“El gobierno sabe que se puede adjudicar la victoria a través del Consejo Electoral Nacional, pero nadie conoce mejor que el propio gobierno la verdadera dimensión de su propia derrota” (Inés Capdevilla, La Nación, 30/07/24)
“Con los documentos en mano, Machado afirmó que está disponible un portal web en donde se pueden visibilizar las verdaderas actas electorales –sin darlas a conocer al momento- y que ya estaba siendo consultada por ‘varios líderes globales que están viendo lo que es la verdad” (La Nación, 30/07/24)
Quien imaginara un escenario diferente en Venezuela tras las elecciones del 28 de julio no estaba prestando atención. Era tan previsible la proclamación a toda costa de la victoria del oficialismo como la denuncia de fraude de la oposición y los felpudos de la extrema derecha internacional.
Lo único cierto hasta el momento es que no se sabe nada con certeza. Ni Maduro anunciando su triunfo con el 51% de los votos, ni Corina Machado el de su bando con el 73% han atinado a mostrar las papeletas del escrutinio. Todas las vías electrónicas de acceso a la información están bloqueadas y contrabloqueadas.
A esta altura del partido, sin embargo, con una revuelta callejera creciendo que parece reflejar transversalmente la sociedad venezolana, es casi un hecho que en las elecciones el madurismo hizo fraude… aunque tampoco que se puede descartar que la oposición haya hecho lo propio.
Ya el hecho de dejar fuera del padrón electoral a los 4 o más millones de exiliados del país es una muestra de restricción de parte del oficialismo a la hora de organizar el comicio.
Lo concreto, sin embargo, es que las famosas “actas de elección” no aparecen. La posibilidad de fraude e, incluso, de fraude cruzado, son muy factibles. Ahora, el punto de referencia más objetivo es la indignación democrática de la población en las calles.
Y, sin embargo, tampoco se puede confiar en los gritos “democráticos” de la derecha y extrema derecha escuálida y racista. Hasta hace poco pedían la invasión de Estados Unidos y la proclamación de un «gobierno encargado» no votado por nadie, y reclaman que intervenga el ejército y dé un golpe de Estado…
Si en la derecha escuálida internacional se guardaba alguna esperanza era por las negociaciones que habían tenido a Estados Unidos por mediador real. Los acuerdos de Barbados intentaron superar la situación política después de las elecciones del 2018, cuando las principales fuerzas opositoras de la derecha boicotearon las elecciones. Pese a que se llegó a julio del 2024 con el acuerdo en pie, la crisis política era completamente previsible. Nadie estaba dispuesto a reconocer ninguna derrota electoral (de ahí que la hipótesis de fraude cruzado pueda tener alguna plausibilidad).
Las elecciones y las denuncias de fraude
Si el gobierno madurista hizo fraude es porque tuvo margen para hacerlo. Con una participación de menos del 60% del padrón (cuestión a confirmar), no parece haber habido una masiva ola de votos para echar a Maduro. Fueron unas elecciones de participación relativamente baja (mayor que en 2018, cuando sólo se presentó Maduro, pero menor que en compulsas anteriores). Bajo Chávez, se alcanzaron picos del 80%. Según cuenta nuestra corresponsal en Caracas, en las jornadas previas reinaba la pasividad política.
La crisis interminable, que ha convertido a Venezuela en símbolo de decadencia casi absoluta pese a que se enriquecen a manos llenas los burgueses escuálidos y los boliburgueses, puede confundir. La propaganda internacional puede hacer creer que todo el mundo quiere que Maduro se vaya ya, sin importar quien lo reemplace. Ese es, sin duda, el estado de ánimo de una parte muy importante –sino mayoritaria- del pueblo de Venezuela, que tiene motivos de sobra para detestar al régimen bonapartista, represor y explotador de Maduro. Pero, aún así, las cosas son más complejas.
Una parte de los sectores populares teme –eventualmente, no lo sabemos a ciencia cierta- ver completamente destruidas sus condiciones de supervivencia si la derecha llegara al poder. La inmensa red estatal de asistencia social, de la que dependen muchos para poder comer, contiene –contendría- a millones de votantes del oficialismo. Los inscritos en la llamada Plataforma Patria rondan los 5,5 millones (que de todos modos hay que ver cómo votaron). Nadie en la derecha ha asegurado que no tiene pensado arrojar al hambre a esa inmensa masa de personas.
