“La era de la individualización está obligando a hacer cambios en los métodos de fabricación que hicieron del automóvil un bien accesible a las masas. Mientras que los robots son buenos para realizar de forma fiable y repetidamente tareas definidas, no son aptos para una flexibilidad imprescindible en medio de una oferta cada vez más amplia de modelos que, a su vez, tienen más y más características. ‘La variedad es demasiado grande para que sirvan las máquinas’, afirma Schaefer, que está buscando reducir a 30 las horas necesarias para producir un auto desde las 61 que hacían falta en 2005” (“Mercedes Benz sustituye robots por trabajadores humanos por su flexibilidad”, Ecomotor.es, 25-2-2016)
La evidencia acerca de la creación de una nueva clase obrera mundial es tan abrumadora que el debate sobre la “muerte del proletariado” ha retornado bajo la forma del “cuco” de la automatización: los trabajadores serán sustituidos por robots. Sin embargo, como afirmó Mandel décadas atrás, bajo el capitalismo será imposible reemplazar completamente a los trabajadores por un sistema automático: La razón: sólo los trabajadores son los creadores del valor, la base de la ganancia capitalista. Y por lo demás, tampoco es tan sencillo, técnicamente, reemplazar las características humanas por autómatas.
4.1 El bluff de la robotización
La cuestión retorna por la vía de una serie de discusiones vinculadas a la sustitución del trabajo humano por robots. Hay que entender el significado de ese retorno. Su lógica tiene que ver con que la automatización de la producción bajo el capitalismo, nunca ha tenido el objetivo que potencialmente posee, de emancipar a la clase obrera del yugo del trabajo, sino, por el contrario, de multiplicar la explotación.
Parece contradictorio, pero es así. Esto ocurre debido a que la base de la economía capitalista es la creación de valor, y el único origen posible del valor y las ganancias es el trabajo humano. Una economía emancipada del valor sería una economía que ya no estaría basada en la explotación del trabajo, pasando a producir de manera directa valores de uso. Pero esto, que es casi una definición del comunismo, es un contrasentido bajo el capitalismo.
De ahí que los relatos acerca de la automatización completa de la producción sean un bluff: “Los discursos proféticos sobre las destrucciones de empleos no provienen de hoy. Hemos escuchado el mismo estribillo con la ‘nueva economía’ a inicios del siglo y después con las predicciones sobre ‘el fin del trabajo’ de Jeremy Rifkin (…). Un decenio y una crisis más tarde ya no queda nada de esas predicciones. Por el momento, la paradoja de Solow se sigue manteniendo: ‘Se ven ordenadores en todos lados, salvo en las estadísticas de productividad’ (1987)” (Husson, agosto 2016).
De todas maneras, sí es real que el grado de desarrollo de las fuerzas productivas plantea esa potencialidad, siempre y cuando, claro está, se acabe con el actual sistema basado en la explotación del trabajo.
La funcionalidad de esta narración hace parte de la renovada ofensiva de contrarreformas laborales que se vive en todo el mundo. El mensaje es “si no se ajustan los estándares productivos, traemos robots que los reemplacen”: “El estudio de referencia es el de Frey y Osborne (2013): prevé que el 47% de los empleos están amenazados por la automatización en los Estados Unidos (…), [pero] un reciente estudio de la OCDE (Arntz, Gregoory y Zierahn, 2016) llega a una cifra muy inferior (cinco veces menos) a las previsiones más alarmistas: ‘solo el 9% de los empleos se encuentran confrontados en EEUU a una fuerte probabilidad de ser automatizados, en lugar del 47%” (ídem).
Resulta ser que, en realidad, la automatización no puede funcionar sin superexplotación (es imposible bajo el capitalismo sustituir a la clase obrera); ahí donde se instala un sistema de máquinas automáticas, ahí donde se diseña una fábrica enteramente manejada con robots, tiene que haber, en el polo opuesto, obreros superexplotados que rindan una cantidad mayor de trabajo no pagado.
