Kamala Harris y Donald Trump deciden la presidencia

EE UU: un mar de dudas electorales, políticas e institucionales

Faltan dos semanas para las elecciones presidenciales en EEUU y, tal como ocurrió en 2020, el suspenso se mantiene. Todas las encuestas indican una elección pareja entre la demócrata Kamala Harris y el republicano Donald Trump, algo que sólo pudo tener lugar una vez que el actual presidente Biden se bajara de la carrera, abrumado por los malos pronósticos y, sobre todo, por una pésima performance en un debate televisado que lo mostró anciano, débil, lento y con poca respuesta. Luego de resistir unos días, la plana mayor demócrata logró convencerlo de que la única manera de sostener las chances del partido era renunciando a la reelección y pasar el centro a su actual vicepresidenta.

La jugada dio en principio buen resultado. No porque la victoria de Harris esté garantizada, pero sí al menos porque volvió a hacer que la elección fuera nuevamente competitiva. Sucede que, aunque no por mucha distancia, todas las encuestas daban ventaja a Trump en los estados decisivos (que no son los de mayor población; ya veremos con más detalle los vericuetos del sistema electoral yanqui). Y con Biden mostrando una imagen personal cada vez más penosa,[1] la continuidad de su candidatura parecía dejar el campo allanado a la elección (o reelección tras un hiato de cuatro años) de Trump.

La mayoría de las encuestas dan ahora una muy leve ventaja para Harris, tanto en general como en varios de los estados oscilantes (swing states), cuyo carácter e importancia veremos enseguida. Pero no tiene sentido asignar a esos pronósticos más que un valor muy relativo, por dos razones. Primera, no sería en absoluto la primera vez que, en EEUU como en otras latitudes, las encuestadoras erren de manera catastrófica. Así ocurrió, sin ir muy lejos en tiempo y espacio, en la elección de 2016, en la que casi todas las encuestas vaticinaban una victoria cómoda de Hillary Clinton frente a Trump. Y segunda, porque incluso si se da crédito a la fiabilidad de los sondeos, el margen de triunfo para una u otro es tan escaso, sobre todo en los estados clave, que una diferencia que estadísticamente entra en el margen de error puede ser la que incline la balanza, como pasó en 2020. Y la razón de que esto sea así tiene que ver con una de las más gruesas de las muchas y profundas disfuncionalidades institucionales del sistema político estadounidense, que exceden largamente los avatares de ésta y otras elecciones particulares.

En este texto nos concentraremos sobre todo en dos aspectos: por un lado, un análisis de esos tremendos problemas de arquitectura institucional, de su origen, de cómo se transformaron en disfuncionalidades y de sus posibles consecuencias. Por el otro, haremos un repaso del perfil programático y de campaña (dos planos que no son necesariamente coincidentes en todo) de Harris y de Trump, de lo que los une y lo que los separa, y de lo que cabría esperar como dinámica política en EEUU –y en cierto modo, en el mundo– en caso de imponerse una u otro.

1- Un sistema político de disfuncionalidad creciente

1.1 Viejas instituciones que no se adaptan a un nuevo contexto

Para los politólogos liberales y apologistas del capitalismo de todas las latitudes, el tramado institucional de EEUU siempre había sido motivo de elogio y puesto como ejemplo del sacrosanto principio de la separación de poderes, de la estructura de pesos y contrapesos (checks and balances) entre Poder Ejecutivo, Parlamento y Poder Judicial, que estarían en la base de la explicación de la profunda estabilidad y continuidad de su sistema político.[2] Y en efecto, durante largas décadas, y en particular a lo largo del siglo XX, era posible discernir como una de las fuentes de la solidez del sistema político yanqui y de su consenso social un conjunto de instituciones que, si bien comparten rasgos con sus congéneres de otros países “occidentales” y “liberales”, tienen ciertas especificidades muy estadounidenses.

