Vamos a profundizar ahora en la cuestión de la emancipación del trabajo, una temática que adquiere actualidad vinculada simultaneamente a la crisis ecológica que atraviesa actualmente la “humanidad capitalista”.

Comencemos por el concepto de fuerzas productivas. Desde La ideología alemana (1846) Marx y Engels establecieron dos relaciones básicas, “trans-históricas” por así decirlo, que marcan eternamente a la humanidad: la relación de la humanidad con la naturaleza para la producción y la reproducción de la vida, y las relaciones entre las personas para la producción.

Desde ya, las formas concretas que adquieren estas relaciones generales son siempre históricas, formas históricamente determinadas.

Es decir, estas relaciones “trans-históricas” sólo existen como abstracción; no tienen ninguna existencia real más allá de la “encarnación” que adquieren en cada momento histórico, bajo cada régimen social.

Las fuerzas productivas, el grado de desarrollo relativo de las relaciones de la humanidad con la naturaleza, varían según las circunstancias históricas. Dicha relación está compuesta por tres elementos: la humanidad misma, la naturaleza –como naturaleza a priori “externa” a la sociedad y también como naturaleza ya humanizada o deshumanizada– y los medios de producción y / o apropiación de la naturaleza que la humanidad va desarrollando “artificialmente” conforme el desarrollo de su cultura (lo “artificial” remite a la combinación de elementos naturales bajo una forma que no se encuentra originalmente en la naturaleza).

Demás está decir que estos términos van haciéndose más concretos –más determinados– conforme se desarrolla la organización social. Y cuando hablamos de la humanidad, hablamos de una humanidad determinada por las relaciones que se tejen entre las personas y las clases sociales para la producción, relaciones que se dan en llamar “relaciones sociales de producción”; un concepto que, como se ve, ya es directamente social.

La combinación de fuerzas productivas y relaciones de producción es lo que se da en llamar “estructura de la sociedad”. Y en este caso nos interesa detenernos sobre todo en las primeras.

Las fuerzas productivas encierran dos tipos de relaciones: a) las relaciones puramente “técnicas” basadas en criterios científicos de racionalidad; y b) el “envoltorio social” bajo el cual dichas “relaciones técnicas” viven. Porque incluso la técnica –hasta determinado punto o a partir de determinando momento– se encuentra socialmente determinada, “contaminada” por el contexto de relaciones sociales de producción históricamente determinadas en el cual está inserta.

Estas “líneas de tensión” del concepto fuerzas productivas nos plantea evitar dos unilateralidades simétricas: a) una apreciación puramente “positivista” de la técnica, cientificista, que las viera como un factor meramente “técnico”, un factor independiente por exclusión de cualquier “contaminación social”; b) una apreciación “culturalista” que redujera todo el sustrato material de las fuerzas productivas –que operan con arreglo a leyes de la naturaleza– a un mero factor social-cultural, clasista1.

Por lo demás, incluso el objeto mismo de la producción, la naturaleza, varía históricamente. Los seres humanos somos naturaleza, estamos hechos de naturaleza, es parte de nuestra “carne y sangre” y nosotros somos parte de su carne y sangre, lo que no quita que ella nos preceda, nos trascienda (la “naturaleza cósmica” siempre nos va a trascender).

Repetimos: a medida que la humanidad ha ido desarrollándose, hemos ido transformando la naturaleza en naturaleza humanizada y / o deshumanizada; modificada por la “retroacción” constructiva o destructiva de la humanidad.

Es decir, se trata ya de una naturaleza que ha tenido mediación y transformación por la actividad humana, como es el caso hoy de todo el globo terráqueo, donde van quedando pocos espacios “vírgenes” u originarios.