Un ejemplo palmario es la superexplotación de las mujeres en las maquilas del “mundo emergente”: “La maquila es una institución militar, no solamente económica, y en ella se puede poner cualquier condición de trabajo: no se permite la organización ni la sindicalización, no existen horarios ni protección de los derechos. La maquila es un ataque contra la salud de las mujeres y un ataque contra los derechos humanos en general (…). En Foxconn, la empresa que fabrica los productos para Apple, trabajan 60.000 mujeres en unas condiciones de trabajo tan brutales que han adoptado el suicidio desde los techos de la fábrica (…), y ahora hasta les hacen firmar un compromiso de que no van a suicidarse en el trabajo” (Silvia Federici, revista Pueblos, 12-10-2016). En un polo, automatización; en el otro, superexplotación estilo siglo XIX: ¡ése es el verdadero rostro del capitalismo del siglo XXI!
El origen de la ganancia empresaria en las fábricas cuasi automatizadas será doble (las proporciones pueden variar según los casos): una parte por generación directa de plusvalor de sus trabajadores hipercalificados (los operadores de los complejos automatizados), y otra parte por transferencia de trabajo no pagado desde otras empresas de la misma u otras ramas, que por las ganancias de tecnología de las primeras se vean perjudicadas.
En todo caso, con la automatización (siempre que no sea completa, algo imposible bajo el capitalismo) funciona el mismo principio general que para todo el proceso de “maquinización”: el trabajo reemplazado por las máquinas debe ser más oneroso que éstas. Las máquinas, como clásicamente estableció Marx, participan enteramente como valor de uso en la producción, pero solamente transfieren valor a las mercancías de manera paulatina. De ahí que la reposición del gasto en ellas (depreciación) pueda hacerse lentamente, y que aparezca su costo unitario en cada mercancía (costo del capital constante) con un valor menor que el costo del trabajo (necesario) de los trabajadores sustituidos por ella.
Por lo demás, la propia posibilidad de la automatización surgió de la descomposición detallista de los oficios, de separar en funciones cada vez más simples las tareas que concentraban el artesano y el oficial. Es esa descomposición detallista la que crea las condiciones de la automatización, así como de la reunificación posterior de los procesos por parte del “autómata”. El sistema automatizado puede ser desde la cadena de montaje hasta formas más modernas automatizadas y/o robotizadas de muchos procesos de la producción, pero sus principios son iguales: “El camino efectivo es un proceso de análisis a través de la división del trabajo, que gradualmente transforma las acciones del trabajador en operaciones cada vez más mecánicas, de manera que, en determinado punto, un mecanismo puede sustituirlo. Así, el modo específico de trabajo es aquí transferido del operario para el capital bajo la forma de máquina, y su propia capacidad de trabajo es desvalorizada por esta transformación. De ahí la lucha de los trabajadores contra la máquina. Lo que era actividad del trabajador vivo se torna actividad de la maquina” (Marx, citado por Mandel 1985: 175).
4.2 Automatización y explotación capitalista
Es en la estela de las geniales intuiciones de Marx que Mandel abordaba esta temática en El capitalismo tardío. Allí Mandel subraya correctamente que la automatización es un desarrollo de las fuerzas productivas que, como todo bajo el capitalismo, tiene consecuencias contradictorias. Por un lado, apunta a la posibilidad de liquidar el sudor humano como base de la producción, de la generación de la riqueza. Se trata de un desarrollo de las fuerzas productivas que crea las condiciones para que el trabajador, “de estar subordinado a la producción, se ubique al lado de ella como vigilador y controlador” (Marx, Grundrisse).
La humanidad no está condenada al yugo eterno del trabajo. El desarrollo de las fuerzas productivas ha creado las condiciones materiales para la emancipación del trabajo, pero ésta es una “condición técnica”, no social: para acabar con la explotación hace falta acabar primero con el sistema social explotador.
