un paso más, hay que decir que esos métodos la terminaron desnaturalizando completamente, quitándole todo carácter progresivo. Por ende, la caracterización de este giro como una “revolución complementaria”, señalada por Trotsky pero desarrollada hasta la caricatura por Isaac Deutscher, queda cuestionada: “[Durante los años 30] la masiva liquidación de todo resto del viejo proletariado [de 1917] había comenzado. La escala real de la represión estalinista de 1930-1956 es todavía desconocida. David Rousset la estima entre 7 y 8 millones de personas, de los cuales 1 millón de miembros del partido y jóvenes comunistas fueron ejecutados entre 1935 y 1941. Es necesario agregar a esto varias decenas de millones deportados a los campos. El resultado de la represión y de la industrialización stalinista extensiva (…) fue la constitución de una nueva clase obrera, que no tenía la experiencia de sus predecesores, una clase de extracción campesina, sujeta a inhumanas condiciones de vida y trabajo, a una represión omnipresente, totalmente atomizada (…) ¿Cómo uno podría imaginar que la ‘revolución social’ podía sobrevivir ‘en la conciencia de las masas laboriosas’ (…) Trotsky hubiera indudablemente corregido esto si hubiera sido capaz de revisar su caracterización luego del resultado de la guerra” (Jan Malewski, “Analizando la sociedad de la mentira desconcertante”, IV Online, octubre 2000).

A esta derrota de la clase obrera de la generación de la revolución y la emergencia de una nueva, sin esa tradición, se suma la liquidación física de la generación revolucionaria de Octubre en general y de la Oposición de Izquierda en particular, cuestión que merece un tratamiento específico que no desarrollaremos aquí.

4.3 ¿Hasta qué punto se desarrollaron las fuerzas productivas en los años 30?

“Recordamos que un periodista oficioso nos explicó en ese momento [comienzos de los años 30] que la falta de leche para los niños se debía a la falta de vacas y no a los defectos del sistema socialista” (León Trotsky, La revolución traicionada).

Una discusión conexa a la anterior y verdaderamente importante es hasta qué punto estas medidas desarrollaron las fuerzas productivas en la ex URSS. Hay dos elementos de importancia en favor de la tesis de que, pese a todo, ese desarrollo efectivamente tuvo lugar.

Por una parte, en los años 30, el contraste entre los fabulosos índices de crecimiento de la ex URSS respecto de la economía mundial capitalista en plena Gran Depresión fue muy notorio. Desde ya, el stalinismo hizo un uso político de este hecho transitorio para justificar sus orientaciones de “desconexión” del mercado mundial y la prédica de los “éxitos” del socialismo en un solo país. Pero es innegable que hubo un fuerte desarrollo de ramas productivas y otras transformaciones en sentido de modernización del país, que salió de este “experimento” con un carácter urbano que no tenía, como lo señala Moshe Lewin en El siglo soviético.

Trotsky mismo destaca estos aspectos en el capítulo inicial de La Revolución Traicionada, titulado “Lo obtenido”, donde marcaba el contraste con el estado de la economía capitalista en la época de la Gran Depresión. En los años 30 la urbanización e industrialización de la ex URSS fue categórica, y el proceso continuó en las décadas del 50 y 60.

En segundo lugar, el hecho de que la URSS hubiera podido derrotar en la Segunda Guerra Mundial a la maquinaria del nazismo –aun con el inmenso costo de 20 millones de muertos– fue un acontecimiento de magnitud histórica.

Sin embargo, el desarrollo de la película histórica entera obliga a aguzar el ángulo crítico. Al señalado desastre en el campo se le agregó el carácter transitorio y relativo de estos progresos. Porque en pocas décadas la ex URSS cayó en un dramático estancamiento, que fue el estigma de su economía en sus últimas décadas.

Tampoco es correcto darle un valor independiente o absoluto a esta transformación económico-social. Este proceso tiene elementos de “relatividad” histórica, esto es, hubo inicialmente un gran avance y luego un gran anquilosamiento y retroceso, incluso antes de la restauración capitalista abierta: “Si ustedes leyeron con cuidado los cuadros estadísticos, hay una decadencia constante en los últimos treinta años en casi todos los índices (…) Otro problema es el de la mortandad infantil y el de la esperanza de vida… Es terrible eso (…) Lo mismo el problema de la esperanza de vida. Baja el nivel de la esperanza de vida (…) Bueno, al mismo tiempo hay una penuria total. Penuria porque siempre faltan productos en el mercado. Literaturnaia Gazeta se preguntaba: ‘¿Qué falta en este momento en el mercado?’ Y respondían: ‘Mostaza, máquinas de coser, cebolla, rimmel, vajillas de pequeñas dimensiones, ventiladores, todos los tejidos de algodón’. No había en toda Rusia tejidos de algodón, no había zapatos de verano a pesar de que era verano, no había estantes de biblioteca, no había una sola bicicleta, y sigue, sigue y sigue. Es permanente. Se hacen colas terribles de golpe por falta de pescado, de golpe falta carne…” (N. Moreno, selección de citas para el Seminario de la transición). Una vez más, el paralelismo con la penuria de bienes de consumo en Cuba sería asombroso si no respondiera a la misma lógica económica burocrática.

En fin, la película se desarrolló en reversa, concretándose la restauración capitalista. Y, a la salida de ella, la Rusia actual quedó transformada en potencia de segunda orden, exportadora de materias primas, más allá de enormes desarrollos desiguales como el hecho de seguir siendo una potencia nuclear, militar y aeroespacial, herencia de la “bipolaridad” de la Guerra Fría.

En suma, un desarrollo desigual de las fuerzas productivas evidentemente existió, al igual que una fuerte urbanización y haber arrancado a ingentes masas agrarias del atraso secular. Entre 1926 y 1939 la población urbana del país saltó de 26 a 56 millones, pasando del 18% al 33% de la población.[22] En la segunda posguerra, este proceso continuó; en 1960 la población urbana ya representaba el 49% de la población total de la URSS, y en 1972, la primera terminó pasando a la segunda en una razón del 58% al 42%, llegando al 70% en la República Rusa en 1985. Si en 1939 sólo existían 89 ciudades con más de 100.000 habitantes, su cantidad llegó a 272 en 1980.

Pero ante el estancamiento y derrumbe posterior, y a la luz del curso histórico real, no puede menos que ponerse de manifiesto el carácter transitorio y relativo de esos progresos, lo que debe tenerse en cuenta para no caer en la apología o el embellecimiento de un período tan plagado de contradicciones.[23]

Esto se puede verificar, por ejemplo, en los índices de esperanza de vida: luego de llegar a un máximo en 1965 de 66,2 años, comenzó a decaer –obsérvese, antes de la restauración del capitalismo, que hundió aún más todos los indicadores– hasta sólo 61,9 años en 1980 (B. Kerblay, “La reforma imposible y necesaria”, L’Expansion, marzo 1984).

Si nos referimos al índice de productividad del capital, al menos desde comienzos de los años 70 no dejaba de caer año a año: 1971-5, -2.8%; 1976, -2.6%; 1977, -2.9%; 1978, -2.2%; 1979, -4.8%; 1980, -3.6%; 1981, -3.4%; 1982, -2.6% (Estudio sobre la situación económica de Europa. Naciones Unidas, Nueva York, 1984). Presumiblemente, esto se acentuó con el derrumbe de la ex URSS, al menos en un primer momento.

Por otro lado, esta acumulación se hizo sobre la sangre y los músculos de la clase obrera: la prioridad nunca fue su nivel de vida. Pero no hace falta caer en un humanismo subjetivista para considerar que la fuerza de trabajo de la clase obrera es la fuerza productiva más importante: la creadora del valor; y que se trata de una fuerza productiva cuya educación, calificación y productividad hacen al progreso del conjunto de las fuerzas productivas. El desarrollo de éstas no puede medirse de manera independiente o separada de la transformación de las relaciones de producción en un sentido socialista, lo que evidentemente no ocurrió.