Si hablamos de una nueva era geológica por la acción humana –el Antropoceno– nos podemos dar una idea de la magnitud de esta interacción “humana-natural”, esta “coproducción” de la naturaleza misma por la actividad humana2. Tiene una dimensión histórica, aunque lamentablemente está “coproducción” sea muchas veces una verdadera “película de terror”, como el calentamiento global y la pandemia…

En todo caso, si la “externidad” o prioridad de la naturaleza se puede apreciar en la infinitud del espacio-tiempo3, dicha externidad no es absoluta porque nosotros mismos, la humanidad misma, está hecha de naturaleza, de relaciones químicas, físicas y biológicas, y porque además la contradictoria auto-elevación humana que significa la historia, hace que una parte creciente de la naturaleza terrestre sea inconcebible en abstracción de sus transformaciones por la acción humana.

Prosiguiendo nuestro razonamiento, y más allá del “objeto” naturaleza, tenemos un segundo elemento: las herramientas o medios de producción que se han ido sofisticando conforme el desarrollo de la cultura humana. Es que las fuerzas productivas, los medios de producción, han pasado por un desarrollo histórico revolucionándose conforme la cultura humana ha ido evolucionando hasta llegar a la automatización.

Desde las primeras herramientas prehistóricas hechas de piedra y sus diferentes “culturas” (industria Olduvayanse, Achelense, Musteriense, etcétera), hasta las más modernas computadoras e incluso los robots que pueblan de manera creciente la industria automotriz y otras, estos diversos estadios de desarrollo caen dentro del concepto de medios de producción4.

Los medios de producción nos remiten al tercer componente de las fuerzas productivas, y el más decisivo (desde el punto de vista antropológico): el trabajo humano. Porque en definitiva dichos medios de producción, en nuestro criterio, “viven y caen” junto al concepto más básico de trabajo humano (enseguida problematizaremos qué entendemos por “trabajo humano”). El trabajo humano remite a la acción humana sobre la naturaleza, cuya centralidad es tal que Engels llegó a definir el trabajo como el factor creador del ser humano cuyo primer medio de producción fue la mano humana misma (ya hemos hablando algo de esto en anteriores capítulos).

Cuando decimos que los medios de producción “viven y caen” junto al concepto más básico de trabajo humano, excluimos todo el debate sobre el curso histórico del trabajo humano, que va transformándose hasta hacerse irreconocible (y ya desarrollamos en el punto anterior5). Más bien nos interesa dejar sentada una posición “antropológica” respecto de la ubicación de la humanidad en el cosmos que si fuera dejada de lado, si la humanidad perdiera su lugar de sujeto histórico, en cierto modo los conceptos perderían su sentido y caeríamos en una distopía del estilo La obsolescencia del hombre de Günther Anders, donde las máquinas dominan a la humanidad, que refleja una de las tendencias en obra pero de manera complemente unilateral (volveremos sobre esto).

En definitiva, el trabajo humano, la fuerza de trabajo y el trabajador, son el sujeto de estas relaciones. El trabajo humano es el factor activo en la creación de la riqueza y la transformación del mundo no importa cuán “exquisita” o “automatizada” se vuelva esta relación.

Algunos analistas impresionistas hablan de un momento de “singularidad” donde los seres humanos no dominarían la economía y la sociedad, sino las máquinas: “El crecimiento exponencial de la tecnología informática sugerido por la Ley de Moore es comúnmente citado como una razón para esperar dicha singularidad en un futuro relativamente próximo; en realidad, la ‘ley’ es un pronóstico de 1965, corroborado en la práctica hace poco, del cofundador de Intel, de que cada dos años se duplicaría el número de transistores en un microprocesador. Es verdad que el propio Moore expresó en 2007 que su ley dejaría de cumplirse en 10 o 15 años, aceptando la observación de Stephen Hawking de que los límites dependían de los límites de la microelectrónica: la velocidad de la luz y la naturaleza atómica de la materia (…). Por otro lado, es comúnmente aceptado que las computadoras son muy buenas en cosas que nos resultan difíciles, pero son muy malas en otras que nos resultan fáciles; son capaces de vencer al mejor jugador de ajedrez, y ahora de go, pero carecen de las habilidades motrices de un niño: están lejos de poder jugar un partido de cualquier deporte con el más negado de los humanos” (Marcelo Buitrago, “Capitalismo y automatización: ¿Un mundo de robots?”).