La reversión contradictoria de esto bajo el capitalismo es que en las condiciones de la búsqueda de ganancia y de explotación del trabajo, la automatización (o robotización) es otra manera no de emancipar el trabajo, sino de multiplicar la explotación[1]: “Merece la pena describir los obstáculos a la automatización identificados por Frey y Osborne [especialistas capitalistas que quieren imponerla. RS]. Una primera categoría reagrupa las exigencias de destreza y las constricciones ligadas a la configuración del puesto de trabajo. A continuación viene la inteligencia creativa, es decir, la vivacidad intelectual o las disposiciones artísticas. Pero la última categoría, bautizada ‘inteligencia social’, da frío en la espalda y merece ser citada con más detalle (…): la perspicacia social (…); la negociación (…); la persuasión (…); la preocupación por los otros (…). Esta enumeración permite comprender hasta qué punto la automatización de los procesos de producción está concebida como una ‘maquinización’ de los trabajadores. El obstáculo a erradicar son las disposiciones –muy simplemente humanas– que constituyen el colectivo de trabajo” (Husson, agosto 2016).
El objetivo de multiplicar la explotación del trabajo (tanto plusvalía relativa como absoluta) se entiende con recordar que sólo el trabajo humano es la base del valor y las ganancias. De ahí que el maquinismo implique la descalificación del trabajo, lo que significa un aumento del plusvalor absoluto por directa reducción del trabajo necesario, pero al mismo tiempo, en el caso de la robotización y de la utilización de trabajadores calificados para operarlos, un mayor aumento del trabajo necesario, pero también del plusvalor relativo por la reducción de la porción del trabajo necesario en dicha reproducción, por el aumento de la fuerza productiva general del trabajo. ¿Pero alcanzará con el plusvalor directo que rinden estos trabajadores de los complejos automatizados? El sistema de máquinas automáticas tiene acumulado trabajo muerto, que se transfiere en la producción a las nuevas mercancías. ¿Pero qué ocurre con la creación de nuevo valor que sólo puede ser aportado por el trabajo vivo, el trabajo humano de los trabajadores?
Es aquí donde surge el problema: la automatización permite aumentar la explotación del trabajo; la máquina compite con el hombre, lo reemplaza. Pero de tal suerte que el hombre, de todas maneras, como único creador del valor, debe reaparecer en algún lugar del aparato productivo creando la plusvalía a ser transferida a la fábrica automatizada. Bajo el capitalismo, el robot no puede prescindir que del “otro lado del mostrador” aparezca el “esclavo”; así de contradictorio es el desarrollo de sus fuerzas productivas.
Nada distinto decía Trotsky cuando se refería al fordismo: “A la naturaleza inagotable le faltaba el hombre. La mano de obra era lo más caro en Estados Unidos. De ahí la mecanización del trabajo. El principio del trabajo en serie no es un principio debido al azar. Expresa la tendencia a reemplazar el hombre por la máquina, a multiplicar la mano de obra, a llevar, trasladar, descender y elevar automáticamente. Todo esto debe ser hecho por una cadena sin fin, no por el espinazo del hombre. Tal es el principio del trabajo en serie (…). EEUU casi no conoce el aprendizaje; no pierde el tiempo en aprender, pues la mano de obra es cara; el aprendizaje es sustituido por una división del trabajo en partes ínfimas que no exigen o casi no exigen aprendizaje. ¿Y quién reúne a todas las partes del proceso de trabajo? La cadena sin fin, el transportador. Es quien enseña. En muy poco tiempo, un joven campesino de la Europa meridional, de los Balcanes o de Ucrania queda formado en obrero industrial” (Trotsky 1926).
