Capítulo 4 de Ascenso y caída del gobierno bolchevique

“Aunque Bujarin estaba interesado en el problema del Estado desde muy temprano en su vida política (…), no dedicó ningún pensamiento al problema de la burocracia. Como otros líderes bolcheviques, tenía muy poco que decir en una materia que iba a devenir, una vez que los bolcheviques estuvieran en el poder, la verdadera némesis del bolchevismo (…). Una omisión teórica (…) cuyas raíces ideológicas son bien conocidas. La ‘dictadura del proletariado’ debía dar lugar supuestamente a la desaparición del Estado” (M. Lewin 1995: 171)

La fusión del partido y el Estado

Intentaremos ahora dar cuenta del complejo proceso por el cual emergió la burocracia, lo que significó, simultáneamente, el final del gobierno bolchevique propiamente dicho y, a la postre, del Estado obrero como tal.

La herencia de la guerra civil fue dramática. Sin embargo, los desarrollos no estaban predeterminados. Lenin y Trotsky habían señalado siempre que la clave de la revolución estaba en su extensión internacional. De ahí que en 1923, cuando volvió a aparecer la chispa de la revolución en Alemania, la clase obrera soviética tuviera enormes expectativas.

Con la derrota de esa revolución, se hicieron cada vez más presentes los elementos conservadores: Trotsky hablará de la “muy humana tendencia a la comodidad”, renacida luego de los enormes sacrificios de la revolución y la guerra civil, y sobre la que se apoyó la burocratización.

Lenin cayó en la cuenta de que la burocratización se había transformado en el principal peligro para la revolución promediando 1922; más precisamente, cuando en octubre se levantó de su primera caída en la enfermedad y quedó impactado por el panorama que encontró. Casi inmediatamente le planteó a Trotsky un bloque político alrededor de una serie de batallas a dar en el CC, a lo cual Trotsky accedió. Trotsky también se había anoticiado del peligro de la burocratización. De ahí que a partir de 1923, y a pesar de los límites de enfoques y tácticas para esa pelea, su curso político se orientara contra este peligro. Moshe Lewin retrató brillantemente la encrucijada en la que se encontró el poder bolchevique en ese momento. Básicamente, la retracción de la clase obrera y su sustitución por la burocracia como único elemento activo (El último combate de Lenin).

Comencemos por la caracterización del personal dirigente de esta burocracia: “Ligados a Stalin eran ante todo sus ‘clientes’, compartían la misma concepción administrativa del partido, estaban caracterizados por la misma mentalidad burocrática (…), eran, en general, viejos militantes del período clandestino. Pocos de ellos tenían un pasado de militantes de masas. Todos se caracterizaban por una débil formación teórica y un autoritarismo brutal. Encarnaban la aparición de una nueva franja social, los hombres del aparato, los apparatchiki, responsables permanentes instalados en los puestos de comando y control de la jerarquía administrativa cuyos hilos conducían al secretariado” (Broué, Trotsky: 237).

La progresión del aparato fue geométrica: “De 80 personas empleadas en el centro al comienzo se pasó a 150 en marzo de 1920, y 600 en marzo de 1921. En agosto de 1922 (…) ya se tenían 15.000 permanentes –funcionarios retribuidos– del partido para el conjunto de la República, donde su autoridad se extendía largamente más allá de los organismos del partido propiamente dicho, a los soviets y todos los organismos administrativos” (ídem). Éste fue el núcleo inicial a partir del cual se vertebró la burocracia stalinista; específicamente, la burocracia del partido (el personal estatal propiamente dicho era mucho mayor).

En datos agregados respecto de la composición social de la URSS en 1922, podemos tomar lo reseñado por Eric Toussaint: 1,24 millones de obreros industriales, 5,5 millones en el ejército, 5,9 millones de funcionarios de las instituciones soviéticas, 24 millones de familias campesinas (podríamos decir, en promedio, unos 100 millones de campesinos), obreros agrícolas sólo 34.000… Si partimos del hecho de que al momento de la revolución había en Rusia 3 millones de obreros industriales, se puede apreciar cómo el desbalance social característico de Rusia, no hizo más que acentuarse, sumándose al hecho de la aparición de un nuevo sujeto social: la burocracia.

A este respecto, Toussaint precisa que “Lenin reflexionó mucho sobre el problema de la alianza obrero- campesina. El escollo en este esquema es que, en realidad, la construcción de la sociedad de transición [al menos en países atrasados] no se plantea de forma triangular sino cuadrangular. A la burguesía, al proletariado y el campesinado se añade un cuarto actor: la burocracia. Ni Marx, ni Engels, ni Lenin, ni los demás dirigentes bolcheviques del período inmediatamente posterior a la insurrección de 1917 se plantearon el problema de la burocracia como capa social que iba a jugar un papel específico autónomo en relación con las otras tres grandes fuerzas sociales”.

Y agrega: “El problema de toda sociedad de transición es que la clase obrera aliada al campesinado no deberá simplemente combatir a la burguesía en el plano internacional y nacional; deberá igualmente combatir las deformaciones burocráticas. Y si éstas toman amplitud, deberá luchar contra la capa burocrática que se haya cristalizado. Para el período que va del año 1919 a 1923, se puede encontrar una serie de textos de dirigentes bolcheviques que denuncian el burocratismo y la burocracia. Pero no se encuentra ningún análisis de la burocracia como capa que, cristalizándose, puede jugar un papel autónomo. En el seno de la ‘oposición trotskista’, habrá que esperar a 1928 para que se escriba un texto que analice la burocracia bajo este ángulo. Se trata del famoso texto de Christian Rakovsky titulado Los peligros profesionales del poder” (Toussaint, cit.).

Moshe Lewin realiza igual afirmación: “La burocracia, una capa al servicio del Estado y de la clase dominante, no debería representar mucho problema. Pero se hizo evidente en pocos años que, lejos de ser un factor auxiliar fácil de manejar, era un fenómeno complicado, opaco y completamente incomprendido” (Lewin 1995: 171).

Es interesante historizar la batalla contra este nuevo fenómeno a partir de los desarrollos de la Oposición de Izquierda desde 1923 a 1928, año en que es derrotada en el partido (en conjunto con el estallido de la Oposición conjunta) y comienza su historia en tanto que nueva tendencia del marxismo revolucionario internacional.

