El Partido Demócrata le entregó el país en bandeja a Trump

Harris y los demócratas hicieron todo lo posible para perder con una campaña neoliberal, hiper imperialista y pro establishment que le regaló el electorado a la ultra derecha. La defensa del status quo perdió las elecciones. Claves de una derrota anunciada.

El Partido Demócrata volvió a probarse como el gran organizador de derrotas de los Estados Unidos. En un contexto internacional crítico y con la ultra derecha ganando posiciones, Kamala Harris fue la cara de una campaña expresamente conservadora que le regaló el voto trabajador a Trump y ninguneó los reclamos de los sectores progresivos, como el movimiento juvenil pro Palestina.

Sin ninguna propuesta propia que les permita evitar perder su base electoral, su único eje de campaña real fue agitar el cuco de Trump. Y el cuco los derrotó porque simplemente no es eso lo que nadie quería escuchar. Pensaron que bastaba con eso para repetir los resultados del 2020, aún sin poder mostrar resultados de 4 años de gestión.

¡Es la economía, estúpido!

Desde hace meses, las encuestas señalaban que el principal tema de discusión en el voto de los estadounidenses sería la economía. No resulta ninguna sorpresa teniendo en cuenta que durante los 4 años de gestión Biden transcurrieron el lock out pandémico, la crisis energética por la guerra en Ucrania y una espiral inflacionaria global.

Este era, además, el caballo de batalla de Trump. En 2016 el ultraderechista llegó al gobierno parándose (entre otros sectores) sobre el voto blue collar (obrero) del Cinturón de Óxido, un voto de descontento ante la degradación histórica de los salarios y el aumento del costo de vida.

Esta es una de las grandes transformaciones políticas de los últimos años. La clase trabajadora blue collar (obreros fabriles, mineros, etc.) era parte firme de la base electoral demócrata desde la presidencia de Franklin D. Roosevelt. Es que, frente al crack de 1929, la gestión Roosevelt fue la que instauró las primeras políticas de Estado de Bienestar en Estados Unidos. Además, había logrado así volcar a la mayoría de las organizaciones sindicales también hacia él. Los trabajadores sindicalizados votaban en su inmensa mayoría a los demócratas.

Pero hoy no hay partido del «Estado de Bienestar». Había una candidatura neoliberal del status quo heredera de Clinton, de un lado; y un candidato que proponía una salida a las consecuencias del neoliberalismo, aunque haya sido con demagogia xenófoba y nacionalismo imperialista. Si en cuanto a ponerles frenos a las grandes empresas Trump es tan «neoliberal» como Harris, la campaña de «proteccionismo» tuvo mucho impacto en la construcción de la candidatura republicana.

Uno pensaría que, con eso en mente, Harris y compañía buscarían afinar un programa económico para competir con el trumpismo. Pues no. El «programa» económico de Harris se limitó a la propuesta de una «economía de oportunidades». Una irrisoria y abstracta formulación que en realidad expresa ninguna concesión real a los trabajadores y, sobre todo, facilidades para los sectores medios y grandes de la burguesía industrial, como tarifas energéticas diferenciadas.

Chuparle las medias a la burguesía local fue una constante en la campaña demócrata. En las últimas semanas, Harris se paseó por las oficinas de grandes magnates y grupos empresariales pidiendo financiamiento para su campaña e intentando convencer a los ricachones de que con su gobierno «ganarían más» que con Trump. Parece que la limosna de los lobbystas le sirvió de poco.

Sobre todo porque Harris no pudo nunca despegarse de la paupérrima gestión de Biden. Y con razón, porque es la vicepresidenta en funciones. A pesar de los alegatos del Partido Demócrata sobre el equilibro de la macro bajo Biden (alza del PBI, bajo desempleo estructural, alza de las acciones yanquis en el mercado), la realidad es que en estos años las condiciones de vida de los trabajadores estadounidenses cayeron estructuralmente. Un masivo problema habitacional con un nivel de desalojos constantes más alto que el prepandémico, récord de «homeless» (personas sin hogar) en las grandes ciudades, alquileres históricamente caros. Y por el otro lado un nivel de ingresos domésticos medios más bajo que el del último año pre pandemia, aumento de la desigualdad, la inseguridad alimentaria y la pobreza creciendo a niveles de dos dígitos, con un pico histórico de pobreza infantil.

Y recordemos que estamos hablando de las estadísticos de un país socialmente inmenso y de la primera potencia imperialista del mundo, no de un país periférico. La imagen de conjunto es la de una transferencia global de riqueza desde la base de la sociedad hacia los sectores capitalistas más concentrados y parasitarios (como los especuladores inmobiliarios).

