El adoctrinamiento de Acuña y La Nación contra los docentes

La Nación se sumó a la campaña contra los docentes de Soledad Acuña, con la tapa del domingo para ese propósito. Su adoctrinamiento busca acomodar la educación a sus intereses, sus prejuicios y su ignorancia.

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«Fuerte sesgo político en planes de estudio y manuales» tituló su artículo de cabecera de su edición dominical el diario La Nación. Con sus artículos, el pasquín mitrista apela a los prejuicios y la ignorancia de la clase media alta para ganar una base social contra los docentes y la militancia estudiantil.

«La Nación será una tribuna de doctrina» dijo Mitre al momento de fundar el histórico diario argentino. Fue, probablemente, la única verdad salida de boca de Mitre en sus largas décadas de carrera política. Lo curioso de las cosas es que el adoctrinamiento mitrista, llamado como tal por su primer impulsor (el propio Mitre), sigue impregnando de manera manifiesta la educación casi un siglo y medio después.

Una de las materias básicas de acercamiento al conocimiento de la sociedad, al pensamiento en torno a la humanidad misma, en los primeros años escolares es la historia. Invitamos a cualquiera de nuestros lectores, no importa quien, a hacer memoria y pensar en esos años. Casi todos tendremos un recuerdo más o menos similar: el aburrimiento sin límites de aprender de memoria nombres y fechas, que había que aprender y repetir como guion teatral para tener la validación requerida para pasar al siguiente año. La historia humana, cosa fascinante con sus conflictos, su evolución y su complejidad era generalmente reducida a un soporífero catecismo que invitaba más a una siesta que a la lectura. Más concretamente: ¿qué aprendíamos? En general, que el «primer gobierno patrio» se había constituido en 1810, que la independencia había sido proclamada en 1816, de la grandeza de personas como San Martín, Belgrano, Saavedra y luego Sarmiento, Mitre, Roca…

Lo que aprendíamos en la primaria era, precisamente, la historia «mitrista»; el canon oficial de la «historia nacional» diseñada por Mitre en tanto historiador. La Nación no fue su única «tribuna de doctrina», todas las escuelas del país lo fueron. Se trató de la versión argentina de lo que es conocido en la historiografía como historia «rankeana», llamada así por Leopold von Ranke. En pleno proceso de constitución de los estados-nación, se creó una historia, una narrativa oficial, para darles legitimidad ideológica. La «nación» (que se identifica con el estado más o menos abiertamente), antes de su propia constitución como tal, era ya un objetivo, un ideal a alcanzar, una «unidad» de intereses comunes políticos y culturales que debe convertirse en estado para alcanzar su máxima gloria. No hay demasiada complejidad en ese proceso: un grupo de grandes hombres (cuyos nombres es menester aprender de memoria) hicieron grandes hazañas para darle su forma definitiva a nuestra nación (llámese alemana, argentina, francesa o como se quiera).

Un contemporáneo y crítico de Mitre, diría sobre la historia mitrista (con la que se ha adoctrinado a ya muchas generaciones): “En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento y Cía, han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos. Sobre la Revolución de Mayo, sobre la guerra de la independencia, sobre sus guerras, ellos tienen un alcorán, que es de ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión por el crimen de barbarie y caudillaje”. El impugnador del adoctrinamiento de Mitre y Sarmiento no es, para decepción de nuestros obtusos miembros de la clase media, un militante docente sino Juan Bautista Alberdi.

Quien escribe, un marxista, pide disculpas por usar como falacia de autoridad al liberal Alberdi, que continúa su crítica a la historia mitrista y sarmientina con estas palabras: «La historia no es un patrimonio común de todo el mundo. No todos tienen el derecho de contarla o escribirla al menos que no sea conforme a los tipos históricos grabados por los liberales oficiales. Sus textos son un código de verdad histórica; refutarlos es violar la ley, invertir el orden público: es un crimen de estado; y el disidente un profano, un criminal”. «Un adoctrinador» podemos agregar usando la jerga de Acuña y La Nación en el siglo XXI.