Veamos a este respecto lo que pasó con el campesinado como producto de la colectivización forzosa del campo: “La colectivización compulsiva de las tierras no significó la eliminación de la contradicción entre las tendencias individualistas de los campesinos y la idea de la socialización, como tampoco eliminó en la ex URSS la oposición entre ciudad y campo. El profundo resentimiento y la desconfianza de los campesinos frente al Estado, que les había sacado sus tierras e impuesto con el terror la colectivización, implicaron por mucho tiempo la baja productividad de las organizaciones agrícolas estatales. Frente a esta evidencia, incluso después de la colectivización total de la agricultura y hasta el final [restauración mediante], los gobiernos soviéticos se vieron obligados a seguir haciendo concesiones al interés individual de los campesinos como, por ejemplo, conceder autorización para el desenvolvimiento de parcelas o crianza particulares en pequeños lotes y el permiso para la propiedad privada de algunos animales. En general, en una aparente paradoja, en esos pequeños lotes individuales el rendimiento se mostró superior al de las haciendas estatales, sovjoses, demostrando que en las condiciones históricas de la década de 1930, la elevación de la productividad aún dependía del estímulo a los intereses particulares de los productores, que, como durante la NEP, funcionaban como estímulo a la producción. Visto en términos globales, los resultados económicos de la colectivización forzada parecen haber sido bastante limitados frente a los inmensos costos humanos y el sufrimiento del pueblo soviético, demostrando la irracionalidad de la opción” (R. Paulino, cit., p. 120).

En síntesis: hubo un desarrollo transitorio de las fuerzas productivas que, además, fue puesto básicamente al servicio de una acumulación burocrática y no propiamente socialista, que en pocas décadas terminó reabsorbiéndose con el retorno al capitalismo.

Paulino se refiera agudamente al carácter desenfrenado del desarrollo industrializador, que debía necesariamente engendrar nuevos problemas. En la forma avasallante y voluntarista en que se llevó a cabo la industrialización y colectivización forzosa del campo en las décadas del 30 y 40 es posible encontrar parte importante de la explicación para el agotamiento económico en las décadas posteriores.

Así las cosas, utilizar este desarrollo como justificación del carácter “obrero” de la ex URSS en los años 30 es como mínimo muy discutible.

Además, como ya hemos visto, las fuerzas productivas en la transición socialista no pueden desarrollarse de la misma manera que en los anteriores regímenes sociales: si el capitalismo pudo desarrollarse a costa de la clase obrera, las poblaciones originarias y los esclavos negros, evidentemente el criterio de desarrollo socialista no puede ser el mismo. Como tampoco puede ser comprendida la mecánica de la acumulación primitiva socialista (admitiendo el concepto a sabiendas de las malinterpretaciones a las que puede dar lugar) en el mismo sentido que la capitalista, a modo de racionalización de la explotación burocrática, como hizo Mandel en su momento.

4.4 La emancipación de la mujer como medida de la emancipación general

Es sabido que el socialista utópico Charles Fourier fue el primero que formuló que la medida de la emancipación general estaba dada por la emancipación de la mujer, la capa más oprimida de la sociedad. Por esto mismo, la evolución de los derechos de las mujeres en general y al aborto en particular en la URSS es una medida de gran importancia para evaluar el sentido de la evolución de las fuerzas productivas y las relaciones de producción en esta cuando el giro de los años 30, así como para diferenciar una verdadera acumulación socialista de su degeneración en acumulación burocrática.

Al respecto, en los años 20 en Rusia se verificó mayormente una tendencia emancipadora, aun limitada por las condiciones materiales y culturales heredadas del atraso del país y las devastaciones de la guerra mundial, la revolución y la guerra civil posterior. Sobre este aspecto no hay mayores polémicas. Pero sí las hay respecto del verdadero carácter del giro stalinista de los años 30 y sus consecuencias sobre la emancipación femenina.

Muchos autores destacan la urbanización general del país y el acceso masivo de la mujer a los lugares de trabajo como señal inequívoca de pasos en el sentido de su emancipación. Por un lado, efectivamente, el salir del aletargamiento campesino y el ingresar al mundo laboral creaba mejores condiciones materiales potenciales para avanzar en un proceso emancipatorio. Pero el hecho a destacar es que el stalinismo inhibió completamente esta posible tendencia mediante un conjunto de medidas que dejaron en letra muerta esta promesa.

Por ejemplo, no solamente se prohibió en 1936 el derecho al aborto –restablecido sólo fines de los 50–, sino que el acceso de la mujer al trabajo coincidió con una dramática caída del salario real: “El nuevo entusiasmo por la liberación de la mujer suscitado por la transformación radical de la economía [la industrialización forzosa de los años 30. RS] tuvo corta vida. Aunque desapareció el desempleo, creció el número de guarderías y se expandieron las oportunidades para recibir educación y capacitación laboral, nunca se cumplió la promesa de la independencia femenina. Las estrategias de acumulación que dieron forma al primer y segundo Plan Quinquenal dejaron a la mujer casi tan dependiente de la unidad familiar en 1937 como lo había sido una década atrás. Las proporciones de dependencia bajaron con el ingreso de las mujeres a la fuerza laboral, pero la dependencia real sobre la unidad familiar no bajó. Entre 1928 y 1932, los sueldos bajaron un espeluznante 49%. Como resultado de ello, los ingresos reales per cápita no aumentaron a medida que ingresaban a trabajar más miembros de la familia, sino que de hecho bajaron a un 51% desde el nivel de 1928. En otras palabras, había dos trabajadores empleados por el costo de uno. Hacían falta dos salarios cuando antes había sido suficiente con uno. Si el ‘sueldo familiar’ masculino había reforzado la unidad familiar al asegurar la dependencia de la mujer con respecto al hombre, la caída precipitada de los sueldos tuvo un efecto similar: los individuos dependían de los aportes totales de los miembros familiares para asegurar un nivel de vida decente (…) La entrada de las mujeres a la fuerza laboral podría haber tenido menos que ver con las nuevas oportunidades que con una necesidad desesperada de compensar los ingresos decrecientes de la familia. Los planificadores pueden haber provocado conscientemente una caída en los sueldos reales para movilizar las reservas de trabajo femenino en la familia urbana. Aunque se debe trabajar más sobre la relación entre los sueldos y el reclutamiento del trabajo femenino, queda una cosa en claro: la política salarial no alentó la ‘extinción’ de la familia, sino que dependió de la unidad familiar como medio efectivo de explotación laboral. En un período definido abiertamente por la intensificación de la acumulación en todas las industrias y fábricas, fue la institución familiar que le permitió al Estado obtener el excedente de la labor de dos trabajadores al precio de uno” (Wendy Z. Goldman, La mujer, el Estado y la revolución. Política familiar y vida social soviéticas 1917-1936, Buenos Aires, IPS, 2010. pp. 292-3).

Como se ve, nada más lejos del carácter emancipador de la transición socialista que la acumulación burocrática. Pero además, el conjunto de la legislación tendiente a la emancipación femenina y a superar los rasgos más patriarcales y atrasados de la familia fue revertido. De los intentos o esbozos de socialización de las tareas domesticas no quedó nada en el altar de la glorificación de la “familia socialista”.

Todo hace indicar que la explicación de fondo de esta reversión, acompañando el giro reaccionario del stalinismo en todos los terrenos, fue que la burocracia se asustó por la sistemática caída de la tasa de natalidad luego de la revolución de 1917, vinculada a la modernización de los vínculos sociales en la sociedad como un todo y en la familia también. Esto no quita que las formulaciones “idealistas” iniciales se vieran sometidas al peso de la experiencia concreta de la tendencia hacia la extensión de la familia. Todo esto fue muy debatido en la URSS en los años 20. Sin embargo, en los años 1930 se trataba de más bien de que el giro hacia la acelerada acumulación burocrática necesitaba de una tasa de natalidad creciente. Si todos los índices eran de crecimiento bruto, si lo que imperaba era el kul’t bala (la política del producto bruto), sólo una tasa de natalidad creciente podía ser funcional a la acumulación burocrática: “El Estado siguió su propia agenda a través de la ley de 1936, que no era necesariamente compartida por la población soviética. Tadevosian admitió luego de la Segunda Guerra Mundial que ‘la alta fertilidad de la familia soviética fue uno de los propósitos básicos del Estado socialista con la publicación del decreto del 27 de junio de 1936 sobre la prohibición del aborto’ (…) El énfasis pronatalista de la ley, que alababa a las familias de 7 u 8 hijos, se burlaba de las condiciones sociales y se agregaba inconmensurablemente a la pesada carga del trabajo y la maternidad ya soportada por las mujeres” (ídem, p. 314).

Este proceso de reencadenamiento de la mujer a la familia, que según Moshe Lewin no perdió su carácter patriarcal, era funcional a la acumulación burocrática, y de allí la reversión casi completa de las tendencias emancipadoras que tuvo lugar en los años 30.