Además, candidaturas como la de María Corina Machado despiertan un odio feroz en amplios sectores populares, que están movilizándose de manera independiente y espontánea contra el gobierno (no se ha visto que canten consignas a favor de Machado o González). Parte de la burguesía «escuálida» representa a los viejos dueños del país, que muchos pensaron que se habían sacado definitivamente de encima hace dos décadas, pese a que vive «a cuerpo de rey” bajo el madurismo.
Entre el pueblo de Venezuela y los escuálidos no hay solamente una grieta política, hay un abismo de opresión social y racial. La brecha entre los ricos y pobres ha sido siempre muy grande, y ha tenido un costado racista indisimulable. En 2017, las movilizaciones escuálidas de las guarimbas prendieron fuego vivo al joven de 21 años Orlando José Figuera. Su crimen era «parecer chavista» por ser de color negro.
Si la abstención fue realmente alta (no hay datos ciertos de ninguno de los dos bandos burgueses) es porque millones rechazan a Maduro pero también detestan a la derecha escuálida. Y la abstención benefició –eventualmente- a Maduro…
Lo que es indiscutible es que el gobierno hizo uso del poder del Estado antes y durante las elecciones para manipularlas. La presencia de grupos de choque e intimidación en los centros de votación fue ampliamente denunciada y registrada. A su vez, los partidos a la izquierda del gobierno fueron sistemáticamente intervenidos o proscritos (no pudo presentarse a elecciones ni el PCV, que fue parte de la base madurista pero rompió años atrás). También hicieron que sea casi imposible que participe la masiva «diáspora venezolana», los millones de migrados de la última década.
Del chavismo al madurismo
La crisis del que fue el gobierno más «radicalizado», popular y fuerte de la «ola progresista» nacionalista burguesa de la primera década del siglo XXI es uno de los hechos políticos más trascendentales de la situación regional.[1] Hasta la más rancia derecha, defensora de dictaduras y de políticas económicas que llevaron a países como Argentina a fondos de crisis insondables, puede hacerse fuerte agitando el cuco de Venezuela (el tema tiene impacto de masas en la Argentina en este momento, con una mayoría abrumadora comprando el relato mileísta).[2]
El contraste con la Venezuela de hace una década y media es chocante. El gobierno de Hugo Chávez parecía una locomotora imparable yendo a todo vapor, impulsada por una interminable fuente de poder petrolero. Los socialistas revolucionarios como nosotros tuvimos que gastar ríos de tinta explicando que no había ningún «Socialismo del siglo XXI» en Venezuela (ver «Tras las huellas del socialismo nacional«, de Roberto Sáenz). Y si antes se lo teníamos que explicar a sus simpatizantes, hoy se lo tenemos que explicar a sus detractores. Los ríos de tinta (digital) se siguen y seguirán gastando porque el hundimiento de la Venezuela capitalista de Estado es descomunal y confunde a todos.[3]
Lo primero que hay que decir es que el gobierno chavista no emergió de una revolución de la clase trabajadora. Y sin esa condición no hay socialismo, ni en Venezuela ni en ningún lado. Chávez llegó al poder por medio de las viejas instituciones de la democracia burguesa, con el consenso y el apoyo de buena parte de la vieja clase capitalista y su institucionalidad que habían llevado a la anterior ruina del país (la historia de Venezuela en los últimos cien años es la de los auges y las ruinas al calor de los vaivenes del precio internacional del petróleo).[4] Las reformas del régimen que vinieron después, con la nueva Constitución de 1999, se realizaron contra una inicial oposición patronal una y otra vez fallida.[5] Se esperaba que el país saliera de su crisis permanente.
El de Chávez fue un gobierno relativamente «normal» en muchos sentidos hasta el intento de golpe de Estado del 2002, apoyado por Estados Unidos (con unos primeros años difíciles por una economía que no remontaba). Fue entonces que se dio la ruptura definitiva entre Chávez y el viejo régimen político, de un lado; y amplias masas se radicalizaron, por el otro.