Es decir, son capaces de desarrollar unilateralmente ciertas funciones hasta niveles altísimos, pero carecen del desarrollo omnilateral que caracteriza a los humanos.

En todo caso, no queremos desarrollar todavía aquí, específicamente, el concepto de automatización, sino simplemente marcar la prioridad del trabajo humano y de la humanidad en general en lo que hace a la producción. Aunque, repetimos, colocamos dentro del concepto de “trabajo” determinaciones generales que atañen simplemente a las necesidades de eterno metabolismo humano con la naturaleza para su producción y reproducción.

Pero además, contra los criterios anti-humanistas de las fuerzas productivas y en cualquier grado de su desarrollo, los seres humanos son real o potencialmente, más concreta o “exquisitamente”, el factor activo de la producción y de la vida misma: “Marx explica detalladamente en El capital cómo se impone la ‘voluntad telética’ del hombre sobre la naturaleza: ‘Ponemos como base el trabajo en una forma en la cual este corresponde exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que se parecen a las del tejedor, y una abeja puede avergonzar a muchos arquitectos humanos con la construcción de su panal. Pero lo que desde un comienzo diferencia al peor arquitecto de la mejor abeja, es el hecho de que aquel ha construido la celdilla del panal en su cabeza antes de construirla en la cera. Al final del proceso de trabajo se produce un resultado que ya estaba presente en su comienzo en la representación del trabajador, y por lo tanto ya tenía existencia ideal. No se trata de que el arquitecto sólo efectúe un cambio de forma de lo natural; realiza al mismo tiempo en lo natural su fin, que él conoce, que determina como una ley el modo de su hacer y al cual él debe subordinar su voluntad” (Marx citado por Alfred Schmidt, El concepto de naturaleza en Marx, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 1976, 1146).

La clase trabajadora puede ser más activa o más “pasiva”, más autoconsciente o alienada, dependiendo del grado de su dominio sobre su trabajo y sobre los medios de producción (además de que, como afirmara Engels, la humanidad solamente puede hacer valer sus fines en el terreno de la producción y reproducción con arreglo a las leyes naturales mismas, no violentándolas).

Un elemento central de las fuerzas productivas es el “maquinismo”. Es interesante volver a las definiciones de Marx sobre el maquinismo y el “sistema de máquinas”. Fuerza productiva fundamental, las máquinas o sistema de máquinas se definen por tres componentes que actúan al unísono: a) la máquina como conjunto de herramientas, b) una fuerza motriz “artificial-natural” independizada de la “tracción humana”, y por último, cada vez más presente, c) un “sistema de comando automatizado” que tiende históricamente a colocar al trabajador al “lado del proceso de producción”, más como “vigilador y controlador” que subsumido en la producción misma.

Veamos estos conceptos. El primero, clásico, es el de la máquina como conjunto de herramientas. Descompuesta en sus componentes más simples, haciendo el “análisis de la máquina” –como señalaba Marx–, es simplemente eso: la reunión bajo un mismo mecanismo de herramientas individuales que antes estaban separadas.

Desde ya que esto ha tenido un desarrollo sideral, que se han traspasado las fronteras puramente “mecánicas” para dar lugar a máquinas que operan sobre conjuntos electrónicos, cibernéticos, biotecnológicos, impresoras en 3D, etcétera. Pero este principio elemental de la máquina como reunión de herramientas sigue estando vigente.

Luego tenemos el segundo elemento: la máquina, para ser tal, debe tener “auto-movimiento” en el sentido de una fuente de energía “artificial” independizada del sudor humano. Y esto es así desde las primeras máquinas a vapor hasta hoy con la energía solar, eólica, hidráulica, electrónica y más menudamente quemando carbón y petróleo y destruyendo el planeta (incluyendo en esto la complejidad del manejo de la energía atómica).

