Origen y desarrollo de la clase capitalista
La formación de la clase capitalista china, incluidos sus “milmillonarios” –personas con patrimonios superiores a los 1.000 millones de dólares, de los cuales hay más en China que en EEUU– es una historia inseparable del PCCh. Y no de ahora. Los cuadros superiores del partido que administraban empresas estatales luego privatizadas en los 80 y 90 fueron los primeros y obvios candidatos a quedarse con ellas a precios muchas veces irrisorios. Las “campañas contra la corrupción” que debían prevenir este tipo de procedimientos rara vez eran efectivas u otra cosa que un adicional mecanismo de chantaje y reparto o arrebato del botín. Y donde los cuadros partidarios no eran los beneficiarios directos del proceso, fueron en todo caso los intermediarios necesarios con aquellos aspirantes a capitalistas sin vínculos directos con el partido.
En este punto, la relación entre capital privado y funcionarios del partido y el Estado es tan simbiótica que, de una manera que no resulta concebible en el marco legal de los países occidentales desarrollados, muchas veces no es fácil discernir dónde comienza y dónde terminan los poderes y atribuciones de cada parte. Como dice Alvin So en Class and Class Conflict in Post-Socialist China (2013), “muchas empresas colectivas son propiedad de y dirigidas por capitalistas, mientras que muchas empresas privadas son desprendimientos de entes estatales cuyos dueños y gerentes son cuadros partidarios o gente allegada a ellos. (…) [Es] muy difícil distinguir qué parte del sector privado es propiedad del Estado propiedad colectiva o de capitalistas, porque los límites de las relaciones de propiedad suelen estar borroneados”, de modo tal que “los altos estratos de la burocracia estatal, los capitalistas particulares y la opaca mixtura de ambos que hay en el medio pueden ser mejor comprendidos como constituyendo una sola clase dominante” (Gilbert, cit.).
Como señalaba Bruce Dickson, sinólogo de la Universidad George Washington, ya en 2003, el régimen del PCCh maneja desde hace décadas una estrategia con dos vectores: crear lazos institucionales entre el Estado y el sector privado y cooptar individualmente a empresarios como miembros del partido. Las entidades empresarias son organizadas por el Estado en función del tipo de industria o tamaño de la empresa; la membresía es obligatoria y toda asociación no patrocinada y autorizada por el Estado está formalmente prohibida. Por otra parte, los directivos máximos de tales entidades son siempre miembros del partido o funcionarios estatales. Sin embargo, los empresarios consideran que esas entidades son no sólo representativas en general sino buenas representantes de sus intereses, lo cual es una nueva desmentida de las ingenuas aspiraciones occidentales de que los empresarios, habiendo empezado a gozar de las mieles de la libertad económica, se convertirían en punta de lanza de la libertad política.
Más bien al contrario: lo que hay es un encantamiento de los empresarios con las posibilidades económicas que les ofrece el control brutal del régimen chino. En la misma línea del documental “American Factory”, un estudio de Zhang Lu, Inside China’s Automobile Factories: The Politics of Labour and Worker Resistance, cuenta cómo un directivo extranjero de una joint venture con una empresa china quedó fascinado por las ventajas que suponía para la empresa la forma en que el comité interno del PCCh “movilizaba a los trabajadores para promover la producción”, y cómo en empresas estatales oficiales del EPL eran convocados para entrenar a los recién ingresados en “el patriotismo, la disciplina, el colectivismo y el espíritu de trabajo” (Gilbert, cit.).
Como gracias a la teoría de las “tres representaciones” es perfectamente aceptado y aceptable que la gran empresa sea parte de la conducción estatal y partidaria –contra viejas estipulaciones que lo prohibían–, hay decenas de “milmillonarios” en el Congreso Nacional del Pueblo (el “Parlamento” unipartidario), y a nadie le sorprendió enterarse que el gurú de las finanzas digitales Jack Ma, probablemente el empresario chino más célebre del planeta, es miembro del PCCh. Por supuesto, la implicación no es que Ma adquiere a alguna forma de “comunismo” o “socialismo”, con o sin “características chinas” sino que el PCCh es un excelente guardián de los intereses de una de las elites más concentradas y rabiosamente antiobreras que existen.
Con todo lo importante que es en China la cuestión de la figuración y el prestigio social, la integración de la clase empresaria a los altos niveles del partido y el Estado no se basa sólo en eso, sino en otras concesiones un poco más tangibles, como generosas reducciones impositivas. China es uno de los países donde las empresas pagan menos impuesto a los ingresos, con un sistema tributario de los más regresivos del mundo, ya que el impuesto corporativo es del 25%, un nivel inferior al de cualquier país capitalista desarrollado y similar al de los países más pobres o los refugios fiscales. De hecho, las empresas públicas pagan una tasa mayor de impuestos a las ganancias que las compañías privadas, para no hablar de múltiples exenciones específicas. Así, pese a que en 2005 las empresas privadas representaban un 50% del PBI, su aporte en impuestos corporativos fue sólo un 7,1% del total, mientras que las empresas estatales, que explicaban un 39% del PBI, aportaban un 63% del impuesto. Este nivel de condescendencia estatal con el sector privado es uno de los muchos factores que explica que, lejos de ser un potencial desafío al “autoritarismo del régimen”, el empresariado chino (y el extranjero que hace negocios en China) prefieran apoyarse en y aprovecharse de él para la mejor marcha de sus negocios.
Justamente, si hay algo en lo que China se ha puesto silenciosamente a la par de las potencias occidentales es en la formación de su clase empresarial. La cantidad y calidad de MBAs (maestrías en administración de negocios) en oferta en universidades chinas está por encima de cualquier país occidental salvo EEUU. Tradicionalmente, la formación empresarial de la elite de negocios china se efectuaba en las mejores universidades del extranjero. Pero aunque eso sigue existiendo, cada vez son más los empresarios chinos que se forman en instituciones locales, y hay buenas razones para ello.
Una es la mejora del nivel académico. Cuando el diario Financial Times inició la publicación de su lista anual de los 100 mejores MBA del mundo, no había ninguna universidad asiática. En 2019 hay 17, nueve de ellas chinas, y la mejor ubicada es la China Europe International Business School de Shanghai, en el quinto lugar. La legendaria competencia por entrar a las mejores universidades chinas tiene lugar también en los programas de MBA. Tanto el staff docente como los programas de estudio tienen rigor y formación copiados de las mejores instituciones occidentales. Pero a eso se agregan ahora atractivos nuevos. Por ejemplo, durante décadas hacer un MBA era parte de una perspectiva de entrada a compañías multinacionales extranjeras, no chinas. Las compañías chinas no estaban en condiciones de –y acaso no necesitaban– pagar un ejecutivo de formación global. Pero el mismo desarrollo del capitalismo privado chino ha ampliado las necesidades y las posibilidades para estos aspirantes a directivos de la elite empresarial. Es aquí donde los MBA chinos pueden ofrecer una ventaja competitiva respecto de cualquier curso en Harvard o Stanford.