Chávez estuvo “desaparecido” por largas horas hasta que el pueblo salió a las calles reclamando su aparición, liberándolo. El golpe fracasó y la situación se radicalizó. Pero Chávez, que apareció con un crucifijo en la mano absolviendo a los golpistas, giró enseguida a liquidar y estatizar todas las instancias de organización independiente por abajo que surgieron para derrotar al golpe. Y entonces comenzó a cavar su propia fosa: Chávez jamás fue socialista como lo pintaron tantos epígonos, incluso emergentes de la crisis del viejo MAS.[6]
Simpatizaban con el gobierno la inmensa mayoría de los trabajadores, de los pobres, del pueblo llano de todo el país. La vieja burguesía y el imperialismo veían con temor su creciente poder político y popularidad. Los trabajadores petroleros fueron quienes le dieron el golpe de gracia al golpe. El gobierno, apoyado en la intensa simpatía militante de la mayoría del pueblo venezolano, creó entonces las organizaciones estatizadas que fueron caricaturas de “organismos de democracia desde abajo”. Sus apologistas lo llamaron «Poder Popular«.[7]
Pero lo que se disfrazaba de «poder desde abajo» eran en realidad control desde arriba. Un ejemplo emblemático fue la UNT (Unión Nacional de Trabajadores) y la CCURA (Corriente Clasista Unitaria Revolucionaria y Autónoma). Con el inmenso peso que habían ganado después del 2002, los trabajadores petroleros se lanzaron al proyecto de creación de una nueva central sindical en oposición a la tradicional burocracia sindical de la CTV. El chavismo puso todo el peso del Estado y de su popularidad en abortar ese proyecto y ponerlo bajo su control. Y lo hizo con el vergonzoso apoyo de algunos «trotskistas» que hoy quieren borrar con el codo esa historia. En esa misma época creó el PSUV como partido de Estado, afianzando su control sobre el supuesto «Poder Popular». La creación del partido chavista incluyó una campaña de reclutamiento de grandes empresarios.[8]
Y ahora hay que hablar de la cuestión económica. Uno de los síntomas de que nada profundo había cambiado en las relaciones económicas venezolanas era que sus auges y depresiones seguían y siguieron dependiendo enteramente de los ciclos de la renta petrolera. Ésta, en los años de auge del chavismo, fue ampliamente usada para hacer concesiones económicas a las mayorías populares. Pero esto se hizo, por supuesto, creando inmensos negocios para la vieja burguesía y para la nueva «boliburguesía», y sembrando las semillas de la crisis que vino después. La «boliburguesía» eran y son los nuevos ricos bajo la sombra del poder político. Raro «socialismo» el que tiene a su cabeza a una nueva burguesía.
Para despejar ese prejuicio (de derecha y de «izquierda») de que hay más «socialismo» donde más peso tiene el Estado (capitalista) en la economía, podemos señalar que el promedio del gasto del Estado en relación al PBI en los años del «socialista» Chávez es muy parecido al de los Estados Unidos del «neoliberal» Ronald Reagan.
La popularidad de Chávez, como hemos dicho, se basó en que hizo concesiones a las mayorías populares venezolanas que ningún gobierno anterior había hecho. Pero la estructura económica semicolonial venezolana no fue cambiada. Incluso se puede decir que empeoró en muchos aspectos. Los años de auge (básicamente, durante los años 2000) se basaron en la renta petrolera, que el Estado usó para financiar los programas sociales pero también importaciones artificialmente baratas. Con un bolívar sobrevaluado, el Estado daba a los importadores más dólares de los que aportaban realmente, haciendo de la economía venezolana una de saqueo y fuga por años, además de inmensos fraudes de sobrefacturación. La moneda venezolana, en la calle, compraba muy poco, pero para los empresarios importadores compraba mucho más, y así licuaron fortunas de la renta petrolera.