La doctrina oficial de la clase dominante, la justificación de su dominación, la ideología que la erige en legítima y eterna son el adoctrinamiento oficial de muchas generaciones desde la constitución del estado nacional. Lo que nos separa de la época de Alberdi es que esa «doctrina» lleva tanto tiempo siendo enseñada en las aulas que ya no necesita presentarse como tal. A esa ideología, a la que adhieren La Nación y Acuña por ser voceros de la clase dominante, es lo que nos presentan como educación no «ideologizada», ajena a la «política», sentido común que sólo puede ser cuestionado por quien quiere «adoctrinar».

La indignación que escupen contra los docentes es la del patrón de estancia desobedecido por su peón, la del dueño del país que se siente ultrajado por sus inferiores naturales que, con insólito descaro, se atreven a pensar por su cuenta. «Adoctrinamiento» es cuestionar los ajustes a la educación, «adoctrinamiento» es hablar de la represión estatal, «adoctrinamiento» es decir algo sobre la existencia de una clase social privilegiada dueña del país: la aceptación sumisa y acrítica de todo eso es el perfecto mundo de la educación «desideologizada».

Por supuesto que la doctrina mitrista y sarmientina no es lo único que se enseña en los colegios: las relaciones entre el estado de la clase dominante y las amplias mayorías populares ha cambiado de modo tal que los contenidos educativos le han seguido el ritmo. Hay que decir que, de todos modos, en gran medida los contenidos de la educación están bastante por detrás de las transformaciones políticas del país. La educación, como los ritmos políticos del país, ha seguido sus idas y vueltas.

El estado argentino pasó de ser gobernada de manera directa por sus dueños directos, los poseedores de su suelo y los comerciantes de los puertos, a tener a su cabeza partidos políticos que apelan de manera más o menos directa al «consenso» popular. Teniendo que aceptar en sociedad con supuesta «igualdad» de derechos a las mayorías populares, cambió también relativamente la narrativa educativa: los derechos conquistados como el de votar, la organización sindical y otros tantos, son formalmente reconocidos por el estado y su educación.

Los partidos que gobiernan intentaron también, por supuesto, usar a su favor el sistema educativo. La primera década de hegemonía peronista vio crecer el breve auge de los absurdos manuales de adoración y culto a la imagen de Perón y Evita. Los indignados voceros del viejo mitrismo oligárquico gritan con indignación contra esos manuales como si no hubieran desaparecido de las aulas hace largas décadas mientras suspiran nostálgicos por el culto a las personalidades de Mitre, Sarmiento, Roca…

Cada fracción de la clase dominante (la más «directa» personificada en La Nación y Acuña, la más «política» en el peronismo) intenta usar con más o menos éxito la educación en favor de su «narrativa» de sociedad de manera tal que les permita tener como base política a franjas lo más amplias posibles de la sociedad. A decir verdad, eso no es nada nuevo: cada clase dominante tuvo sus propias organizaciones de «consenso» entre las masas trabajadoras, en casi todos los casos históricos a las diversas religiones. Los avances científicos y la organización técnica de la sociedad capitalista contemporánea le ha quitado casi totalmente su ropaje religioso a la ideología de la clase dominante para convertirse en teorías de la sociedad, del estado, del derecho, de la economía. La religión no es más que auxiliar hoy en día, particularmente dirigida a las capas más atrasadas de la sociedad.

Pero la preocupación por el «adoctrinamiento» de Acuña y La Nación, sus gritos de indignación moral desde una tribuna libre de ideologías, está dirigida contra el movimiento docente y la militancia estudiantil. Los docentes no son lo que ellos quisieran: obedientes ovejas que lancen berridos cada vez que los dueños del país les den una orden. El movimiento docente y estudiantil ha sido protagonista desde hace décadas de las luchas contra las injusticias de la sociedad capitalista y han transmitido en la tribuna de las aulas el pensamiento crítico de la lucha a miles de estudiantes.

