Primer capítulo de La política revolucionaria como arte estratégico
Pasemos a abordar el par dialéctico “política y guerra”. Arrancamos tratando de inscribir la guerra dentro de la ciencia y arte de la política revolucionaria. Consideramos a la guerra un capítulo subordinado a la política (Clausewitz había planteado que la guerra había que entenderla como parte de un todo y que ese todo era la política).
Las “armas de la política” no son las mismas que las de la guerra. La guerra es más “mecánica”: se tiene un ejército, se va a la guerra. En la política hay que conseguir primero el ejército (en la guerra también, pero eso hace a las condiciones políticas no a la guerra propiamente dicha).
Uno puede llegar a un enfrentamiento con un pequeño partido de mil militantes o con un partido con P mayúscula del orden de 30.000 o 40.000 militantes… No es lo mismo, claro está.
Esa es una cuestión del orden de la política, no de la guerra. Luego, en el terreno, cómo son los “cachetazos” entre la policía, el ejército y las columnas obreras y la izquierda, ya es una cuestión que combina elementos políticos y militares. Pero se trata de una dinámica que está siempre determinada por la política.
Por eso, si se habla de nuestro quehacer total, se habla de política (incluyendo en esto la estrategia y una teoría de la revolución): ciencia y arte de la política revolucionaria. Pero si se habla de las “reglas del arte” para el enfrentamiento, se habla de la guerra.
Hay muchas cuestiones interesantes que vienen de la guerra. Por ejemplo, retirarse de una marcha con enfrentamientos. La policía siempre te “cachetea” cuando te retiras; siempre que te das vuelta estás para el cachetazo. Hay que estar ahí aguantando, aunque tengas milicos de los dos lados, porque cuando te das vuelta te pegan (volveremos sobre esto).
Esta reflexión hay que entenderla dentro de nuestra propia elaboración, como ya hemos señalado: Ciencia y arte de la política revolucionaria, “Cuestiones de Estrategia” y “Lenin en el siglo XXI”, amén de los textos clásicos, claro está[1].
Voy a hablar poco en esta oportunidad de las cuestiones de estrategia propiamente dichas. Más bien, la idea es establecer las justas correlaciones entre política y guerra[2].
Es una preparación para entender que cuando la política trasciende lo establecido legalmente, cuando se rompe el orden legal, esa ruptura tiene habitualmente “elementos de tipo físico”; una toma de fábrica, por ejemplo.
No es una guerra propiamente dicha, claro está. Pero es una acción política con elementos de orden “físico”, del orden de la acción directa: el pasaje de la política a elementos de “guerra civil” dicho en sentido amplio.
Rosa Luxemburgo, que era muy aguda en el aspecto estratégico, decía: «no se trata sólo de ganar la mente del trabajador; es fundamental lograr que mueva las manos» (¡que pase a la acción!)[3]. Es un momento de ruptura en el cual una acción es “extrajurídica”, “extralegal”, revolucionaria; rompe con la legalidad.
Es obvio que no está contemplado en el ordenamiento legal la toma de fábrica. Una toma es una ruptura del derecho absoluto de propiedad privada. Tampoco un corte de ruta, que rompe con el monopolio de la violencia por parte del Estado.
Pero para eso hay que romper con el movimiento inercial; ruptura que es una idea clásica del marxismo revolucionario. Aquí podemos hacer un contrapunto con Kautsky, máximo teórico de la socialdemocracia alemana, quién afirmaba que «el nuestro es un partido revolucionario, no un partido que hace revoluciones»…
¿Cómo podría ser revolucionario un partido que no hiciera revoluciones, si no se probara en los momentos álgidos de la lucha de clases, en el momento donde se rompe la continuidad con el orden establecido y cuando aparece “la violencia como partera de la historia” (Engels)?
Una violencia, claro está, a la que entendemos como una acción de amplios sectores de trabajadores donde toma participación el partido; una “violencia política” que tiene consecuencias físicas.
¿Qué definición vamos a usar como “bisagra” entre política y guerra? La definición clásica es la de Clausewitz: la guerra no es más que la continuidad de la política por otros medios (medios violentos, agregaría Lenin[4]).
Clausewitz fue un militar del ejército prusiano que murió en 1831. Marx y Engels lo incorporaron en sus reflexiones y posteriormente lo recuperaron Lenin y luego Trotsky más explícitamente, algo nada casual en este último dado que fue el constructor del Ejército Rojo.
Lo “paradójico” del caso es que uno de los principales teóricos militares de la historia sabe que la guerra es un orden subordinado a la política; que es la política la que manda. Clausewitz asume que el alma de la guerra es la política[5].
Es interesante porque es una definición parecida a la de Rosa Luxemburgo, donde el “alma” de cada reivindicación es la perspectiva del poder.
La definición de Clausewitz puede ser también muy críptica. Para evitar esto hay que establecer una “separación” entre ambos términos: entender primero las especificidades de la política, luego las de la guerra y volver a unificar ambos términos posteriormente.
¿Qué es la política?
El elemento fundante de la política es la lucha de clases. Pero ella no se expresa a primera vista bajo la forma de una lucha física.
Se expresa bajo la forma de una “lucha de clases política” enunciando la generalización de los intereses que se defiende o se representa. Es importante entender que el ámbito de la política, por oposición al ámbito de la economía y su carácter fragmentario, es el ámbito de la generalización de los intereses de clase.
Habitualmente, dichos intereses no se presentan como intereses de clase; la burguesía los enmascara. Pero en el fondo la política no es otra cosa que la generalización de dichos intereses.
Todo lo que está disperso en la economía, en la “sociedad civil”, aparece en la política centralizado, como el ámbito específico de la política: el ámbito de la generalización de los intereses sociales.
Esta reflexión se puede rastrear en mil fuentes eruditas del marxismo. Yo la tengo muy presente en el ¿Qué hacer?, el debate con los economicistas.
Hay un tema central: en el capitalismo y la transición socialista el ámbito de la política está dominado por la institución centralizada por antonomasia que es el Estado.
En el Estado capitalista la soberanía aparece unificada detrás del Estado central. Claro que hay momentos revolucionarios de ruptura de esa soberanía; situaciones y crisis revolucionarias con doble poder: la emergencia de otro poder desde abajo.
Este carácter centralizador del Estado que es en definitiva a lo que se refiere la política, le otorga un carácter centralizado a la propia política (a los elementos que se elevan al plano político).
Todo aquello que se coloca en la agenda colectiva de la sociedad; todo reclamo que se eleva al plano político, que se proyecta más allá de lo cotidiano de la “sociedad civil” (el ámbito puramente económico), y que se instala como un elemento global que afecta a una masa de personas, todo esto implica una mecánica compleja porque la política es un “teatro” también[6].
En la política burguesa nada se presenta exactamente como es; todo se (re) presenta enmascarado. La política revolucionaria debe desenmascarar los intereses reales: hay que lograr la representación real de las cosas. Lograr que los explotados y oprimidos se sientan representados en un programa alternativo (una globalidad alternativa).
Estos elementos son del ámbito de la especificidad de la política, que en este debate sobre guerra y política, remiten al contenido de las cosas. La guerra aparece como lo instrumental y la política como lo esencial; como el contenido de las cosas.
La guerra es un instrumento de la política. Un momento donde la lucha de clases se radicaliza y se transforma en acción directa. La política remite a la naturaleza de clase de los contendientes; la “guerra” a los momentos donde se ha llegado al “contacto entre las clases” (a los enfrentamientos).
Hay que entender esta cuestión. Todo lo que es del orden de la política, es del orden de la representación y generalización de intereses de clase. Y además, todo lo que es del orden de la política en la modernidad, es del orden de los partidos y los programas.
Los partidos son las instituciones por antonomasia que representan los intereses de las clases sociales bajo la forma de un programa. En última instancia, la lucha política es lucha de partidos (Bensaïd); las masas sin partido “no son nada” así como los partidos sin masas tampoco son mucho[7].
La toma del poder es una decisión política que tiene consecuencias prácticas, físicas. Alguien tiene que pelear para tomar el poder; sin partido no hay poder ni organización de la toma del poder.
Puede ser un partido político o militar. Pero no hay ejemplos de toma “espontánea” del poder (salvo la Comuna de París que duró sólo tres meses). La lucha política, en la modernidad, es en última instancia lucha de partidos: “(…) ha quedado demostrado que, sin un partido capaz de dirigir la revolución proletaria, esta se torna imposible. El proletariado no puede apoderarse del poder por una insurrección espontánea” (Trotsky, Lecciones de octubre).
Se trata de una enseñanza redoblada en la segunda posguerra si por toma del poder asumimos la idea del poder por parte del proletariado y no de un aparato militar y/o burocrático que lo toma “en su nombre”. Una revolución que derive, efectivamente, en una dictadura proletaria: la clase obrera organizada como clase dominante (Marx).