En vez de darle impulso a la independencia nacional y desarrollar las fuerzas productivas nacionales, se reforzó la dependencia de productos importados para artículos de consumo de lo más básicos. A la vez, las nacionalizaciones «socialistas» fueron un inmenso negocio para la burguesía, pues el Estado no paró de pagar por las empresas estatizadas mucho más de lo que valían.
Este cóctel no podía no estallar. La crisis después de la caída de la renta petrolera fue la marca característica de la Venezuela del gobierno de Maduro, después de la muerte de Chávez. Para un análisis más profundo de la economía venezolana y su crisis recomendamos el artículo La ruina de Venezuela no se debe al «socialismo» ni a la «revolución», de Manuel Sutherland. Comenzó en esos años la migración masiva, que llevaría a millones de venezolanos fuera de las fronteras de su país. Así se fue gestando una crisis interminable, que minaría la inmensa popularidad que supo tener el chavismo.
Los años de un bolívar sobrevaluado para los importadores y de descapitalización del país se pagaron con años de hiperinflación. Entre 2013 y 2019, la inflación venezolana superó el dramático número de más de mil millones por ciento. En 2018, el llamado «paquetazo económico» terminó de sepultar toda pretensión seria de llamar «socialista» al régimen de Venezuela. Fue un plan de ajuste brutal, con rasgos «neoliberales» que podría ser la envidia de gobiernos como el de Milei. La economía se dolarizó.
Los salarios son miserables (¡4 dólares al mes!). El empobrecimiento de los trabajadores de Venezuela es algo completamente innegable, además de dramático. Y esa decadencia vino acompañada necesariamente del permanente cercenamiento de las libertades democráticas y el reforzamiento de la represión. Mientras se empobrecía a los trabajadores, el régimen también les ponía un bozal. Y sectores empresarios hacían negocios fabulosos.
Del autoproclamado «socialismo del siglo XXI» se pasó a un régimen capitalista autoritario y ultradecadente. Maduro ya no se sostiene con el fervor popular con el que se sostuvo Chávez. Sus pilares son las Fuerzas Armadas, generosamente pertrechadas por Irán, y el apoyo de potencias en ascenso, competidoras de Estados Unidos y aspirantes a convertirse en imperialistas, Rusia y China (los llamados “regímenes iliberales”).
El laberinto de la derecha escuálida
La campaña internacional de la derecha sobre la “libertad” en Venezuela se centra solamente en el derecho a gobernar de Edmundo González Urrutia (en realidad, de Corina Machado) sin presentar de momento pruebas fácticas de que hayan ganado las elecciones (se apoyan en las encuestas previas a la elección). ¿Acaso es la primera vez que nombramos al candidato de la derecha en todo este artículo sin que al lector le pareciera relevante? Hasta hace algunos meses, nadie lo conocía tampoco en Venezuela. Y, de hecho, sigue sin ser relevante ahora (es un pelele de Machado). ¿Quién puede recordar su nombre sin tener que volver a chequearlo?
¿Cómo es que un completo desconocido puede disputar la presidencia de un país? Evidentemente, es el aparato y el poder que hay detrás de él lo que ha hecho políticamente importante a este ilustre anónimo, sin trayectoria política anterior (pero también la inmensa bronca popular con Maduro, ese elemento sería criminal desconocerlo y es lo que está empujando a la población a las calles). Su candidatura es el producto de las negociaciones mediadas por Estados Unidos, es el candidato de Estados Unidos.
Está clarísimo que Gonzalez Urrutia y Machado no son una opción mejor que Maduro para la población trabajadora venezolana. No por nada nadie en la derecha se queja de que se haya reprimido por años el derecho a huelga, ni que los partidos de izquierda opositores estén proscritos o intervenidos. Esa “libertad”, esa “democracia”, no les interesan.
Si cosechan la adhesión popular (si es que la cosechan realmente) es por la oposición frente a lo que hay. Es un mecanismo conocido: “acá las cosas como están no se aguantan más”, “seguramente algo harán mejor que Maduro” y expectativas del mismo tipo.
Ni siquiera con una de las crisis más emblemáticas de nuestro siglo ni con el apoyo de la primera potencia mundial pudieron hacerse con el poder hasta el momento los escuálidos. Eso habla mucho de su “popularidad”.