Lenin fallece en enero de 1924. Había estado fuera de combate desde su segunda recaída en marzo de 1923. Trotsky quedó en gran medida solo para dar una batalla extremadamente difícil en un partido que nunca fue realmente “suyo” (un problema complejo de resolver: ¿cómo dirigir un partido que no es el propio?), donde los viejos bolcheviques encarnados por Zinoviev y Kamenev, con el apoyo de Stalin, montaron una campaña de prejuicios para desacreditarlo. El tema de la no pertenencia bolchevique de Trotsky, que hubiera tenido un curso político independiente, es un tema complejo que pesó en los desarrollos incluso en vida del propio Lenin (Stalin se la pasó intrigando contra él durante la guerra civil: “Trotsky, que ingresó apenas ayer al partido, quiere enseñarme la disciplina partidaria”). El status de “extranjero” en el partido fue lo que inhibió a Trotsky para dar determinadas batallas, para decidirse a ir a fondo contra el núcleo burocrático (reservas que sólo fue perdiendo con el tiempo).

El primer mojón de la batalla antiburocrática propiamente dicha hay que ubicarlo en la propuesta de Lenin a Trotsky de conformar un bloque común alrededor de varios problemas (fines de 1922): la cuestión georgiana, el carácter de la República Soviética (federativa o unión), la reforma de la Inspección Obrera y Campesina y el problema del monopolio del comercio exterior. Esta última pelea fue encarada por Trotsky. El debate sobre la cuestión georgiana fue asumido por Rakovsky, y los problemas de la burocratización del partido, por Preobrajensky.

Lenin dictó por esa época su famoso Testamento, donde pedía apartar a Stalin de la Secretaría General. El testamento nunca llegó a aplicarse: se leyó en el CC, pero todo el mundo acordó, incluyendo en esto al propio Trotsky, no hacerlo público. Fue un documento que nació muerto (recién sería dado a conocer ampliamente por Kruschev en 1956).

Las iniciativas de Lenin no carecían de limitaciones, incluso respecto de una apropiada comprensión del fenómeno burocrático. Mientras que insistía en las deformaciones burocráticas que afectaban al Estado, Trotsky comenzaba a subrayar correctamente que el problema se evidenciaba también en el partido: “El partido es una organización política; el aparato de Estado es una institución de mando administrativa burocrática, jerárquica en su estructura” (Lewin: 180), una delimitación de principios aguda.

Se entiende que el partido deba ser democrático mientras que el aparato administrativo de Estado, como tal, no tenga por qué serlo: funciona bajo órdenes. Otra cosa es si nos referimos a las instituciones de poder y representación como los soviets. Pero aquí se está hablando de la administración; de ahí que superponer ambos órdenes implicaba infectar burocráticamente la vida partidaria, que fue lo que ocurrió. Ése fue un factor fundamental en la degeneración: “Trotsky (…) [en] El nuevo curso, observó y analizó la formación del aparato partidario, la pérdida concomitante de la inicial esencia política del partido y su transformación en una organización de muy diferente tipo. El partido, un supervisor y ‘guía’ del aparato estatal, estaba siendo contaminado, efectivamente, por el objeto de su supervisión” (Lewin: 124)[1].

También Lenin parece haber comenzado a preocuparse por esta superposición. Denunció el “doble empleo” partidario y estatal: una suerte de picardía para obtener ingresos multiplicados. Incluso llegó a proponerle a Trotsky que asumiera el cargo de vicepresidente del Consejo de Comisarios del Pueblo como forma de establecer un contrapeso entre las dos personalidades más fuertes del partido: Stalin como secretario general, Trotsky como vicepresidente del Estado. Trotsky se negó, tanto por su condición de “judío” (la preocupación por los prejuicios devenidos del atraso cultural) como por la preocupación de cómo sería interpretado este ofrecimiento en el seno de un partido que se encaminaba a una lucha por la sucesión.

Bujarin, ya caído en desgracia, se alarmaría por la misma cuestión: “Su decepción se manifestaba en el clamor contra los cuadros del partido que se habían convertido en ‘chinóvniki [funcionarios bajo el zarismo. RS] del Estado soviético’ y se habían ‘olvidado de las personas vivas’. Los cuadros del partido (…) se habían corrompido con el poder y cometían abusos (…), mostrándose (…) ‘serviles y rastreros’ ante los superiores y caprichosos y ‘jactanciosos’ para la gente. El partido y el Estado se han convertido en una misma cosa (…), los órganos del partido no se distinguen de los órganos del Estado (…), esa es nuestra desgracia” (Cohen 1976: 458).

No someterse a ningún fetiche

La apertura oficial de la lucha antiburocrática ocurrió a finales de 1923, meses antes de la muerte de Lenin. Su inicio lo marcó la aparición de la “Plataforma de los 46”, un agrupamiento interno al Comité Central firmada por muchos de los más importantes dirigentes bolcheviques (Preobrajensky, Serebriákov, Antonov-Ovséenko, I. N. Smirnov, A. Bubnov, V. Smirnov, E. Bosh, V. Kosior, J. Piatakov, Osinski, Murálov, T. Sapronov, D. Sosnovsky, etcétera).

Anteriormente se había constituido una Troika integrada por Stalin, Zinoviev y Kamenev, que se preparaban para tomar las riendas del poder ante la eventualidad de la muerte de Lenin; una entente que constituía una fracción secreta, como fue denunciado oportunamente por Preobrajensky. Habían existido otras oposiciones: principalmente el grupo Centralista Democrático, así como la mucho más extendida Oposición Obrera y otros grupos menores. Pero recién con la Plataforma de los 46 se puede decir que se inició una batalla sistemática en el núcleo de la dirección.

La Plataforma reagrupó varios integrantes de estas viejas sensibilidades, sumándoles también algunos miembros de la antigua fracción de la “izquierda comunista” e, incluso, muchos cuadros vinculados a Trotsky. Expresaban el sector más independiente respecto del aparato del partido y la mayoría de los dirigentes con pensamiento propio, muchos de los cuales, paradójicamente, provenían de trayectorias políticas distintas al bolchevismo (lo que demuestra que no existe un “galardón revolucionario” asegurado de una vez y para siempre; en cada cruce de los caminos se deben revalidar los “títulos”).

Esto requiere una reflexión que sólo podemos hacer someramente, y expresa la complejidad de las relaciones entre disciplina, organización y “espíritu libre” que debe anidar en todo cuadro revolucionario. Trotsky supo conquistar en dosis justas esta combinación. Cuando entró al partido, “no hubo mejor bolchevique que él” (Lenin).

Mantuvo, con todo, su independencia, al punto de ser el más consecuente opositor al stalinismo junto a Christian Rakovsky y un puñado de los cuadros históricos.