En la Revolución Francesa había otro tipo de instituciones: los “clubes políticos”. Podríamos considerarlos como el antecedente de los partidos modernos. Pero no había partidos tal como los conocemos hoy. Luego de la Revolución Francesa, y con el acceso a la modernidad, la lucha política es lucha de partidos.
La lucha por el poder clásica, marxista, revolucionaria, obrera, es lucha de partidos (bolcheviques, mencheviques, socialistas revolucionarios). Una lucha política que deviene en lucha física, práctica, por el poder.
En el marxismo revolucionario el actor político por antonomasia es el partido (Gramsci). Otra cosa diferente es el debate del partido y su relación con las masas: si las sustituye, si las ayuda, si colabora, etcétera. Ese es otro capítulo. En esta escuela vamos a fortalecer la idea de que sin partido revolucionario no hay lucha política ni toma del poder.
Los movimientos horizontales también son partidos aunque se presenten como algo distinto. Todo partido, sea cual sea su forma organizativa, es la expresión de un programa. Los soviets no son partidos porque son frentes únicos de tendencias; el soviet sería sectario si no admitiera a todos los trabajadores y trabajadoras.
El partido no: agrupa sólo a los revolucionarios. Los organismos de masas son frentes únicos de tendencias; están todos los trabajadores con sus variadas ideas[8]: está el partido evangélico, están los compañeros/as economicistas, que son la mayoría. Los sindicatos son economicistas, hacen política pero escinden su acción política como aparato (siempre reformista) de su acción reivindicativa como sindicalistas. Tratan de impedir que los trabajadores se politicen, que vayan más allá de los reclamos inmediatos.
Las corrientes revolucionarias hacemos lo opuesto: tratamos de unir lo reivindicativo a lo político, al programa general, histórico. Tratamos de elevar a la clase obrera a la lucha política, a la pelea por una perspectiva general, socialista.
La lucha política de partidos tiene herramientas distintas que las de la guerra. No es lo mismo que la guerra, que es una lucha de ejércitos. Son instrumentos distintos con leyes distintas aunque tengan vasos comunicantes entre ambos y cierta “reversibilidad”[9].
Porque los partidos tienen que lograr legitimidad, y la legitimidad no es algo del orden militar, sino del orden político: se vincula con obtener apoyo real entre los trabajadores.
La legitimidad no es lo mismo que el manejo de aparatos armados, estructuras que no son herramientas del poder proletario, porque el poder proletario es del orden de la representación política de la clase obrera[10].
La guerra civil es la “guerra política” por antonomasia: la lucha de clases llevada al extremo del enfrentamiento físico. El contenido político de dicha guerra es evidente por sí mismo. Simultáneamente, es evidente como -en este caso- la lucha de clases se transforma directamente en enfrentamiento armado[11].
Existen ejércitos más politizados que otros. Napoleón mantuvo a raya a los ejércitos absolutistas porque el suyo fue un ejército de ciudadanos libres, no de siervos o mercenarios: “Napoleón hizo de esto -es decir, del nuevo método de lucha de los ejércitos masivos del pueblo revolucionario– un sistema casi perfectamente acabado, sus operaciones de la gran guerra, su gran táctica y su gran estrategia” (Schmitt, Teoría del partisano, pp.12).
Esto se ve en Clausewitz y también en Trotsky. Los campesinos en la guerra civil oscilaron pero se quedaron del lado de la Revolución Rusa porque, en definitiva, tenían miedo de que la Rusia blanca les sacara las tierras que los bolcheviques les habían legalizado (las conquistaron al calor de la revolución y Lenin las consagró normativamente asumiendo su programa[12]).
La problemática de la esfera política, la problemática de la legitimidad, la problemática de representar políticamente a una clase social, lleva a la problemática de los partidos.
Está el problema de los “varios partidos obreros”; no necesariamente existe un único partido por cada clase. Las clases sociales, y la clase obrera también, pueden tener varios partidos. La idea de que el partido es igual a la clase fue un error de Rosa, una extrapolación indebida de Marx.
Bensaïd señala agudamente que Lenin rompió con esa idea y habla de “pluralidad”: la clase obrera puede admitir varios partidos según el momento histórico. Otra cosa es si esos varios partidos son revolucionarios o no. De cualquier manera, esta es una discusión que no tiene importancia aquí.
De la lucha política a la lucha física
Esta escuela trata de unificar la reflexión sobre la política revolucionaria, la guerra y el partido. Abordaremos ahora el pasaje de la lucha política a la lucha física. También en este caso se arranca por la primacía de la política.
¿Qué hace Lenin? ¿Dice: «consigamos las bazucas y vamos a la guerra»? No, Lenin dijo “la situación internacional nos favorece, hemos ganado la dirección de los soviets, hay una revolución campesina, están dadas las coordenadas políticas para que la toma del poder sea posible”.
Y entonces sí, plantea pasar al plano práctico de organizar la toma del poder. La toma del poder hay que organizarla prácticamente venciendo todas las presiones inerciales, conservadoras, que van en sentido contrario.
Dadas todas las demás condiciones, la insurrección es como una “descarga eléctrica”: tiende a multiplicarse por todos los poros de la sociedad. Hay insurrecciones fracasadas y no solo o primordialmente por el aspecto militar sino por el aspecto político.
Una insurrección fracasada por antonomasia por falta de partido y falta de lectura correcta de los acontecimientos, fue la insurrección en enero de 1919 en Berlín. Rosa estaba en contra. Pero Liebknecht, que era un tipo genial pero se dejaba llevar por el fervor, se tiró de cabeza a la insurrección. En Berlín marchaban cien mil obreros, pero el interior no acompañó a Berlín. Además, la insurrección jamás fue organizada desde el punto de vista práctico. La revolución fue derrotada y descabezada; Rosa y Liebcknecht asesinados[13].
Esta “descarga eléctrica” –la madurez de las condiciones políticas donde se da al paso práctico por el poder– es una correlación política. La toma del poder primero tiene una evaluación política, nos tiramos a tomar el poder. ¿Lograremos legitimarlo? ¿Lograremos que sea un hecho político asumido por la mayoría de la sociedad explotada y oprimida? Son primeramente correlaciones políticas.
Pero dicha evaluación no estará nunca completa sin la experiencia práctica, sin dar el paso práctico al poder. La práctica es la única manera de medir las relaciones de fuerzas concretas (Trotsky).
De ahí que proceda el aspecto “físico”, la toma del poder como tarea práctica. Trotsky señala que “hay que prever que la lucha de clases se transforme en guerra civil”. Caso contrario seríamos unos vulgares pacifistas, reformistas.
“Lenin trasladó el centro de gravedad conceptual de la guerra a lo político, es decir, a la distinción de amigo y enemigo. Este traslado tenía su lógica, y seguía consecuentemente la línea del pensamiento de Clausewitz, que decía que la guerra es una continuación de la política. Pero Lenin, como revolucionario profesional de la guerra civil universal, fue más allá y convirtió el verdadero enemigo en enemigo absoluto. Clausewitz habló en alguna ocasión de la guerra absoluta, pero nunca dejó de suponer la regularidad de un orden existente. No fue capaz de imaginar al Estado como instrumento de un partido o a un partido que mandase en el Estado” (Schmitt, ídem, pp.112).
Está claro que nosotros no pensamos el Estado de transición meramente como un “instrumento de un partido”. Pero lo que nos interesa subrayar aquí es el carácter rupturista del orden existente que supone la insurrección.
En la Revolución Rusa el aspecto físico fue “entremezclándose” crecientemente con el puramente “político”. Fue una revolución, y en la revolución ambos aspectos se entremezclan cada vez más (se opera una “tendencia a los extremos” en palabras de Clausewitz).
Lo realmente sangriento llegó con la guerra civil propiamente dicha. Paradójicamente, hubo más gente en las calles y enfrentamientos en Febrero que en Octubre… Octubre –al menos en Petrogrado, otra historia fue Moscú– no fue muy sangriento. Aunque, claro está, fue una ruptura revolucionaria con la legalidad preexistente; se tomó el poder.
Esa acción violenta fue el hecho fundador de una nueva legalidad. Porque atención que el pasaje de la política a guerra civil, al hecho práctico que “fuerza” relaciones de fuerzas, es inevitablemente un hecho violento, un “acontecimiento guerrero”.
Está el ejemplo del navío Aurora que tira cañonazos contra el Palacio de Invierno y eran de salva; ruido nada más. Un poco de “ruido” y listo, se tomó el poder. Exagero, porque el siglo XX demostró sobradamente que donde das un golpe y fallás, es una masacre: acción y reacción. Volveremos enseguida sobre esta “mecánica” de la acción.