En cualquier caso, este principio tampoco se modifica y tiene que ver con haber superado el límite orgánico que implicaba el puro y rudo esfuerzo muscular humano, aunque este esfuerzo siga presente en muchos de los “puntos de reunión” de cualquier proceso industrial.

Finalmente, la automatización significa que la máquina tiene “auto movimiento inteligente”, no en el sentido puramente energético del término, sino en la conducción del mecanismo mismo, sea una nave espacial, un avión en piloto automático, sistemas automatizados de producción o robots, que aun con todas sus limitaciones se presentan como el modelo “perfecto” de un mecano que aparece “independizándose” de todo control humano: “La Federación Internacional de Robótica (IFR) define robot industrial como un ‘manipulador multiuso reprogramable controlado automáticamente, programable en 3 o más ejes, fijo o móvil, para usar en aplicaciones de automatización industrial’, es decir una máquina que realiza tareas relativas a la producción sin la necesidad de control humano” (Buitrago, ídem).

Dejemos hablar directamente a Marx: “(…) una vez inserto en el proceso de producción del capital, el medio de trabajo experimenta diversas metamorfosis, la última de las cuales es la máquina o más bien un sistema automático de máquinas (sistema de la maquinaria; lo automático no es más que la forma más plena y adecuada de la misma, y transforma por primera vez a la maquinaria en un sistema) puesto en movimiento por un autómata, por fuerza motriz que se mueve a sí misma; este autómata se compone de muchos órganos mecánicos e intelectuales de tal modo que los obreros mismos sólo están determinados como miembros conscientes del sistema” (Grundrisse. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1857/8, Siglo Veintiuno Editores, México, 1980, 218).

No es como en el caso del instrumento, al que el obrero anima como un órgano, con su propia destreza y actividad y cuyo manejo depende por tanto de la virtuosidad de aquel. Sino que la máquina, dueña en lugar del obrero de la habilidad y la fuerza, es ella misma virtuosa, posee un alma propia presente en las leyes mecánicas que operan en ella (…) la actividad del obrero, reducida a una mera abstracción de la actividad, está determinada y regulada en todos los aspectos por el movimiento de la maquinaria, y no a la inversa. La ciencia, que obliga a los miembros inanimados de la máquina a operar como un autómata conforme a un fin, no existe en la conciencia del obrero, sino que opera a través de la máquina, como poder ajeno, como poder de la máquina misma sobre aquél” (Grundrisse, 219).

Sin embargo, “El intercambio de trabajo vivo por trabajo objetivado, es decir el poner el trabajo social bajo la forma de antítesis entre el capital y el trabajo, es el último desarrollo de la relación de valor y de la producción fundada en el valor. El supuesto de esta producción es y sigue siendo la magnitud del tiempo inmediato de trabajo, la cantidad de trabajo empleado como el factor decisivo en la producción de la riqueza. En la medida, sin embargo, en que la gran industria se desarrolla, la creación de riqueza efectiva se vuelve menos dependiente del tiempo de trabajo y de la cantidad de trabajo empleados, que del poder de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo, poder que a su vez –powerful effectiveness (poderosa eficacia)– no guarda relación alguna con el tiempo de trabajo inmediato que cuesta su producción, sino que depende más bien del estado general de la ciencia y del progreso de la tecnología o de la aplicación de esta ciencia a la producción” (Grundrisse, 227/8).

La riqueza efectiva se manifiesta más bien –y esto lo revela la gran industria– en la enorme desproporción entre el tiempo de trabajo empleado y su producto, así como en la desproporción cualitativa entre el trabajo, reducido a una pura abstracción, y el poderío del proceso de producción vigilado por aquel. El trabajo ya no aparece tanto como recluido en el proceso de producción, sino más bien el hombre se comporta como supervisor y regulador con respecto al proceso de producción mismo (…) Se presenta al lado del proceso de producción, en lugar de ser su agente principal” (Grundrisse, 228).