Su mejor momento fue el año 2015. Las elecciones parlamentarias dieron entonces el triunfo a la Mesa de Unidad Democrática (MUD) encabezada por Capriles. En ese momento intentaron mantener una máscara amigable y esconder que eran feroces enemigos de las mayorías populares venezolanas.
Pero eso se acabó cuando desataron el terror de las «guarimbas» en las calles del país. Fueron presentadas como «rebeliones populares» por algunos desorientados izquierdistas y como expresión de la «voluntad popular» por los propagandistas de la derecha y el imperialismo. En realidad, eran violentas movilizaciones revanchistas de algunos de los sectores privilegiados de la Venezuela prechavista, blancos y racistas. No solamente detestaban al gobierno, querían también tener bajo su bota a los que habían sido chavistas.
Los escuálidos adoptaron entonces una táctica directamente golpista, y pasaron así de estar liderados por el «moderado» Capriles al furioso pro-imperialista Guaidó. El trumpismo, con el apoyo de todo el imperialismo occidental, lo proclamó como «presidente encargado» sin que nadie votara ningún «encargo».
En 2019, bajo el visto bueno del Departamento de Estado de EE.UU., Guaidó utilizó su cargo de presidente de la Asamblea Nacional para autoproclamarse «presidente encargado» de Venezuela. Era el comienzo de un operativo golpista para derrocar a Maduro bajo el amparo del imperialismo yanqui.
Apoyándose en las movilizaciones de los sectores opositores de derecha, más el apoyo internacional de casi todas las potencias occidentales, la Casa Blanca confiaba en que la caída de Maduro sería una cuestión de horas o días. Sin embargo, debido a que los militares se mantuvieron fieles a Maduro, más el rechazo que en un sector importante de la población despertaban los sectores escuálidos, el fallido «gobierno interino» de Guaidó no llegó nunca a hacerse realidad. Todo esto pese a la inmensa y justificada impopularidad del gobierno madurista y la catástrofe del país. En los hechos, el poder del Estado estuvo todo el tiempo bajo control del gobierno del PSUV. Además, Maduro contó con el apoyo político y económico de Rusia, China e Irán.
Con el correr del tiempo, las movilizaciones golpistas fueron mermando y, aunque el imperialismo sacó a pasear a Guaidó a cuanto evento diplomático internacional se presente, su figura fue desdibujándose cada vez más, al punto que en el último tiempo ya ni siquiera atinaba a hacer apariciones públicas.
Pero el golpe de gracia al ya fracasado operativo golpista ocurrió a principios de 2022, cuando se desató la guerra entre Rusia y Ucrania.
Con el estallido del conflicto bélico, los precios internacionales de las materias primas -en particular el petróleo- se dispararon por los aires. En un giro inesperado hace poco tiempo atrás, EE.UU. se vio obligado a entablar negociaciones con Maduro, levantar algunas sanciones para que el petróleo venezolano suministre al mercado internacional y de esa manera evitar que el precio siga disparándose por las nubes.
Biden tuvo que negociar con Maduro por la sencilla razón de que con Guaidó no había nada que negociar: su supuesto «gobierno interino» no gobernaba nada. Al tener que sentarse en la mesa con Maduro, la Casa Blanca terminaba por admitir su propio fracaso, ya que volvía a reconocerlo como el presidente de Venezuela.
El giro diplomático yanqui preparó el de la derecha escuálida a negociar hacia las elecciones de este año. Ellos reconocerían los resultados en caso en que el gobierno les diera algunas «garantías». Sus campañas sobre «libertad» y «democracia» son poco creíbles viniendo de personajes como Machado, que querían intervención extranjera y dictadura militar. Hoy, después de las elecciones, su solución vuelve a ser intervención extranjera y dictadura militar. Su «libertad» es para los saqueadores capitalistas del país, su «democracia» es para ellos mismos y nadie más. Los trabajadores, sobre cuyas espaldas se levanta todo lo demás, deberán reconquistar sus derechos democráticos dependiendo solamente de sus propias fuerzas.
Una rebelión en las calles
A estas horas la hipótesis más plausible es que ha habido fraude en las elecciones venezolanas. Las actas no aparecen, pero al cierre de este texto no aparecen por parte de ninguno de los dos bandos burgueses.