4.5 Acumulación primitiva, socialista y burocrática

“He visto todo esto antes. He oído las mismas discusiones. En Rusia, donde se llevó a cabo la mayor revolución de la historia, había un partido con 20 millones de personas a la cabeza. Pero ¿qué pasó? ¿Por qué fue derrocado? Esto ocurrió porque no se pudo lograr la calidad en el área donde era más importante, en los bienes producidos para el consumo humano. Para satisfacer las necesidades de la gente” (ex embajador cubano en Yugoslavia Juan Sánchez Monroe, citado por A. Woods).

Lo anterior nos remite a la discusión acerca del tipo de acumulación a impulsar en la transición. Clásicamente la discusión había quedado establecida por Preobrajensky en La nueva economía. Correctamente, planteó que dado el bajo desarrollo de las fuerzas productivas en la ex URSS de los años 20, la acumulación debía asentarse sobre la transferencia de plustrabajo y/o plusvalía y renta (esta última, componente de la plusvalía agraria) desde la producción agraria al complejo industrial estatizado. Parte de estos mecanismos era también el monopolio del comercio exterior, aunque aquí las transferencias de valor (en uno u otro sentido) operan con la economía mundial.

La analogía era establecida con el capitalismo, cuya acumulación primitiva fue el período que precedió a la acumulación capitalista propiamente dicha y ocurría bajo otros métodos que los específicos del capitalismo. Es decir, no se trataba de acumulación bajo formas económicas puras de extracción de plusvalor, sino una suerte de acumulación previa sobre bases “políticas” que tenían que ver con la fuerza: apropiación de la propiedad agraria de los campesinos, explotación colonial, etcétera. Análogamente, lo propio ocurriría con la producción agraria campesina, aunque impulsando al mismo tiempo la industrialización para garantizar la alianza obrero-campesina sobre la base de tener productos industriales cada vez más abundantes y eficientes para el campo.

Ahora bien, si la acumulación primitiva capitalista había sido condición de la acumulación capitalista a secas, en el caso de la ex URSS la “acumulación primitiva socialista” de los años 20 en la ex URSS derivó, ascensión del stalinismo mediante, a la acumulación burocrática, no a la socialista.

Anotemos al paso que en razón de las malinterpretaciones a la que podía dar lugar el concepto de acumulación socialista primitiva, Trotsky no estaba muy convencido de usarlo. El concepto fue acuñado por el economista bolchevique V. M. Smirnov, y entre otros usos sirvió para justificar el relanzamiento de mecanismos de explotación del trabajo o incluso la colectivización forzosa de la producción agraria. Casi cualquier violencia burocrática destinada a aumentar la base productiva podía quedar incluida en esa acumulación. Por otra parte, cabe aclarar que Preobrajensky tenía muy clara la distinción entre la acumulación primitiva socialista y la socialista propiamente dicha. Su error no fue teórico, sino político: la apreciación errónea como forma de “acumulación primitiva socialista” del giro stalinista de los treinta, cuando en realidad configuró el lanzamiento de la acumulación burocrática, como correctamente lo caracterizó Rakovsky.

En este mismo error cae Mandel, que también justifica como “acumulación primitiva socialista” la acumulación de la burocracia con un argumento casi transhistórico: “Cierto que la industrialización rápida reviste la forma de una ‘acumulación primitiva’ realizada por una violenta sustracción respecto al consumo obrero y campesino, de la misma forma que la acumulación primitiva del capitalismo se basó en el incremento de la miseria popular. Pero, salvo en el caso de una contribución extranjera en gran escala, toda acumulación acelerada sólo puede realizarse por el incremento del sobreproducto social no consumido por los productores, sea cual fuere la sociedad donde se manifiesta semejante fenómeno. Y esto no tiene nada de específicamente capitalista” (en R. Sáenz, “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”, Socialismo o Barbarie 17/18).

Lo que Mandel pasa por alto es el “detalle” de que ese “incremento del sobreproducto social no consumido por los productores” debía ser una decisión libre y consciente de éstos, so pena de transformarse en pura explotación. Preobrajensky, al menos, y a pesar de ciertas afirmaciones mecánicas en este terreno, tenía claro que “esta extensión cuantitativa de las relaciones socialistas (…), con subordinación del aumento de los salarios a la función de acumulación, conduce a la limitación de la elevación de la calidad de las relaciones socialistas y mantiene la disparidad entre el nivel de los salarios y el valor de la fuerza de trabajo (…) La acumulación socialista es una necesidad para la clase obrera, pero se manifiesta aquí como una necesidad conscientemente comprendida (…) Durante este período [el de la acumulación socialista primitiva], la ley de los salarios está subordinada a la ley de acumulación socialista, que halla su expresión en las restricciones a las que se somete conscientemente la clase obrera” (La nueva economía).

Sin embargo, como vimos, Preobrajensky, urgido por el imperativo de la acumulación, terminaba poniendo en segundo plano el rol regulador de esa decisión consciente, y postulaba un proceso de acumulación que se imponía espontáneamente en sentido socialista.

Con el giro del stalinismo en los años 30, la polisemia del concepto de “acumulación primitiva socialista” dejó claro que podía dar lugar a interpretaciones que operaran como una racionalización de la acumulación burocrática. Por el contrario, la acumulación socialista debe necesariamente incluir el criterio general del mejoramiento del nivel de vida de las masas. Así, sobre la base en una economía que aún tiene como fundamento la producción de valor y una plusvalía estatizada, la acumulación socialista tiene dos condiciones: quién está al frente de la administración de esta plusvalía estatizada –esto es, al servicio de qué fines se acumula–, y, en estrecha relación con esto, la acumulación debe, al menos tendencialmente, redundar en un progreso en el nivel de vida de las masas laboriosas.

En ausencia de estos dos criterios, y sobre la misma base de la subsistencia de una economía de valor, lo que tiene lugar es algo muy distinto: mecanismos de acumulación burocrática que bloquean la transición en sentido socialista y la transforman en acumulación de Estado.

Al respecto, Roberio Paulino presenta un gráfico del especialista francés Jaques Sapir en su obra Las fluctuaciones económicas en la URSS, 1941-1985, sumamente ilustrativo de la acumulación burocrática (cit., p. 128). Éste toma la evolución de una serie de índices de los años 30, construidos sobre la base de especialistas en cada campo de la investigación económica de la ex URSS. Abarcando el período 1928-1940, muestra que la industria creció en un rango que va entre el 300 y 500%; el PBI, en torno al 200%; la agricultura, luego de una brutal caída promediando la década, queda prácticamente en el mismo lugar, es decir, crecimiento cero, y los salarios reales pagados a los operarios y empleados muestran una caída promedio del 50%.

Todavía en el cuarto Plan Quinquenal (1946-1950), el sector I de la producción se llevaba el 87,9% de las inversiones, mientras que el sector II de bienes de consumo solamente el 12,1%. Es cierto que se trataba del período inmediatamente posterior a la segunda guerra, pero la burocracia siempre encontraba excusas para las prioridades de la acumulación burocrática: “El fin de la guerra y del período de reconstrucción, al contrario de la esperanza del pueblo soviético, no trajo alivio en cuanto a las privaciones. Los esfuerzos dedicados para la reconstrucción, y, en consecuencia, el direccionamiento de la mayor parte de los recursos al sector de bienes de producción y a la industria militar, nuevamente limitaron la elevación del nivel de vida del pueblo soviético, ya que significaban una vez más un ahorro forzado sustraído al consumo” (R. Paulino, cit., p. 167).

Con la muerte de Stalin en 1953 y el comienzo de los levantamientos populares en los países del Este, la burocracia comienza a ensayar el ciclo de reformas “socialistas de mercado”, que a la vez que no la sacarían del atolladero prepararían el terreno para la restauración capitalista.

Durante el período de economía de comando “clásico”, los años más críticos fueron 1933 (un crecimiento de sólo el 6,5%); 1942, en plena ofensiva nazi, con una caída del 28,3%; 1945 y 1946, con caídas del 5.7 y 6% respectivamente; 1953, con un crecimiento del 9,8%; y, finalmente, 1959 con un crecimiento del 7,4%. Ya bajo los intentos de reformas de mercado, los años más difíciles fueron 1962 y 1963, con un crecimiento del 5,6% y 4,1% respectivamente; 1972, con 3,9%; y 1979, con el 2,2% (obsérvese que el índice de los años “malos” es cada vez más bajo). Finalmente viene el desplome restauracionista, con el casi estancamiento en 1985, 1986 y 1987 (crecimiento del 1,6, del 2,3 y del 1,6% respectivamente) hasta el derrumbe del -4% en 1990.[24]

Reflejando esto, en los años 80 el propio Gorbachov denunciaba que la economía soviética estaba desbarrancándose bajo el peso de su atraso tecnológico, el desperdicio creciente de materias primas y energía, la baja calidad de muchos productos industriales (lo que implicaba baja competitividad en el mercado mundial), el bajo rendimiento de inversiones excesivas y en gran parte orientadas a obras interminables, y una planificación desequilibrada y crecientemente desarticulada. Mutatis mutandis, argumentos similares son los que está evocando hoy Raúl Castro para imponer sus propios Lineamientos restauracionistas.