Acción política y “acción guerrera” son un par dialéctico. Hay que entender cómo funcionan, qué es del orden de la política y qué del orden de los enfrentamientos físicos. Entender que llega un punto donde la política revolucionaria se procesa, inevitablemente, bajo la forma de una ruptura con la legalidad, una acción directa que no tiene cómo no ir más allá de lo legal.
Jornadas como las de diciembre del 2017 en la Argentina, fueron un poco eso. Hubo un desborde, un enfrentamiento callejero que forzó al gobierno a retroceder. Se desbordó, en cierto modo, la institucionalidad.
Se creó un “paralelogramo de fuerzas” producto de una serie de coordenadas objetivas así como por el vacío dejado por la burocracia. Y el partido y la izquierda, como factores subjetivos, lo ocuparon poniéndose al frente del reclamo.
Creado el “paralelogramo de fuerzas”, las acciones directas fueron el “evento guerrero”. Hay que entender y manejar esta dialéctica que va más allá del orden legal para forzar determinadas relaciones de fuerzas, que se hacen valer de manera “desnuda”.
Este quiebre de la legalidad es el momento característico de la “creación de poder”. El momento de forzar una determinada relación de fuerzas que, claro está, está condicionado por determinadas relaciones políticas previas pero que, al mismo tiempo, sobre la base de dichas condiciones creadas, tiene un plus vinculado a la acción revolucionaria. Es un momento fundador: se “crea poder” (Trotsky).
La nueva situación proviene de la suma de las condiciones objetivas vivificada por la acción del partido, el cual se coloca en la cadena de los acontecimientos históricos. Un elemento –el más subjetivo– que dadas las demás correlaciones, se transforma en esencial: termina inclinando la balanza. La suma de dichas condiciones –dentro de las cuales el partido se transforma en el eslabón principal– da lugar a un salto en calidad: “crea poder”.
Recapitulando, una cuestión importantísima de la “física política”, de la traducción de la lucha política en lucha física, ocupar los edificios de gobierno, desarmar al ejército enemigo, formar milicias populares, etcétera: poner en práctica una acción político-física que rompa con la legalidad: “(…) la guerra civil constituye una etapa determinada de la lucha de clases, cuando esta, rompiendo los marcos de la legalidad, viene a ubicarse en el plano de un enfrentamiento público y en cierta medida físico, de las fuerzas enfrentadas” (León Trotsky, “Los problemas de la guerra civil”).
“Concebida de este modo, la guerra civil abarca las insurrecciones espontáneas, determinadas por causas locales, las intervenciones sanguinarias de las hordas contrarrevolucionarias, la huelga general revolucionaria, la insurrección para la toma del poder y el período de la liquidación de los intentos de levantamientos contrarrevolucionarios. Todo esto entra en el marco de la noción de guerra civil, todo esto es más amplio que la insurrección y al mismo tiempo, infinitamente más estrecho que la noción de lucha de clases, que transcurre a través de la historia de la humanidad” (Trotsky, ídem).
Hay que romper el movimiento inercial, el temor que “tirarse al poder” infunde en una parte del partido (la famosa frase que dice «las relaciones de fuerzas no dan»). El que diga «no dan» puede ser un pedante o un cobarde. Porque es muy difícil medir las relaciones de fuerza sin ir a la acción: “(…) llega un momento en que este hábito de considerar más poderoso al adversario se convierte en el principal obstáculo para la victoria. Hasta cierto punto, se disimula hoy la debilidad de la burguesía a la sombra de su fuerza de ayer. ‘¡Subestimas las fuerzas del enemigo!’. He aquí en lo que coinciden todos los elementos hostiles a la insurrección armada” (Trotsky, Lecciones de octubre).
De ahí se deriva otra cuestión de importancia. Trotsky afirma que la insurrección (aunque podríamos aplicarlo a cualquier momento cualitativo de la lucha de clases) “es el momento de hacer historia», es la ruptura del “continuo de la historia” (Benjamin; Bensaïd).
Es romper el “tiempo vacío” puramente electoral. Cada dos años hay elecciones; en el medio habría un tiempo “vacío” donde estaría “prohibido” pasar a la acción, romper la “gobernabilidad”, forzar las cosas mediante la acción: “Todas estas cartas [de Lenin al Comité Central bolchevique en la previa de la insurrección], donde cada frase estaba forjada sobre el yunque de la revolución, presentan un interés excepcional para caracterizar a Lenin y apreciar el momento. Las inspira un sentimiento de indignación contra la actitud fatalista, expectante, socialdemócrata, menchevique, hacia la revolución, que era considerada como una especie de película sin fin. Si en general el tiempo es un factor importante de la política, su importancia se centuplica en la época de guerra y de revolución. No es seguro que se pueda hacer mañana lo que puede hacerse hoy. Hoy es posible sublevarse, derribar al enemigo, tomar el poder, mañana quizás sea imposible. Pero tomar el poder supone modificar el curso de la historia. ¿Es posible que tamaño acontecimiento deba depender de un intervalo de veinticuatro horas? Claro que sí” (Trotsky, Lecciones de octubre).
El tiempo de la política, de la lucha de clases, es un tiempo dialéctico: quebrado, fragmentario, rico, “relleno”, no vacío.
Lo que les quiero indicar con estos ejemplos es que están los elementos de la política pero también los de la “guerra”, que tienen que ver con romper la legalidad: disponerse para los enfrentamientos (una ocupación de fábrica es de este orden).
Esto requiere una mecánica particular incluso ante las tareas más elementales del partido: hacemos columnas partidarias que muchas veces son “virtuales”; marchamos encolumnados, pero no siempre hay enfrentamientos. Se trata de un “orden político”.
La columna te da un orden. Es una “virtualidad guerrera”. Te preparas para un enfrentamiento que quizás no llega. Marchar ordenado te da “orden político”; se crea una mínima disciplina.
Diciembre del 2017 tuvo un poco de esto, y los enfrentamientos llegaron. Fíjense como las cosas se combinan: fue una acción política, obvio, pero con un costado “militar”.
Hay que entender que en esos momentos culminantes hay que “empujar al ejército”; romper el movimiento inercial. Esto no es para hacer una teoría izquierdista. Pero hay que comprender su significado profundo.
Hay toda una cuestión que es del orden de lo inercial. Está abordado en Lecciones de Octubre. Y se resume en que los revolucionarios debemos romper ese “movimiento inercial”, el orden de cosas establecido. Es una tarea que parte de consideraciones políticas pero tiene, necesariamente, una cara física: sin violencia no se rompe con el status quo.
Trotsky subrayaba que una de las fuerzas históricas más poderosas es la fuerza de la inercia, el peso de lo establecido. Hay que tomar el poder, este no cae en tu regazo como fruta madura. Hay que romper el orden de las cosas.
Clausewitz lo ve desde otro punto de vista, pero es interesante lo que dice (es complementario con la idea de que hay que esforzarse para romper el movimiento inercial). Señala que la defensa es más fuerte que el ataque desde el punto de vista estratégico-militar.
Porque los gastos para defender lo conquistado son menores que los de asaltar una fortaleza. Las tendencias inerciales hacen que defender un viejo poder sea más sencillo que conquistar uno nuevo. El peso de las fuerzas conservadoras hacen de esto una ley tanto en política como en la guerra.
Recordemos la presión inercial conservadora que tenía el partido bolchevique expresada en el temor que transmitían Zinoviev y Kamenev a la toma del poder. El temor a “perderlo todo”; una apreciación falsa de la fortaleza de los enemigos.
Se trataba de una apreciación abstracta, impresionista de las relaciones de fuerza. Contrarrestarla implicó una dura lucha política encabezada por Lenin para convencer al partido de lanzarse al poder. Un ejemplo clásico del esfuerzo necesario para romper la presión conservadora: “Si los virajes tácticos engendran habitualmente en el partido roces interiores, con mayor razón los estratégicos deben provocar trastornos mucho más profundos. Y el viraje más brusco es aquel en que el partido del proletariado pasa de la preparación, de la propaganda, de la organización y de la agitación a la lucha directa por el poder, a la insurrección armada contra la burguesía. Todo lo que dentro del partido hay de irresoluto, de escéptico, de conciliador, de capitulante, se yergue contra la insurrección, busca la oposición de fórmulas teóricas y las encuentra prontas en sus adversarios de ayer, los oportunistas” (Trotsky, Lecciones de octubre).