Pues bien, la nota discordante en esa leyenda rosada la viene a dar sobre todo el siglo XXI. Como parte de fenómenos políticos globales pero con una refracción muy propia también, en las últimas dos décadas fue decantando una creciente polarización en la política y la sociedad yanquis alrededor de hechos y movimientos políticos muy diversos: los atentados a las Torres Gemelas con su estela de guerra sin fin en Medio Oriente; el Tea Party como movimiento ultraconservador; la crisis financiera global iniciada en EEUU; el movimiento Occupy Wall Street; la elección de Obama como primer presidente afroamericano y la reacción racista que generó; la elección de Trump en pleno auge de la ola nativista expresada en el Brexit; las tendencias “socialistas” en la juventud de EEUU expresadas en el apoyo a Bernie Sanders y, en otro plano, la recomposición del movimiento sindical; la demagogia antiinmigrante y xenófoba de Trump en el poder; el impacto de la pandemia y el desarrollo del movimiento Black Lives Matter tras el asesinato racista de George Floyd; el asalto al Capitolio por las bandas trumpistas negacionistas de la derrota electoral de su jefe; las sucesivas olas “progres” (woke) y “antiprogres” (anti woke) y, para no abundar, la tendencia general de la vida político-ideológica a manifestarse en términos de post verdad, donde cada bando se cree con derecho a tener no ya su propia interpretación sobre los hechos sino, más llanamente, a tener su propia versión de los hechos mismos. Todo lo cual genera un clima político de “diálogo de sordos” que constituye otro mundo: mucho más polarizado, mucho más rencoroso, mucho más brutal y tan alejado como se pueda imaginar de la política burguesa tradicional de “construcción de consensos” y “políticas de Estado” (con notables excepciones que vernos más abajo).

Es sobre este telón de fondo que instituciones que parecían sólidas y verdaderos baluartes de la estabilidad parecen ahora transformarse en su contrario, en vectores de crisis y problemas, en razón de su creciente inadecuación a una época política que admite cada vez menos puntos de contacto con la forma de funcionar de las últimas décadas. Lo que antes se aplaudía como apropiado o al menos se aceptaba como defecto tolerable, pasa a ser, cada vez más, una disfunción. Y esto ocurre no con una institución sino con muchas. Demasiadas.

1.2 El Colegio Electoral: de contrapeso necesario a fuente de crisis de legitimación

El Colegio Electoral es esencialmente un sistema de elección presidencial indirecta. No existe en EEUU, propiamente hablando, una elección presidencial (así como tampoco hay en el Reino Unido elección de primer ministro). Al menos en América Latina, estamos acostumbradxs a que una elección presidencial nacional es exactamente eso: se suman los votos de todo el país para cada candidatura, y la que tiene más votos, gana. Claro y simple. Llegado el caso, puede haber esquemas de segunda vuelta si ninguna candidatura obtiene mayoría, pero eso es sólo una postergación simplificada del mismo principio.

En cambio, en EEUU esa agregación nacional de votos no existe institucionalmente. Por supuesto, se pueden sumar los votos de cada estado y establecer un total nacional; es lo que se conoce como “el voto popular”. Pero ese “resultado” no tiene ningún valor legal. Lo que importa es la cantidad de “electores” (representantes) que le corresponden a cada estado, en cantidad (muy vagamente) proporcional a la población. Son esos electores (538 en total para los 50 estados más el Distrito de Columbia, es decir, la capital, Washington) los que deciden quién es el presidente. Naturalmente, los electores se eligen por partido; el partido que obtiene 270 electores se queda con la presidencia.

El gran problema de este sistema es la forma en que asignan los electores. En casi todos los estados (hay dos excepciones pero son pequeñas), el partido que gana en el estado se lleva el 100% de los electores de ese estado, haya ganado por cinco millones de votos o por trescientos. No hay proporcionalidad.[3] Este sistema de “el ganador se queda con todo” (winner-takes-all) distorsiona completamente la representación, ya que castiga a los que ganan con holgura en algunos distritos y premia a los que ganan por poco en otros. De hecho, este sistema implica la abolición de hecho del elemental principio democrático de “una persona, un voto”, porque 10.000 votos en un estado de elección disputada valen mucho más que un millón de votos en California, Nueva York o Texas.

El criterio de conceder todos los electores del estado al ganador, además, divide a los estados en dos categorías: los que son “seguros” para un partido (e “imposibles” para el otro), por un lado, y los estados “oscilantes”, donde no se sabe de antemano qué partido se va a quedar con los electores. Ahora bien, los estados “seguros” son al menos 40 de los 50, y en general más. Desde hace décadas, los estados “azules” (demócratas) son esencialmente los de la costa del Pacífico, la del Atlántico Norte y algunos de la zona de los Grandes Lagos, mientras que los “rojos” (republicanos) incluyen sobre todo el llamado “cinturón bíblico” conservador de los estados del centro, más el Sur y alguno del Este.

Los estados oscilantes –a veces llamados “violetas”, porque mezclan ambos colores– son casi siempre los mismos. Puede haber cambios de categoría en alguno de elección a elección (por ejemplo, Florida era oscilante y hace años pasó a ser republicano, aunque por poco margen), pero casi nunca llegan a diez. En esta elección, en principio, son siete: Arizona, Carolina del Norte, Georgia, Michigan, Nevada, Pensilvania y Wisconsin.