Así las cosas, acumulación primitiva, socialista y burocrática deben ser claramente distinguidas para comprender el curso que debe tomar una economía verdaderamente de transición, que sólo puede operar eficientemente y en el sentido de la satisfacción de las necesidades humanas sobre la base de la democracia obrera.

4.6 Sobre el carácter de la URSS después del triunfo de Stalin

“El ritmo de trabajo es moderado, inferior a los países occidentales. (…) los diez primeros días no se hace absolutamente nada en las fábricas rusas. Se empiezan a preparar. Los diez días del medio, se empieza a trabajar y organizar el trabajo. Y los últimos diez días tienen un nombre especial, que significa ‘la tempestad’, que es tradicional. Es una institución esa palabra, se dice: ‘entraste en tormenta’. Significa que se entró en los diez días previos al cumplimiento del plan. Entonces se trabaja de día y de noche, no se va a dormir a la casa. El problema es cumplir la norma. Ustedes comprenden lo que significa eso para la calidad del producto… revientan las máquinas, hacen de todo. El otro problema es el trabajo en negro, que tiene distintas variantes; por ejemplo, el robo. Los obreros roban todos los materiales que pueden, para llevarlos a casa o para trabajarlos adentro de la fábrica. Otra forma de la resistencia individual de los trabajadores es que tienden a no trabajar. La borrachera es lo más general que hay en Rusia. Se hace alcohol, vodka clandestina, en gran producción. Esto expresa la resistencia individual. Así como los campesinos hacen una resistencia individual a través de las parcelas, acá también se expresa la resistencia individual de los obreros: roban todo lo que pueden, a la fábrica no la consideran de ellos, y después trabajan afuera” (N. Moreno, selección de citas para el Seminario de transición).

Respecto de cómo definir a la ex URSS a consecuencia del proceso de burocratización, así como a las sociedades no capitalistas emergentes de la revoluciones de la posguerra, hemos desarrollado toda una elaboración que no es necesario repetir en detalle aquí. También hemos escrito extensamente alrededor de la querella de definiciones a que dio lugar el proceso mismo de burocratización, criticando las nociones alternativas de “colectivismo burocrático” y “capitalismo de Estado” en reemplazo de la superada por los eventos históricos de “Estado obrero burocratizado”.

Por nuestra parte, adelantamos la definición de “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas”, tomada de Cristian Rakovsky. Pero no estamos aferrados a ella cual talismán teórico que resuelva todos los problemas. En todo caso, lo que siempre quisimos destacar es que mantener la definición tradicional de Trotsky una vez que había sido dejada atrás por los acontecimientos históricos, flaco favor le hacía a un balance marxista y consecuente de las lecciones de la experiencia de la lucha por el socialismo en el siglo XX.

Básicamente, nuestro punto de vista es que la caracterización de Trotsky fue adecuada en el momento en que fue expuesta. Refutaba la apología oficial al “socialismo realizado”, evitaba las dificultades de las teorías del capitalismo de Estado y el colectivismo burocrático y brindaba instrumentos para la batalla contra el despotismo burocrático. Sin embargo, a la luz del colapso de la ex URSS, correspondía revisar las limitaciones de una visión que ya en la posguerra había perdido actualidad.

Esta inadecuación se tornó visible al concluir el período del terrorismo estalinista. Como dice a este respecto correctamente Claudio Katz, el termidor constituyó más bien un momento en la degeneración de la Revolución de Octubre que un concepto suficiente para explicar ese régimen. Perdió vigencia una vez consumada la contrarrevolución de los años 30. Ese desenlace modificó sustancialmente el contradictorio escenario que buscó retratar Trotsky.

Hubo dos hechos decisivos. Primero, que la clase obrera fue derrotada en esa década, y a pesar de esporádicos “chispazos” en las décadas posteriores, nunca logró recuperarse de conjunto. Segundo, que las purgas stalinistas tuvieron un contenido más profundo de lo que se pensó en su momento: fueron la expresión de una profunda contrarrevolución no sólo política sino también social.

Luego de aplastar a toda oposición, el grupo dominante se consolidó en el poder y potenció su manejo despótico del excedente económico a través de la explotación de los trabajadores. Este cambio no derivó en la formación de una clase propietaria, pero modificó el régimen que pretendía capturar la noción de Estado obrero burocratizado. Esta definición presentaba ya varios problemas imposibles de pasar por alto.

En primer lugar, la noción de Estado obrero burocratizado subvaloraba el alcance de la regresión política creada por el terror stalinista. Durante ese período de paranoicas masacres fue exterminada la generación de revolucionarios bajo el aluvión de humillación, locura y despotismo que entre 1930 y 1953 incluyó 3,7 millones de arrestos y 786.000 fusilados. Con estas purgas quedó sepultada la tradición bolchevique y definitivamente derrotada la clase obrera revolucionaria de 1917.

En segundo lugar, la URSS no podía ser un Estado obrero o una dictadura del proletariado, porque la tiranía de una burocracia sobre millones de trabajadores y naciones oprimidas no puede definirse como un Estado de esos obreros, ni como un poder de la mayoría contra los enemigos capitalistas. Desde el triunfo de Stalin, ya no se podía caracterizar al régimen con esos términos, y los calificativos de burocratizado, degenerado o deformado no bastaban para corregir ese contrasentido.

En tercer lugar, la inexistencia de un Estado obrero no es tan sólo una conclusión teórica sino un resultado de la observación empírica, ya que los trabajadores de la URSS no consideraban al régimen vigente como algo que les perteneciera. Si las conquistas de Octubre vivieron en la conciencia de la población hasta la entreguerra, perdieron definitivamente este lugar en la posguerra. La inmensa mayoría de los ciudadanos soviéticos percibían al régimen como ajeno y como un instrumento de la burocracia, y por eso no lo defendieron cuando colapsó. La noción de Estado obrero burocratizado omitía esta dimensión subjetiva y se limitaba a trazar un retrato sociológico de las clases y estratos prevalecientes en la URSS.[25]

En cuarto lugar, la definición de Estado obrero degenerado reforzó una equivocada creencia en la superioridad económica de la planificación, aun burocrática, frente a cualquier manejo capitalista. Partiendo de esta idea, se magnificaron los éxitos de las economías centralizadas, omitiendo que estos logros fueron resultados específicos de ciertas fases y ciertas circunstancias. Pero como lo prueban varias comparaciones adversas (Corea del Norte y del Sur, Alemania Oriental y Occidental), ese postulado no era generalizable. Las ventajas del plan indudablemente existieron, pero fueron limitadas y tendieron a revertirse con la consolidación de la gestión burocrática.

Por último, hablar de Estado obrero burocratizado condujo a ignorar que el grupo dominante en la URSS se encontraba embarcado en la imposible construcción de un sistema completamente alejado de la perspectiva socialista. Por eso se minimizaron los privilegios de la burocracia y muchos no pudieron percibir el giro hacia la restauración que prevaleció en la última etapa de esos regímenes. Éste fue sobre todo el caso del mandelismo; otras corrientes del movimiento trotskista mostraron más reflejos.

5- La democracia obrera: propiedad, posesión y estado obrero

“El socialismo no es un sistema ya listo que puede salir en una forma definitiva de una cabeza cualquiera, por genial que sea. La distribución acertada de las fuerzas productivas y de los recursos puede ser realizada únicamente mediante una crítica constante, el control de lo hecho, la lucha ideológica de los distintos grupos del proletariado. Si rechazamos la democracia formal, que en la sociedad capitalista significa dar la llave al enemigo armado hasta los dientes, por el contrario, sin democracia de clase no sólo no edificaremos el socialismo, sino que no podremos sostener la dictadura del proletariado. Los zigzags de Stalin resultan caros, y cada vez más. Sólo los insensatos y los ciegos pueden imaginarse que el socialismo se pueda conceder desde arriba, que sea posible edificarlo por procedimientos burocráticos” (León Trotsky, El fracaso del plan quinquenal, p. 116).

Sobre lo que habíamos señalado como el tercer mecanismo de regulación de la economía de la transición socialista, la democracia obrera, aquí dejaremos sólo una serie de breves señalamientos, que por su densidad teórica, política e histórica desarrollaremos más en profundidad en una redacción posterior.