En esta transformación lo que aparece como el pilar fundamental de la producción y de la riqueza no es ni el trabajo inmediato ejecutado por el hombre ni el tiempo que este trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza productiva general, su comprensión de la naturaleza y su dominio sobre la misma gracias a su existencia como cuerpo social; en una palabra, el desarrollo del individuo social. El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparada con este fundamento recién desarrollado, creado por la gran industria misma” (Grundrisse, 228).

Y cierra Marx una de las páginas más geniales de su producción: “Tan pronto como el trabajo en su forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el valor de cambio [deja de ser la medida] del valor de uso (…) Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso de producción material se le quita la forma de necesidad apremiante y antagonismo. Desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a crear plustrabajo, sino en general reducción del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística, científica, etcétera, de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos” (Grundrisse, 228/9).

La naturaleza no construye máquinas, ni locomotoras, ferrocarriles, telégrafos eléctricos, hiladoras automáticas, etcétera. Son estos productos de la industria humana; material natural transformado en órganos de la voluntad humana sobre la naturaleza o de su actuación en la naturaleza [¡se aprecia el cuidado ecológico de Marx!]. Son órganos del cerebro humano creados por la mano humana, fuerza objetivada del conocimiento. El desarrollo del capital fijo revela hasta qué punto el conocimiento o saber social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y remodeladas conforme al mismo. Hasta qué punto las fuerzas productivas sociales son producidas no sólo en la forma de conocimiento, sino como órganos inmediatos de la práctica social, del proceso vital real” (Grundrisse, 230).

Se aprecia en Marx que el trabajador puede estar alienado pero a la vez tiene la potencialidad de emanciparse de las condiciones de explotación y opresión, de apropiarse de las condiciones materiales de existencia, que dado el desarrollo de las fuerzas productivas tienen la potencialidad de superar el horizonte de la necesidad, la producción de valor de cambio, y pasar –a partir de todo un proceso de transición evidentemente– a la producción directa de valores de uso, a la satisfacción de las necesidades humanas.

En Marx, por otra parte, y lejos de cualquier distopía, amén del desarrollo de fuerzas destructivas que veremos más abajo, la humanidad tiene la capacidad de apropiarse de las fuerzas productivas, y cuando no lo hace, cuando no lo hacen los explotados y oprimidos, es porque el capital, los capitalistas, son los que dominan los medios de producción; no existe en él ninguna “filosofía” unilateral o esencialista de tipo weberiana o heideggeriana en el sentido de que estaríamos condenados “a que las máquinas nos dominen” o a estar encerrados en una “caja de acero” donde perderíamos las potencialidades transformadoras de auto-emancipación (ángulo radicalmente escéptico que agarra Günther Anders, en su caso por la izquierda)7.

En definitiva, si estas son las tendencias a la emancipación del trabajo –brillantemente analizadas por Marx–, existen contratendencias que transforman las fuerzas productivas potenciales en fuerzas destructivas reales, y la actual pandemia que padece el mundo es una de ellas (tengamos en cuenta que estamos cerrando este texto en junio del 2020).

La pregunta sería a qué viene toda esta reflexión en relación a la pandemia que estamos sufriendo. Ocurre que si las fuerzas productivas tienen esta potencialidad emancipatoria, tampoco se las puede apreciar abstractamente: sus resultados dependen de las relaciones sociales en las cuales están insertas.