Hay que ver en la historia esos momentos en los que se rompe la inercia (¡y también el dogmatismo asociado a los elementos conservadores!). Todo es contra la corriente, contra lo que el partido tenía anteriormente como certeza: “Las consignas y las ideas bolcheviques se han visto en general confirmadas de medio a medio, pero concretamente las cosas han sucedido de un modo distinto al que podía esperarse, de un modo más original, más peculiar, más variado. Ignorar, olvidar este hecho, equivaldría confundirse con los ‘viejos bolcheviques’ que ya más de una vez han desempeñado en la historia de nuestro partido un triste papel, repitiendo las fórmulas aprendidas de memoria en vez de estudiar las características peculiares de la nueva realidad viviente” (Lenin citado por Trotsky en Historia de la Revolución Rusa, Apéndice 2 al capítulo ‘Cambio de orientación en el partido bolchevique’).
La toma del poder es un acontecimiento político con un costado militar. Es una correlación política: hay que tener determinada proporción, hay que dirigir. Dirigir es una correlación política. El orden de la guerra es la esfera de lo instrumental; el orden de dirigir es la esfera política: ganar a las masas.
Pero una vez que se gana a las masas hay que ponerse a la cabeza de organizar el lado práctico, físico de la cosa: la insurrección. La insurrección es un arte y una ciencia, porque partiendo de un análisis de las correlaciones dadas, hay que pasar al lado práctico, al arte en cuestión: organizar el asalto al poder: “De manera que, queriendo hacer coincidir la toma del poder con el II Congreso de los Soviets, no abrigábamos ni por asomo la cándida esperanza de que este pudiese resolver por sí mismo la cuestión del poder. Para conquistar el poder, llevábamos activamente el trabajo necesario en el terreno de la política, de la organización, de la técnica militar. Pero encubríamos legalmente este trabajo al remitirnos al próximo Congreso como el que debía decidir la cuestión del poder. Mientras emprendíamos la ofensiva en toda la línea, simulábamos defendernos” (Trotsky, Lecciones de octubre). Más adelante veremos la lógica que está detrás de presentar defensivamente las acciones ofensivas.
Trotsky agrega algo hermoso: “no había partido más honesto en Rusia que el partido leninista”. Es decir: se ganó a las masas con un profundo trabajo político. Eso es del orden de las correlaciones políticas, del partido, de la política.
Son cuestiones que tienen que ver con el “alma”, el sentido de las cosas, los intereses sociales que se defienden. Por ejemplo, en la Guerra Civil Española una de las “almas” era si se les daba la tierra a los campesinos. No se les dio la tierra y la guerra se perdió (los campesinos no tuvieron por qué batirse).
La guerra civil es la “guerra política” por antonomasia, es una guerra de clases. Es, simplemente, la lucha de clases llevada al punto culminante del enfrentamiento físico, militar: “En la guerra civil, la política se mezcla con las acciones militares más estrechamente, más íntimamente que en la guerra ‘nacional’. De este modo, sería en vano transpolar los mismos métodos de una esfera a otra. Pero no se deduce de esto que esté prohibido apoyarse en la experiencia adquirida para extraer métodos (…), en reglas capaces de estar en un reglamento de la guerra civil. Desde luego, entre estas reglas, se mencionará la necesidad de subordinar estrictamente las acciones puramente militares a la línea política general, de tener en cuenta rigurosamente el conjunto de la situación y el estado de ánimo de las masas” (León Trotsky, “Los problemas de la guerra civil”, 6 de agosto de 1924, traducción Gloria Pagés y Rossana Cortez).
De ahí que sigan gobernando los elementos de tipo político: la convicción del combatiente de que hace lo justo, que lo hace en defensa de su clase, que es lo mejor para la humanidad, etcétera (en Clausewitz son los aspectos “morales”; ya los veremos).
Esa convicción, esa “fuerza moral”, esa “guerra política”, es la lucha de clases (la conciencia política) traducida al lenguaje del enfrentamiento físico; algo presente en todos los ejércitos revolucionarios.
Estaba presente en los ejércitos de Napoleón, en el Ejército Rojo, en las guerrillas revolucionarias, etc. Cuestiones que van del orden de la política al orden de la guerra.
En definitiva, esto nos remite a un cuestión central que ya hemos afirmado de mil maneras: hay que prever que la lucha de clases se va a transformar en guerra civil. Se trata de romper el orden de la legalidad y esa ruptura, en definitiva, sólo se puede procesar de manera violenta: bajo la forma de una “guerra de clases”, de una “guerra civil política”.
En cualquier caso y lejos de todo reduccionismo militarista, una “guerra” comandada por un partido revolucionario, está pensada en términos de las condiciones políticas y la convicción de las masas (lo que se aplica tanto al pasaje de la política a lucha física, como en el caso de una guerra civil propiamente dicha)[14].
En un ejército revolucionario hay que tener disciplina, subordinación en el momento de la acción. La base de esto no es la disciplina puramente “mecánica” del ejército burgués, sino una disciplina férrea basada en la conciencia política.
Subrayamos el concepto de “disciplina férrea en la acción” porque sin disciplina militar, sin ordenes indiscutibles, no puede funcionar ningún ejercito, ni siquiera una columna partidaria puede hacerlo. En el momento de la acción, se acatan las órdenes y se discute después.
En el Ejército Rojo, la base de su férrea disciplina estaba en la convicción del campesinado de que defendía sus nuevas tierras, algo político. El campesinado fue y vino muchas veces, de ahí que Majno lograra apoyo por momentos. Trotsky tuvo que pasar a muchos soldados rojos –de base campesina– por las armas. Puso a los mejores elementos proletarios a “vigilar” el comportamiento de la soldadesca campesina.
Pero aun teniendo una base política -característica crucial de un ejército revolucionario- ningún ejército puede prescindir de una disciplina de tipo militar. Pero atención que una dictadura proletaria como tal, es otra cosa. La base de la misma es la democracia socialista: la clase obrera organizada como clase dominante.
Si tal dictadura fuera militarizada, si no se pudiera opinar ni decidir libremente, la dictadura proletaria caería, se transformaría en otra cosa (señalamos esto referido al error de Trotsky cuando propuso “militarizar el trabajo”).
La especificidad de la guerra
Vayamos a Clausewitz. Carl von Clausewitz fue un general prusiano que vivió entre 1780 y 1831. No ganó ni una batalla; estaba frustrado. Sabía que era un militar de Estado Mayor más que de campo de batalla. Afirmaba que era “poco sanguinario” para estar en el terreno.
Pero aun sin ser un comandante de batalla, tenía un pensamiento de extraordinaria agudeza, conocía en profundidad el fenómeno de la guerra. De ahí que aporte muchísimos elementos para la lucha política. Porque la lucha política, como la guerra, también es una pelea, un enfrentamiento permanente.
A este respecto es interesante lo que acota Carl Schmitt: “El joven Clausewitz conoció al partisano [combatiente-militante politizado de la guerra de guerrillas, R.S.] a través de los planes prusianos de insurrección de los años 1808-1813. Durante los años 1810 y 1811 dio clases sobre guerrillas en la Escuela Militar General de Berlín y era uno de los más destacados especialistas militares de la ‘guerra pequeña’ entendida en el sentido especial del empleo de tropas ligeras y móviles. La guerra se convirtió para él y para otros reformadores de su círculo ‘en un asunto sumamente político’ (…) La postura positiva frente al hecho de que el pueblo tome las armas, frente a la insurrección, guerra revolucionaria, resistencia y sublevación contra el orden existente (…) constituye una novedad para Prusia, algo ‘peligroso’ que escapa de la esfera del estado de derecho” (Schmitt, Teoría del Partisano, pp.58/9).
Una cuestión que explica no solamente la sensibilidad de Clausewitz hacia el costado político de la guerra, sino también por qué muchas de las enseñanzas que trasmite se aplican en la política.
Existen muchas versiones de De la guerra, en general incompletas. Hay que saber leerlo porque, como acabamos de señalar, da muchísimas herramientas para la lucha política.
El pensamiento estratégico del marxismo revolucionario dialogó con el pensamiento de la guerra. Se puede invertir la fórmula de la guerra como continuidad de la política y hablar de la política como continuidad de la guerra de clases que se sustancia cotidianamente bajo el capitalismo: “El sentido de la guerra está en la enemistad. Si la guerra es la continuación de la política, también la política contiene siempre, por lo menos como posibilidad, un elemento de enemistad (…)” (Schmitt, ídem, pp. 74/5).
Existen concepciones militaristas de la política como las guerrillas de los años ‘70 y teóricos de la guerra –la mayoría– que van en este sentido. También versiones reformistas, edulcoradas de la política que la ven sólo como una instancia mediada, institucional; que separan mecánicamente la política de su necesaria transformación en guerra civil, en hecho físico.
Hay politólogos burgueses e incluso reaccionarios que trasuntan agudeza respecto de la guerra civil como guerra política por antonomasia (Giorgio Agamben y Carl Schmidt, entre otros, que venimos citando ya en este texto).