Tal grado de independencia política, combinado con tal grado de disciplina, no es algo simple de obtener. Trotsky lo logró teniendo la inmensa virtud de no someterse a ningún fetiche: ni el del Estado, ni el del partido devenido en un aparato ajeno a los trabajadores; sólo los intereses del proletariado. Bujarin le hará un involuntario homenaje al afirmar en su alegato cuando los Juicios de Moscú que “había que ser Trotsky” para no inclinarse ante la burocracia. Ésta es otra de las enseñanzas de la Revolución Rusa: el criterio último es siempre la lucha de clases y la perspectiva de emancipación de los trabajadores, nunca la “lealtad” a un aparato que se termine elevando sobre el proletariado.

Trotsky no firmó la Plataforma de los 46 debido a que era miembro del Politburó (el organismo de máxima dirección del partido). Pero antes de la aparición de la Plataforma había presentado una carta y posteriormente continúa la batalla mediante sendos artículos públicos en la prensa partidaria, recopilados en su obra El nuevo curso. Los 46 ponían en cuestión a la mayoría del Buró Político por su política económica, que se deslizaba hacia la derecha: la negativa a dar impulso a la industrialización abría una suerte de “tijera” entre los precios industriales y los agrícolas, que debilitaba la dictadura proletaria al poner en riesgo la unidad obrero-campesina al no tener la industria nada que ofrecerle al campo (lo poco que le ofrecía era a precios altísimos y de baja calidad), al tiempo que también la socavaba el régimen burocrático impuesto al partido. “La batalla llevada a cabo por Trotsky y los 46 constituye la primera ofensiva pública concertada de un miembro del Buró Político y de una serie impresionante de cuadros del partido contra la fracción stalinista y sus aliados (…). Sobre una cuestión, Preobrajensky y Trotsky adoptan una táctica diferente (…). El primero propone la supresión de la prohibición de las fracciones y grupos decidida por el X Congreso (…). Trotsky compartía en el fondo la posición de Preobrajensky, pero (…) no hace la propuesta de poner fin a la prohibición” (Toussaint). El que encabezó la plataforma fue, precisamente, Evgueni Preobrajensky, antiguo secretario del partido: uno de los tres reemplazantes de Sverdlov cuando el temprano fallecimiento de éste.

Preobrajensky capitaneó posteriormente la fracción de la Oposición de Izquierda que a mediados de 1929 capituló a Stalin. Era un cuadro con una importante formación marxista, cuyo ángulo de mira se vio resentido por elementos de economicismo. Catherine Samary señala correctamente que el debate económico desarrollado durante los años 20 tuvo el déficit de “no integrar explícitamente la cuestión de la burocratización del Estado (y del partido)”. También agrega que Stalin “radicalizó el abordaje de Preobrajensky, dándole una forma represiva”, algo que nos parece unilateral planteado así, dado que Stalin desnaturalizó más que “radicalizó” las propuestas económicas de Preobrajensky y la Oposición de Izquierda.

En cualquier caso, como señalamos al comienzo, el fenómeno de la burocratización era inédito, lo que explica las dificultades para medirse con él: “No comprendían que la burocracia tenía un objetivo específico de monopolizar el poder y cristalizar sus privilegios sin que esto implicara la restauración del capitalismo. Este error de perspectiva (fácil de evidenciar retrospectivamente) explica en parte la adhesión de Preobrajensky a Stalin en 1929 cuando éste, rompiendo con la NEP, dará la impresión de volver a una política proletaria socialista” (Toussaint).

Otro desarrollo paradójico es que en ese momento culmina la ubicación izquierdista de Bujarin. Luego de dudar durante un tiempo, se realineará hacia la derecha formando un bloque con Stalin a posteriori de la ruptura de éste con Zinoviev y Kamenev. Bujarin será derrotado a su vez por Stalin en 1929, cuando encabezó la última oposición: la Oposición de Derecha. Bujarin contactó a Trotsky en 1925 para intentar sumarlo a su bloque con Stalin, propuesta que Trotsky rechazaría categóricamente. En la carta que le enviara le confiesa que “no puede evitar temblar” cuando piensa en los métodos de Stalin. Aun así, siguió a su lado, y fue corresponsable de liquidar lo que quedaba de la democracia partidaria

Tras este primer capítulo de lucha antiburocrática, que termina en una primera derrota en enero de 1924, hubo que esperar dos preciosos años para que la lucha se reiniciara. Trotsky estuvo paralizado políticamente entre enero de 1924 y finales de 1925, un momento completamente crucial para el partido. Esa parálisis no tiene forma de ser comprendida si no es debido al carácter inédito, complejo, del fenómeno de la burocratización. Los años 1926y 1927 fueron marcados por la durísima pelea de la Oposición conjunta (conformada por Trotsky junto a Kamenev y Zinoviev) contra la dirección encabezada por Stalin y Bujarin.

Se tiene así el desarrollo de una serie de oposiciones (de Izquierda, Unificada y de Derecha), que ocuparon la vida del partido durante los años 20, con la enorme dificultad de desenvolverse en el contexto de un bajón persistente de la clase obrera: su ruralización creciente, las derrotas de la revolución mundial, la masificación de un partido que se despolitiza a pasos agigantados, todo lo cual dejó circunscripta la pelea a sectores más o menos reducidos de la base.

Bujarin y la burocracia

Uno de los casos más controvertidos entre los dirigentes bolcheviques lo representa Bujarin. Con su giro derechista, colaboró en la entronización de Stalin. Sin embargo, esto no significa que haya sido integrante de la burocracia propiamente dicha. Mantuvo una determinada honestidad intelectual y terminó asesinado en las purgas como los demás viejos bolcheviques.

En los primeros años de la revolución formó filas en la izquierda del partido. Opositor al acuerdo de Brest-Litovsk, durante la guerra civil fue el principal inspirador de la fracción Comunista de Izquierda. Bujarin era muy joven (Trotsky señala que nunca perdió los aires de viejo estudiante medio bohemio). Dirigió durante muchos años Pravda y llegó a redactar junto con Preobrajensky folletos universalmente conocidos como El ABC del comunismo, que expresaba una versión izquierdista que hacía del “comunismo de guerra” una suerte de “pasaje directo” a la realización del comunismo…

De ahí que sea complejo entender su abrupto pasaje de una posición izquierdista a liderar el ala derecha del partido, su paso a la dirección de la Internacional Comunista en proceso de burocratización (uno de los más graves desastres en su cuenta es haber sido uno de los responsables principales del desastre oportunista de la Internacional Comunista en China), el bloque derechista con Stalin, y luego su liderazgo de la Oposición de Derecha antes de caer en desgracia y ser fusilado en 1938.