La elección se define en esos estados oscilantes, por márgenes muy pequeños, y así el voto popular puede ser completamente desvirtuado, como ocurrió en 2000 y 2016. Un ejemplo palmario es bien cercano: las últimas elecciones presidenciales de 2020. La diferencia a favor de Biden en Pensilvania fue de 80.000 votos, y en otros tres estados oscilantes (Arizona, Georgia y Wisconsin), el margen total a favor de Biden fue de 44.000 votos. De modo que aunque Biden superó a Trump por más de siete millones de votos (81 a 74) y por casi cuatro puntos y medio (51,3% a 46,9%) –márgenes ambos que hubieran bastado para darle legitimidad a su triunfo en cualquier país del planeta–, en términos del sistema electoral yanqui el resultado dependió del 0,0008% de los votos, a saber, 125.000 sobre 155 millones.[4]

Este peso completamente desproporcionado de los estados oscilantes se refleja en la distribución de los gigantescos fondos de cada partido. En lo que va de campaña, ambos partidos llevan gastados 1.400 millones de dólares, de los cuales 1.100 millones –¡casi el 80%!– se gastaron sólo en los citados siete estados.[5]

El carácter clave de esos estados también condiciona la agenda de campaña –en los estados “violetas” hay actos de los candidatos casi semanalmente, mientras que los “seguros” a veces no reciben una sola visita en toda la campaña– y hasta el programa del partido. Por ejemplo, Kamala Harris, que era conocida por su posición antifracking, cambió súbitamente de postura a fin de pelear con más chances en el estado que es quizá el premio mayor de todos los oscilantes, Pensilvania, donde la minería de hidrocarburos con fracking tiene peso importante. Trump, por su parte, deliberadamente omite hacer referencia a ciertos tópicos incómodos (su postura sobre el derecho al aborto, en primer lugar) según el distrito que visite.

1.3 Internas partidarias: de la moderación a los extremos

El sistema de internas de los dos grandes partidos fue diseñado en los años 60 para evitar que la elite partidaria decidiera las candidaturas y se abriera más el juego a personalidades que podían obtener más consenso. De hecho, el patrón de décadas pasadas era que la competencia al interior de los grandes partidos hacía que las candidaturas más “de centro”, y por tanto más abiertas a generar acuerdos o consensos con las demás alas, partían con ventaja respecto de las candidaturas “fringe”, de los márgenes. En cierto modo, eso sigue siendo válido para el Partido Demócrata, como lo demostró el triunfo de Biden en la interna previa a la elección de 2020 por sobre figuras que individualmente tenían más atractivo, como Bernie Sanders o Elizabeth Warren. En cambio, la “trumpificación” del Partido Republicano ha generado un veto de hecho del ex presidente no ya sobre rivales internos (su triunfo en las primarias de este año fue arrasador), sino sobre toda candidatura a la gobernación o al parlamento en todos los estados importantes. Prácticamente no queda ninguna figura importante independiente de Trump en el Partido Republicano; la corriente de los republicanos “Never Trumpers” (opuestos a Trump) fue desplazados y marginalizada sin piedad por una clique obsecuente que festeja aciertos y errores del hombre del pelo naranja con la misma devoción acrítica.

Esto forma parte de una tendencia que no es exclusiva de EEUU: en un mundo atravesado por la creciente polarización, las internas de los partidos son una receta para acentuar esa polarización ya no sólo entre partidos sino al interior de éstos, con un desbalance evidente hacia las posiciones extremas. Un ejemplo fuera de EEUU es lo que viene sucediendo hace años en el Partido Conservador británico.[6]

La decisión de Trump de elegir como compañero de fórmula a J.D. Vance –autor de un famoso libro, Hillbilly Elegy, sobre las tribulaciones de los “blancos pobres” de EEUU, luego adaptado por el cine de Hollywood con señalado éxito–representa más que una jugada de marketing político. Para muchos analistas, en primer lugar del propio Partido Republicano, es la mejor personificación de la posibilidad de continuidad de un trumpismo sin Trump (que, después de todo, tiene 78 años y una lucidez que sólo es aceptable si se la compara con la de Biden). Oren Cass, el fundador de American Compass, un think tank republicano de la vertiente “populista”, observa con satisfacción que el ascenso de Vance es una demostración de que “el centro de gravedad del Partido Republicano ha cambiado de manera permanente”. Y para The Economist, “Vance ofrece trumpismo en envase millennial y meritocrático. (…) [Una] versión más seria, intelectualizada y atenta a los detalles”, pero trumpismo al fin (“The Republican Party’s MAGA future”, TE 9406, 20-7-24).