Se trata de millones de personas que vieron degradarse su nivel de vida en el último mandato demócrata. Y como si no alcanzara con eso para minar la popularidad «económica» de Harris, los demócratas decidieron esfumar de la campaña toda propuesta progresiva o reformista. Es el caso del reclamo histórico de un aumento del salario mínimo a U$D 15 la hora, o la creación de un sistema de cobertura médica pública universal. Ambos tópicos fueron propuestas de la campaña presidencial del Partido Demócrata en la campaña de 2020.

¿Qué pasó en el medio? Pues que Biden desistió del aumento del salario mínimo a tan sólo días de haber asumido y que 25 millones de personas perdieron su cobertura médica durante su mandato. En 2020, Biden había dicho textualmente que, «si ganaba Trump, 20 millones de personas se quedarían sin cobertura médica». Parece que su intención era superar la marca.

Biden ganó en 2020 con una campaña «progresista». Y la gestión Biden defraudó a todos sus votantes no aplicando nada, absolutamente nada, de su programa. ¿Cómo no perder así?

El giro a la derecha «progresista» le abre camino a la ultraderecha

Pero Harris y los demócratas no perdieron sólo por la mancha de la gestión Biden. Pierden también por haberse adaptado asquerosamente a las reglas de juego que propuso Trump. Harris giró marcadamente su discurso hacia la derecha. Abandonó las pocas y limitadas reivindicaciones sociales del programa de Biden y tomó varias del de Trump.

Harris se posicionó como prácticamente como «anti migrantes», apoyando la idea de una gestión «bipartidaria» (es decir, junto a los republicanos) de la represión a los migrantes sin documentos en la frontera sur. Negó su apoyo a las políticas públicas de salud e identidad de género para los niños trans, una posición aberrante para adaptarse a la iniciativa de la extrema derecha.

Para hundirse más en el fango derechista, Harris hizo campaña pública con Liz Cheney, una figura hiper conservadora del Partido Republicano. Y prometió «nombrar a un republicano» como parte de su gabinete si ganaba las elecciones. Recordemos que al día de hoy (a diferencia de 2016) Trump ha ganado el pleno del aparato republicano, prácticamente no quedan voces de disidencia al trumpismo dentro de ese partido. ¿Qué forma es esa de enfrentar a la ultraderecha prometiéndole cargos en el gobierno?

¿Acaso esperaba Harris ganarle el voto reaccionario a Trump? Una idea delirante que no pasó la prueba de los hechos. La derechización de la opinión pública (motorizada también por Harris) benefició a Trump y sólo a Trump. No sólo porque tiene un electorado estable con esas características, sino porque Harris logró además ahuyentar de su campaña a los sectores activos y progresivos de la sociedad.

Es el caso de la juventud pro palestina que se organizó durante el último año en muchas universidades estadounidenses y que se contó por decenas de miles. La posición ultra sionista y pro genocidio de Harris, Biden y todo el Partido Demócrata durante toda su gestión hacía imposible que los sectores más progresistas de la juventud estadounidense (antes contenidos en el aparato demócrata por la colectora de Bernie Sanders) militaran su candidatura. Lo propio sucedió con sectores de la comunidad árabe estadounidense, que se negaron a apoyar a la gestión que motorizó el genocidio en Gaza. Similar efecto tuvieron las posiciones anti diversidad.

Otro sector que se demostró activo y ascendente en los últimos años fue el movimiento obrero. Puntualmente, la juventud trabajadora que se organizó por la sindicalización en amplios sectores de la industria y de los sectores más precarizados (caso Amazon, Starbucks, gig workers y otros). Se trata de un movimiento histórico en el gigante norteamericano, que parecía comenzar a revertir el histórico proceso de de-sindicalización que comenzó con la globalización. Y que además introducía un fuerte contrapunto a las tendencias revanchistas y reaccionarias que el trumpismo azuza entre los trabajadores descontentos.

El Partido Demócrata eligió conscientemente ningunear a este sector. No sólo eliminando cualquier tipo de demanda obrera de su programa sino además borrando de escena el perfil «pro union» que había construido, aunque fuera mayoritariamente con gestos, el propio Biden. ¿La razón? Pues que los demócratas le temen más al resurgir del movimiento obrero estadounidense que a la ultraderecha rabiosa de Trump y sus secuaces. El Partido Demócrata es capitalista e imperialista hasta la médula. Y los reclamos obreros no tienen cabida en la campaña de un aparato que pide directrices a los lobbystas y las grandes corporaciones.