5.1 El Estado como “propiedad privada” de la burocracia

Partimos de que en la transición las relaciones entre economía y política se encuentran modificadas respecto de lo que caracteriza al “tipo ideal” capitalista. En el orden burgués clásico, esas dos esferas, aunque relacionadas, se encuentran separadas de manera estricta en cuanto a su funcionamiento e institucionalidad. Sin embargo, esto se trastroca completamente en la transición: ambas instancias tienden a fusionarse, por cuanto el Estado se transforma en economista y organizador; se ubica respecto de la economía nacional como el capitalista lo hace con su empresa individual, como señalaba Trotsky.

Por su parte, Cristian Rakovsky agregaba dos puntos de la mayor importancia que aquí sólo desarrollaremos parcialmente. Primero, que los medios de producción se transforman en una función del Estado. Y segundo, que el propio Estado tiende a ser considerado por la burocracia como su “propiedad”, como señalara clásicamente Marx en su Crítica a la filosofía del Estado de Hegel.[26] Por esa vía llegamos al estratégico problema de la democracia obrera: se debe pasar al nivel del Estado, el carácter social real del poder cuya “función” son los medios de producción.

Si los medios de producción son una función del Estado, es decisivo quién, qué clase o capa social, detenta realmente el poder y maneja el plusproducto (o plusvalía estatizada). El problema radica en que si el poder no está en manos de la clase obrera, si es la burocracia la que se encarama en él, será esta burocracia la que tenga al Estado –y, por ende, a los medios de producción– como su “propiedad” y maneje el trabajo excedente.

Este criterio rompe con la igualación automática llevada a cabo en las filas del trotskismo de posguerra entre propiedad estatal y propiedad de la clase obrera o socialización, por varias razones.

Primera: la propiedad sólo es absoluta en el caso de la propiedad privada capitalista. Pero cuando se proclama la “propiedad del pueblo entero” y cuando dentro de él hay, necesariamente, diversas clases y fracciones de clase, hay que desentrañar el contenido real del “pueblo”. Ya hemos visto que la burocracia llegó a alcanzar en la URSS 10 millones de funcionarios en 1939 (de 4 millones diez años antes), que se consideraban con pleno derecho parte del “pueblo”.

Por otra parte, cabe tener presente que en los regímenes sociales precapitalistas la propiedad siempre enmascaró distintos grados de apropiación real de los medios de producción. Un ejemplo es el caso de la tierra bajo el régimen del colonato previo o contemporáneo al feudalismo, forma de propiedad que significaba muy diferentes formas de acceso a la tierra por parte de los campesinos: “El análisis de las relaciones de propiedad en regímenes precapitalistas demanda una historización del propio objeto para evitar anacronismos que los desprendan de la lógica sistémica dentro de la cual la propiedad actúa y está estructurada (…) La propiedad se define en un juego de cambiantes intervenciones, que no dependen tanto de una categoría jurídica tajante sino del desarrollo histórico mismo (…) La propiedad en el feudalismo se presenta como un objeto complejo y contradictorio, no asimilable a una definición uniforme y cristalizada exterior a las prácticas efectivas de los sujetos que las aprovechan” (Corina Luchía, “Aportes teóricos sobre el rol de la propiedad comunal en la transición al capitalismo”, UBA).

Este enfoque nos puede dar una clave interpretativa para el problema de la relación entre propiedad y posesión en el Estado de transición, de cuyo examen surge que cabe atender no sólo a la definición jurídica de propiedad, sino a la posesión efectiva. Si se declara que la clase obrera es “propietaria” de los medios de producción pero éstos no se hallan realmente bajo su control, difícilmente la clase obrera se considere subjetivamente “dueña” de la base material de la sociedad. Decía Naville: “El plan materializa las nuevas relaciones sociales en las que el empleador concreto no es propietario de los medios de producción; no es más que el representante del poseedor de ellos, que es el Estado” (selección de citas para el Seminario sobre la transición).

Pero lo que se dio en la URSS y en todas las experiencias no capitalistas de la posguerra, incluida Cuba, es que el detentador efectivo del Estado era –y es, en el caso cubano– la propia burocracia, que en esas condiciones tenía mucho “más derecho” que el “pueblo” a considerar los medios de producción como “su” propiedad. Es por eso que “la enésima ofensiva lanzada por Fidel Castro en 2005 contra la corrupción está condenada al fracaso. Paralelamente, Fidel Castro lleva a cabo una campaña ideológica para movilizar a la población: ‘la batalla de ideas’. Pero esta ‘batalla’ es una abstracción para unos cubanos sumergidos en las dificultades cotidianas y que, en diferentes grados, recurren al mercado negro para sobrevivir. Tanto más cuando la propiedad del Estado no es percibida por el pueblo, contrariamente al discurso oficial, como suya, sino como una propiedad que les es extraña. Los cubanos no influyen en nada en las decisiones económicas” (Jeanette Habel, “El castrismo después de Castro. Un ensayo general”, revista À l`Encontre).

Hay multitud de ejemplos respecto de cómo consideraba la población de la ex URSS y demás estados no capitalistas la “propiedad pública” como la que acabamos de citar aquí. Contra toda la evidencia histórica, corrientes como el PTS de Argentina llegan a afirmar que “la población rusa no consideraba a la nomenclatura como ‘propietarios legítimos’ de las empresas nacionalizadas, ni tampoco al Estado, ya que la propiedad colectivizada tenía un carácter ‘social’. Por esto el proceso de pasar de la propiedad colectiva a la propiedad privada no era un mero cambio cuantitativo con respecto a la situación anterior” (Claudia Cinatti: “Rusia: del stalinismo a la restauración capitalista”, Estrategia Internacional 22, noviembre 2005, p. 194). Esto es una completa mistificación: es evidente que los rusos no iban a considerar a la burocracia como propietaria “legítima” de los medios de producción, pero a nadie se le escapaba que, a todos los efectos prácticos, eran de hecho los propietarios, aun “ilegítimos”. Además, es absurdo definir la propiedad estatizada como propiedad “colectivizada”, con un “carácter social”. Esto no es automáticamente así ni siquiera en una transición auténtica: sobre la base de la democracia obrera, la propiedad va adquiriendo ese carácter sólo progresivamente, al compás de la socialización de la producción, y cuando llegar a ser realmente colectiva y social… deja de ser propiedad.

Por otra parte, eso no significa que el pasaje de la propiedad estatizada a la privada fuera un mero cambio cuantitativo, puesto que de él emergió una clase burguesa hecha y derecha. Pero no le hace ningún favor a la causa del socialismo en el siglo XXI embellecer las relaciones reales que existieron en la URSS y demás economías no capitalistas de la segunda posguerra.

El hecho social real, por más que se lo enmascare con discursos ideológicos, es que los medios de producción estaban bajo la posesión efectiva de la burocracia. La supuesta “propiedad” de la “sociedad” o “la clase obrera” se terminó transformando (donde alguna vez existió) en una formalidad que no hacía más que multiplicar la desmoralización de una clase obrera habituada a escuchar frases rituales y huecas, un puro engaño acerca de las relaciones reales. En este contexto, tales invocaciones a la “propiedad de todos” constituían más bien un llamado al saqueo de todo lo que se pueda, en forma individual y anárquica, como ocurrió en el Este europeo y se reproduce hoy en Cuba.

Por eso es tan errada la igualación entre propiedad estatizada y el carácter obrero del Estado. También el PTS sostiene este punto de vista: “Es evidente que el ‘carácter obrero’ del Estado referido a los regímenes burocráticos de Europa del Este es una abstracción si no se incorpora a la definición el carácter ‘deformado’, que lejos de ser un adorno o un mero adjetivo, constituía un determinante decisivo de la naturaleza del Estado. Aclarado este punto, el ‘carácter obrero’ estaba en las relaciones de propiedad que el stalinismo había impuesto en la mayoría de los casos en ‘frío’, luego de algunos años de ocupación militar del glacis, del mismo modo que el ‘carácter obrero’ de la Unión Soviética burocráticamente degenerada estaba en las relaciones de propiedad creadas por la Revolución de Octubre, a pesar de la política contrarrevolucionaria extrema de Stalin que llegó a hacer un pacto con Hitler” (C. Cinatti, cit., p. 227).