Sucede que, a diferencia del pasado, los nuevos líderes del empresariado chino no pueden ser simples traducciones chinas de la formación de negocios occidental, sino que deben estar preparados para navegar en el ecosistema económico del “capitalismo con características chinas”. Esto modifica desde los planes de estudio –los casos de estudio ya no son ejemplos tomados de EEUU en la década del 80– hasta las ventajas intangibles en términos de pertenencia a la elite que son parte del activo y currículum oculto de cualquier universidad. Los empresarios que se forman en los MBA chinos consiguen un aprendizaje inaccesible en otros países y de utilidad incalculable: desde el acceso a información de culturas de empresas hasta la manera de manejar la relación con funcionarios estatales, empresas públicas o comisarios políticos del PCCh. Tan valioso –e imposible de poner en manuales o libros de texto– es este conocimiento que es cada vez mayor la tendencia a considerar una maestría en el extranjero como un “costo de oportunidad” imposible de pagar. El dinamismo de la escena de negocios china es tal que quien sale de China varios años a hacer su maestría o doctorado puede encontrar irreconocible el ambiente original. De allí que, salvo en los casos de universidades menos prestigiosas –el abismo de calidad entre ellas es una réplica más del sistema universitario estadounidense–, no sólo no se pierden alumnos en la competencia con la oferta extranjera sino que muchas multinacionales extranjeras, sobre todo asiáticas, interesadas en reforzar sus vínculos económicos con China, envían a sus ejecutivos a hacer sus maestrías de negocios allá (TE 9171, “MBAs with Chinese characteristics”, 15-2-20).
Estos semilleros de capitalistas ya están rindiendo frutos. Los “unicornios” (empresas nuevas en el ramo tecnológico valuadas en al menos 1.000 millones de dólares) chinos están a la altura, en cantidad y valuación de mercado, de los de EEUU, y entre ambos países abarcan el 90% del total, según el McKinsey Global Institute. Los emprendedores y capitalistas de riesgo chinos aprovechan condiciones inexistentes en el resto del mundo: no sólo la escala demográfica, sino la creciente urbanización, el uso generalizado de celulares con conexión a Internet, el escaso control estatal (y la actitud poco estricta de los usuarios) sobre la cesión de datos personales, la voracidad del público por usar nuevas aplicaciones –muchas veces, sucedáneo de una capacidad de consumo limitada de bienes más costosos–, el bajo grado de bancarización tradicional (todo el mundo paga todo con el celular), y una mayor tolerancia de los usuarios a las fallas de calidad, todo lo cual facilita el desarrollo del sector tecnológico (TE 9059, “The next wave”, 3-9-17).
Todo esto es perfectamente compatible con el “socialismo con características chinas” en la medida en que el PCCh demuestre ser el garante de la estabilidad social, que es a la vez la estabilidad de la prosperidad y las ganancias capitalistas. El pacto tácito, o no tanto, entre partido y empresas es que en esta relación de mutua conveniencia a ninguna de las partes le conviene socavar a la otra, de modo que la única amenaza sólo puede venir de fuera. Lo que nos deja dos candidatos: los crecientes sectores medios y la clase trabajadora de la ciudad y del campo.
2.6.2 La “nueva clase media”
La clase media con formación intelectual, en muchos sentidos el chivo expiatorio de la “Revolución Cultural” en tanto fue el blanco de una campaña “antiburguesa” sin que hubiera mucha burguesía para combatir –los intelectuales operaron así como el sucedáneo inmaterial de una burguesía inexistente–, recibe en cambio un lugar clave en el esquema de las “tres representaciones”. Es desde aquí que se recluta el grueso de los nuevos cuadros técnicos, ingenieros y profesionales necesarios para sostener y profundizar el impulso de desarrollo económico y tecnológico. Pero tanto los cantos de sirena del régimen en cuanto a su extensión como las esperanzas occidentales de que se trate de una base social para una futura democratización o fuente de de presiones por reformas liberales están muy sobredimensionadas.
Comencemos por la cuestión del tamaño de la “nueva clase media” china, que es amplio motivo de controversia, por cuanto las estimaciones van desde los 100 hasta los 600 millones de personas. Naturalmente, todo depende de cómo se pretenda medirla y con qué se compara. Contra los pronósticos oficiales de 2007 de que para este año “más del 50% de la población será de clase media”, los resultados que se pueden medir con más seriedad son mucho más modestos (aunque, como siempre en la escala china, hablamos de números gigantescos). La consultora Mc Kinsey, tomando como medida el nivel anual de ingresos en un rango de 11.000 a 43.000 dólares, calcula que la clase media subió de apenas 5 millones de hogares en 2000 a 225 millones de hogares en 2016. Pero estas cifras, que indicarían que más de la mitad de la población es de clase media, parten de un umbral sumamente bajo, el mismo error que cometían las estimaciones del HSBC sobre la “clase media” india (ver al respecto nuestro texto sobre economía mundial en la edición anterior de esta revista). Estimaciones más recientes (y más en línea con estándares internacionales) oscilan entre un piso del 10 y un techo del 15% de la población, aunque en este último caso incluyendo seguramente los estratos más calificados de la clase trabajadora.
No obstante, más allá de la línea de ingresos, sí es verdad que hay una línea “cultural-aspiracional” que puede encerrar a franjas más vastas de la población, especialmente la urbana y menor a los 35 años. En las grandes ciudades, el ingreso promedio per cápita está aproximadamente al nivel que tenían Taiwán y Corea del Sur a comienzos de los 90. En ese ambiente se entrecruzan rasgos actuales de la sociedad china como el avance general del estándar de vida, la modernización de los medios de comunicación, la represión política y el orgullo nacionalista por el rol crecientemente protagónico de China en la arena mundial, a lo que habría que agregar ahora la respuesta del régimen a la crisis del coronavirus. La resultante de esas fuerzas, hasta ahora, parece ser un relativamente sólido consenso alrededor de las políticas oficiales.
Los temas tabú son conocidos por todos, sin necesidad de que hayan leído la lista de “siete cosas que no se deben discutir” elaborada en un documento interno del PCCh en 2013: valores universales, libertad de prensa, sociedad civil, liberalismo económico, errores históricos cometidos por el partido, la democracia constitucional estilo occidental y, sobre todo –y alargando considerablemente la lista con peligrosa vaguedad–, “cuestionar la naturaleza del socialismo con características chinas”.
Las formas de descontento más específicas de la clase media (reclamos de mayor transparencia y mayores libertades individuales) o bien se encuentran bastante encapsuladas o bien no alcanzan a desequilibrar la legitimidad ganada por el PCCh en otros terrenos. Uno de ellos, como se señaló, es el orgullo nacional. Como concluye con resignación un analista, “no hay que esperar que la clase media china sea liberal (…). China es un país cada vez más nacionalista. Su pueblo se siente superior al de otras naciones (…). La sociedad china está mucho más conectada a la cultura global que hace sólo unas décadas, pero esa exposición no se traduce en tolerancia: un sorprendente 85% de las respuestas a una encuesta del periódico patriotero Global Times está de acuerdo con reunificar China con Taiwán por la fuerza” (R. Blau, cit.). Como señala Joshua Eisenman, de la Universidad de Texas, “el nacionalismo es el aglutinante” ideológico más fuerte, y “ya que el Partido Comunista Chino ya no es comunista, mejor que sea chino” (ídem).