Ese “cambio de centro de gravedad” es en dirección opuesta al clásico conservadurismo de libre mercado y pro globalización de la era Reagan. La línea “Make America Great Again” (MAGA, o “hacer grande otra vez a EEUU”) es decididamente antiglobalista y con cierta veta “populista”; Trump y Vance dicen ser “pro trabajadores” y “anti grandes corporaciones”. Pero sería un error trazar rayas ideológicas demasiado gruesas, porque como criterio de definición de políticas, el pragmatismo y el carisma personal se vuelven casi igual de importantes: “La política MAGA, que empezó como un vehículo errático para una ambición unipersonal, parece ahora con muchas posibilidades de convertirse en un programa de gobierno que dure más allá de 2028. Una consecuencia de esto es que el republicanismo reaganiano está prácticamente muerto. En los últimos años el Partido Republicano se ha unificado alrededor de personalidades, no de políticas” (“A ticket to where?” TE 9406, 20-7-24). Todo esto representa, para la estabilidad política del imperialismo yanqui y sus necesidades estratégicas, una fuente de inquietud y de falta de organicidad alarmantes.

1.4 Un funcionamiento parlamentario semiparalizado

Históricamente, el Parlamento de EEUU cumplió casi siempre eficazmente la función prevista de operar como contrapeso moderador a eventuales arranques de iniciativa del Poder Ejecutivo. Pero desde hace ya años, ese rol de estabilización hacia el centro se ha transformado en un pantano donde naufragan de manera sistemática la mayoría de las políticas impulsadas por el partido gobernante (especialmente si éste es el Partido Demócrata). Lo que sucede con el Congreso yanqui hoy es, en verdad, una eclosión de problemas que venían de arrastre pero que en épocas de consensos menos arduos quedaban disimulados.

Uno de los problemas de origen es la forma misma de elegir los diputados. A diferencia de los senadores, que se eligen tomando todo el estado como distrito único, para diputados rige el sistema uninominal por distritos electorales (tantos como diputados elija cada estado, un modelo casi calcado del sistema británico). Este método, además de eliminar las chances de terceros partidos, tiene el mismo problema antidemocrático de “el ganador se queda con todo”, ya que da lo mismo ganar por el 51% que por el 95%. Esto genera el problema adicional de alentar la escandalosa trampa del retrazado de distritos electorales (gerrymandering), otra fuente de distorsión del voto popular y de los más elementales criterios de proporcionalidad que es casi única en el mundo por su alcance. Por ejemplo, cuando un partido controla la Legislatura estatal y el poder judicial, puede reorganizar las fronteras internas de cada distrito siguiendo las líneas geográficas más caprichosas imaginables (con sólo ver los mapas es posible entender el grado realmente impactante de arbitrariedad de este mecanismo).

El objetivo de esta “geografía política creativa” es agrupar todas las zonas geográficas donde el partido rival es más fuerte en la menor cantidad de distritos posible, de modo de asegurar la victoria en los demás. Así, con esta trampa aritmético-geográfica es perfectamente posible tener el 50% de los votos pero el 70% de los diputados correspondientes a un estado dado. Por consiguiente, cuando se acercan las elecciones, los cuerpos legislativos y los tribunales “amigos” trabajan a pleno: unos con el retrazado de límites de distrito y otros con el rechazo a los recursos judiciales interpuestos por una oposición impotente.

Un fenómeno que facilita esta práctica tramposa es, una vez más, la polarización social y política. El gerrymandering no tendría sentido si los votantes estuvieran distribuidos de manera más o menos pareja por zona geográfica. Pero, crecientemente, lo que sucede es que hay barrios o regiones enteras que son muy uniformemente republicanas o demócratas, esto es, donde las proporciones entre uno y otro partido no son, digamos, 52-48, sino 70-30, 80-20 o incluso 90-10. Así las cosas, es mucho menos difícil para los legisladores, mapa y lápiz en mano, trazar las líneas apropiadas para que el rival gane 75 a 25 en tres o cuatro distritos, y el partido propio gane 55 a 45 en todos los demás. De esa manera, se “maximiza” o eficientiza el “rendimiento marginal” de los votos propios y se apila el total de los votos ajenos en unos pocos lugares.

Entre los antidemocráticos resultados que permite esta práctica, hay uno que ya ha ocurrido: que el partido que incluso pierde en el conteo total de votos a diputados en el conjunto del estado obtiene más bancas que el rival. Se replica aquí también, como en la elección presidencial, la contradicción entre “voto popular” y “voto indirecto”, que es el que efectivamente vale. No hace falta aclarar que los republicanos tienen más oficio (y vocación) para el gerrymandering que los demócratas… aunque éstos están aprendiendo rápidamente.