Este último fue un enorme filósofo político alemán conservador del siglo pasado, simpatizante del nazismo. Era profundo, materialista en el abordaje de la íntima conflictividad que entraña la política (es el teórico de la concepción amigo/enemigo, de la política y la enemistad).
Schmidt afirma que el orden jurídico es un orden generado por condiciones extra-jurídicas. Todo orden jurídico está generado a partir de un evento no jurídico, un evento material que precede la ley. El Código Civil de Napoleón fue producto de la Revolución Francesa; ninguna revolución sigue un código jurídico, toda revolución genera un orden ex novo que no figura en un ordenamiento anterior.
Aunque en las constituciones existan artículos contradictorios en relación al ordenamiento legal, como los “Estados de excepción” (por definición, una suspensión del derecho, Agamben) o el derecho de “resistencia a la opresión” (por definición, el derecho a la rebelión), de cualquier manera y en última instancia, la revolución, como hecho por antonomasia creador de un nuevo orden, es por definición un acontecimiento extralegal: “(…) de hecho el estado de excepción constituye un ‘punto de desequilibrio’ entre derecho público y hecho político’ (…), que –como la guerra civil, la insurrección y la resistencia– se sitúa en una ‘franja ambigua e incierta, en la intersección entre lo jurídico y lo político” (Agamben, Estado de excepción, pp. 25). (El Estado de excepción sería “la forma legal de lo que no puede tener forma legal”.)
Este debate es interesante pero requiere cierto equilibrio. También está en Trotsky en “La guerra y la Internacional” (1915) donde subraya que “el hecho crea el derecho”, citando la justificación del ministro de Relaciones Exteriores del Imperio Alemán Bethmann-Hollweb al desencadenar la guerra: “el poder es el padre del derecho; la necesidad no reconoce leyes”.
Y en un sentido similar es aguda la reflexión de Arno Mayer: “(…) en este estudio sobre las furias de las revoluciones francesa y rusa propongo que no hay revolución sin violencia y terror (…) Las furias de la revolución están alimentadas en primera instancia por la inevitable y habitual resistencia de las fuerzas o las ideas que se oponen a ella (…). Esta polarización se torna singularmente feroz una vez que la revolución, al enfrentarse a la resistencia, promete y amenaza al mismo tiempo con una refundación radical de la política y la sociedad. Hannah Arendt subrayó correctamente que la revolución ‘nos enfrenta directa e inevitablemente con el problema del comienzo’. Jules Michelet sugirió incluso que es más juicioso ‘hablar de fundación que de revolución” (Arno Mayer, Las furias, pp. 18/19).
Retornando a Clausewitz, daba cuenta de los factores políticos de la guerra pero no concebía a las masas como un factor de autodeterminación, como sujeto. Su política no tenía como referencia la emancipación de los de abajo, claro está, sino la defensa del Estado prusiano. Su criterio era estatista. Las relaciones sociopolíticas primarias eran las relaciones entre Estados.
Existe una ley maldita pero verdadera: se aprende más de los fracasos que de las victorias. Sus repetidos fracasos hicieron de Clausewitz un observador agudo para entender el fenómeno de la guerra. Impactó en el marxismo porque su pensamiento es político, nada reduccionista.
Desde el primer capítulo de De la guerra se nota su comprensión del significado de la práctica, que es profundo. La práctica, la experiencia, es una categoría central para el marxismo. La teoría permite una reflexión a propósito de la experiencia y su generalización. Lo que nos remite al concepto de praxis que es, justamente, un aprendizaje que unifica la teoría y la práctica.
Clausewitz tiene un sentido cabal de la experiencia de la guerra; logra apropiarse de sus determinaciones profundas. Lo critican por “especulativo” como si fuera un “filósofo” que “no entiende nada de la guerra real”…
Tiene una aproximación metodológica en cierto modo parecida a El capital. La estructura conceptual es similar (obvio que en términos muy generales): Marx arranca por la abstracción de la mercancía; Clausewitz con la guerra en general[15].
Clausewitz estaba impactado con un fenómeno nuevo como era la aparición del ejército moderno: la guerra como fenómeno masivo, como leva de masas. Un “ejército político” por oposición al tradicional.
Los ejércitos aristocráticos eran formaciones pequeñas de profesionales donde la tropa no defendía su propio interés porque eran vasallos. Los ejércitos franceses estaban caracterizados por un ardor enorme en defensa de la revolución.
Al inicio de la contienda pierden las batallas con los ejércitos de Europa. Pero después ajustan las cosas, se profesionalizan. Y durante quince años les pasan por arriba a todos sus oponentes. Un ejército político y de masas era imparable.
Clausewitz tuvo su primera batalla a los trece años y murió joven. Pero acumuló 40 años de experiencia militar. Estuvo vinculado a las corrientes reformistas del ejército prusiano inspiradas en el educador Pestalozzi, quien insistía en el aprendizaje por la experiencia, algo moderno para la época[16].
Tiene una serie de presupuestos filosóficos que le permiten hacer el tratado sobre la guerra más influyente hasta el momento cuando entramos en el siglo veintiuno[17].
De la guerra contiene “dos libros en uno”: una parte más conceptual y otra más práctica. Sus capítulos más importantes –hasta donde llegamos a estudiarlo– son los libros 1 y 2, y el 8 y 9. Al leerlo uno se siente identificado con nuestros maestros Marx y Engels por el método que tiene –más allá de su criterio algo aforístico–.
Hay que leerlo con atención y pensar en nuestra práctica cotidiana: las marchas, las columnas, los enfrentamientos callejeros, las acciones directas. Van a encontrar muchas cuestiones educativas respecto de la acción, de la lógica de los enfrentamientos directos, de la lógica de la pelea.
Sus aforismos van a cobrar vida, a transformarse en hechos concretos. Marx, Engels y Lenin tienen elementos de Clausewitz. En Gramsci es visible también. El marxista italiano tiene una reflexión vinculada a la guerra, lo que no es sorprendente teniendo en cuenta que Gramsci es de la generación que vivió la Primera Guerra Mundial.
De cualquier manera, me gusta más el Gramsci filósofo-político que el “estratega”. En el primer aspecto es brillante; en el segundo –a mi humilde modo de ver– tiene cosas mecánicas[18].
Claro que en Trotsky, no casualmente ex jefe del Ejército Rojo, la reflexión sobre Clausewitz aparece de forma más explícita.
Hay varias definiciones de Clausewitz muy agudas. Aquí sólo abordaremos las más generales. Un abordaje integral del militar prusiano demandaría un estudio y un desarrollo mayor que el que podemos hacer acá.
Clausewitz parte de un concepto genial: el concepto de “guerra absoluta” por oposición a la guerra real. Concepto que capta uno de los elementos más propios de la guerra: el carácter a priori irreductible del enfrentamiento guerrero.
La guerra absoluta es del orden de las determinaciones físicas del enfrentamiento y remite a la tendencia de toda guerra de ir hacia los extremos, a su remate lógico: acabar con el enemigo[19].
Cuando la lucha política se trasforma en lucha física, en guerra civil, tiene algo de eso. La foto más emblemática de la Comuna de París es la de los ataúdes; los miles de fusilados. Se habla de 30.000 comuneros asesinados por la reacción burguesa comandada por Thiers.
Estamos hablando de la Comuna de París… todavía en el siglo XIX. No había sucedido aún la Primera Guerra Mundial, ni la Segunda, ni Auschwitz, ni Stalingrado, ni Hiroshima, ni el Gulag, nada. El concepto de guerra absoluta contiene un conjunto de definiciones muy agudas de la “física guerrera”.
Clausewitz afirma con realismo que cuando se entra en la guerra hay que dejar de lado toda ingenuidad, todo humanismo. Hay que ser implacables. Implacabilidad que remite a no detenerse ante ninguna de las consecuencias lógicas que plantea la acción (fusilar si hay que fusilar, etcétera[20]).
Esto es similar en la lucha de clases pensándola en términos de lógica “amigo/enemigo”; en el carácter irreductible de las contradicciones de clase (Lenin). Por lo demás, la guerra es un medio implacable que lleva a los extremos porque es un enfrentamiento de fuerzas vivas (por oposición a fuerzas inertes).
Es acción y reacción. Sigue la lógica de la física newtoniana, por así decirlo; es del orden de las materias vivas y se trata de una mecánica que se aplica plenamente a la lucha de clases, no solamente en la física.
Cuando te preparás para ir a un enfrentamiento, para ocupar una fábrica, para una operación en el terreno físico de las cosas, hay que pensar que toda acción va a recibir una reacción.
Cualquier golpe que des, “rebota”, porque es del orden de las fuerzas que tienen vida, que no están muertas. Hay que esperar que cualquier golpe que se dé tenga una respuesta: “Revolución y contrarrevolución están amarradas la una y la otra ‘igual que la reacción está ligada a la acción’, dando lugar a un planteamiento histórico que (…) es al mismo tiempo dialéctico e impulsado por la necesidad” (Arendt citada por Mayer, Las Furias, pp. 22).