La crisis de representación que los demócratas eligieron no disputar

¿Cuál era entonces la receta mágica de los demócratas para ganar la elección? Harris y los suyos se limitaron a repetir una y otra vez que «una segunda presidencia de Trump» sería demasiado «peligrosa». Una vez más, la consigna parecía más destinada a convencer a la burguesía que a los trabajadores estadounidenses.

Los demócratas se jugaron a que gane la moderación, a que el electorado vote en contra del «peligroso» Trump, no tanto a favor de Harris. Pareciera que no están enterados de que en estos días siguen su curso dos guerras, ambas financiadas por EEUU, que el nivel de vida en el gigante norteamericano se degrada año a año y el american dream no es más que el recuerdo de un slogan para decenas de millones de personas.

Harris apostó a que el voto democrático le ganase al voto económico y perdió. La pretensión era ridícula. ¿Cómo se podía esperar que la mayoría de los estadounidenses votaran por mantener el status quo si el mismo significa guerra, degradación del poder adquisitivo y ataques directos a las condiciones de vida de la inmensa mayoría social? Por más que Harris le pusiera el nombre de «democracia», la experiencia real del status quo bidenista no entusiasmaba a nadie, y con razón. Para millones, la campaña de los demócratas fue una burla. Una inversión de forma y contenido que igualaba la «democracia» con la miserable perspectiva del «progresismo» imperialista sin progreso ni concesión social alguna.

Esto es especialmente criminal porque existían (y siguen existiendo) enormes reservas democráticas y reivindicativas en la sociedad estadounidense. El movimiento juvenil pro palestino, la histórica ola de huelgas y procesos de sindicalización en el movimiento obrero y el movimiento feminista en defensa del aborto y los derechos de la diversidad son ejemplos de ello. Harris le dió la espalda a estos sectores y pavimentó el camino para la victoria de Trump.

Sobre todo porque porciones considerables del electorado estaban dispuestos a defender las reivindicaciones asociadas a estos movimientos, pero no así la figura traidora de Harris y la gestión demócrata. Encuestas de los últimos días previos a la elección en varios de los Estados en disputa indicaron una alta popularidad de tópicos como el aborto legal (63% de aceptación en Pennsylvania) o el aumento del salario mínimo (80% de aceptación en el mismo Estado). Lo mismo sucedía con la cuestión climática (una porción mayoritaria consideraba necesario implementar medidas al respecto) y con la aceptación de los sindicatos (un dato histórico respecto a las últimas décadas).

Trump parece haber terminado quedándose con parte de ese electorado por el simple hecho de que su campaña incluyó rasgos proteccionistas de la industria (captando el voto blue collar) y por escenificar necesariamente un «corte» respecto a los últimos 4 años de desastrosa gestión demócrata.

Un analista de la izquierda filo – demócrata apunta que «en el marco de una desigualdad creciente, la confianza en el establishment político nunca ha sido más baja. Menos personas que nunca se identifican con algunos de los dos partidos; el 70% de los norteamericanos cree que intereses poderosos rigen el sistema económico; sólo el 40% de los norteamericanos de bajos ingresos creen que sigue siendo posible alcanzar el sueño americano y casi ninguno cree que el país esté dirigiéndose en la dirección correcta» (JacobinMag).

Este es un dato que los demócratas parecieran haber olvidado durante toda la campaña. Ya la primera presidencia de Trump había marcado una novedad en el sistema político estadounidense: una ruptura o desplazamiento dentro del bipartidismo neoliberal de las décadas anteriores, fruto de la crisis de los consensos de la globalización.

Si la primera presidencia de Trump marcó una novedad, los 4 años de gestión Biden estuvieron atravesados por la confirmación de un cambio en la situación internacional que marca la vuelta a una situación más clásica con crisis, guerras y, eventualmente, revoluciones como respuesta a la barbarie capitalista. En ese marco, las prédicas demócratas en favor del status quo y la «moderación» quedaron pintadas como frases nostálgicas.

El aumento de la polarización social y política durante los últimos años, y la llegada misma de Trump a la presidencia por segunda vez, agudizan una crisis de representación política en porciones reales de la sociedad estadounidense. Los sectores más activos y comprometidos con enfrentar a la extrema derecha no fueron contenidos por la campaña de Harris sino expulsados de ella. Los demócratas decidieron regalarle la batalla por esa vacancia política a Trump porque son un partido imperialista de principio a fin.

Pero justamente por eso podrían empujar a muchos de esos sectores a romper con la contención demócrata y con la institucionalidad imperialista. En el desarrollo y radicalización independiente de esos sectores radica la posibilidad de superar al enorme organizador de derrotas que es el aparato del Partido Demócrata.

 

 

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