Algo muy parecido sostenía Gramsci (en un fragmento donde, paradójicamente, apreciaba de manera equivocada la pelea de Trotsky contra Stalin): “La expresión (…) puede parecer por lo menos irónica al que recuerde la frase de Taylor acera del ‘gorila amaestrado’ [referencia al obrero. RS]. Efectivamente, Taylor expresa con cinismo brutal la finalidad de la sociedad norteamericana: desarrollar en el trabajador, en un grado máximo, las actitudes maquinales y automáticas, destruir el viejo nexo psicofísico del trabajo profesional calificado que exigía cierta participación activa de la inteligencia, de la fantasía, de la iniciativa del trabajador, y reducir las operaciones productivas al mero aspecto físico, maquinal” (Gramsci 1999: 476).
4.3 El origen de las superganancias
Esta circunstancia ha dado lugar al debate acerca del origen de las ganancias que logra una empresa automatizada si emplea menos trabajadores, si se crea menos trabajo vivo y, para colmo, la composición orgánica del valor es mayor (una proporción mayor de trabajo muerto por unidad de trabajo vivo: c/v): máquinas que transfieren valor masivamente, pero no lo crean.
La discusión remite al origen del plusvalor. Marx señala que hay dos fuentes en la creación del trabajo no pagado: el plusvalor absoluto y el relativo. El absoluto no ofrece misterios: tiene que ver con la explotación directa del trabajador, con llevar a los extremos su límites orgánicos, hacerlos trabajar más intensamente, alargar la jornada laboral, aumentar el ritmo de trabajo, que sude más.
Sí es más complejo, en cambio, el plusvalor relativo, que se origina no en el aumento de la explotación directa del trabajador, sino en la reducción del valor de la fuerza de trabajo por la vía del aumento de la productividad, del aumento de la parte proporcional del plusvalor en el valor total de la producción, de la reducción del valor de las mercancías que entran en la reproducción de la fuerza de trabajo (lo que implica el abaratamiento de los productos de la rama II de la producción, la que produce los bienes de consumo).
La creación del plusvalor relativo tiene su origen en el maquinismo y la automatización, en el revolucionamiento de las condiciones de la producción que permite saltar los límites orgánicos humanos en la producción de la riqueza, lo que en su expresión límite es la automatización: la producción sobre una base no directamente humana.
El problema es que el trabajo acumulado en las máquinas, que reemplaza el trabajo vivo, hace que crezca la proporción del primero sobre el segundo. Pero si el trabajo vivo, que es la base de todo valor, se reduce en relación con el trabajo acumulado, muerto: ¿de dónde saldrá la creación de nuevo valor y plusvalor?
Surge con la multiplicación de la fuerza productiva del trabajo social, con el desarrollo de las fuerzas productivas, que baja la proporción de valor del trabajo necesario y aumenta el trabajo excedente, de manera que aumenta la tasa de explotación (pv/v). Se crean así las condiciones para que aumente la tasa y la masa de ganancia (pv/v+c). Pero esto sucede siempre y cuando se aumente la escala de la producción y se incremente la creación de valor.
De todas maneras, las cosas no son tan simples; de ahí que el origen de las ganancias de las empresas tecnológicamente más avanzadas (o cuasi automatizadas) ha dado lugar a una polémica entre los marxistas. Una parte de las ganancias incrementadas debe provenir, necesariamente, de una transferencia de valor desde las fábricas más atrasadas, pero que todavía marquen el valor social medio de las mercancías producidas en dicha rama.
Esto es lo que afirma Mandel: “Cuando Marx afirma que las empresas que operan con una productividad debajo de la media obtienen menos que el lucro medio, y que, en último análisis, eso corresponde al hecho de que desperdician trabajo social, todo lo que esta formulación quiere decir es que en el mercado las empresas que funcionan mejor se apropian de valor o de plusvalía realmente producida por los obreros de aquellas empresas. No significa de ninguna manera que éstos hayan creado menos valor o menos plusvalía que el indicado por el número de horas trabajadas. Ésa es la única interpretación de El capital, volumen III, capítulo X, que puede ser armonizada con el texto como un todo y con el espíritu de la teoría del valor de Marx, y tal interpretación manifiestamente simplifica el concepto de transferencia del valor” (Mandel 1985: 69).