Ese es el mayor temor, que acosa en sueños a los ricos y sus voceros: que millones de jóvenes de la clase trabajadora sean capaces de mirar con ojos críticos la sociedad que los oprime. La Nación y Acuña quieren servilismo, obediencia, resignación, millones de jóvenes trabajadores que tengan en la boca una sola frase en respuesta a sus órdenes: ¡Sí, señor!

La educación es una cosa contradictoria. Si por un lado sirve para el «adoctrinamiento» en la obediencia, la elevación cultural de amplias capas de trabajadores les puede dar conciencia de sí mismos, de sus derechos, confianza en otros futuros posibles y necesarios, la noción de que no tienen por qué ser sumisos esclavos de la «gente de bien» que grita de indignación junto a Acuña y La Nación.

No hay educación que no sea política, la campaña contra el «adoctrinamiento» es un intento de que la única política aceptada sea la de los dueños de todo, que la única doctrina posible sea la de la obediencia sin cuestionar.

En Brasil, la campaña «Escuela sin partido» intentó también poner un bozal masivo a los docentes del país vecino. Sus primeros impulsores denunciaban que en la educación se estaba infiltrando el «marxismo cultural». La vieja extrema derecha y los cerebros perezosos del oscurantismo conservador han encontrado en ese fantasma la explicación de todo lo que los asusta de la sociedad contemporánea. Para ellos, la sociedad no puede estar rasgada por contradicciones internas debido a la opresión de clase, de género, etc. La «nación» es una cosa uniforme en la que todos deberían estar satisfechos del lugar que les corresponde, cualquier cuestionamiento debe ser una conspiración que viene de afuera para romper la armonía. Si los nazis vieron ese mal en el judeo-comunismo, si los fascistas lo detectaron en el socialismo y la masonería, nuestros derechistas de este siglo encontraron el chivo expiatorio de sus miedos, de su impotencia frente a una sociedad en perpetua transformación, en el «marxismo cultural». Las teorías fascistas de la conspiración foránea renacen en pleno siglo XXI con YouTube como tribuna.

Prima hermana del «marxismo cultural» es lo que llaman la «ideología de género». Como simplemente no pueden aceptar que haya formas de amor y vínculos sexuales no consagradas por las sagradas escrituras, como en su momento quisieron imponer que nadie cuestione el origen del pecado original en la suciedad de una mujer salida de una costilla, tratan de imponer sus prejuicios y sus dogmas a la fuerza denunciando que hay una conspiración, una «ideología», que lo esparce por doquier a través del «adoctrinamiento».

En España, el partido nostálgico del fascismo franquista Vox, denunció precisamente la infiltración de la «ideología de género» en los colegios. Tomaron la iniciativa con el «pin parental», una ley que buscaba que los padres denuncien si a sus hijos alguien les enseñaba que las personas LGBT no debían ser marginadas y perseguidas.

Tanto la iniciativa de «escuela sin partido» como la del «pin parental» fueron impulsadas por los defensores de la educación religiosa en los colegios, por quienes no ven en el dogma del pecado original una «doctrina» ni una «ideología» sino el más puro estado químico de los valores del sentido común.

La sociedad contemporánea no puede existir sin una educación más o menos elevada de amplias franjas de la población trabajadora (en comparación de todas las formas sociales anteriores). Las campañas contra el «adoctrinamiento» son un llamado de atención de un sector de las clases dominantes, que opina temerosamente que la ilustración de sus esclavos ha llegado demasiado lejos. Y, mirando horrorizados su sociedad que se les vuelve en contra, piensan nostálgicos en el momento en que una buena lección escolar terminaba siempre con los niños recitando «mea culpa».

 

 

 

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