El nacionalismo, en ocasiones linda con la xenofobia y el racismo. A principios de marzo, el ministerio de Justicia hizo una consulta online sobre la posibilidad de facilitar la residencia permanente a extranjeros con recursos o con alta cualificación laboral, con el argumento de que “China ha sido un gran exportador de talentos en los últimos 40 años, ¿qué tiene de malo que importemos algunos talentos extranjeros?” La reacción fue inmediata, masiva (5.000 millones de comentarios en Weibo, el Twitter chino) y fulminante: pánico racial (especialmente contra los africanos) y sexual (muchas mujeres amenazaron con tirarse de la Gran Muralla antes que casarse con un extranjero, y los hombres llamaban a “defender a nuestras mujeres”). El “debate” terminó censurado por las autoridades y el proyecto fue a parar a un cajón. Un argumento usual frente a las acusaciones de racismo era que eso no tenía sentido porque “China nunca oprimió a los negros”. No debería haber sido una sorpresa para los funcionarios, siendo que desde Xi Jinping para abajo es permanente la prédica del orgullo nacional y racial; el presidente ha dicho varias veces que una de las tantas cosas que hacen única a China es la continuidad durante 3.000 años de los “descendientes del dragón” de piel amarilla y pelo negro (TE 9185, “When nationalism bites back”, 14-3-20). Lo cual vale para el 90% de los chinos pertenecientes a las distintas variantes de la etnia han, pero no tanto para los manchúes, mogoles, hui (musulmanes) uigures y tibetanos, que son invariablemente vistos con recelo.
Sin duda, el PCCh viene fomentando el orgullo chauvinista y la excepcionalidad de la cultura y la nación chinas desde siempre, pero con Xi Jinping esta política pega un salto de calidad, al que se le agrega un toque de xenofobia o al menos extrema sensibilidad a todo lo que sea percibido como poco respetuoso con el país. Por ejemplo, en general los consumidores chinos –especialmente los de mayor nivel social y más “cosmopolitas”– respondieron con entusiasmo a las campañas de boicot motorizadas por el PCCh contra empresas extranjeras ate prácticas comerciales o publicidades consideradas como “insultantes hacia China”. Así ocurrió con marcas como Versace, Coach o Givenchy por vender remeras de Hong Kong, Macao o Taiwán sin aclarar que todos esos lugares son, oficialmente, parte de China, por no hablar de Amazon, que vendía remeras de “Free Hong Kong” fuera de China, y un ejecutivo de los Houston Rockets, una franquicia de la NBA de EEUU, que se pronunció a favor de los manifestantes de Hong Kong. Todas ellas ofrecieron las correspondientes disculpas. Y a veces ni siquiera se trata de acciones de las empresas, sino que éstas son tomadas como chivo expiatorio de las políticas de estados “rivales”, como ocurrió con la cadena de supermercados coreana Lotto y la japonesa Toyota en momentos de tensión bilateral. Los boicots tuvieron una efectividad brutal, tanto en el daño que generaron como en la rápida retirada de los agredidos.
Una pista del origen de esa posibilidad de generar consenso cultural alrededor de la política de afirmación chauvinista la da un famoso bloguero, FashionModels, con 9 millones de seguidores en Weibo, el Twitter chino. Durante un viaje a Japón, sostuvo que EEUU y Europa podían ser “culturalmente más poderosos” que China, pero que por eso mismo debían cambiar “esa actitud tan condescendiente” que tienen hacia China (TE 9157, “When patriotism is in fashion”, 24-8-19). El racismo y la xenofobia occidentales y el chauvinismo nativista chino no hacen más que reforzarse mutuamente, con los peores resultados.
Parece una contradicción con este estado de ánimo el hecho de que tantos hogares chinos, especialmente de clase media alta, ambicionen –y muchos concreten– la idea de estudiar en el extranjero. Si bien comenzó como un privilegio de las elites, hace tiempo que ese espectro se ha ampliado; desde la apertura de 1978, más de 10 millones de chinos viven en el exterior, y desde 2002, cuando la cifra de ciudadanos chinos que va a estudiar al exterior superó por primera vez los 100.000, la cifra o ha parado de subir y ronda hoy los 600.000 estudiantes por año; la amplia mayoría de ellos regresa al país con su diploma.
Contra la tradición de Tiananmen y de la revuelta popular en Hong Kong, por ahora no parece que las capas medias urbanas de alto nivel educativo vayan a transformarse en un factor de inestabilidad para el régimen del PCCh. Más bien al contrario: sobre la base de incrementos salariales por arriba del promedio, de subsidios para el acceso a la vivienda y del acceso a la universidad y a ciertos bienes de consumo materiales y culturales, lo que parece haberse desarrollado en amplios sectores de la nueva clase media china es cierta autopercepción complaciente de pertenecer a cierta elite; si no la más alta, donde están los jerarcas del partido y el Estado y los empresarios exitosos, al menos claramente por encima de las masas rurales y de los trabajadores pobres urbanos, con quienes no reconocen mucho vínculo. Y esto los convierte, siempre por el momento, más en sostenedores del actual régimen que en críticos de él. Como observa Blau, “desde 1990 el ritmo infernal de crecimiento económico ha sido la fuente de legitimidad más importante para el partido, con lo consigue su prioridad excluyente; la estabilidad. (…) El acuerdo tácito es que el pueblo puede apropiarse de riqueza material en la medida en que no intente apropiarse también de poder político. (…) Pero protestas como las suscitadas por la contaminación ambiental en Beijing muestran los límites de usar el crecimiento económico como sucedáneo de la legitimidad” (“The new class war”, cit.).
El PCCh es especialmente sensible a campañas y denuncias que demuestren incapacidad o negligencia por parte de las autoridades estatales. Esto se da especialmente en ámbitos como seguridad alimentaria y medicinal, donde un producto sin controlar o regular puede causar centenares o miles de víctimas. En parte, esto obedece a los temores que le genera un creciente desarrollo de actividades de la “sociedad civil” canalizadas a través de ONGs, de las cuales hay tres tipos: las que el partido controla de manera directa o indirecta, las que el partido no controla pero tolera y aquellas cuya actividad es vista como sospechosa o peligrosa para la “estabilidad”, el valor supremo para el PCCh. Por ejemplo, “en marzo de 2015, cinco feministas fueron encarceladas por más de un mes por planear una campaña contra el acoso sexual. Su delito no era defender los derechos de las mujeres, sino querer lanzar una campaña simultánea en varias ciudades. La idea de organizar personas que se unen por una causa común en lazos interprovinciales es anatema para el partido, y la mayoría de sus reacciones se explican por esta preocupación esencial” (Blau, cit.). Pero por ahora el patrón general de la actitud de estos sectores hacia el gobierno es de una aquiescencia que es en parte condicionada a la “buena gestión” y en parte autocomplaciente.
Por supuesto, y en consonancia con patrones políticos y sociológicos clásicos de la clase media, esto puede cambiar a la vuelta de la esquina de cualquier desmanejo de una crisis o de un problema emergente caro al sector. Pero desde hace unos años, y hasta nuevo aviso, las críticas al poder, cuando las hay, son de tipo puntual, específico y local, y rara vez trascienden al plano del control general de la sociedad por parte del PCCh, con el cual parece haber más bien conformidad en la medida en que le ha dado a los sectores medios un lugar que no tenían y que no quieren poner en riesgo si no hay razones serias para hacerlo. De alguna manera, la sensación que los recorre es que darle la espalda al apoyo que pide el partido es una actitud para la que no hay suficientes justificativos y en la que hay más para perder que para ganar.