Y esta pandemia del siglo veintiuno surge, precisamente, de la interrelación entre las fuerzas productivas más desarrolladas por la humanidad, la globalización de la producción y los intercambios, una capacidad productiva nunca vista, etcétera, que bajo la camisa de fuerza de la racionalidad puramente formal del capitalismo, su aspiración a obtener ganancias a como dé lugar, se transforma en fuerza destructiva: “Según la Asociación Estadounidense de Hospitales, el número de camas de hospitales disminuyó un extraordinario 39% entre 1981 y 1999. El objetivo era aumentar las ganancias al aumentar el ‘censo’ (el número de camas ocupadas). Pero el objetivo de la gerencia de una ocupación del 90% significaba que los hospitales ya no tenían la capacidad de absorber la afluencia de pacientes durante epidemias y emergencias médicas” (Michael Roberts, “Confinados”, izquierdaweb).

Ejemplos en el estrago que estamos viviendo hoy hay de sobra en materia de fuerzas destructivas, anarquía e irracionalidad. Sobre la anarquía del capitalismo hay un ejemplo gráfico que no queremos dejar pasar: el robo entre los Estados de los cargamentos de reactivos para hacer pruebas de Covid-19. Estados Unidos le roba cargamentos a Alemania, Alemania se los roba a Italia, Italia a Turquestán y así sucesivamente, utilizando pagos en cash en las rampas de despegue mismas de los aeropuertos. Y sobre todo, la falta de toda coordinación internacional a nivel del insumo más básico hoy de la humanidad que es la vacuna contra el Covid-19: “Además está [el ejemplo] de la gran industria farmacéutica, que realiza poca investigación y desarrollo de nuevos antibióticos y antivirales. De las 18 compañías farmacéuticas más grandes de Estados Unidos, 15 han abandonado totalmente el campo. Los medicamentos cardiológicos, los tranquilizantes adictivos y los tratamientos para la impotencia masculina son los que generan mayores beneficios, no los tratamientos contra las infecciones hospitalarias, las enfermedades emergentes y los asesinos tropicales tradicionales. Una vacuna universal contra la gripe, es decir, una vacuna que se dirige contra las partes inmutables de las proteínas de la superficie del virus, ha sido posible desde hace décadas, pero nunca se consideró lo suficientemente rentable como para ser una prioridad” (Roberts, ídem): ¡ejemplo de irracionalidad capitalista si los hay!

Pero en todo caso, aquí nos interesa referirnos puntualmente a la transformación de fuerza productiva en destructiva que significa la pandemia, sobre lo cual queremos puntualizar dos cuestiones.

Primero, el elevado grado de desarrollo de las fuerzas productivas hace que su reversión destructiva sea, potencialmente, más destructiva. No es que no existieran guerras y fuerzas destructivas, ejércitos, etcétera, en el pasado. Pero si la capacidad de daño del ejército imperial de Roma, por ejemplo, era importante, es incomparable respecto de la capacidad de daño de las bombas atómicas o casos como Chernóbil, por tomar un ejemplo (una verdad de Perogullo es que sin grandes fuerzas productivas, tampoco puede haber grandes fuerzas destructivas).

Por lo demás, no se trata solamente de la letalidad de los ejércitos: cuestiones más menudas, habituales y “anodinas” como la producción multitudinaria de aves de corral sin cuidados sanitarios suficientes –como señala el biólogo norteamericano de izquierda Rob Wallace– se transforman en “bombas atómicas epidemiológicas” al colocar inmensas concentraciones de feedloteo de aves de corral al lado de inmensas concentraciones humanas: “Los ataques que recibí (…) me convencieron de la importancia de reconfigurar los fundamentos del estudio de la epidemiología evolutiva. Los patógenos, una amenaza global enorme y terrible para la humanidad así como para varias especies no humanas, se erigen como una suerte de espada de Damocles sobre la civilización así como el cambio climático, respetan poco las fronteras de las ciencias. La dinámica de los patógenos habitualmente aparece de una multitud de causas interactuantes y de una multitud de escalas de tiempo y espacio a través de los dominios bioculturales. Aprendí en el curso de mis estudios sobre la evolución de la historia de vida del HIV, por ejemplo, que el virus utiliza procesos en un nivel de organización para defenderse de impedimentos provenientes de otro nivel de organización. La intervención sobre los mismos debe basarse en una aproximación multidimensional en los niveles médicos y de salud pública. De otra manera, muchas relaciones epizoóticas [transferencias animal-humanas] permanecerán intratables no importa cuán innovadoras sean las drogas y las vacunas que se desarrollen” (Rob Wallace, Big farms make big flues, www.ebook3000.com8).