Todo esto es del orden de la guerra absoluta, del orden de la acción y reacción. Clausewitz habla de una tendencia hacia los extremos y la guerra es así: es un evento sangriento, un evento desprovisto de humanismo que tiende a los extremos, al aniquilamiento del enemigo.
Parte de esto es una afirmación aguda de Clausewitz cuando da cuenta de que comenzada la contienda, comenzada la batalla, “uno ya no es más dueño de sí mismo”.
Es decir, las relaciones –“estancas” al comienzo de la confrontación– se ponen en juego en el enfrentamiento y todo depende ya de cómo se salga de él. Se puede salir mejor o peor…
Mientras dure la confrontación uno ya no es dueño de sí mismo. No se puede saber por anticipado cómo se saldrá de la batalla, con qué ganancias y pérdidas.
Esto se asimila a los riesgos que supone todo enfrentamiento físico: desde un duelo (el caso más extremo de enfrentamiento individual, por así decirlo), trenzarse a los golpes, etcétera, hasta un enfrentamiento físico o guerrero. Se puede ganar o perder, salir entero, perder un brazo o la vida misma…
Todo esto es del orden de la acción y la reacción, si das un golpe va a haber una respuesta. Hay que medirlo todo: qué partido se tiene, si se tiran piedras o lo que sea. Es acción y reacción porque no es materia inerte, es materia viva que reacciona: “Según Quinet, desde la sesión real de los Estados Generales de 23 de junio de 1789 y hasta el Manifiesto de Brunswick de julio de 1792 y más allá, ‘cada ataque de la corte provocaba un nuevo ataque por parte del pueblo, [y] cada reacción una nueva respuesta’. A su parecer, una sucesión y acumulación de provocaciones y amenazas provocaron ineluctablemente represalias que sólo tiempo después fueron percibidas y modeladas como parte de un sistema” (Arno Mayer, Las Furias, pp. 127).
Estas enseñanzas sirven para la lucha de clases porque parten de una valoración política. Clausewitz coloca varias definiciones de la guerra absoluta y he aquí su genialidad: afirma que en realidad nunca hay guerras absolutas –completamente absolutas– porque siempre está la mediación de la política. Es decir: la tendencia a los extremos que supone toda confrontación se ve limitada por consideraciones políticas.
Lo que hay son “guerras políticas”. Lo que siempre existe es una evaluación -política- como factor mediador de los hechos puramente “físicos”. Cuestiones que limitan el evento guerrero: la guerra pierde consenso, hay que retirarse, se rebela la retaguardia, hay crisis económica, etc. Mil cosas que pueden ocurrir y mediatizar los desarrollos.
La guerra absoluta no es la guerra real. Quizás el Frente Oriental en la Segunda Guerra Mundial fue lo que más se le aproximó por su carácter de guerra de exterminio. Pero aun así, toda guerra está cruzada por determinaciones políticas.
La guerra absoluta resta como un “concepto límite” que permite pensar el problema de que todo enfrentamiento físico, toda guerra, tiende hacia los extremos porque apunta a destruir el enemigo; acabar con su voluntad[21].
Pero al mismo tiempo, toda guerra está fatalmente limitada por factores políticos que mediatizan sus tendencias “extremistas”.
La guerra civil
Se puede hacer una suerte de “arcoiris” entre todas las combinaciones posibles de guerra y política para ver cuánto contienen de “composición guerrera” y cuánto de “composición política”. La guerra civil es la “guerra política” por antonomasia con múltiples expresiones en el último siglo, como la guerra civil en la ex URSS después de la Revolución de Octubre, el ascenso del fascismo en toda Europa, la Revolución China, la Guerra Civil Española, etcétera.
Enzo Traverso desde la izquierda y otros historiadores desde la derecha, manejan el concepto de “guerra civil” para una guerra de clases que se extrapola más allá de los límites de un Estado, como fue el caso del ciclo político desde la Primera Guerra Mundial hasta la finalización de la segunda.
Si bien hay que tener cuidado de no extrapolar categorías –hay que arrancar siempre primero por el carácter social de los Estados contendientes y luego ver la forma política que adquiere la confrontación–, es verdad que dicha época de aguda confrontación entre revolución y contrarrevolución contuvo elementos de guerra civil junto con los elementos más clásicos de guerra entre Estados (ver “Causas y consecuencias del triunfo de la ex URSS sobre el nazismo”, en www.izquierdaweb.com, del mismo autor de esta nota).
Así las cosas, podríamos decir que contienen elementos de guerra civil determinadas guerras entre Estados, guerras “no convencionales” cuyo carácter de clase y de exterminio se expresó de manera abierta, como el Frente Oriental en la Segunda Guerra Mundial: una guerra de conquista territorial imperialista contrarrevolucionaria contra el “bolchevismo”.
Se trataba de un “bolchevismo burocratizado”, que duda cabe, que no era el bolchevismo en absoluto pero que era visto como tal por ser la URSS la patria de la Revolución Rusa.
Una “guerra política” por antonomasia donde la orden que tenían los generales y oficiales de la Wermach era fusilar en el acto a todos los comisarios políticos del Ejército Rojo.
Un trabajo reaccionario pero que aporta elementos para pensar críticamente es el del historiador alemán Ernest Nolte, La guerra civil europea, 1917-1945, donde el concepto de guerra civil está colocado al servicio de justificar al nazismo.
Nolte dedica toda su obra a “demostrar” que el bolchevismo sería “el responsable del nazismo”: “Existió una relación de acción y reacción, de provocación y respuesta, de original y copia entre el comunismo soviético y el anticomunismo militante de los movimientos y regímenes fascistas, en particular del nacionalsocialismo radical fascista llegado al poder en Alemania” (Nolte; 2011; 11).
En su caso, extralimitarse con el concepto de guerra civil está al servicio de ocultar el carácter de guerra imperialista contrarrevolucionaria de conquista territorial del nazismo sobre la ex URSS, disimulado detrás de un supuesto “conflicto de ideologías”…
Volviendo a nuestro argumento, la definición clausewitziana de que durante el combate “no sos dueño de vos” es util para la lucha política. Cuando comienza una batalla política uno no sabe exactamente cómo va a salir librado.
No es una cuestión pautada por las matemáticas, es ciencia y arte de la política revolucionaria, porque toda batalla política tiene también elementos de incertidumbre. Aunque de todos modos, claro está, en la guerra se arriesga el pellejo…
Toda confrontación tiene elementos de incertidumbre, tanto en la guerra como en política. Se debe hacer un conjunto de previsiones, no se trata de que seamos “hechiceros” ni pragmáticos.
En Ciencia y arte de la política revolucionaria hablamos de las “dotes del científico y del creador” en el sentido de que hay que prepararse, tener una evaluación. Pero en todos los enfrentamientos hay elementos de incertidumbre.
Se tiene controlado determinado territorio, se va a la guerra, y se puede salir fortalecido o debilitado. Durante el enfrentamiento (una guerra o una lucha de clases radicalizada) se arriesga.
Es profundo Clausewitz. Logra en pocas palabras, en simples aforismos, dar cuenta de las reglas de toda lucha. Parte del duelo. El duelo está en el orden de los extremos porque es a muerte, no se puede pactar la paz.
Por el contrario, Clausewitz afirma que el objetivo de toda guerra real es pactar la paz. Pero en el duelo no hay manera de pactarla. El militar alemán es extremadamente dialéctico: si se va a un duelo, se vive o se muere, no hay tercera opción[22].
La imagen del duelo es la imagen de la guerra absoluta porque uno de los contendientes necesariamente muere. En la guerra real se pacta la paz. Puede ser que uno entre con una idea pero al final, quizás, se negocia otra, porque la guerra real está limitada por determinaciones políticas.
Hitler era extremadamente militarista en la manera de conducir la guerra. Era totalitario, no podía pactar la paz. Su estrategia en el Frente Oriental era de “tierra arrasada”, matar o morir. Fracasó, en parte, porque no se dio una política hacia las poblaciones ocupadas[23].
En el ocaso de la Alemania nazi los aliados plantearon una política de rendición incondicional. Pero tenían condiciones de sobra para esto, por eso se decantaron para ese lado. Rendición incondicional es que te arrasen.
Pero no es necesariamente del orden de la guerra absoluta, aunque lo parezca, porque depende de que haya condiciones extra-militares, políticas, económicas y militares, claro está (atención que en las guerras industrializadas modernas la retaguardia es tan o más importante que el frente).