Pero la prueba para evaluar el carácter del Estado no residía en la política internacional contrarrevolucionaria de Stalin; lo decisivo fue la apropiación por la fracción stalinista del sobreproducto social, dando lugar a una acumulación burocrática. Esto ocurrió, precisamente, porque la propiedad estatizada no garantiza per se el carácter obrero del Estado: era fundamental saber en manos de qué clases o fracciones de clase estaba realmente el Estado.

No sabemos por qué el PTS pone entre comillas el carácter obrero de la propiedad estatizada, si sigue considerando que en todos los casos lo fue. Menos claro aún resulta cuál es la medida de la “deformación” de los “estados obreros”. Si se trata realmente de “un determinante decisivo de la naturaleza del Estado”; no “un mero adjetivo” sino algo sustantivo acerca de la naturaleza de esos Estados, ¿por qué se los sigue definiendo como “obreros”? Es ésta una muestra de esa “abstracción” que se dice combatir.

5.2 Hacia la extinción de toda forma de propiedad

Por lo demás, en la definición de la propiedad como “social” –o del “pueblo entero”, como figuraba en la constitución soviética de 1936, redactada paradójicamente por un Bujarin que sería asesinado por Stalin sólo dos años después– hay una contradicción, señalada agudamente por Pierre Naville. Siguiendo la estela de la crítica de Marx a Proudhon alrededor de la cuestión de la propiedad (recordemos que el socialista francés no planteaba la abolición de toda propiedad, sino la defensa de la pequeña propiedad privada), Naville explicaba que siempre que se declara una propiedad es en relación con los no propietarios; cuando los bienes son realmente de toda la sociedad, no hay que afirmarlos frente a nadie, y entonces la propiedad desaparece. Por esa razón, en el fondo es una contradicción hablar de “propiedad social”: cuando algo es realmente de todos, no tiene sentido hablar de propiedad.

En este terreno, la pelea estratégica del comunismo es abolir toda forma de propiedad de los medios de producción, condición para acabar con toda forma de explotación, imposición o desigualdad. Esto incluye la explotación en la forma derivada de un tipo de propiedad que se declara “social”, pero en realidad es estatal, y para colmo de un Estado controlado y “apropiado” por una burocracia.

La propiedad estatizada al principio se afirma contra los capitalistas expropiados. Pero con el devenir de la transición, la propiedad se debe reabsorber en la socialización efectiva de la producción, en la gestión colectiva de los medios de producción por parte de la clase obrera autoorganizada, so pena de que la propiedad se termine afirmando, como ocurrió en el siglo XX, contra la masa de los trabajadores: “Ante nuestros ojos se ha estado y se está formando una gran clase de gobernantes (klass pravyashchikk), con sus propias subdivisiones internas, creciendo a través de nombramientos calculados (designaciones burocráticas o elecciones ficticias). Lo que une esta peculiar (svoebraznyi) clase es el peculiar sentido de propiedad privada, llamado poder estatal: ‘la burocracia posee al Estado como propiedad privada’, decía Marx en la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel” (en A. Nove, Escritos…, cit.).

Por el contrario, la propiedad estatizada debe remitir concretamente a la posesión efectiva de los medios de producción por parte de los trabajadores, lo que implica la tendencia a la superación de la división entre trabajo vivo y trabajo muerto y la disolución de toda la propiedad por la vía de la socialización de la producción: “Todos los que reflexionaban podían convencerse fácilmente de que la transformación de las formas de propiedad, lejos de solucionar el problema del socialismo, no hacía más que plantearlo” (L. Trotsky, La revolución traicionada, cit., p. 34).

Son estas relaciones las únicas que pueden permitir una planificación económica al servicio de la clase obrera y un carácter efectivamente obrero del Estado: que la expropiación de los medios de producción sea puesta realmente al servicio, gestión y control de la propia clase obrera.

La democracia obrera, la auténtica dictadura del proletariado, el ejercicio del poder de manera efectiva por parte del proletariado, es no sólo el tercer factor regulador de la transición, sino el decisivo para poner la acumulación en función de las necesidades de la masa de los explotados y oprimidos. Como advierte Trotsky, “se cometería uno de los más groseros errores deduciendo de esto [la determinación en última instancia de la base económica] que la política de los dirigentes soviéticos es un factor de tercer orden. No hay otro gobierno en el mundo que a tal grado tenga en sus manos el destino del país. Los éxitos y los fracasos de un capitalista dependen, aunque no enteramente, de sus cualidades personales. Mutatis mutandis, el gobierno soviético se ha puesto, respecto al conjunto de la economía, en la situación del capitalista respecto a una empresa aislada. La centralización de la economía hace del poder un factor de enorme importancia” (ídem, p. 48).

Si algo se desprende luego de la valoración de los tres reguladores de la transición que hemos desarrollado, es que en la transición los factores económicos y políticos están profundamente interrelacionados, y que es indispensable una crítica a los abordajes puramente economicistas del siglo pasado. Esto es, que la economía de la transición socialista se podía definir por el solo factor de la estatización de la propiedad privada y que, a partir de ello, el proceso podía avanzar en un sentido socialista de manera “autónoma”.

El veredicto de la historia es inapelable: no alcanza con que la propiedad capitalista haya sido expropiada –condición absolutamente necesaria pero no suficiente– para que estemos ante una sociedad y economía realmente de transición al socialismo. Debe cumplirse otra condición no ya económica, sino política: que el poder del Estado pase efectivamente a manos de los trabajadores; sin eso, no hay verdadera dictadura del proletariado. Si, como hemos tratado de demostrar, la transición está pautada por la inextricable relación de plan, mercado y “democracia soviética”, como la llamaba Trotsky, el rumbo de esa transición depende en última instancia (al menos en el orden interno, abstracción hecha de la evolución de la lucha de clases internacional) no tanto de su contexto económico como de la naturaleza del poder político del Estado.

5.3 Sin la clase obrera en el poder real no hay transición al socialismo

“En Cuba al problema generacional (…) se une la división en la juventud. Esto es peligroso. Hay una base para el consenso: la mayoría de la población no quiere volver a ser colonia de Estados Unidos y, si no es socialista, es antiimperialista. Pero no hay bases propositivas para un nuevo consenso, que sólo puede darse sobre una base autogestionaria, socialista, democrática, antiburocrática, teniendo como palanca principal la verdad sobre todo, tratando a la gente como adultos, no como [objetos] de una dirección omnisciente y supuestamente infalible que trabaja por el bien de todos” (Guillermo Almeyra, “Cuba. Los jóvenes y la revolución”, La Jornada, México, 17-2-08).

 

A la luz de la experiencia, fue un tremendo error de la generalidad del trotskismo de posguerra definir a los estados del Este europeo, China y la misma URSS de posguerra como economías de transición socialista sobre la base de que la propiedad es declarada como “de la clase obrera” aunque estuviera de hecho en manos de la burocracia. Porque en la sociedad de transición el carácter del Estado no está definido sólo por las relaciones económicas, y menos aún por la definición puramente jurídica de éstas. Una combinación de economía y política peculiar a la transición hace que el carácter del Estado dependa en última instancia del carácter del poder, de qué clase lo detente realmente.

En la URSS, bajo el “comunismo de guerra”, bajo la NEP de Lenin o incluso bajo una forma más integral de planificación, con todas las proporciones imaginables entre propiedad estatizada y propiedad privada, lo que definía la naturaleza del Estado era que la clase obrera estaba en el poder. Pero el giro de los años 30 hacia la estatización integral de la economía abrió paso a una realidad que la mayoría de los trotskistas perdieron de vista: la clase obrera, a todos los efectos prácticos, fue desalojada del poder. Y no sólo por la vía de un proceso “lento, rastrero y envolvente”, como lo definiera Trotsky, sino mediante la mayor violencia concebible: decenas o centenares de miles de ejecutados, muertos en prisión, confinados en campos de concentración, desterrados y/o privados de toda posibilidad de acción política.

Fue en ese momento cuando el revolucionario ruso pasó a definir el carácter de la ex URSS por sus relaciones económicas: la propiedad estatizada. Pero, como señaló el propio Trotsky en escritos posteriores, esta definición no podía dejar de ser dinámica, y no estaba escrita en la piedra sino supeditada, como toda definición marxista, al proceso histórico, al desarrollo concreto de la experiencia.

En efecto: como los medios de producción pertenecían al Estado, pero éste “pertenecía”, hasta cierto punto, y en ausencia de toda democracia obrera, a la burocracia, Trotsky mismo había señalado que si estas relaciones se seguían afirmando, se consolidaban y, en definitiva, se “eternizaban”, el Estado obrero dejaría de ser tal. Que fue precisamente lo que ocurrió: del Estado obrero con deformaciones burocráticas se pasó al “Estado burocrático con restos proletarios-comunistas”, como tempranamente lo definiera Cristian Rakovsky.