En su abrupto pasaje tuvo seguramente peso su “escolasticismo”, su erudición desprovista de criterio dialéctico (como le señalara Lenin), su abordaje muchas veces ecléctico de los problemas, su inmadurez a la hora de la lucha política. Su semblanza es de reacciones irreflexivas, súbitas, poca cintura para la lucha política, impresionismo, cambio de posiciones a veces abruptas, más allá que sus orientaciones generales estuvieran informadas por una lógica global, en el sentido de que giró al oportunismo pero no era tacticista.

Esto no significa que careciera de pinceladas agudas; que sea un pensador a ser desechado sin más. Varios autores señalan que hacia comienzos de los años 30 hubo cierta convergencia de enfoques entre Trotsky y Bujarin en materia del abordaje de la economía de la transición; Trotsky le dio un lugar al mercado, Bujarin admitió hasta cierto punto la planificación. En su pasaje pesaron textos como “Sobre la cooperación” o “Mejor poco, pero mejor”, donde Lenin insistía en la “revolución cultural” que necesitaba el país. Criticaba darse objetivos desmesurados, planteaba el pasaje a la cooperación entre los campesinos como vía obligada hacia la socialización del campo. Pero en su giro derechista, Bujarin abordó unilateralmente estos artículos haciendo del dirigente bolchevique el supuesto “autor” de su política.

Todo el partido aprobó el pasaje a la NEP y la retirada que significó en relación a las ilusiones de la guerra civil. Pero hubo algo que hizo de Bujarin uno de los adalides para golpear a la naciente Oposición de Izquierda. En su clásica biografía sobre Bujarin, Stephen Cohen señala que no es fácil comprender su deslizamiento burocrático. Fue el principal teórico del giro derechista. Afirmaba que el socialismo podría construirse “a paso de tortuga”, escindiendo completamente la transición del desarrollo de las fuerzas productivas (una fuga idealista que le dio bases “teóricas” al socialismo en un solo país).

Se oponía a Trotsky y Preobrajensky que, desde la Oposición de Izquierda, insistían en la necesidad de industrializar el país y planificar la economía. Inicialmente Lenin también se opondría a la idea de la planificación –le parecía un desvío administrativo–, pero luego cambiaría de posición. Frente a Preobrajensky, que postulaba la existencia de dos reguladores en la transición, Bujarin le opondría uno solo que, en sustancia, era la ley del valor, perdiendo de vista la necesidad del proteccionismo socialista (una deriva oportunista).

En 1923 ocurrió una primera manifestación de crisis económica que luego transitoriamente se disipó. Se consolidó un abordaje oportunista de la NEP, que llevó a una aguda crisis en 1928 cuando la huelga del campo ante la falta de aprovisionamiento industrial: “Los modernos antistalinistas en la URSS exageran los logros de la NEP. Les cuesta ver que mucho de lo logrado por la NEP consistió en restaurar la utilización de las plantas alcanzando la plena producción” (Lewin: 115).

Lewin agrega que la NEP no podía resolver el problema de la acumulación: la modernización y ampliación del capital fijo. Facilitó una cierta recuperación de la industria liviana, pero todo el aparato industrial se iba poniendo obsoleto y los bienes industriales no hacían más que aumentar sus precios.

¿Cómo llegaría Bujarin a ser unos de los “azotes” de la Oposición de Izquierda (“Bujarin no golpea, azota”, diría alegre Stalin), uno de los aspectos más oscuros de su trayectoria? Cohen señala que Bujarin llegó a compartir muchas de las críticas de Trotsky al régimen interno del partido, pero que era prisionero de él al haber sancionado y sido copartícipe en ese desarrollo. Su desgracia consistió en que permaneció atado a la URSS aun a sabiendas de que se encaminaba a ser eliminado.

Lo concreto es que se dejó impresionar por las circunstancias, algo confirmado desde varias fuentes. Pasó del entusiasmo febril de los primeros años de la revolución a la adaptación a su retroceso, una suerte de “pérdida de las ilusiones del período de infancia de la revolución”. Sostuvo el rechazo de Stalin a las fracciones como supuesta vía “ineluctable” hacia dos partidos: “Bujarin sucumbió a la lógica potencial de la filosofía de un solo partido (…): ‘si legalizamos tal fracción dentro de nuestro partido, entonces legalizamos otro partido’ [Bujarin] (…). Nació así la peligrosa ecuación de que el disentimiento continuo presagiaba una facción, un segundo partido y, en última instancia, la contrarrevolución” (Cohen: 340). Stalin hacía un razonamiento idéntico dando a entender que cualquier disensión significaría un partido de “frente único”, es decir, dos partidos

El curso derechista que sostuvo Bujarin fue el del aparato. Y no en cualquier momento, sino en el que fue un peldaño decisivo en el proceso de burocratización: cuando cambio de naturaleza el gobierno bolchevique. El apogeo de Bujarin marcó un período de regresión “reformista” y liberal del poder bolchevique, una fase donde el elemento activo era ya la burocracia, limitada quizá por ciertas contratendencias propias de la NEP: “El reflejo más fiel del pluralismo de la sociedad de la NEP había que buscarlo, tal vez, en su vida cultural e intelectual, barómetro siempre de la verdadera diversidad y tolerancia estatal. Los años 20 fueron, en este respecto, una década de variedad y logros memorables. En la propia vida intelectual del partido (…) no fue un período de ortodoxia impuesta, árida, sino de teorías contrarias y escuelas rivales, una especie de ‘edad de oro del pensamiento marxista en la URSS’” (Cohen: 383), algo más propio de la primera mitad de la década que de la segunda.

Es una valoración quizá exagerada, pero es cierto que la subsistencia de la pequeña producción agraria, del mercado, la centralización todavía inicial de la economía, dejaron determinado espacio para las iniciativas, para la espontaneidad, al menos en el terreno de la vida cultural. Pintar la vida de la República Soviética en estos años es graficar, sin embargo, el simultáneo proceso de clausura de la democracia partidaria: la imposición de los métodos de la GPU en el seno del partido, aunque todavía con restos de vida real en la sociedad.

Bujarin no se movería de su abordaje hasta el final de sus días, un ángulo que oponía en cierto modo la pequeña propiedad y la espontaneidad del mercado a la planificación, y que no le daba lugar a la democracia soviética. Llegaría, sin embargo, a percibir con agudeza el significado de Stalin, aunque eso no implicó una clara comprensión del fenómeno ni un curso de acción acorde. Bujarin jamás rompería con el régimen; su “batalla” siempre estuvo confinada a las altas cumbres del partido, y sus apreciaciones se caracterizaron por el fatalismo.