El duelo es a muerte. Las guerras pueden ser durísimas pero nunca son “totales”. En la guerra civil rusa la revolución se salvó porque las potencias imperialistas estaban exhaustas de la guerra mundial. Si las 22 naciones imperialistas y gobiernos reaccionarios que apoyaron a los blancos hubiesen puesto tropas regulares en el terreno, la historia hubiera sido otra…
Pero no había condiciones políticas para involucrarse totalmente en una nueva guerra. Recordemos los casos de insubordinación antibélica, por ejemplo, en el ejército francés, donde los soldados fusilados para frenar la insubordinación fueron creciendo a partir de las masacres de Verdun y el Somme (1916/7).
La guerra civil rusa fue una guerra sangrienta. Fue todo lo absoluta que podía ser, lo más cercano a una guerra absoluta. Desangró al país y arruinó las bases de la dictadura proletaria apenas nacida (una paradoja tremenda, “Ascenso y caída del gobierno bolchevique”, www.izquierdaweb). Pero así y todo, no fue una guerra absoluta sino una “guerra civil política”, un cruce entre guerra y política: “Por su naturaleza, sin reglas para el combate y la venganza, la guerra civil es un caldero de violencia lujuriosa y no premeditada” (Mayer, 2014, 362).
En resumen: se pueden hacer teorías politicistas o militaristas de la guerra. Pero lo que nunca se puede perder de vista es a la guerra como factor derivado de la política: “Clausewitz habla del enfrentamiento militar como de ‘otra clase de lenguaje y de escritura’ para los pensamientos de la política y termina diciendo que la guerra ‘es seguro que posee su propia gramática, pero no su lógica propia” (Vega; 1993; 78).
Colocar al partido a la cabeza del proceso histórico
Veamos para finalizar con lo que damos en llamar el “paralelogramo de fuerzas de la política revolucionaria”.
Lo concebimos como la capacidad de estar en el momento justo donde hay que estar. Se puede aprovechar hasta con organizaciones pequeñas. El paralelogramo de fuerzas es algo que inicialmente se constituye de manera objetiva, un conjunto de determinaciones que condensan objetivamente pero que hay que saber aprovechar para ponerse a la cabeza.
La figura del ‘paralelogramo de fuerzas’ nos fue sugerida por una carta de Engels a Joseph Bloch (1890). Engels colocaba dicho paralelogramo como producto de determinaciones puramente “objetivas”.
Sin embargo, a la cabeza de dicho “paralelogramo” se puede y debe colocar el partido para irrumpir en la historia, romper la inercia con el plus subjetivo que añade el partido: “(…) la historia se hace de tal modo que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelogramos de fuerzas, de las que surge una resultante –el acontecimiento histórico–“ (Engels, 21/22 de septiembre de 1890).
Como vemos, el paralelogramo arranca como una determinación objetiva. Pero si el partido, como elemento subjetivo, logra apreciarlo, podría ponerse a la cabeza influenciando en la situación.
Es del orden de la política, de la riqueza y creatividad de la política. Y tiene un plus: logra pasar en cierto modo por encima de las limitaciones materiales del propio partido y aprovechar la circunstancia; un plus que viene de la capacidad de hacer política, de la creatividad política, de estar en el momento justo donde hay que estar.
Una resultante que va más allá de nuestras fuerzas subjetivas, y es otra manera de entender el argumento de Trotsky cuando habla de la “creación de poder” que implica la política revolucionaria, el plus que puede y debe aportar el partido en la situación total.
Ese “paralelogramo de fuerzas” hay que saber aprovecharlo. Sólo cada tanto tiempo se crea un paralelogramo de fuerzas que puede ser aprovechado. Las circunstancias sólo en momentos muy específicos condensan de tal manera que dejan, incluso a pequeñas organizaciones, al frente de los desarrollos[1].
Por supuesto que cuanto más orgánica tenga el partido revolucionario, más se puede aprovechar la circunstancia, más “poder” se podrá crear (es decir: más serio, profundo y orgánico será el desafío al poder existente).
La mecánica es la misma en lo grande y lo pequeño, aunque las consecuencias, claro está, serán de diferente magnitud. Pensemos en el paralelogramo de fuerzas de la Revolución Rusa. La Revolución de Febrero no la creó el bolchevismo (aunque los obreros formados por Lenin hayan tenido determinado protagonismo, como decía Trotsky). La revolución campesina sustanciada a lo largo del año tampoco la creó el bolchevismo. Ni la revolución de las nacionalidades y la insubordinación en el ejército contra la guerra. Fueron un hecho; un producto de la explotación, la opresión y de la guerra.
Ni siquiera la levadura del levantamiento obrero lo generó el bolchevismo; se crearon en las condiciones dadas de repudio al zar y a las condiciones brutales de vida. Hay mil cosas que el bolchevismo no generó, que ocurrieron de manera objetiva.
Sin embargo, y esto es fundamental, lo que sí conquistó el bolchevismo fue la dirección del sector más concentrado de la clase obrera y, por intermedio de él, se colocó a la cabeza de este paralelogramo de fuerzas, de la revolución, como partido revolucionario histórico.
Se trata en el fondo de una cuestión del orden de la política, del orden de la estrategia, de la ciencia y el arte de la política revolucionaria.
Desde ya que esa capacidad política de dirigir debe tener una traducción al momento “físico”, militar del asunto: la insurrección, la guerra civil, la toma del poder, la conspiración.
Pero lo que queremos subrayar aquí es la capacidad de hacer política revolucionaria, colocarse a la cabeza del paralelogramo de fuerzas generado por todo un conjunto de circunstancias; apreciar sus determinaciones más profundas.
Tener la sensibilidad política de responder correctamente en los momentos donde se forma un paralelogramo de fuerzas, y la izquierda revolucionaria, haciendo política revolucionaria, lo aprovecha.
Se trata de la capacidad transformadora de la política revolucionaria, que se deduce de las correlaciones que se forman objetivamente y que el partido, con capacidad y sensibilidad política, las debe saber aprovechar convirtiéndose en una potencia (crear poder, mover montañas).
No es tan sencillo “ver” ese paralelogramo, hay que apreciar la posibilidad. Y esto es del orden de la “pura política”: hay que conquistar la capacidad de lograr buenas apreciaciones políticas, valorar los cambios de coyuntura, darse cuenta de los momentos donde los hechos políticos condensan en un punto.
Los paralelogramos de fuerza son universales, se generan cada tanto sobre todo en las sociedades que tienen una lucha de clases dinámica.
Sin embargo, tienen sus condiciones para la política revolucionaria. Primero, hay que tener partido para aprovecharlos. Segundo, los paralelogramos van haciéndose más críticos conforme la burguesía está peor (¡lo que redobla la necesidad de partido!).
Tercero, el arte del análisis, la formulación de la política, la comprensión de que el tiempo político es un tiempo sustantivo, no mecánico, no vacío. Esto se aprecia claramente en Trotsky: las coyunturas cambian.
Se trata de entender dichas coyunturas, aprender a hacer política revolucionaria, una cuestión que determina todo lo demás y es del orden de la cotidianeidad política.
Todos estos conceptos son del orden de la ciencia y arte de la política revolucionaria que, en el fondo, es otro curso. Porque lo que estamos viendo acá se “reduce”, básicamente, a las correlaciones entre guerra, política y partido revolucionario.
El tema de las temporalidades es muy complejo y muy rico. Hay superposición de temporalidades, de relaciones de fuerzas; hay “contratiempos”. Un período político es conservador o reaccionario, pero quizás el “contratiempo” sea progresivo, lo que requiere siempre de una apreciación concreta (ver a este respecto Ciencia y arte de la política revolucionaria).
La política revolucionaria jamás es del orden de lo mecánico, siempre es del orden de lo dialéctico. Siempre hay “contratiempos”, tiempos “alternativos”, puntos de apoyo para la acción.
Por eso la apreciación política no es fácil, requiere oficio, requiere vínculos con las masas, no puede ser de laboratorio, de probeta. Hay que pensar el presente como una temporalidad plena de posibilidades.
Clausewitz afirma algo profundo: «la estrategia es muy simple, lo difícil es sostenerla». Establecer los objetivos estratégicos es sencillo; después hay que conquistarlos.
El partido es un elemento conscientemente construido, el elemento consciente del paralelogramo de fuerzas. Como factor subjetivo, no puede crear las correlaciones más generales, pero sí puede aprovecharlas si existe. Si el partido no existe, no puede aprovecharlas y llevarlas más allá, colocarse como un “factor objetivo” en la cadena de los acontecimientos.
Ese plus que da el partido es una conquista del marxismo revolucionario del siglo XX, no del marxismo clásico de Marx y Engels.
Trotsky va y viene en sus consideraciones al respecto porque no es subjetivista. Afirma que lo que no hiciste hoy quizás mañana no lo puedas hacer. Es una reflexión profunda sobre la temporalidad en política. Es un problema del orden de la creatividad histórica, política; de la relaciones entre lucha de clases y partido.