Porque, en definitiva, en la transición no hay “base económica” que garantice el carácter del proceso. Como hemos tratado de demostrar en todo este trabajo, su evolución depende del carácter del poder, y no en términos de definiciones en un papel sino en la vida social efectiva. Reiteramos: la propiedad y la posesión efectiva de los medios de producción, el poder político y la capacidad de planificación deben estar en manos de los trabajadores para que la transición camine en sentido socialista: tal es una de las principales lecciones que la experiencia del siglo XX ha legado a las revoluciones socialistas del XXI.

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[1] Un enfoque vulgar de este tipo –que no puede dar cuenta de ninguno de los problemas que existen en Cuba– es el que expresa Alan Woods, que defiende un modelo de “planificación central absoluta” en vez de tener una apreciación dialéctica de la mecánica de la transición. Ver “Intelectuales comunistas cubanos discuten el futuro del socialismo”, El Militante, 24-11-10.

[2] No queremos dejar de señalar que si Preobrajensky, con su capitulación, asestó un golpe tremendo a la Oposición de Izquierda, en un momento por demás difícil, tuvo la dignidad de no testimoniar contra Trotsky y los demás oposicionistas en los Juicios de Moscú, razón por cual fue asesinado sumariamente sin comparecer a juicio.

[3] A este respecto, diferimos del enfoque del compañero Claudio Katz, que en El porvenir del socialismo plantea erróneamente que los enfoques de Bujarin, Preobrajensky y Trotsky serían simplemente “complementarios”.

[4] Como hemos señalado en otras oportunidades, el PTS de la Argentina llega a postular una racionalidad per se de la planificación. Nahuel Moreno, por caso, tenía más sensibilidad cuando, en las escuelas de cuadros del viejo MAS, demostraba palmariamente la irracionalidad de la planificación en manos de la burocracia.

[5] Esto no parece entenderlo del todo Roberio Paulino, ex militante del PSTU y actual integrante de Socialismo Revolucionario (de la CWI a nivel internacional), que en un libro de reciente edición, El socialismo del siglo XX: ¿qué falló?, a pesar de observaciones agudas y un trabajo histórico meritorio, no logra superar el enfoque deutscheriano del stalinismo: la burocracia habría sido agente de la transición socialista. Así, afirma por ejemplo que “la nueva visión de un Estado fuerte modernizador cumpliendo una función esencialmente económica –sugerida por Lenin, defendida durante el debate económico de la década de 1920 por la Oposición de Izquierda y que se terminó de imponer a partir de 1929 pero a través de métodos coercitivos–, pasará a cumplir un papel decisivo en la historia económica de muchos países del siglo XX” (cit., p. 123). Pero la “visión” que se impuso en esos casos no era la Lenin ni la de la Oposición de Izquierda, sino la del stalinismo. El abordaje de Paulino termina teniendo un sesgo estatista reñido con la verdadera tradición del marxismo revolucionario.

[6] No obstante, siendo Bujarin un teórico de nota, tenía en ocasiones señalamientos agudos: “En opinión del camarada Preobrajensky, la ley de acumulación socialista en parte paraliza y en parte ‘elimina’ la ley del valor, que en dicho período pasa totalmente a segundo plano. Existe, de hecho, un límite objetivo en la distribución de las fuerzas productivas; si ese límite se supera, es inevitable una grave crisis” (cit., p. 35).

[7] “En ‘Plan, mercado y democracia’ he citado a Bettelheim, que subraya muy justamente (…) que las sociedades de transición no habían desarrollado aún ‘los conceptos adecuados para medir el trabajo social, que no se resume en la dimensión del trabajo físico’. Decía que ‘el equivalente socialista del ‘trabajo socialmente necesario’ ligado al efecto ‘socialmente útil’ no ha sido encontrado’. Los precios en una sociedad de transición recubrirán a la vez la forma en que son medidas las necesidades, los costes y las relaciones sociales, de una forma diferente pero análoga a lo que recubre la ley del valor” (C. Samary, cit.).

[8] Cabe ponerse en guardia frente a quienes desde la izquierda e incluso desde el “trotskismo” defienden las medidas de mercado de la burocracia castrista. Es el caso de Olmedo Beluche, que en un texto anterior a los Lineamientos ya abría el paraguas para defender un curso de mercado de parte del castrismo: “Uno tiene que preguntarse: ¿qué haría en su lugar? Hay poco margen de maniobra si quieres sostener un proceso revolucionario en el mundo actual. Por ello creo que lo correcto es combinar, en lo económico, la nacionalización y el control obrero de la gran industria que garantice los mínimos a la población con elementos de mercado” (“Reflexiones sobre el socialismo del siglo XXI”, Kaos en la Red, 1-3-08). Esto es pura hipocresía: Beluche sabe perfectamente que en Cuba no hay ningún control obrero de la gran industria (ni ninguna otra cosa), y que hay una ausencia total de democracia obrera, que debería ser el primer paso de cualquier “reforma” para que fuera en un sentido progresivo.

[9] Decía Moreno que “hay una cita muy fuerte de Trotsky a favor de que sí, que hay plusvalía. Mandel y otros opinan que no, que lo que hay es plustrabajo (…) Eso depende de cómo definamos la plusvalía. Si plusvalía es toda expresión de plustrabajo que se vende, entonces Trotsky tiene razón cuando habla de que hay plusvalía. Hay otros –Mandel– que opinan que plusvalía es la expresión histórica de la forma de apropiarse por parte de los capitalistas del plustrabajo. Si aceptamos esta definición –que yo acepto (…)–, no hay plusvalía si no hay capitalismo (…) Pero si consideramos que plusvalía es todo plustrabajo (aunque no haya clase capitalista)… todo plustrabajo que se vende, que se realiza… es decir, que va a la mercancía, entonces hay plusvalía en la URSS” (selección de citas para el Seminario sobre transición). Moreno plantea aquí bien el problema aunque conceptualmente quedaba preso de una apreciación históricamente demasiado estrecha de la continuidad de la ley del valor.

[10] Justo es reconocer que en estos seminarios de los 80 en el viejo MAS, Moreno expresaba una gran sensibilidad por los problemas de la ex URSS, así como al tiempo que amplitud teórica y pedagogía para explicar los problemas, más allá de que su pensamiento mantuviera una forma fragmentaria. No hay que olvidar que se trata de intervenciones orales, no textos. El único trabajo escrito a fines de los 70 sobre los problemas de la transición, La dictadura revolucionaria del proletariado, hacía afirmaciones casi diametralmente opuestas, que hemos criticado en otros trabajos.

[11] En El porvenir del socialismo, Claudio Katz comete el serio error de dar demasiado poca importancia a la subsistencia del mercando mundial a la hora de explicar la permanencia de las categorías mercantiles en la transición.

[12] Preobrajensky tenía una visión algo distinta a la señalada, más impresionista. Porque aun dando cuenta de las evidentes tendencias monopólicas presentes en la economía mundial, tendía sin embargo a perder de vista la subsistencia de la ley del valor como regulador económico internacional: “El desarrollo de estas tendencias [monopólicas] acarrea inevitablemente, pese a la existencia formal de la libre competencia, la limitación y transformación ulteriores de la acción de la ley del valor, no ya en el interior de las economías nacionales aisladas, que poseen un alto nivel de desarrollo de los monopolios, sino en la arena de la economía mundial entera. En esto reside la particularidad de la economía de posguerra” (La nueva economía).

[13] Sin embargo, las reformas del “socialismo de mercado” en la ex URSS nunca lograron afirmarse del todo y, cuando parecieron hacerlo, ya implicaron el retorno al capitalismo. Un balance de la discusión Liberman señala que “los métodos puramente administrativos de gestión fueron reintroducidos, o nunca fueron realmente eliminados, y las sugerencias de elevación de la eficiencia, la innovación y la mayor productividad a través de los reguladores y criterios económicos formulados durante la discusión Liberman fueron abandonados. Aganbegian considera que ‘el principio administrativo venció al principio económico’” (R. Paulino, cit., p. 198).

[14] Distigamos aquí dinero como expresión monetaria general de los valores de cambio de las mercancías de moneda, como dinero en particular. En el caso ruso de los años 20 se trataba del chervonetz, y Trotsky insistía en la necesidad de que tuviera un valor estable, so pena de distorsionar toda posibilidad de una medición racional de la economía.