2.6.3 Las desigualdades regionales y la conformación de la clase trabajadora
Si China es una de las sociedades más desiguales del mundo en términos de ingresos, esas desigualdades se replican, como suele suceder, por regiones geográficas, donde la línea que separa las provincias más desarrolladas, urbanizadas y modernas de las atrasadas, rurales y empobrecidas es muy fácil de reconocer. Se trata, en general, de la brecha entre la costa y el interior, inmensa en todos los órdenes. Las seis provincias costeras del sur, las más ricas (en total son 33 –sin Taiwán–, contando regiones autónomas y especiales y municipalidades con rango provincial), tienen en promedio un PBI per cápita de unos 10.000 dólares (15.000 si se miden por paridad de poder de compra), el equivalente al de un país de ingresos medios que aspira a entrar al grupo de los desarrollados. Su PBI representa el 35% del total del país. El noreste, donde se concentraba la vieja industria pesada estatal, es la región más golpeada; el centro tiene un desarrollo más reciente, pero lejos del de la costa; el oeste es la zona menos poblada y más árida.
Pese a una política oficial que busca nivelar las diferencias, no ha habido progresos sensibles. Quizá el ejemplo más sólido de reconversión y adelanto regional haya sido la ahora célebre provincia de Hubei y su aún más célebre capital, Wuhan, donde se buscó consolidar la industria de semiconductores. Pero en el interior chino se da la particularidad de que, sin contar con el ecosistema capitalista de la costa sudeste, sus salarios no son tan bajos como para iniciar una industrialización al estilo de la China de los 90: en términos reales, son el doble del salario promedio vietnamita, y un 10% más que el de Tailandia. La guerra comercial con EEUU, por supuesto, no contribuye a mejorar el panorama.
Así, la costa sudeste sigue siendo la que marca el camino, en particular los conglomerados urbanos sobre los deltas del río Yangtsé (en cuya desembocadura se encuentra Shanghai) y el Río de las Perlas (Shenzhen). Su madurez económica, su tasa de desarrollo del comercio digital y su incremento de la productividad por obrero la hacen un imán poco menos que excluyente de las inversiones extranjeras: en 2017, la región recibió el 87% del total de IED (TE 9146, “Flyover country v coastal elite”, 8-6-19).
Esta división geográfica es también generacional y por área productiva: la “vieja” clase obrera china estaba en el norte y noreste, en empresas estatales y en la industria pesada o en los servicios públicos; la nueva, en buena medida de origen migratorio, se concentra en la costa sudeste, en empresas privadas y en conglomerados industriales de alta tecnología que producen para el mercado mundial o en servicios privados vinculados a la economía digital. Es materia de debate entre especialistas (y militantes) cuántos vasos comunicantes, continuidad (o discontinuidad) de tradiciones y transmisión de experiencias hay entre ambas generaciones obreras, problema que a tanta distancia geográfica y cultural no estamos en condiciones de saldar, sino sólo de dejar anotado.
Este cambio estructural económico y social de la industria pesada a la industria de bienes de consumo fue sucedido por otro –todavía en desarrollo– desde la industria exportadora a los servicios, lo que es consecuencia de a) una maduración de la industria que ha alcanzado un techo, b) un mayor nivel salarial, que afecta a las industrias más trabajo-intensivas basadas en la pura explotación de mano de obra barata, y c) un cambio de patrón productivo y de consumo general en el sentido de menos bienes físicos para la exportación y más servicios para el consumo interno de una sociedad que está en condiciones materiales de pagarlos.
Veamos en un simple cuadro algunas de estas tendencias, considerando el sector I como agricultura y bienes primarios, sector II como industria manufacturera y sector III como servicios:
Aporte al PBI, por sector 1978 2012
% PBI sector I 27,9 9,2
% PBI sector II 47,6 42,7
% PBI sector III 24,5 48,1
% empleo sector II 17,3 30,3
% empleo sector III 12,2 40,6
Fuente: Oficina Nacional de Estadísticas de China, 2015.
Antes del cambio de siglo, en el XV Congreso del PCCh de 1997, se estableció una política de mayor eficiencia laboral y reconversión industrial, que condujo a cierres y despidos masivos en la vieja industria pesada de las provincias del norte. En menos de una década casi 70 millones de trabajadores perdieron su empleo en el sector estatal industrial, si bien hubo aumento del empleo estatal en otras áreas. El saldo fue, de todos modos, una caída de 95 millones de empleos estatales en 1978 a 68 millones en 2014. En 2015 el Estado representaba el 18% del empleo urbano total.
Estos verdaderos movimientos sísmicos en lo laboral y lo social, incluyendo la reconversión del empleo y la producción rurales, dieron lugar al mayor desplazamiento migratorio de la historia humana (estos récords continuos son parte esencial de las “características chinas”). Cientos de millones de personas se movilizan todos los años por la geografía china en dirección a sus empleos a cientos o miles de kilómetros de distancia de sus ciudades o pueblos natales, para volver a ellos sólo una o dos veces al año.
Los puntos de concentración de vivienda y trabajo obreros que esto ha generado no tienen igual en el planeta. Por dar un solo ejemplo, el centro manufacturero de Dongguan, en la provincia costera de Guangdong, tenía en 2009 más de 8 millones de trabajadores migrantes, con una población local permanente de un millón de habitantes. Este flujo migratorio también se origina en el empeoramiento de las condiciones de vida en el campo, mucho más sometidas que antes a la tiranía de las relaciones de producción capitalistas más tradicionales (y brutales). El quiebre de las comunas agrarias con el fin del monopolio de las compras de granos por parte del Estado, que estaba en la base de la vida económica de muchas familias rurales que tenían una existencia muy modesta pero de ingresos garantizados, generó una total disrupción de la vida social en el campo. Las reformas políticas y económicas condujeron a la expansión de una burocracia estatal dedicada al expolio del excedente rural vía impuestos al mejor estilo feudal. La caída de los precios de los granos y los cerdos –sin garantía estatal– y una carga fiscal que, según un estudio citado por Gilbert, se multiplicó por cinco entre 1990 y 2000, prácticamente expulsaron a amplias franjas de población rural a las ciudades en busca de los medios de vida que su entorno enrarecido ahora les negaba.
El núcleo de este cambio fue la llegada del agronegocio y las tendencias a las operaciones de producción y comercialización a gran escala y para el mercado mundial en el campo chino, algo que no había ocurrido desde la revolución de 1949 hasta casi fines del siglo pasado. Las empresas llamadas “cabeza de dragón”, cobijadas, impulsadas y promovidas por el Estado pero de operación privada, fueron la clave de un profundo proceso de extensión de industrialización agrícola. Comenzaron “ayudando” a las pequeñas explotaciones agrícolas en líneas de comercialización, marketing y reconversión productiva para terminar quedándose con el negocio en un movimiento de concentración de la propiedad y la producción casi sin precedentes: hacia 2011, 110 millones de hogares rurales trabajaban para sólo 110.000 “cabezas de dragón”.