Podemos ir en profundidad con este concepto, que atañe al grado de independencia relativa que le otorguemos a un desarrollo tecnológico o científico respecto de las relaciones sociales en las cuales opera.

Aquí podríamos hablar, nuevamente, de dos “escuelas” simétricamente unilaterales. La primera, positivista, habla de las ciencias y los medios de producción como una herramienta puramente “técnica” que solamente expresaría el progreso, evaluándolas separadamente del contexto social. Una apreciación de la técnica como algo “neutral” regido solamente por leyes naturales; un abordaje positivista de las fuerzas productivas.

Pero así como existe la escuela positivista, está la “culturalista”, que reduce al fenómeno social-cultural todos los aspectos específicos de las fuerzas productivas y se las aprecia como una consecuencia puramente social.

En esta apreciación no habría nada que trascienda las relaciones sociales determinadas de cada época histórica, ninguna acumulación de saberes; toda la técnica sería exclusivamente clasista.

Marx y Engels desarrollaron una concepción distinta a las dos anteriores. Tuvieron una apreciación dialéctica donde la técnica tiene cierta independencia relativa de las relaciones de producción, como al mismo tiempo, en cada estadio histórico determinado, no deja de estar determinada por ellas. Y sobre todo, jamás perdieron de vista la reversión destructiva de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, el hecho de que el capitalismo se desarrolla socavando los dos manantiales de la riqueza, el trabajo humano y la naturaleza.

Ni positivista ni culturalista, ni ingenuamente optimista ni escéptico, el abordaje del desarrollo y utilización de las fuerzas productivas es inescindible de la lucha de clases. Que las grandes conquistas científicas, técnicas, materiales y culturales de la humanidad puedan ser colocadas a su servicio como fuerzas productivas –evitando que a cada paso se transformen en fuerzas destructivas como está aconteciendo con la actual pandemia y el cambio climático–, es una tarea política que, en definitiva, remite a la lucha de clases socialista por acabar con el actual sistema que ha llevado tan lejos la fuerzas productivas y su reversión destructiva, así como a encarar de frente el balance de las experiencias anticapitalistas fallidas del siglo pasado.

Una crítica y un balance que nos enseñan que la lógica de la ganancia es una amenaza para toda la humanidad y que la economía socialista del futuro debe estar basada en la planificación democrática de la misma.

1 El Proletkultur con el cual polemizaron Lenin y Trotsky en los albores de la Revolución Rusa tenía este tipo de deriva.

2 Bellamy Foster habla de co-evolución gen-cultura para la humanidad y lo propio podría aplicársele a la naturaleza en cierta forma.

3 La prioridad de la naturaleza debe ser entendida sin perder de vista, al mismo tiempo, que existe históricamente una creciente reversión de la actuación humana sobre la naturaleza.

4 La historia de la tecnología es toda una temática que requiere un abordaje específico. Marx la desarrolló en varios momentos expresado en una suerte de “apuntes tecnológicos” varias de cuyas conclusiones están volcadas en el tomo I de El capital en el capítulo referido a la plusvalía relativa y subsiguientes retornando también esta temática, de alguna manera, en el tomo III en los capítulos referidos a la teoría de las crisis así como en otras obras de él.