En un momento determinado, si no se aprovechan las circunstancias, estas se vuelven en contra y se pasa el momento.
El problema del poder es un problema eminentemente de tiempo. El partido es un factor subjetivo que puede convertirse en objetivo y hasta la personalidad dirigente transformarse en un eslabón “objetivo” del proceso histórico: Lenin a la cabeza del partido bolchevique era irreemplazable para esa batalla.
El elemento más subjetivo, dadas las circunstancias, puede aspirar a cumplir un papel objetivo. El papel de la personalidad en la historia –el factor más subjetivo– puede ser inmenso y no romperse con el materialismo, si esa personalidad está en el momento justo, a la cabeza de un paralelogramo de fuerzas que incluye a un partido revolucionario con influencia de masas.
Esto lo traemos para transmitirles la inmensa riqueza del elemento creador de la política; la capacidad de apreciar esos momentos.
[1] De los clásicos podemos elegir El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, de Lenin y Stalin, el gran organizador de derrotas, de Trotsky. El primero, un verdadero “manual” sobre reglas elementales del arte de la política. Y, el segundo, abordando directamente las cuestiones de táctica y estrategia, el pasaje de la lucha política en la lucha física, texto al cual podemos agregarle Lecciones de Octubre -que va directamente en este último sentido-. Sin olvidarnos, también, de la magistral Historia de la Revolución Rusa que más que un texto puramente “histórico” es, quizás, la obra más completa de Trotsky sobre la política revolucionaria al calor de una revolución.
[2] Hablamos de “justas correlaciones” porque hay desvíos tanto pacifistas-reformistas como militaristas-instrumentalistas.
[3] Experiencias como la del puente grúa en Gestamp o los trabajadores del molino Minetti subidos a los silos de la planta exigiendo una respuesta, van en este sentido.
[4] Carl Schmitt subraya que Lenin era un gran conocedor de la obra de Clausewitz. La estudió de manera concentrada en 1915 y dejó extractos en alemán.
[5] “Bajo el influjo de Sharnhorst, Clausewitz se interesó por la visión histórica de la guerra (…) y llega a la temprana conclusión de que la política es el ‘alma’ de la guerra” (Vega; 1993; 16).
[6] Marx habla en el XVIII Brumario de Luis Bonaparte de la “teatralización” de la política, que remite a que nadie presenta sus intereses como tales sino enmascaradamente. Y es parte del arte de la política revolucionaria desenmascarar dicha teatralización.
[7] Se trata de una correlación dialéctica donde lo que queremos subrayar es la importancia absoluta del partido. Los partidos son la institución que emerge menos “objetivamente” -a diferencia de los sindicatos u organismos de lucha, que son más espontáneos-. Son más “abstractos” para las masas. Y por lo tanto, si no los construye la militancia, no los construye nadie.
[8] Sobre la delimitación entre movimientos y partido ver nuestro texto “A cien años de Qué Hacer. Lenin en el siglo XXI”, www.izquierdaweb.
[9] Por vasos comunicantes nos referimos a que muchos de los conceptos de la guerra se aplican a la política. Además, existe cierta reversibilidad, en el sentido de que si la guerra es la continuidad de la política por otros medios, la política es también una de las formas de expresión de la “guerra de clases” que se sustancia cotidianamente bajo el capitalismo. Comprender esta “reversibilidad” y las íntimas relaciones entre política y guerra permite apreciar la política de manera revolucionaria, no adocenada. Una política que inevitablemente, como dijera Trotsky, llevada a su remate se transforma en enfrentamientos físicos y guerra civil.
[10] Esta cuestión nos llevaría a una larga digresión. Nos alcanza con señalar que el tipo de estructura de las formaciones armadas no es democrática, se basa en órdenes. Toda la experiencia del siglo pasado atestigua que sobre la base de aparatos militares, la clase obrera no puede ejercer el poder. Se trata de un aparato que ejerce el poder eventualmente “en su nombre”, pero que en ningún caso es, “la clase obrera organizada como clase dominante” (lo que requiere de organismos soviéticos o similares propios de los trabajadores).
[11] Una guerra civil se sustancia en el seno de un Estado. No suele haber guerras civiles entre Estados aunque las “guerras estatales” adquieren un contenido de clase, como cuando un Estado capitalista ataca a un Estado obrero o en oportunidad de las guerras inter-imperialistas. Sin embargo, una línea de reflexión ha extendido el concepto de guerra civil a algunas guerras entre Estados, cuestión que abordaremos más abajo.
[12] La colectivización forzosa de Stalin en los años ’30 fue lo opuesto: una expropiación masiva compulsiva y sangrienta de las tierras campesinas, una verdadera contrarrevolución.
[13] En un sentido el joven Partido Comunista Alemán nunca se recuperó de esta pérdida. Una perdida por partida doble porque también se perdió la impronta de Rosa Luxemburgo en la III Internacional, de enorme valor a pesar de todas sus diferencias con los bolcheviques.
[14] Aplicada a otro fenómeno pero para apreciar el contenido político que tiene la guerra civil veamos lo que dice Carl Schmitt respecto a los partisanos (combatientes irregulares que aparecen en diverso tipo de guerras): “Hay que mantener el carácter intensamente político del partisano (…) El partisano lucha en un frente político, y precisamente el carácter político de su actividad revaloriza el sentido originario de la palabra partisano. La palabra se deriva de partido, e indica los vínculos con un partido o grupo que hace la guerra o actúa políticamente de alguna forma (…)” (Schmitt, Teoría del partisano, pp.23).
[15] Una de las guías más sólidas para el abordaje de Clausewitz es una introducción de Pierre Naville que se titula «Carl Von Clausewitz y la teoría de la guerra».
[16] “Los criterios pedagógicos de Clausewitz estaban inspirados en los de Pestalozzi: autoaprendizaje por la acción con el fin de lograr la plena autonomía individual” (Vega, 1993, 19).
[17] El viejo MAS tenía un folleto de educación política básica muy malo, Conceptos políticos elementales: carecía de definiciones que salieran de la legalidad. Porque aunque sean conceptos políticos elementales hay que transmitirle al partido el “arco total de la vida política”, si no queda el peligro de caída en el oportunismo. Imagínense: un partido que tenía miles de militantes y no había ningún capítulo que abordara la ruptura revolucionaria… Formás a miles de militantes en dos o tres cuestiones y ninguna trasciende el orden de lo establecido; un problema terrible.
[18] Sobre todo parece mecánico en el tratamiento de lo que llama “guerra de trincheras” y “guerra de movimiento”. De sus debilidades se han agarrado todos los reformistas que en el mundo hay… Ahora, como filósofo político, insistimos, es de lo más brillante en el campo del marxismo revolucionario. También incluso como pensador general sobre la política revolucionaria y el partido; trasunta experiencia constructiva.
[19] Arno Mayer afirma lo mismo: “la violencia aparejada a la revolución se mueve hacia los extremos”. Y referido a la dinámica específica de la guerra civil agrega citando a Chateubriand: “Es desde luego horrible que los vecinos de una comunidad ‘arrasen la propiedad del otro y manchen su hogar de sangre” (Las Furias, pp. 21).
[20] A este respecto sugerimos el estudio de Su moral y la nuestra de Trotsky, un texto que es maestro en el abordaje de las leyes que gobiernan la guerra civil, la lucha de clases en sus casos más extremos.
[21] Paradójicamente, la guerra civil, que es la guerra más política de todas, es al mismo tiempo quizás la guerra más absoluta, en la medida que al perderse todas las relaciones de solidaridad entre las clases, como afirmara Trotsky, tiende a estar fuera de toda regla, de toda ley: es extremadamente sanguinaria. Es, por ejemplo, lo que cuenta Ernest Mandel respecto de los pogromos antibolcheviques y antisemitas durante la Segunda Guerra Mundial llevados a cabo por los nazis (en las barrancas de Babi Yar, Ucrania, se exterminaron 33.000 personas en una sola noche).
[22] Así murió Ferdinand Lasalle, gran dirigente del movimiento obrero alemán en su etapa fundacional (tenía una concepción estatista y burocrática de las relaciones políticas). Marx terminó enojado con Lasalle por sus concepciones. Pero independientemente de esto, llevado por su inmadurez, Lasalle murió a sus jóvenes 46 años en un duelo (contra las recomendaciones que se le hicieron en contrario).
[23] Imposible darse una política cuando se considera a toda la población “subhumana”. De este modo, toda una parte de la población campesina de Ucrania y Bielorrusia, muy afectada por la colectivización forzosa, que festejó la llegada del nazismo inicialmente como “ejército de liberación”, muy rápidamente se dio vuelta. La ceguera de Hitler en el Frente Oriental llegó a extremos inauditos.