Por otra parte, el desarrollo de estas cabezas de dragón y su agrupamiento (clustering), “es una manera de resistir a las firmas que controlan la producción agrícola de EEUU y buena parte del sistema global de alimentos. Es una decisión política que apunta a mantener el control local de la producción y circulación de alimentos, a la vez que aumenta la competitividad internacional. (…) Los pequeños campesinos son desplazados de manera sistemática por operaciones de compañías de agronegocios de integración vertical”, es decir, que se encargan por sí de todas las etapas del proceso desde la producción hasta la comercialización (M. Schneider, “Dragon Head Enterprises and the State of Agribusiness in China”, en Gilbert, cit.). Es lo que Gilbert llama, de manera sugerente, “acumulación políticamente asistida”, sea porque los cuadros partidarios se ponen al frente de las nuevas empresas, sea porque las autoridades del partido y el Estado cooptan –es un mecanismo ya formalizado– a los directivos empresarios al gobierno local, asegurando los intereses de los capitalistas agrarios.
Esto no significa que la agricultura familiar haya desaparecido, sino que, allí donde logra sobrevivir –los que no, van a engrosar las filas de los emigrantes en busca de trabajo urbano–, lo hace a expensas de volverse menos de subsistencia y más sujeta a las normas capitalistas de producción y del mercado. Por un lado, muchas de esas explotaciones familiares deben recurrir a la contratación de trabajo asalariado y a su reconversión en empresas comerciales; por el otro, como su stock de capital es muy bajo, en muchos casos deben complementar su fondo de capitalización… ¡con remesas de familiares asalariados en las ciudades!
En suma, se trata de un proceso de configuración de una clase capitalista rural cuyos patrones constitutivos son específicos pero no demasiado disímiles de lo sucedido con la burguesía industrial urbana en cuanto al vínculo íntimo entre partido, funcionarios, capital privado y presiones para ser competitivo a gran escala. La pequeño burguesía rural o la pequeña propiedad deben acomodarse cada vez más a un modelo cuyos extremos son, por un lado, el sometimiento a las reglas de un mercado menos local, de orden regional, nacional o incluso global; por el otro, la tendencia a la proletarización de la población rural tradicional, sea como asalariada en las explotaciones pequeñas, en las “cabezas de dragón” o como migrantes urbanos.
Este proceso acompaña el de urbanización general de la sociedad china, que se disparó desde el bajísimo 18% de la población total en 1978 –un índice equivalente al de los países más pobres y atrasados del planeta– al 55% en 2014. De manera concomitante, el índice de empleo rural pasó del 71 al 30% del total en el mismo período, según datos oficiales de 2015. Los trabajadores rurales pasaron del 67,4% en 1978 al 40,3% en 2006, mientras que los trabajadores manufactureros pasaron en ese período del 23,3 al 31,8%.
Estos trabajadores rurales que dejaron de serlo han pasado a engrosar, entonces, en su abrumadora mayoría, las filas de la clase obrera migrante: hay 173 millones de trabajadores migrantes de larga distancia. Llevan vidas solitarias, lejos de su familia, si la tienen; los obreros migrantes sometidos al hukou tienen ahora un promedio superior a los 40 años. En parte por el peso de esta carga de desarraigo geográfico, social y familiar, los más jóvenes prefieren migrar a ciudades cercanas.
En verdad, puede decirse que hay tres capas generacionales entre los migrantes. La más antigua, la pionera del sistema hukou, ya se ha retirado y al hacerlo en su gran mayoría volvió a su provincia de origen, con bajos ingresos pero menor costo de vida y un cierto “colchón social” provisto por su familia y su pueblo natal. La más reciente, de menos de 35 años, en general busca trabajos menos fabriles y a menor distancia de su ciudad, que puede ser aquella en la que trabajaron sus padres. Suele tener más calificación y aspira a trabajos con mejores esquemas de protección social y laboral. En el medio está la “generación perdida”, como la llama Mark Frazier (New School of New York), la de quienes tienen 40-50 años y trabajan en la industria, lejos de sus pueblos y de su familia, con bajos salarios y perspectivas de una pésima jubilación. No tienen residencia local, no tienen aportes suficientemente largos al seguro social como para aspirar a las mejores pensiones y deberían aceptar una pensión provincial del orden de los 80-100 dólares mensuales (TE 9171, “Heroic, expendable”, 30-11-19).
El rápido envejecimiento de la población china pronto se va a convertir en una tensión hacia su crecimiento económico potencial. La mediana de edad de los chinos superará a la de los estadounidenses este año, según proyecciones de la ONU. En los próximos 25 años la proporción de habitantes de más de 65 años pasaría del 12% actual al 25%. Se trata de una tasa de velocidad de envejecimiento de la población similar a la de Japón y apenas más lenta que la de Corea del Sur, con el agravante de que en esos países la tendencia se consolidó cuando su ingreso per cápita real era al menos el triple que el de China. La explicación primaria está en la brutal baja de la tasa de natalidad por mujer fértil, de 4,6 hijos en 1973 a 1,6 hoy (la tasa considerada “de reposición” es 2,1). La otra variable es la expectativa de vida, similar a la de Ghana en 1960 (44 años) y hoy de 76 años, apenas por debajo de EEUU.
El resultado económico de esto es que la población en edad de trabajar empezó a decrecer ya en 2012. Con la tendencia actual, en 2050 sería un 20% inferior a la actual. Para esa fecha habrá sólo dos trabajadores activos por persona jubilada, cuando la proporción en 2000 era nueve a uno. El umbral de retiro es muy bajo –en muchas profesiones, 60 años para los hombres y 50 para las mujeres–, pero el gobierno teme subirlo porque sabe la reacción que generaría. El nivel de presión financiera que esta situación implica para el sistema previsional se agrava si se tiene en cuenta que en gasto en pensiones y salud es del 10% del PBI, algo más de la mitad de lo que gastan las economías desarrolladas en promedio (TE 9167, “Old, not yet rich”, 2-11-19). La escasez de trabajadores ya está impulsando los salarios hacia arriba, lo que está en la base de la relativa pérdida de competitividad de China en ese rubro frente a sus vecinos asiáticos como Vietnam o Tailandia.
Alrededor de un cuarto de los obreros migrantes tiene más de 50 años, aproximándose a la edad de retiro. Y eso es uno de los factores que motoriza protestas obreras en un sector que ya tiene cierta experiencia acumulada. Guangzhou (la ex Cantón), capital de la provincia de Guangdong, a 2.300 km al sur de Beijing, es uno de los centros de agitación fabril. En toda la provincia hubo, según el China Labour Bulletin, más de 130 huelgas y protestas en 2019. Casi una de cada ocho de ellas tuvo como disparador reclamos vinculados a la seguridad social y las pensiones.
Eso es particularmente probable en el caso de los trabajadores migrantes. Unos 100 millones de trabajadores en retiro cobran la pensión urbana básica unificada –a la que contribuyen los trabajadores de las ciudades grandes–, que en 2016 era de unos 370 dólares mensuales (2.600 yuanes). Pero muy por debajo de ellos, 150 millones de pensionados deben aceptar la pensión estatal para residentes “urbanos y rurales”, es decir, migrantes, que pueden llegar a ser apenas de 17 dólares (117 yuanes), lo que incluso para las zonas rurales más pobres es una condena a la miseria. Los 288 millones de trabajadores migrantes, de los cuales 173 millones trabajan fuera de sus provincias de origen, tienen en teoría derecho a la misma protección social que los residentes, pero eso no sucede.