Desesperaría por un acuerdo con Zinoviev y Kamenev, e incluso con Trotsky, alrededor del restablecimiento de la democracia partidaria que tanto había ayudado a hundir, e incluso llegaría a aceptar la industrialización bajo ciertas condiciones.

Algunas de sus críticas a la planificación burocrática no estaban desprovistas de agudeza: “En una economía planificada, centralizada, con una concentración sin precedentes de los medios de producción, transporte, finanzas, etcétera, en manos del Estado, cualquier desacierto y error repercute en una dimensión social correspondiente” (Cohen: 431). Bujarin presentaba sus posiciones como una lucha “contra el trotskismo”. Según Cohen, había llegado sin embargo a tener conciencia de que se trataba de otra cosa: “un peligro de orden diferente y mucho mayor (…). El análisis de Bujarin de la burocracia del partido, efectuado en 1928-9 era, por supuesto, muy semejante al de los trotskistas” (cit.).

Subrayaba que “el proceso de planificación tiene que evitar (…) la centralización excesiva (…). Una decisión equivocada (…) ‘puede ser tan grave como los costes de la anarquía capitalista’ (…) al suprimir la flexibilidad y la iniciativa desde abajo, conduce a la ‘arteriosclerosis’, a ‘mil estupideces pequeñas y grandes’ y a lo que Bujarin llamaba la ‘mala administración organizada’” (Cohen: 455).

Como digresión, veamos las afirmaciones de S.G. Strumilin, planificador stalinista: “No estamos sujetos a ninguna ley. No hay fortaleza que los bolcheviques no puedan asaltar”. Aserciones como ésta reflejaban la lógica que presidió la “planificación” burocrática, que, como señalara agudamente Moshe Lewin, significó, paradójicamente, la “desaparición de la planificación en el plan”: “Fue la ‘sobre-extensión’ y la ‘sobre-ambición’ del período inicial [se refiere al primer Plan Quinquenal] lo que dio lugar, en gran medida, a que la economía fuera ‘administrada’ pero no ‘planeada’” (Lewin 2005: 113).

Esto es, administrada en el sentido de que estaba bajo un creciente comando burocrático. Pero ese comando no respondía a criterios económicos, sino a métodos administrativos, burocráticos, de aparato, formales y, por lo demás, de espaldas a las masas; métodos que tenían costos inmensos tanto en materia del nivel de vida de las masas como en el gasto de materiales y el socavamiento de la naturaleza.

El elemento “liberal” de las posiciones de Bujarin tenía que ver con una crítica con elementos “esencialistas”: como si, en sí misma, “técnicamente”, la planificación tuviese problemas, y no como una tarea concreta que se debía vincular estrechamente a la democracia proletaria y a la revolución mundial, como era la posición de Trotsky. Bujarin estaba preocupado por el “gigantismo” de la planificación, al que le contraponía los mecanismos del mercado. Trotsky también daba lugar al mercado como terreno de verificación de las mercancías producidas, pero lo ubicaba como uno de los tres pilares de la economía de la transición, junto con la planificación y la democracia obrera.

Bujarin se opondría a la colectivización forzosa del campo, que dejaba a los campesinos sin incentivos para producir. A sus ojos, esa colectivización los sometía a una nueva “servidumbre militar-feudal”; algo de lo que también hablaría Rakovsky al denunciar que una colectivización forzosa era una “falsa colectivización”. Recordemos que la hambruna ocurrida en Ucrania como subproducto de la colectivización burocrática alcanzó 6 millones de muertos en los años 1932-33.

Cohen agrega que la disputa económica devino también en un conflicto entre dos concepciones diferentes de la planificación; tres en realidad, podríamos agregar. El grupo de Stalin había adoptado una versión extrema de lo que se llamó “planificación teleológica”, un método que afirmaba la primacía del esfuerzo voluntario sobre las fuerzas objetivas. Para Bujarin, la planificación significaba el empleo racional de los recursos para alcanzar las metas deseadas. Debía cimentarse en el cálculo científico y las estadísticas objetivas, y no en un “hagan lo que les plazca”, criterios que eran correctos: “La libertad no consiste en el sueño de independizarse de las leyes naturales (…), sino en el conocimiento de dichas leyes y la posibilidad que da hacerlas trabajar sistemáticamente hacia determinados fines” (Engels, citado por Paul Mc Garr, International Socialist, otoño 1990).

También insistía en la necesidad de un “equilibrio económico dinámico” entre las distintas ramas de la economía. Un criterio que compartía Trotsky cuando exigía que se respetaran ciertas proporcionalidades. Aunque hay que subrayar que el concepto mismo de “equilibrio” funcionaba en Bujarin como un elemento de apaciguamiento de las contradicciones de clase, olvidando que la transición supone una encrucijada de intereses contradictorios. Bujarin denunciaba la idea stalinista de la “intensificación” de la lucha de clases bajo la dictadura proletaria como un taparrabos para su orientación represiva; una denuncia correcta (si se va al socialismo, el Estado y la violencia deben tender a desaparecer). Pero perdía de vista que las clases y fracciones de clase tienen intereses específicos muchas veces difíciles de satisfacer simultáneamente, y esto es así incluso cuando se trata de clases oprimidas, como la clase obrera y el pequeño campesinado. De ahí que se opusiera al planteo de Preobrajensky de que durante un tiempo el campesinado hiciera una contribución proporcionalmente mayor para garantizar la industrialización. Su apuesta había sido para el otro lado: beneficiar al campesinado en detrimento de los obreros.

Bujarin había perdido de vista la imperiosa necesidad de industrializar el país, cuestión que Stalin desnaturalizaría encarándola de manera burocrática cuando la huelga agraria impactó al país (1928): “El análisis de Bujarin recomendaba remedios moderados, incluidas ayudas a los agricultores privados, una política de precios flexibles y más sensibilidad de parte de las instituciones oficiales. Stalin (…) se movía en otra dirección: hacia la afirmación y legitimación de la ‘voluntad de Estado’ en todos los frentes, incluidas las ‘medidas coercitivas extraordinarias’” (Cohen: 402). Se entiende que dicha voluntad de Estado no tenía nada que ver con las necesidades de la clase obrera.

En síntesis: si bien Bujarin cuestionaría el giro stalinista desde la derecha, eso no niega que destacara problemas reales y que deba ser estudiado críticamente.