La afirmación de Mandel parece encontrar sustento, también, en el capítulo X sobre el plusvalor relativo, tomo I, El capital: “El valor individual de esta mercancía se halla ahora por debajo de su valor social, esto es, cuesta menos tiempo de trabajo que la gran masa del mismo artículo producida en las condiciones sociales medias” (Marx 1981: 385). De ahí que este capitalista pueda vender su mercancía por encima del valor que le costó producirla, pero por debajo de su valor social, obteniendo así una superganancia proveniente de esta transferencia de valor en el mercado.
Sin embargo, unos párrafos más abajo Marx introduce el concepto de “trabajo potenciado”: “El trabajo cuya fuerza productiva es excepcional opera como trabajo potenciado, eso es, en lapsos iguales genera valores superiores a los que produce el trabajo social medio del mismo tipo” (Marx 1981: 386)[2].
Pero revisando los textos de Marx y algunos artículos referidos a este debate, es dudoso que Marx esté hablando aquí de un incremento en la creación de valor en general; más plausible y congruente con su pensamiento en general parece ser la interpretación de que está refiriéndose a la multiplicación de los valores de uso, los que, efectivamente, se incrementan con el aumento de la productividad, de la fuerza productiva del trabajo. En el citado Cuaderno V sobre “Las máquinas” (uno de los borradores de la redacción definitiva de El capital, años 1861-63), Marx sostiene el mismo concepto de “trabajo potenciado”. Sin embargo, lo plantea allí como “hipótesis de trabajo”: “Dentro de esta hipótesis, para producir el mismo valor el obrero debe trabajar, en consecuencia, sólo un tiempo más corto respecto del obrero medio”. Pero, nuevamente, lo más congruente con su obra parece ser que aquí estuviera hablando del valor de uso, no del valor en general.
Astarita sostiene la interpretación opuesta. Sostiene que “el trabajador que emplea una tecnología superior produce más valor por unidad de tiempo de trabajo” (“Mandel sobre la plusvalía extraordinaria”; ver también, del mismo autor, “Marx sobre trabajo potenciado”). Pero a nosotros nos parece que si las leyes tendenciales de la creciente composición orgánica del capital y de la caída de la tasa de ganancia (tomo III) tienen alguna razón de ser es justamente porque el trabajador que emplea una tecnología superior produce más valor de uso y más plusvalor por cada mercancía individual, pero no más valor (salvo que se haya ampliado la escala de la producción, pero eso ya cambiaría los supuestos). Si así no fuera, el capitalismo estaría inmunizado contra las crisis.
Gramsci parece tener una interpretación similar: “Este problema está ya planteado en el primer volumen de El capital, donde se habla de la plusvalía relativa; en el mismo punto se observa que en este proceso se manifiesta una contradicción, o sea, mientras que, por un lado, el progreso técnico permite una dilatación de la plusvalía, por la otra determina, a causa del cambio que introduce en la composición del capital, la caída tendencial de la tasa de beneficio, y esto se demuestra en el tercer volumen de El capital” (Gramsci 1999: 444). Esta contradicción se haría inexistente si el trabajo pudiera potenciarse hasta el infinito, si la creación de valor no encontrara límite alguno.
Es que la productividad del trabajo y la creación de valor caminan, como afirma taxativamente Marx, en sentido inverso; si no, no existirían bases materiales, repetimos, para la crisis capitalista: “El valor de las mercancías está en razón inversa a la fuerza productiva del trabajo. Igualmente lo está porque se halla determinado por valores de las mercancías, el valor de la fuerza de trabajo. Por el contrario, el plusvalor relativo está en razón directa a la fuerza productiva del trabajo. Aumenta cuando aumenta la fuerza productiva, y baja cuando ésta baja” (Marx 1981: 387).