Nuestra corriente no es campista. No apoyamos ni a Maduro ni a Corina Machado. Sí apoyamos la movilización popular que ha estallado en las calles, que de momento parece ser independiente pero que posiblemente o sea reprimida completamente por Maduro (cosa que rechazamos) o cooptada por la extrema derecha de Machado.
Visto los últimos acontecimientos queda en evidencia que el gobierno de Maduro realizó un fraude electoral el domingo 28 de julio. Sin embargo, y al mismo tiempo, rechazamos la campaña de la extrema derecha internacional que busca presentar a Machado y a González como una…
— Manuela Castañeira (@ManuelaC22) August 3, 2024
Todo ha saltado de nuevo por los aires y nada es previsible. Los frágiles acuerdos y las treguas se han roto. La única salida democrática e independiente, imposible sin que Maduro se vaya, para la actual crisis política y revuelta popular en Venezuela es una Asamblea Constituyente Soberana que eche por tierra el régimen actual, exprese todas las voces y trabaje por una refundación desde abajo, obrera y realmente socialista, del país. Es esa voz, la de los trabajadores y el pueblo venezolano que supo ser mayoritariamente chavista, la más silenciada, la que ni la derecha ni el gobierno quieren dejar oír. Por eso también hay que rechazar la represión en curso, dirigida a los barrios populares y no a la derecha escuálida.
Redacción de esta declaración: Federico Dertaube
[1] Se mostró más sólido y estable –y mucho menos represivo- el gobierno del MAS en Bolivia. Pero esa coalición también muestra fuertísimos elementos de crisis en la actualidad, con el intento fallido de golpe de Estado y las peleas entre Evo Morales y Arce (constitucionalmente Morales no podría participar de las próximas presidenciales pero de todos modos quiere hacerlo).
[2] Es evidente que el relato mileísta es completamente sesgado (no hay ni un gramo de “socialismo” en Venezuela) pero se apoya en hechos fácticos demostrables. Venezuela no hubiera tenido la diáspora que tiene (alrededor de 7 millones de exiliados) si, a pesar de las sanciones que efectivamente recibió, hubiera tomado un curso anticapitalista, cosa que no hizo (el gobierno “bolivariano” es un antro de corrupción estatizada generalizada insoportable).
[3] Está claro que la población está saliendo en masa a las calles contra el fraude; mucho más en repudio al régimen, a lo insoportable de la situación, que en apoyo a Machado.
[4] Recordemos que en 1989 se dio el “Caracazo”, una explosión popular contra el aumento de las naftas que intentó imponer CAP (Carlos Andrés Pérez, presidente de tendencias liberales). También que PDVSA era una multimillonaria empresa privada en manos del imperialismo y que Chávez se hizo famoso alrededor de un fallido golpe de Estado de los rangos medios del ejército en 1992.
Pese a la derrota del 92, quedó ungido como un “héroe popular”. Con ese prestigio llegó al gobierno en 1998 y reformó la constitución en 1999. Fue una reforma light: la reforma constitucional más profunda intentada años después fracasó rotundamente en las urnas. La campaña contra el supuesto avasallamiento que la misma significaba para la propiedad privada hundió al «sí», dándole el triunfo al «no» a la reforma.
[5] Alberto Franceschi, ex dirigente lambertista y morenista, vergonzosamente, terminó siendo en esos primeros años de Chávez uno de los principales voceros de la oposición escuálida burguesa… Explícitamente afirmó que se había desmoralizado luego de la caída del Muro de Berlín.
[6] La revista Herramienta, dirigida por viejos dirigentes morenistas, fue parte, vergonzosamente, de esos epígonos.
[7] Roland Denis, de tendencias anarquistas, previamente chavista pero muy honesto intelectualmente, fue uno de los primeros en denunciar esta tendencia a la estatización de las instituciones populares.
[8] Todo esto está documentado en multitud de texto de la época de nuestra corriente, polemizando con los abordajes oportunistas pero también con los sectarios que le hicieron –y le hacen- el juego a los escuálidos.