Eso explica que la tasa de ahorro de los hogares chinos sea muy alta en términos internacionales, especialmente si se considera su nivel relativo de ingresos; incluso los pobres ahorran el 20% de su ingreso disponible. (Compárese esto con el hecho de que según un informe de la Reserva Federal de 2017, el 44% de los estadounidenses no tienen ahorros suficientes para afrontar una cuenta inesperada de sólo cuatrocientos dólares.) Pero este espíritu previsor de los trabajadores chinos se debe en buena parte a que, contra lo que se podría esperar, la red de contención social estatal china es muy pobre en términos de jubilaciones, pensiones y seguro médico, especialmente en las provincias más rurales (TE 9182, 22-2-20 “Putting faces to the numbers”).
De esta situación no se salvan ni siquiera lo que podría llamarse la crema de la clase trabajadora china, los empleados de alta calificación (muchos, incluso ingenieros o con formación similar) que trabajan en las grandes tecnológicos chinas como programadores o desarrolladores. A través de una plataforma de Microsoft llamada GitHub mediante la cual los desarrolladores de software pueden estar en comunicación –y que estaba fuera del radar de la censura estatal–, esos trabajadores de los gigantes de Internet aprovecharon para ventilar su furia por la explotación laboral a que son sometidos y denunciar el régimen “996”, esto es, trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche, 6 días a la semana. Entre sus iniciativas estuvo la creación de una página web 996.icu (por la sigla en inglés de “terapia intensiva”) para hacer denuncias y un proyecto llamado 955.wlb, esto es, trabajar de 9 a 5 de la tarde, 5 días a la semana, para lograr “work-life balance” (equilibrio entre trabajo y vida).
La reacción de las compañías en cuestión fue rotunda. Jack Ma, gurú digital, estrella de los negocios y fundador de Alibaba, respondió que “poder trabajar 996 es una bendición”; Richard Liu, CEO de otro mamut digital, JD.com, tuiteó “¡Los haraganes no son mis hermanos!”, siguiendo el ejemplo de la compañías Youzan, que maneja comercios online, y que les dijo a sus empleados que si no les gustaba el 996 estaban invitados a retirarse. Irónicamente, la censura a 996.icu quedó no en manos del gobierno sino de las propias empresas. Como posteó un usuario de Weibo, el Twitter chino, “los desarrolladores 996 de compañías 996 tienen que trabajar 996 para bloquear un sitio sobre 996” (TE 9139, “GitHubbub”, 20-4-19).
En el otro extremo de la clase obrera por nivel de ingresos y de calificación están los migrantes, especialmente jóvenes, que acuden a las ciudades –o incluso vivieron toda su vida en ellas, como hijos de migrantes– para conseguir un empleo que les permita superar la meta de sus padres, que era meramente escapar del hambre y la necesidad. A diferencia de la “nueva clase media”, sus aspiraciones están más lejos de cumplirse y tienen menos para perder, por lo que su potencial de insatisfacción es más alto. Como señala con agudeza un analista, “cuando los observadores de China piensan en posibles amenazas al PCCh, suelen enfocarse en el rápido crecimiento de la nueva clase media. (…) Pero muchos de ellos no se preocupan tanto por el tipo de inestabilidad surgido durante las protestas estudiantiles de 1989. Más bien, los inquieta la agitación que pueden crear los miembros de una subclase social: los trabajadores pobres de las ciudades con lazos familiares rurales, aunque nunca han trabajado la tierra” (TE 9090, “The bitter generation”, 5-5-18).
Un informe de una publicación de Beijing, el Economic Research Journal, desarrolla algunas de sus características: “Ya no quieren quedarse en los peores empleos, no son tan frugales en sus gastos como para enviar dinero a sus padres y no ganan lo suficiente como para casarse. Son menos estoicos y menos dispuestos a sufrir en silencio. (…) Tienen cuatro rasgos comunes que preocupan al partido. Como sus padres, no tienen alto nivel educativo. Los hombres enfrentan una ‘escasez de mujeres’ de su propio nivel social peor que la de sus padres. Tienen ingresos bajos como la generación anterior y sufre la discriminación del sistema del hukou, que los deja fuera de los servicios urbanos subsidiados como educación y salud. Pero además, están mucho más insatisfechos y son más pesimistas que sus padres, porque sus esperanzas de abrirse camino en las grandes ciudades se estrellan contra el alto costo de vida, el cambio demográfico y la hostilidad de los gobiernos locales. A diferencia de sus padres, que sabían que estaban de paso en las ciudades, la vida rural les resulta ajena, pero el hukou y la discriminación social les impiden cumplir sus metas en las ciudades. Son personas verdaderamente marginalizadas” (ídem).
La cuestión educativa, en particular, resulta especialmente decepcionante para este sector: como rara vez pueden enviar a sus hijos a las buenas escuelas estatales, no les queda más remedio que recurrir a instituciones privadas de mala calidad. Y eso cuando pueden conservar a sus hijos consigo: en muchos casos, los problemas laborales o de vivienda los obliga a dejarlos en el pueblo de sus parientes en el campo. Y para los hombres es una fuente de inmensa frustración la escasez relativa de mujeres: la política de un solo hijo por pareja, que generó abortos selectivos de fetos femeninos, distorsionó la paridad natural entre los sexos; durante décadas nacieron muchos más varones que mujeres, con un pico en 2005 de 122 varones cada 100 niñas, una tasa inconcebiblemente desequilibrada. La llamada “hipergamia” –la tendencia de las mujeres a elegir como candidatos al matrimonio sólo a hombres de relativamente alto nivel social y/o educativo, algo que sucede en todos los sectores sociales– empeora el problema. Así, “los migrantes jóvenes tienen una triple desventaja: hay menos mujeres disponibles, las que son de su nivel social tienden a casarse con hombres de mejor posición, y no pueden intentar competir en el mercado matrimonial comprando una propiedad” (ídem).
Debe sumarse a esto el cambio de perfil de los empleos urbanos, de la industria a los servicios. En 2008, el 60% de los migrantes trabajaba en la construcción o en fábricas. Para 2015 esa cifra había caído al 52%, y la tendencia continúa. Pero para trabajadores de bajo nivel educativo, esto significa empleos menos estables y peor pagos, como limpieza o reparto de comidas. El resumen de este panorama, según la publicación Sociological Studies, de la Academia China de Ciencias Sociales, es que la actual generación “parece ser uno de los segmentos más insatisfechos de la sociedad china”, y según uno de sus académicos, Yu Jianrong, “es una amenaza oculta colosal a la futura estabilidad social china” (ídem).
Frente a todas estas fuentes potenciales de descontento, el sistema laboral chino está presidido por un criterio obsesivo del PCCh: la preservación de la estabilidad y la rápida desactivación y cauterización de todo conflicto. Cuando la protesta se revela como realmente representativa, las empresas (aconsejadas siempre por el comité local del PCCh) en general ceden, con una condición: que no haya el más mínimo intento de organización independiente de los sindicatos oficiales y el partido, aunque más no fuere que a través de las redes sociales, la represión es instantánea. Un ejemplo de marzo del año pasado: un grupo de trabajadores de Guangdong hizo circular en las redes sociales un petitorio al gobierno central durante las reuniones de la legislatura nacional. El ciberpatrullaje, alertado por la palabra “petitorio”, identificó a los usuarios, que fueron visitados por la policía a la noche. Los levantaron de la cama y los revisaron en público. Otros fueron desalojados de las viviendas que alquilaban cuando los dueños fueron advertidos de que sus inquilinos eran “problemáticos”.