Si el trabajo pudiera “potenciarse” al infinito, la sustitución tendencial de trabajo vivo por trabajo muerto, de trabajadores por máquinas, no entrañaría ningún problema para el capitalismo: podría funcionar tranquilamente sobre la base de “obreros potenciados” (lo que entrañaría una concepción del capitalismo como un sistema sin crisis, sin contradicciones íntimas)[3].
Esta paradoja se resuelve, en definitiva, en el hecho señalado por Mandel de que el capitalismo es incompatible con la producción plenamente automatizada: “Tan luego el trabajo en su forma directa deja de ser la fuente básica de la riqueza, el tiempo de trabajo deja o debe dejar de ser su medida: consecuentemente, el valor de cambio debe dejar de ser la medida del valor del uso. La masa de plusvalía no es más la condición para el desarrollo de la riqueza general, así como el no trabajo de unos pocos, para el desarrollo de los poderes generales de la mente humana. Con esto sucumbe la producción basada en los valores de cambio, y el proceso directo, material de producción es arrancado de las formas de penuria y antítesis” (Marx, citado por Mandel 1984: 146).
4.4 ¿Qué pasa con la productividad?
Para finalizar, tomemos someramente el problema de la productividad en los países avanzados (volveremos sobre esto más abajo). Como dice Husson, no se trata de un problema menor porque, en definitiva, la cuestión de la productividad remite al dinamismo del sistema: “La productividad del trabajo mide el volumen de bienes y servicios producidos por hora de trabajo y constituye una buena aproximación al grado de desarrollo de las fuerzas productivas. Juega, por tanto, un papel decisivo en la dinámica del capitalismo” (Husson, agosto 2014).
Pero resulta ser que una de las señales de alerta en medio de la crisis abierta en 2008 (expresada en un estancamiento económico duradero, una larga depresión que no termina), y uno de los principales debates e interrogantes en curso apunta a la explicación de por qué la productividad se ha mantenido estancada o evoluciona de manera tan limitada en esta segunda década del siglo XXI. Según Michael Roberts, de un crecimiento anual de la productividad en EEUU del 2,5% en los años 60 actualmente estamos en un 1%.
Entre los economistas del establishment existen versiones encontradas. Robert Gordon, reconocido especialista en la materia, viene insistiendo en una tesis pesimista: señala que las tecnologías de la información y la comunicación no tienen la fuerza de arrastre de otras revoluciones tecnológicas (la automotriz, la electricidad, el ferrocarril, incluso los servicios sanitarios) para impulsar hacia adelante el sistema. Plantea que el actual estancamiento económico tiene una base material profunda vinculada a esta dificultad para revolucionar la productividad en el conjunto de las ramas económicas y que, por lo tanto, no se avizora en un futuro más o menos próximo una salida de la mediocridad: “El crecimiento del PBI real por habitante será más lento que en cualquier otro período comparable desde el final del siglo XIX, y el crecimiento del consumo real por habitante será más lento aún para los 99% de más abajo en el reparto de las rentas” (Gordon, citado por Husson, agosto 2014).
Barry Eichengreen, importante historiador económico estadounidense, señala, por el contrario, que siempre que ha habido renovaciones tecnológicas, al comienzo del proceso la productividad tendía a caer porque la sustitución de las viejas tecnologías por las nuevas “crea una circunstancia de tierra de nadie” donde, transitoriamente, las tareas se hacen más difíciles de llevar a cabo. Eichengreen pone el ejemplo de su esposa, que es médica, para señalar que, debido a la heterogeneidad en el sistema de intercambio de información entre los médicos (antes mediante fax, ahora en vías de informatizarse), transitoriamente se reduce la productividad de la atención médica en vez de aumentar.