[15] En los últimos años de su vida Moreno mostró una creciente preocupación por los dramáticos problemas que se estaban planteando por la degeneración de la experiencia de la URSS, con un criterio metodológico muy correcto: “Nosotros no podemos idealizar nada. Es muy feo idealizar. Un marxista es objetivo”.

[16] Muchos de los mejores trabajos en el campo de la evolución versan sobre la historia natural. Al respecto, una obra de gran importancia a finales del siglo XX ha sido la de Stephen Jay Gould, a la que nos referiremos someramente más adelante buscando establecer un cierto diálogo entre la dialéctica del desarrollo natural y la de la transición socialista.

[17] Según Rakovsky, Preobrajensky perdía de vista “el 90% de los hechos reales” cuando justificó su capitulación con argumentaciones economicistas. Stalin no sólo lo terminó asesinando en 1941, sino que suprimió muchas de sus más importantes obras, como Las leyes de la acumulación socialista durante el período “centrista” de la dictadura del proletariado y Las leyes de desarrollo de la dictadura socialista, mencionadas en la correspondencia con otros oposicionistas.

[18] Valerio Arcary, del PSTU de Brasil, ha presentado un análisis similar pero no ya respecto de la acumulación económica en la transición sino del supuesto carácter “automáticamente” socialista de las revoluciones anticapitalistas de la segunda posguerra, bajo la presión de la “necesidad histórica”, que hemos reseñado críticamente en Socialismo o Barbarie 21.

[19] En crítica al punto de vista heideggeriano, decíamos en un viejo trabajo: “La ‘contemporaneidad’ en Heidegger es el imperio del ‘mundo técnico’ al cual hay que adaptarse. Porque ‘la técnica sólo domina allí donde, entrando previamente en ella y sin reservas, se le dice un sí incondicionado. Esto significa que la dominación práctica de la técnica y su despliegue carente de condiciones presupone ya la sumisión metafísica a la técnica (…) la actitud de poner todo bajo planes y cálculos’. Es ésta una situación de subordinación al orden social existente, justificada en aras de una razón técnica aparentemente incondicionada e incondicional (…) Filosóficamente, [hasta cierto punto] la preocupación de la teoría crítica es el rescate de la modernidad amenazada en sus posibilidades por la barbarie nazi y stalinista (y del capitalismo actual agregamos nosotros), (…) la recuperación de la acción libre y consciente dominando la sociedad y la naturaleza. Por el contrario, el sentido de Heidegger, y en nuestros días el posmodernismo, no puede ser más radicalmente opuesto: es la adaptación a la ‘heteronomía’, al imperio del ‘mundo técnico’, del ente, de los objetos. Es la adaptación al hecho de que ‘el hombre abandona el centro y se corre hacia la X’ o a lo que dice, sarcásticamente, el filósofo italiano Vattimo ‘murió Dios, pero al hombre no le va tan bien (…) Para Heidegger, lo más esencial de la vida humana (…) sería ‘comprender la imposibilidad de la existencia en cuanto tal’. Esto es, el vivir para la muerte como ‘posibilidad absoluta, propia, incondicional, e insuperable del hombre’. Una definición antihumanista radical: lo propio del ser humano no sería el pleno desarrollo de la vida, sino la determinación de su muerte segura. Es impactante lo funcional de este pensamiento a las formas más bárbaras de la dominación capitalista. E impactante, también, lo opuesto que es a la promesa emancipatoria del socialismo auténtico y su radical humanismo” (R. Sáenz, “Sujeto, objeto, socialismo y barbarie”, mimeo).

[20] “El ‘trabajador y el soldado’ de Heidegger eran la imposición de un ‘nuevo orden’ a punta de la pistola y el trabajo explotado del nazismo, ámbito máximo del deslumbre antihumanista y técnico, que dio lugar a una de las mayores experiencias de la barbarie capitalista en la historia humana” (R. Sáenz, “Sujeto…”, cit.). Se trata de una ubicación no desde el absolutamente necesario desarrollo de las fuerzas productivas al servicio de la emancipación humana, sino todo lo contrario: de su esclavización inhumana.

[21] Decía Kosyguin, ministro de la ex URSS en la década del 60: “Actualmente hay en la economía enormes valores materiales que se arrastran como cargas inútiles y que no son utilizadas ni para la producción ni para satisfacer necesidades personales de la población. En primer lugar, hay que mencionar la amplitud desmesurada de los proyectos de construcción no acabados, a consecuencia del alargamiento de los plazos y el desperdicio de las inversiones de capitales. En las construcciones y en las empresas hay una gran cantidad de maquinaria sin montar, que permanece no utilizada por mucho tiempo” (citado por E. Mandel, “La reforma de la planificación soviética y sus implicancias teóricas”, en Ensayos sobre neocapitalismo). R. Paulino señala que a comienzos de los años 80 los proyectos de construcción sin terminar eran no menos de 300.000…

[22] Es interesante notar aquí la evolución de las proporciones entre las categorías laborales. El total de empleos asalariados saltó entre 1928 y 1940 de 10,8 millones a 31,2 millones. Entre ellos, el empleo industrial, pasó de 3,1 millones a 8,3 millones, lo que daba cuenta de la emergencia de una nueva clase trabajadora proveniente mayormente del ámbito rural. Sin embargo, un dato impactante es el de los “funcionarios” (los rangos de la burocracia) dentro del total de asalariados: la cifra salta de los 4 millones en 1928 a 11,2 millones en 1940. Esto da cuenta de que, sin tratarse de una nueva clase social orgánica, evidentemente se había forjado una verdadera “casta”, como la denominó Trotsky, una costra que recubría la sociedad por todos los poros absorbiendo toda su savia vital. Esta capa social, “la única privilegiada y dominante en la sociedad soviética”, al decir de Trotsky, alcanzaría los 20 millones en la década del 80. Los datos son de R. Paulino, que a su vez los toma de Moshe Lewin (El siglo soviético, p. 407).

[23] Es el característico caso del PTS argentino, que se refiere a este proceso de acumulación burocrática como “un verdadero cambio en todos los ámbitos de las masas, la ruptura con el atraso y el aislamiento de la vida agraria y la incorporación de la mujer a la vida pública” (Cecilia Feijóo, “Industrialización, democracia soviética y revolución política”, 19-8-10, en www.pts.org.ar). El propio Moshe Lewin, que resalta las transformaciones de los años 30, señala que la auténtica emancipación de las mujeres –amén de la prohibición del derecho al aborto por el stalinismo en su apogeo– se vio coartada por un sistema patriarcal sólido, incluso en las familias urbanas, sin mencionar que el régimen dio pocos pasos reales para liberarlas de las tareas domésticas. Véase M. Lewin, El siglo soviético, p. 393, y también el capítulo 7 de La revolución traicionada de Trotsky en referencia a la campaña reaccionaria de “defensa de la familia”.

[24] Datos citados por R. Paulino, cit., p. 205. Es indiscutible que a desde mediados de la década del 70 todos los índices comenzaron a desacelerarse. La renta nacional, la renta per cápita, la producción industrial, la producción agrícola, la inversión de capital, la productividad del trabajo… todo se presentaba en caída cualquiera fuese la fuente que se tomara.

[25] En los desarrollos que se vengan ahora en Cuba se podrá tener una verificación del carácter de esa sociedad a partir de este mismo criterio señalado para la ex URSS. Apresurémonos en todo caso a aclarar que a nuestro modo de ver, en Cuba subsisten dos inmensas conquistas a ser defendidas: la independencia del imperialismo yanqui y la expropiación de la burguesía, lo que la hacen una sociedad no capitalista. Sin embargo, defender estas dos conquistas es una tarea que debe llevarse a cabo de manera independiente de la burocracia, llevando a la clase obrera realmente al poder. La dimensión de la crisis social y moral de la misma clase obrera cubana es tan intensa que por ahora no se perciben muchos puntos de apoyo para esta tarea. Pero la brutalidad del ajuste restauracionista que está comenzando a aplicar el castrismo podría abrir vías para esa evolución en la medida en que la sociedad trabajadora no se encuentre tan en crisis como parece. En todo caso, ésa debe ser la apuesta de los socialistas revolucionarios.

[26] Señalemos aquí que nos falta un estudio acerca del apasionante debate sobre el derecho en la transición socialista, que se procesó en la URSS en la década del 1920. Este aspecto está vinculado con la problemática de la propiedad y, más en general, con la normalización jurídica de determinadas relaciones sociales, sus avances y regresiones. La obra de Evgeny B. Pashukanis, asesinado por Stalin en las purgas de 1937, La teoría general del derecho y el marxismo (1924), será de fundamental importancia a este respecto.

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