Este nivel de vigilancia ultrarrepresiva hace que en general las numerosas protestas laborales en China sean de tipo local, incluso “celular”, y que rara vez se eleven por encima de los reclamos contra una empresa, y a veces simplemente contra un directivo o capataz. Pero que esto sea así no significa necesariamente que la conciencia del trabajador chino sea incapaz de ver más allá de ese nivel en todos los casos. Hay múltiples testimonios –casi siempre muy a posteriori del conflicto o bajo anonimato– de activistas obreros que están perfectamente al corriente de la situación y que toman el reclamo parcial no como muestra de limitación política o sindical sino como una de las pocas estrategias defensivas viables ante lo brutal de la represión.1
Aun así, cuando el desmanejo es grande ha habido casos en que esta autolimitación que se imponen los activistas en cuanto al rango del reclamo es superada y hay olas de huelgas en una ciudad o una industria entera. En el caso de empresas con muchas plantas, después de sofocar un conflicto en una se lo ve reaparecer en otras. Fue lo que ocurrió por ejemplo con la gigante Foxconn en 2010 y 2012. En un coloso laboral como China, con casi 800 millones de trabajadores, como señala el académico estadounidense de la Universidad de Cornell y especialista en el movimiento obrero chino Eli Friedman, “en un día cualquiera, es probable que tengan lugar entre media y varias docenas de huelgas”, aunque la información sobre ellas sea sofocada y limitada.
Por otro lado, la brecha generacional o geográfica no es la única que divide a la clase obrera china. Está completamente institucionalizado un sistema de “fuerza laboral dual” a nivel de muchas fábricas, por el cual en toda unidad productiva hay un núcleo de empleados formales, con salarios más altos y mayor nivel de protección laboral y sanitaria, junto con un sector de trabajadores precarios, temporarios, con condiciones de trabajo y términos de empleo mucho peores (laowu gong: trabajadores por agencia). Esta estructura es muy común, por ejemplo, en las grandes plantas automotrices, que también suelen emplear estudiantes y aprendices (el 30% de la línea de montaje en algunas fábricas). En 2010, unos 60 millones de obreros, el 20% de la fuerza de trabajo, estaba en estas condiciones de trabajador de agencia y temporario. Por supuesto, este dualismo es una herramienta de control y debilitamiento de la organización obrera tanto como en Occidente, pero también implica riesgos para las patronales: los bajos salarios de los obreros temporarios, muchas veces con la misma tarea y calificación que los permanentes, ha sido motor de huelgas como la de Honda en 2010
En la relativamente escasa literatura dedicada al tema –escasa, al menos, en comparación con las bibliotecas enteras que generan los estudios de sinología en general en los últimos años– hay relatos y testimonios apasionantes de cierta acumulación de experiencias de lucha y desarrollo de un activismo obrero que empieza a sacar conclusiones. Por ejemplo, la aparición de ciertas tácticas innovadoras que están en sorprendente diálogo y correspondencia con lo que ocurre en los movimientos sociales de Occidente: “Como los trabajadores varones tienen más probabilidad de ser arrestados, sus colegas mujeres son las que se ponen en la primera línea cuando se enfrentan con la policía. Trabajadoras que eran vistas como dóciles y obedientes se vuelven muy valientes y militantes, sosteniendo el frente para proteger a los huelguistas varones” (Hao Ren, China on Strike: Narratives of Workers’ Resistance, 2016, en Gilbert, cit.).
Frente a todas estas divisiones en la clase obrera –geográfica, generacional, por contrato de trabajo, por origen, por trabajar en el sector privado o en el Estado, etc.–, hay un poderoso factor unificador: la presión de la explotación, de la acumulación de capital, de la competencia, de la globalización, que mueve a empresas y autoridades estatales no en dirección a mejorar las condiciones de vida y empleo de los trabajadores, sino a socavarlas. Bajo esta fuerza homogeneizadora, “los diversos segmentos de la clase obrera china han pasado a compartir, a un notable nivel, los ritmos de la vida laboral, lugares similares en la escala social, la precariedad en la forma de ganarse la vida y la movilización política frente a la represión. (…) [Esto está dando lugar a] un proletariado chino mucho más unificado y potencialmente afirmado de lo que ha existido al menos en las últimas décadas” (W. Hurst, The Chinese Working Class, 2016).
No está claro cuál puede ser el segmento de la clase obrera más inclinado a la protesta. Aquí se da una combinación cruzada de seguridad laboral y motivos inmediatos para luchar. Por ejemplo, observa Hao que “los trabajadores de muchas fábricas (…) de alta rentabilidad y con salarios más altos [y que se sienten más seguros] son los que parecían más proclives a organizarse y participar en huelgas” (en Gilbert, cit.). Pero en el distrito de Tongzhou de Beijing, una barriada popular donde es frecuente que haya desalojos de obreros migrantes, “un miembro de la corte local dijo que los reclamos laborales derivados al tribunal originados en convenios colectivos se habían duplicado entre 2016 y abril de 2018, al 32%. Esto sugiere que hay un vínculo entre el número de conflictos laborales y la expulsión de migrantes. (…) Hay señales de que algunos migrantes jóvenes están empezando a organizarse. Las huelgas por salario y condiciones de trabajo son más habituales. (…) Si los desalojos en Beijing son una medida la reacción del partido ante cualquier forma de descontento probablemente sea mayor represión. Eso no facilitará la solución de los profundos problemas de los obreros migrantes, y hará más probable una explosión de rabia” (TE 9090, “The bitter generation”, cit.).
El PCCh es perfectamente consciente del peligro. No hay nada en el mundo a lo que la burocracia china le tanga más pavor que a la organización y movilización de la clase obrera de manera independiente. De allí que no haya jugado la carta de la represión de modo exclusivo, sino que a veces la ha combinado con el intento de concesiones bajo la forma de algunas leyes de protección laboral, salarios mínimos más altos y un tibio intento de dar mayor credibilidad a los sindicatos obreros controlados por el Estado. Pero esto puede ser demasiado poco y demasiado tarde.
Conclusión
En este repaso de algunas de las múltiples problemáticas que plantea el estudio del gigante asiático hemos sido deliberadamente selectivos. Nos interesan, sobre todo, aquellas áreas de la realidad china que vemos como más dinámicas o donde se han concentrado los cambios más significativos. Asimismo, nos abstendremos aquí de intentar alguna prognosis respecto de la evolución de la economía, del conflicto con EEUU o de la relación con los países asociados a la NRS. Más importante nos parece señalar que en el curso de esos desarrollos se va a hacer cada vez más presente, a nuestro juicio, ese factor que, decíamos, más teme la dirigencia del PCCh: el surgimiento de luchas sociales independientes que pongan en cuestión el orgulloso edificio de estabilidad que ha construido laboriosamente durante décadas la burocracia gobernante.