Nos parece, de todas maneras, que si, como afirma el economista marxista británico Michael Roberts, no puede haber una explicación puramente “endógena” para este estancamiento en materia de productividad (el capitalismo eventualmente encontrará la manera de relanzar la acumulación y conquistar nuevos horizontes de productividad a depender del curso concreto de la lucha de clases), es un hecho que a la mundialización capitalista hoy le está costando encontrar nuevos terrenos de valorización. Esto es, multiplicar la acumulación, incluso cuando hay un conjunto de nuevas tecnologías a mano para dar un salto en la materia: robótica, inteligencia artificial, impresión en 3D, nanotecnología, tecnologías biológicas, etc.
Varios condicionamientos estarían impidiendo esto: “Otra manera de cuestionar el vínculo entre innovación tecnológica y aumentos de productividad [es] mostrando que éstas últimas resultan de muy clásicos métodos de intensificación del trabajo. Las transformaciones inducidas por Internet, por tomar este ejemplo, sólo tienen un papel accesorio en la génesis de los aumentos de productividad. Una vez pasado el encargo en línea, lo que viene después depende esencialmente de la cadena de montaje y de la capacidad para poner en marcha una fabricación modular, y la viabilidad del conjunto se basa al fin de cuentas en la calidad de los circuitos de aprovisionamiento físicos. En la medida en que éstos no son por sí mismos transmisibles por Internet, las mercancías encargadas deben circular en sentido inverso. Lo esencial de los aumentos de productividad no deriva por tanto del recurso a Internet como tal, sino de la capacidad de hacer trabajar a los asalariados con horarios ultraflexibles de jornada, semana o anual, en función del tipo de producto y para intensificar y dar fluidez a las redes de aprovisionamiento, con una prima para las entregas individuales y el transporte por carretera” (Husson, agosto 2014).
Sumado a esta aguda crítica del fetichismo tecnológico, que muestra que en ningún caso el desarrollo tecnológico puede ser una variable independiente, Husson señala que la explicación de fondo para la falta de dinamismo en materia de productividad pasa por la baja acumulación que muestra el capitalismo: su opinión es que mientras este bajo dinamismo no se revierta, tampoco mejorarán los índices de productividad: “El capitalismo neoliberal corresponde a una fase recesiva cuyo rasgo esencial es la capacidad para reestablecer la tasa de beneficio a pesar de una tasa de acumulación estancada y de mediocres aumentos de productividad (…). [En estas circunstancias] no están reunidas las condiciones para el paso a una nueva onda expansiva” (Husson, agosto 2014).
[1] En el Cuaderno V sobre “Las máquinas” (Progreso técnico y desarrollo capitalista, Cuadernos de Pasado y Presente 93), Marx es explícito en la afirmación de que con la introducción de las máquinas el capitalista busca prolongar la jornada de trabajo absoluta, tanto el plusvalor relativo como el absoluto, es decir, aumentar la explotación.
[2] Una referencia interesante a este pasaje de Marx es la siguiente: “R. Carcanholo apunta a las palabras escogidas por Marx: ‘actúa como’, o sea, parece ser. En la edición de El capital de la editorial Civilización Brasilera, el término destacado es ‘opera como’, que, evidentemente, tiene el mismo sentido. Eso significa que Marx fue cauteloso en ese argumento. Carcanholo presenta una justificación convincente para esa cautela: a esa altura de su exposición, Marx todavía no había analizado la posibilidad de una incongruencia cuantitativa entre el valor producido y el apropiado, que será realizada apenas en el Libro III” (Leite), argumento que parece reforzar la posición de Mandel.
[3] Afirma Pedro Scaron, traductor de El capital al castellano para la edición de Siglo XXI, la más solvente que se conozca en nuestro idioma: “El potenzierte Arbeit (“trabajo potenciado” o “trabajo elevado a una potencia”) a veces es travail puissancié, pero otras travail complexe (‘trabajo complejo’)”. Pero es evidente que el concepto de “trabajo complejo” trae menos complicaciones en la medida en que, en su caso, está claro que el mayor valor que crea deviene del mayor valor que se necesita para su reproducción, dado que es una fuerza de trabajo más calificada.