Preobrajensky y los peligros del economicismo

El bujarinismo nunca se erigió en alternativa: no se planteó una ruptura con el aparato ni llegó a concebir la perspectiva de una nueva revolución, tarea que Trotsky sí planteó. Ni siquiera postuló abiertamente una “reforma”. Queda la duda, sin embargo, de si Trotsky no podría haber llegado a algún tipo de acuerdo con Bujarin alrededor del restablecimiento de la democracia partidaria: “Cuando en 1928 Bujarin descubrió finalmente que ‘las discrepancias entre nosotros [está hablando de la Oposición de Derecha] y Stalin son muchos más graves que todos los desacuerdos que tuvimos con usted’, Trotsky, convencido de que Bujarin era la encarnación del Termidor, declararía: ‘¿Con Stalin contra Bujarin? Sí. ¿Con Bujarin contra Stalin? ¡Nunca!’” (Cohen 1976: 379).

Doug E. Green señala que hacia finales de los años ’20 y nuevamente hacia comienzos de 1933, Trotsky sin embargo pareció conceder la posibilidad limitado alrededor del restablecimiento de la democracia partidaria sin comprometer las ideas fundamentales. Un problema no menor era que la militancia de ambas oposiciones (que se encontraba mayormente en los campos de concentración) se tenía enorme desconfianza mutua.

Para Trotsky, Bujarin trasmitía las presiones hacia la restauración capitalista, y a Stalin, en todo caso, como “centro burocrático”, lo veía sometido también a las presiones del proletariado (y de la misma Oposición de Izquierda): “Como todos los demás bolcheviques que usaban el análisis de clase ‘clásico’, la degeneración (pererozhdenie) podía verse facilitada por políticas incorrectas, pero tenía que ser conducida por algún grupo de la burguesía. La izquierda consideraba la burocratización del partido, como tal, un factor facilitador, pero no imaginaba que la burocracia, per se, podía devenir en una clase” (Lewin 1995:175).

Nosotros tampoco consideramos a la burocracia como una clase. Pero parece evidente que su grado de independencia fue mayor al esperado: la burocracia se convirtió en el principal peligro para la revolución, cuestión que a Trotsky le costó apreciar: “En nuestra opinión, no es necesario buscar en explicaciones superficiales (…) la negativa de Trotsky a considerar a la burocracia como la clase social dirigente. Es necesario buscarla en su firme convicción de que la burocracia no puede convertirse en elemento central de un sistema estable, y sólo es capaz de ‘traducir’ los intereses de otras clases, aunque fuese desvirtuándolos (…). En este esquema no quedaba lugar para ninguna ‘tercera fuerza’” (Alexei Gussev, La clase imprevista. La burocracia soviética vista por León Trotsky).

El sistema nunca fue estable; la burocracia no llegó a convertirse en una clase social clásica. Pero lejos de traducir los intereses de otras clases, terminaría haciendo valer los suyos propios como capa social privilegiada (ver al respecto el Stalin, obra inconclusa de Trotsky que se acerca muchísimo a estas conclusiones).

El caso de Preobrajensky es también complejo. Su evolución es la de una figura sólida, izquierdista, protagonista de la Plataforma de los 46 y del debate sobre la industrialización, pero que termina capitulando a Stalin. Hubo algo que socavó su posición: una apreciación mecánica de los desarrollos. Preobrajensky confundió el abordaje “científico” de los fenómenos con un deslizamiento objetivista. Supuso la existencia de una “ley de la acumulación socialista” que vendría a resolver los problemas de forma automática, independientemente de la naturaleza del poder.

Siendo compañero de Trotsky en la batalla por la industrialización, los elementos unilaterales de su abordaje confundirían al trotskismo en la segunda posguerra (sobre todo a Mandel). Su lógica economicista fue tomada como un consagrado “punto de vista materialista” cuando, en realidad, y como le señalara Rakovsky apelando a las enseñanzas de Lenin, el punto de vista correcto es siempre un punto de vista político, global.

Podemos recordar aquí una anécdota contada por Pierre Broué cuando el debate sobre los sindicatos. En una reunión interna del “grupo de los 10” (grupo que lo secundaba en esa discusión), acusó a Trotsky de “no entender nada de política”… Desde ya que Trotsky sí entendía de política. Pero el planteo tenía el valor de subrayar que en todas las situaciones debe valer una apreciación global, política (un punto de vista que Trotsky había perdido en ese debate; ver supra). Por su parte, Doug E. Greene afirma que Trotsky no manejó del todo bien los tiempos políticos en su combate con el stalinismo; que, por oposición, Stalin era “un político excepcionalmente dotado” (seguramente haciendo referencia a su capacidad para las maniobras). Trotsky había subrayado la ceguera estratégica de Stalin y su incapacidad para darse cuenta qué papel estaba cumpliendo. Greene agrega, de todos modos, que en Trotsky hubo una cierta subestimación del stalinismo, lo que no parece del todo disparatado.

Veamos la palabra textual de Lenin: “Trotsky y Bujarin presentan las cosas [en el debate sobre los sindicatos] como si unos se preocupasen del aumento de la producción y otros sólo de la democracia formal. Esto es falso, pues la cuestión se plantea (y, para los marxistas puede plantearse) solamente así: sin un enfoque político acertado del problema, la clase dada no mantendrá su dominación y, en consecuencia, no podrá cumplir tampoco su tarea en la producción” (Bettelheim 1976: 360).

También estuvo el problema de una falsa apreciación de la dialéctica histórica, a la que se veía trabajando espontáneamente “en función del socialismo”… Preobrajensky creía en la existencia de “leyes férreas” en un terreno donde lo único que vale es la decisión consciente de la dictadura proletaria de llevar adelante la acumulación en beneficio de la sociedad.

Confundió la acumulación socialista con una acumulación de Estado: “En la medida en que los precios, ganancias y costos perdieron su función de guías, la economía (salvo en los sectores ilícitos) no trabajaba más en función de las ganancias, pero tampoco lo hacía para los consumidores. Funcionaba para el plan” (Lewin 1995: 120). Se sobreentiende que acá, el plan, son los intereses de la burocracia.