5 Como ya vimos, Alfred Schmidt señala que en el Marx maduro la idea de la desaparición de todo trabajo es dejada de lado y que conviven en él una esfera reducida al mínimo de trabajo necesario y otra esfera de la libertad. Señala que la manutención de un mínimo de trabajo es inevitable como subproducto del metabolismo eterno con la naturaleza y que, además, en ningún caso el trabajo puede ser reducido a mera diversión como en Fourier, porque para cualquier aplicación científica o artística de todas maneras hace falta esfuerzo y no mera “diversión”. “Para Marx, por el contrario, el trabajo es originariamente expresión de una necesidad vital, y no un juego libre y placentero de las fuerzas humanas. Ni siquiera el trabajo humanizado no alienado y libre es para Marx una mera diversión. En los [Grundrisse] Marx ridiculiza el punto de vista romántico (…) que sostiene Fourier cuando afirma que el trabajo libre debería transformarse en una diversión: ‘El trabajo realmente libre, por ejemplo el componer música, es a la vez endiabladamente serio e implica un esfuerzo inmensísimo” (Schmidt, ídem, 189).

Coincidiendo con la idea de que la aplicación concentrada a cualquier actividad libre tiene una carga de esfuerzo que no es una mera diversión y que, además, el metabolismo con la naturaleza es efectivamente una condición eterna de la existencia humana (como afirmaba Marx), quizás sea de todos modos correcto, repetimos, reemplazar la idea de trabajo por la más general de “actividad”, que no está tan asociada a cualesquiera relaciones de explotación y alienación.

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6 Como ya señalamos, el trabajo de Alfred Schmidt, El concepto de naturaleza en Marx, es un clásico sobre el tema que posee las limitaciones de la Escuela de Frankfurt, de la cual proviene: cierta abstracción en el análisis separando los conceptos de la naturaleza del marco del análisis crítico de los autores que estudiaron Marx y Engels en ese terreno, y cierta deriva “idealista” que al inclinar la vara contra el positivismo, tiende a perder de vista la prioridad epistemológica de la naturaleza sobre los seres humanos aunque, correctamente, insista en la re-actuación de estos sobre la naturaleza criticando la concepción puramente positivista y pasiva de cierto “marxismo”.

Por lo demás, es injusto en el tratamiento de Engels, al cual se presenta como “opuesto” en el abordaje de muchas temáticas a Marx, y no como lo que es en realidad, complementario en muchos aspectos.

7 La máquina burocrática, como ya hemos visto, es una obra que trata con agudeza la crítica “anticapitalista” que desde un ángulo romántico-reaccionario liberal y radicalmente escéptico desarrollaron tanto los hermanos Weber y que, por intermedio de Alfred y no de Max, llegó a ser un elemento de inspiración en Kafka: “Si la máquina muerta del trabajo industrial y la máquina viva de la organización burocrática caminan juntas, estamos atrapados en una nueva forma de servidumbre de la que ya no hay salida posible. ‘Una máquina muerta es espíritu coagulado. Sólo el serlo le da el poder de obligar a los hombres a servirla y de determinar el curso cotidiano de su vida de trabajo, de manera tan dominante como es de hecho el caso de la fábrica. Espíritu coagulado es también aquella máquina viva representada por la organización burocrática, con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de competencia, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente escalonadas. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean obligados a someterse impotentes (…)’. El diagnóstico pesimista de Max Weber sobre la Revolución Rusa y el futuro del socialismo coincide con el de Franz Kafka” (González García, ídem, 185/6).

8 En el mismo sentido: “Criar monoculturas genéticas de animales domésticos remueve cualquier defensa inmune que haya para detener la transmisión de enfermedades. Poblaciones cada vez más grandes y densas crean mayores tasas de transmisión. Semejantes condiciones de hacinamiento deprimen la respuesta inmune. Un mayor rendimiento, parte de cualquier producción industrial, provee una reserva continua de susceptibles, el combustible para la evolución de la virulencia. En otras palabras, el agronegocio está tan centrado en las ganancias que elegir un virus que podría matar mil millones de personas se ve como un riesgo razonable” (Wallace, “La agricultura capitalista y el Covid-19: una combinación fatal”, izquierdaweb). Si este no es un ejemplo de fuerzas destructivas no sabemos cuál podría serlo mejor.

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