Entendemos que las definiciones conceptuales que hemos expuesto en este texto deben tomarse no sólo como tentativas y a contrastar de manera permanente con los desarrollos reales sino como dinámicas, más aún tratándose de fenómenos nuevos y con escasos o ningún antecedente. Es el caso, en primer lugar, de la caracterización de China como potencia imperialista, lo que en modo alguno debe considerarse a secas sino inmediatamente cualificado y delimitado por los rasgos que lo diferencian de los países imperialistas tales como se definían clásicamente en la teoría marxista. En la balanza deben ponerse, por un lado, factores como la dimensión económica y tecnológica, volumen de inversiones en el extranjero, peso geopolítico y militar, la capacidad de torcer decisiones soberanas de países receptores de préstamos o inversiones, la voluntad de postularse como garante –en sus propios términos, sin duda– del orden neoliberal y globalizado internacional. Este conjunto de elementos inclina decisivamente, a nuestro modo de ver, el peso de la definición del fenómeno en el sentido de ser uno más (pero no simplemente uno más) de los países que componen el núcleo del sistema mundial de estados. Pero por el otro lado, es imposible no tener en cuenta las tremendas desigualdades económicas y sociales del desarrollo chino; lo extraordinariamente reciente de su ascenso; las rémoras del pasado colonial que atinadamente apuntara Au Loong Yu; el lastre de su cultura conservadora, chauvinista y provinciana; la carencia de vínculos históricos –al menos, en pie de relativa igualdad– con las demás potencias imperialistas de Occidente, y en general con el conjunto de la tradición política y la evolución cultural del mundo capitalista del que ahora pretende erigirse en nuevo conductor.
Hemos visto que uno de los instrumentos de generación de consenso y legitimidad por parte del PCCh es batir el parche del nacionalismo, tocando cuerdas que van desde el patriotismo defensivo hasta el orgullo chauvinista y hasta xenófobo. (Digamos de paso que en este aspecto no se diferencia en nada de la conducta de las burguesías imperialistas clásicas.) El recurso a la grandeza del pasado imperial y la continuidad milenaria de la cultura china se inscriben en esa tónica, pero a la vez subrayan también aquí coincidencias y diferencias con el enfoque cultural de las potencias imperialistas “fundadoras”. La apelación al orgullo nacional es un rasgo habitual, pero el hecho de que históricamente el imperio chino fuera “autocentrado” y de nula proyección hacia el exterior se lleva mal con el objetivo estratégico del PCCh de presentar a China como un padre benévolo y protector de los países pobres, a la vez que un guía ilustrado y pacífico de los países desarrollados. El curso y resultados de la NRS para los países que se sumaron a la iniciativa va a echar más luz, seguramente, sobre los alcances y límites de las pretensiones hegemónicas chinas.
Es imprescindible seguir y medir con atención y sistematicidad la dinámica y la resultante del movimiento de todos esos factores a la ahora de confirmar, descartar o modificar esta conceptualización. Y si esto es válido para el conjunto de esos elementos, también lo es para el estudio de cada uno de ellos por separado. Sin embargo, queremos llamar la atención aquí, como adelantábamos, al que para los marxistas debe ser siempre la piedra de toque del análisis de todo fenómeno social de esta envergadura: las sacudidas políticas –en la medida en que la política es el ámbito de totalización de los desarrollos de las demás esferas de la sociedad– a que puede dar lugar la acción de los movimientos sociales. La lucha de clases, en suma.
Es en este terreno donde se juega, en buena medida, el futuro de este gigante que hasta ahora ha avanzado de manera ininterrumpida y casi sin obstáculos, salvo los que les opone ahora EEUU, alarmado por la dimensión del desafío que le presenta China. Pero desde el punto de vista de la dinámica social, hay que reconocer que las políticas, medidas y planes del PCCh no han encontrado hasta ahora una resistencia organizada, sistemática o unificada, ni en la clase trabajadora ni en otros sectores.
Ahora bien, este dato, en el que se apoya la dirigencia china para sostener la construcción de la imagen de una China unida, armoniosa y que se prepara para cumplir un rol protagónico en el “nuevo orden” internacional, es parte del pasado, pero no necesariamente del futuro. Hemos visto cómo, por ahora de manera sorda, descoordinada, a veces desesperada, pero creciente, se acumulan experiencias sociales y de lucha contra un régimen que, en lo político, es cualitativamente más opresivo que cualquiera de los países capitalistas desarrollados de Occidente. El control social que ejercen el partido y el Estado sobre la población recurre alternativamente al consenso, la concesión y la represión con diversos grados de brutalidad. Pero sería un error grave suponer que este equilibrio frágil puede considerarse la “estabilidad” sin fisuras a la que aspiran las autoridades chinas.
Es imposible, y mucho más con la distancia que nos separa de la cultura y la sociedad chinas, entrever cuáles pueden ser los puntos de apoyo para el desarrollo de procesos de resistencia, de organización y de lucha para los amplísimos sectores de masas que tienen cuentas pendientes con el régimen. Cuando hizo eclosión la lucha de democrática en Hong Kong, muchos analistas occidentales –tanto los voceros del imperialismo yanqui como quienes honestamente apoyaban el reclamo masivo de protección de las libertades democráticas– confiaban en que esta erupción podía ser un catalizador de protestas similares en China continental. Si bien se trata de un fenómeno en curso, por ahora pareciera que la desinformación y la campaña demonizadora del “terrorismo” en Hong Kong –con la colaboración, sin duda, de las tendencias reaccionarias y sinófobas del propio movimiento– han logrado contener la posibilidad de un “efecto emulación” fuera de la ex colonia británica.
Pero aunque tampoco allí está dicha, de todos modos, la última palabra, es perfectamente posible que, más allá de la escasa y distorsionada información con que contamos sobre la actividad social en China, se presenten en un futuro acaso no tan lejano las condiciones para que “una chispa pueda incendiar la pradera”. Los candidatos a yesquero pueden ser tantos como se quiera: desde las condiciones laborales hasta un desastre ambiental; desde la censura oficial a las comunicaciones por internet a un escándalo financiero que afecte a millones; desde un mal manejo de una crisis sanitaria –por algo las autoridades se movieron con pies de plomo durante el estallido de la pandemia– hasta el hartazgo de los migrantes por la discriminación del hukou; desde el impacto de un hecho internacional hasta un reclamo enraizado en lo más específico de la sociedad y la cultura chinas.
Una sola cosa es, a nuestro entender, segura: el tránsito de China a la “gloria imperial” (e imperialista) que ambicionan los jerarcas del PCCh no va a encontrar sólo la oposición de los imperialismos rivales y en particular de EEUU, sino también la de los explotados y oprimidos, los trabajadores de la ciudad y el campo, la población empobrecida o migrante con derechos limitados, las mujeres y la juventud que quieren librarse de una cultura reaccionaria y conservadora. En suma, de todos aquellos que aspiran legítimamente a una vida mejor y a quienes el “sueño chino” deja afuera y trunca sus esperanzas.
1William Hurt, en The Chinese Worker after Socialism (2009), cita a un activista minero despedido: “¡Odiamos profundamente a los líderes centrales; destruyeron la economía de todo el noreste! Pero no sirve de nada criticarlos directamente; uno sólo va a conseguir que lo arresten y no va a darle de comer a sus hijos. Aquí, cuando hay una protesta, siempre decimos que es contra problemas del gobierno local o el comité de minería. De esa forma, a veces logramos que el gobierno central distribuya algo de dinero para ayudarnos” (Gilbert, cit.).