Preobrajensky perdió de vista un elemento crucial: el partido. Rakovsky le insistiría en que sin tener en cuenta el régimen del partido, no se podía tener una apreciación de conjunto del giro stalinista. Rakovsky se refería al hecho de que al tener el partido semejante papel en el Estado obrero, su situación, sus métodos, impactarían directamente en la naturaleza de las medidas tomadas. Al respecto, es agudo lo que afirma Josep Fontana: “Tendremos que explorar (…) qué significaba realmente el programa de la planificación tal como lo estaban elaborando hasta 1928, los hombres que trabajaban en el Gosplan, y la forma en que su proyecto fue pervertido por Stalin, que lo convirtió en un instrumento para un proyecto de industrialización forzada, que tenía que ir acompañado de una política de terror encaminada a someter a amplias capas de la población a unas condiciones de trabajo y de explotación inhumanas” (¿Por qué tenemos que estudiar la Revolución Rusa?). Lewin señala que la propia burocracia era la productora de las incoherencias; que desde la cima se enviaba permanentemente grandes dignatarios para hacer que las cosas se movieran “por cualquier medio”[2].

Pepe Gutiérrez Álvarez introduce una inflexión aguda cuando destaca que a comienzos de los años 20 el partido se “militariza” y modifica su composición. Señala que al final de la guerra civil quedan muy pocos de los 25.000 miembros de febrero de 1917; un cambio de membresía partidaria que significó una ruptura de la continuidad y la experiencia acumulada, de la formación y la tradición política del partido. De ahí las graves dificultades para comprender la “transición” de los años 1923-28 y la escasez de reflejos iniciales ante un proceso de burocratización que cuando comienza a ser denunciado ya ha tomado vida propia (en “Octubre y la guerra de las interpretaciones”).

Preobrajensky acusaría a su vez a Rakovsky de “subjetivista”. Pero perder de vista el lugar absolutamente central que tenía el partido en la pirámide del Estado constituía una deriva en sentido contrario que perdía el ángulo de mira total, político, en beneficio de la “economía pura”. El punto de vista de Rakovsky fue tildado de “pesimista”: mientras que Trotsky opinaba que la contrarrevolución stalinista todavía no se había consumado, Rakovsky la veía completándose y mudando no solamente la naturaleza del régimen político sino del Estado proletario mismo.

¿En qué se había transformado el partido para esa época? “Habiendo pasado el número de miembros de 472.000 a 1.305.854, en 1928 el partido no era ya la vanguardia politizada de la revolución, sino una organización de masas cuya participación, privilegios y autoridad estaban rígidamente estratificados. La base estaba formada por una masa recién reclutada, conformista y en gran parte políticamente analfabeta, que ignoraba la diferencia entre ‘Bebel y Babel, Gogol y Hegel’, o entre una ‘desviación’ y la otra. En el centro estaba una burocracia administrativa abotagada, los apparatchiki del partido, considerados por toda la oposición, de izquierda y de derecha, como un ‘cenagal’ de burócratas obedientes” (Cohen 1976: 464).

Y Lewin insistirá en lo mismo: el partido se despolitizó, dejando de ser un partido “político” en el sentido propio del término, y se terminó disolviendo posteriormente en el Estado.

Estado obrero y dictadura proletaria

“No hay ninguna duda de que una fuerza de trabajo industrial ha existido y crecido durante las dos primeras décadas y media del poder soviético. Sus miembros se consideraban ciertamente parte de la clase obrera, pero habían perdido el espacio político en el que podían desarrollar la forma en que se representarían a sí mismos y definir sus propios programas. Moshe Lewin cita en varias ocasiones esta frase con que se definen los obreros: ‘No se nos considera seres humanos’” (Denis Paillard).

Hemos hablado del régimen de la guerra civil como un régimen específico respecto al que caracterizó los primeros meses del poder bolchevique. Estudiando la evolución del gobierno bolchevique, se pueden apreciar varios regímenes, una cierta plasticidad cuyo elemento común es que la clase obrera se encuentra en el poder.

Así como existió el régimen de los soviets de los primeros meses del gobierno bolchevique, posteriormente emergió un nuevo régimen: el de la guerra civil, caracterizado por rasgos como la extremada centralización, el vaciamiento de los soviets, el hundimiento del pluripartidismo soviético, etcétera.

Pero también es cierto que los primeros tiempos de la NEP configuraron otro régimen; se dio un cierto relajamiento de la vida social y cultural, al tiempo que el partido bolchevique afirmaba su monopolio del poder y se clausuraban las vías del debate interno. Aun así, nos parece que ese régimen expresaba todavía una dictadura proletaria, a cuyo frente seguían estando Lenin y Trotsky, y el partido estaba vivo.

Cabe aquí entonces una serie de consideraciones. La primera es que en el vértice del poder estaba colocado el partido como único “garante” de la dictadura proletaria, lo que daba cierta fragilidad al conjunto. Ocurre que la clase obrera sin el partido no tiene dirección. Pero el partido sin la clase obrera, con un retroceso de la clase obrera, con un vaciamiento de las instituciones que organizan su vida política, termina en una asfixia tal que es imposible evitar su burocratización.

Eventos como el levantamiento de Kronstadt y la deriva burocrática desde temprano en la revolución muestran que el atraso general del país (en condiciones de aislamiento internacional) retornó como un búmeran sobre el partido y el Estado. Lewin insiste en que no se debe apreciar solamente la “marea ascendente” de la revolución, sino también el golpe en sentido contrario que luego dio el proceso sobre instancias, en definitiva, “superestructurales”. Subraya que la guerra civil fue un golpe sobre las aspiraciones libertarias de 1917, causando una suerte de retroceso “geológico” en la sociedad que hizo que la revolución cambiara los rieles sobre los que venía, haciéndola más vulnerable a métodos arcaicos de gestión y menos favorable a sus tendencias progresivas. Se trata, en definitiva, de la “resistencia de los materiales” que deberá enfrentar toda revolución; de ahí la apelación “desesperada” de Lenin y Trotsky a la revolución internacional.

En la medida en que se trate de regímenes que expresan, no importa cuán distorsionadamente, que el proletariado está en el poder, se trata de una dictadura proletaria. El problema es que la dictadura proletaria no puede sobrevivir con la clase obrera desalojada del poder. Liquidado el carácter revolucionario del partido, no subsistió otra institución que representara a la clase obrera; la dictadura del proletariado se disolvió en el Estado de la burocracia, llegando a su fin el gobierno bolchevique.

Esto nos lleva a una discusión sobre el carácter del Estado en la transición. En la definición clásica del trotskismo, su irreductible carácter político y de clase quedaba de lado en beneficio de una definición vinculada a la propiedad. Si la propiedad era estatizada, el Estado devenía en obrero. En otros trabajos hemos definido que la propiedad estatizada, en tanto que propiedad necesariamente pública, debe remitir a que los trabajadores detenten efectivamente la propiedad; que llenen de contenido real, colectivo, ese carácter público. Si eso es así, estamos ante un Estado obrero. Pero si esto no ocurre, la propiedad estatizada, per se, no tiene manera de definir el carácter real del Estado: “Semejante curso, endureciendo las prácticas [administrativas] del impulso inicial [de la planificación] devenidas en funciones regulares del Estado Leviatán, fue ayudado por la ausencia de cualquier contratendencia, cuyos últimos vestigios desaparecieron con la última oposición” (Lewin 1995: 113).

Insistimos en que si este atributo público no remite a un dominio creciente de los medios de producción por parte de la clase obrera, no hay forma de considerar al Estado como proletario: “La producción capitalista engendra ella misma su propia negación (…). Restablece no la propiedad privada del trabajador, sino su propiedad individual basada en los logros de la era capitalista, en la cooperación y la posesión común de todos los medios de producción, incluido el suelo” (Karl Marx, El capital, citado en Bensaïd 2013: 56).

Porque dicha “posesión común” en la transición debe ser una propiedad verdaderamente colectiva de los medios de producción, so pena de devenir en otra cosa: “El cuerpo administrativo (Vedomstva) estaba deviniendo en los emprendedores del sistema [alguien que establece sus propios negocios], en sus controladores, y, para todos los efectos prácticos, los dueños de la rama de la cual cada uno de ellos estaba encargado” (Lewin 1995: 125).

Y, en el mismo sentido, pero respecto de las condiciones de trabajo reales de los supuestos “propietarios”: “Un rasgo característico es la débil utilización del tiempo de trabajo, así como una productividad muy baja. En particular, la política oficial de control se traduce a nivel del proceso productivo en una parcelación máxima de las tareas (un puesto, una operación), lo que significa, de hecho, una desorganización por arriba del proceso de producción: los obreros no tienen ninguna responsabilidad sobre un trabajo puramente mecánico y repetitivo, ni una comprensión del proceso de producción en el que participan” (Paillard).

Pero volvamos a la cuestión de la definición específica de la naturaleza del Estado. La idea tradicional es que como en el marxismo la economía determina en última instancia la política, si la burguesía fue expropiada no queda otra alternativa que definir al Estado como “obrero”. El problema es que ésta no es la forma de definir el Estado para el marxismo. En sociedades estabilizadas se colige que el carácter de la economía y el poder coinciden. ¿Pero qué pasa en las sociedades de transición, cuando ambas instancias no necesariamente coinciden?

Hay dos maneras de abordar el problema. Una, por la clase social que efectivamente posee el Estado. De ahí la discusión, por ejemplo, sobre el Estado absolutista, su carácter feudal en la medida que eran todavía las viejas clases señoriales las que lo dominaban. Pero esto entra en contradicción con una segunda forma de definir las cosas: ¿cuál será el carácter de un Estado que promueve determinadas relaciones sociales y de propiedad independientemente de quién está al mando? Si el Estado absolutista promovía las relaciones capitalistas, era entonces capitalista.

Perry Anderson se inclina por la definición de que, en definitiva, el Estado absolutista fue un Estado todavía feudal porque estaba en manos de las viejas clases, independientemente de que, a pesar de ello, bajo su imperio se desarrolló el capitalismo y se establecieron las premisas para ese proceso. Marx y Engels tuvieron definiciones cambiantes sobre el tema a lo largo de su vida (habría que revisar la magistral obra de Hal Draper Karl Marx Theory of Revolution para historizar bien la cuestión).

El problema frente al cual nos encontramos en la transición socialista es que, a diferencia del Estado absolutista, ambos criterios deben tender a coincidir: qué clase esté realmente en el poder define qué relaciones sociales se promueven. Y viceversa: no hay manera de que relaciones sociales emancipadoras se hagan valer sin la clase obrera en el poder, no hay manera de que la propiedad estatizada se afirme como propiedad de la sociedad pasando por encima de los explotados y oprimidos: “En el texto El socialismo soviético. Un error de etiquetación, Moshe Lewin desarrolla con amplitud esta idea: a no ser que se confunda socialización con nacionalización-estatización de la economía, no se puede hablar de socialismo en la URSS, lo que lleva a cuestionar la idea de que no capitalista signifique mecánicamente socialista” (¿Fue un sistema socialista? ¡En absoluto!, Denis Paillard, 24-10-17).

Si la clase obrera no tiene la apropiación real cae el Estado obrero. De ahí que en los Estados no capitalistas donde la clase trabajadora no estaba en el poder –o donde lo perdió, como en la URSS–, el Estado no haya sido obrero, o haya dejado de serlo cuando la clase obrera perdió el poder: “En la sociedad burocrática, la propiedad es una categoría de hecho más que de derecho” (Bensaïd 1995: 127).

Esto nos reenvía a la problemática de los regímenes de la dictadura proletaria. Puede haber varios regímenes políticos, pero no puede haber regímenes proletarios sin la clase obrera en el poder. Si el Estado ha dejado de ser proletario, un factor derivado, como son los regímenes, que plantean una diversa combinación de instituciones en cada caso, no puede ser un régimen de la dictadura proletaria.

Esto fue lo que pasó bajo el gobierno bolchevique. Dadas las circunstancias concretas que colocaron al partido en el vértice del poder, cuando el partido se burocratizó (en concomitancia con la pudrición burocrática del Estado), el Estado dejó de ser obrero y el gobierno bolchevique se terminó. Nada de esto niega la riqueza de matices y circunstancias en materia de gobiernos proletarios; sólo los ubica en determinados límites.

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[1] En un sentido similar, Deutscher señalaría respecto de las manifestaciones cuando el décimo aniversario de la revolución: “Marchaban obedientemente en los recorridos prescriptos, cantaban los eslóganes prescriptos y expresaban una disciplina mecánica, sin traicionar sus pensamientos o ventilar sus sentimientos en siquiera una muestra de espontaneidad” (Doug E. Greene 2017).

[2] Respecto de la incomprensión de cómo los métodos desnaturalizan el contenido de las tareas, es interesante la referencia que hace Cohen a la “dualidad” en la que se encontraba Bujarin en los años 30: “Si su oposición al stalinismo había adquirido durante los últimos años alguna dimensión trágica, también había de parecer a menudo desesperadamente inadecuada y patética. Como explicó Bujarin más tarde, esta amalgama de métodos stalinistas censurables y metas bolcheviques compartidas le producía ‘una dualidad peculiar de ideas’, una ‘psicología dual’ [que es la del centrista. RS]” (Cohen 1975: 505)

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