La elección de senadores, como dijimos, es menos controversial, pero esa cámara tiene sus propias disfuncionalidades, incluso más graves, como la práctica parlamentaria de obstrucción (filibuster). Sucede que la mayoría de las leyes importantes requieren no mayoría simple de senadores (51) sino mayoría especial (60). Este funcionamiento se proponía alentar las negociaciones trasversales entre partidos, de manera que los legisladores votaran en función de cada tema específico y no siempre simplemente con disciplina partidaria. Pero el desarrollo de la grieta política entre demócratas y republicanos convirtió este vehículo de consenso bipartidista en una máquina de bloquear votaciones y leyes de manera habitual y permanente. Esto llegó a tales extremos que en muchos temas, tanto durante la segunda presidencia de Obama como la de Biden (algo menos en la de Trump), no hubo más que remedio que recurrir a decretos presidenciales y vericuetos legales de dudosa legitimidad para aprobar leyes tan básicas como el financiamiento del funcionamiento del Estado.[7]

A esto se agrega que el complejo funcionamiento legislativo, que en muchos casos no se ha modificado en siglos, al combinarse con la brutal polarización y la lógica de amigo/enemigo que reemplaza los típicos consensos bipartidarios de décadas pasadas, hace que sea prácticamente imposible para un gobierno llevar adelante los puntos más básicos de su agenda a menos que disponga de la llamada “trifecta”: presidencia, mayoría en Senadores y mayoría en Diputados.

En consecuencia, basta con que una de ambas cámaras quede en manos de la oposición para que el marasmo de decisiones no ya político-estratégicas sino incluso meramente de gestión administrativa está asegurado. Y ese intríngulis no se destraba sino a expensas de largas, penosas y desgastantes negociaciones, a veces con diputados o senadores individuales que –como ocurrió durante años con el senador demócrata Joe Manchin, de Virginia del Oeste– aprovechaban esa situación para obtener todo tipo de prebendas y privilegios desproporcionados. En el medio, iniciativas que a priori tenían posibilidades lograr consenso bipartidario terminan rechazadas, o diluidas hasta quedar casi desvirtuadas. En parte, porque precisamente el clima de polarización –y en particular el control semi stalinista que ejerce Trump sobre el Partido Republicano, con brutales campañas de descrédito y amenazas muchas veces concretadas de vetar la posibilidad de reelección de diputados díscolos o simplemente críticos– hace mucho más inusual que otrora la ruptura de la disciplina del bloque partidario.

Sin duda, no se trata de nada que no ocurra también en otros países del mundo. Sucede que el nivel de obstrucción y bloqueo de políticas y medidas a que llega el parlamento yanqui es mucho mayor, y con consecuencias mucho mayores también, tratándose de la primera potencia mundial cuyas decisiones afectan a todo el planeta. Un ejemplo conocido, pero en absoluto el único, es el del presidente ucraniano Zelensky arrastrándose frente a diputados republicanos para que se dignen a votar una ley de ayuda militar y económica a su gobierno, cuando esa ley era a su vez prenda de negociación con los demócratas para que éstos voten (o retiren) otras leyes de carácter interno y sin la menor relación con la política exterior.

El saldo de todo esto es que aunque crece el coro de voces que llaman a una reforma profunda del sistema (también en el Reino Unido crece la tendencia al reclamo de abandonar el sistema uninominal y pasar a la representación proporcional), los intereses creados, la inercia, el tradicionalismo y –detalle no menor– la composición cómodamente conservadora (6 a 3) de la Corte Suprema, con tres jueces designados por Trump, hacen muy difícil que estas disfuncionalidades vayan a cambiar en el futuro próximo. La “democracia” estadounidense deberá aprender a compatibilizar estos esperpentos con el nuevo escenario político yanqui y global.

2- ¿Qué esperar de Harris (o Trump)?

Una de las tantas confusiones que introdujo la irrupción de Trump en la escena política es que, en tanto figura polarizadora, hace aparecer a cualquier otra personalidad o política como si fuera fundamentalmente diferente. En el caso del perfil de futuro gobierno de EEUU, eso es más falso que cierto, o exige al menos una serie de puntualizaciones que intentaremos desarrollar. Haremos, entonces, un repaso de los planteos programáticos y de campaña de ambos partidos en los temas que consideramos son los determinantes.

2.1 Política económica: menos impuestos (¿para quién?) y más déficit fiscal (¿hasta cuánto?)

La situación económica de EEUU y sus perspectivas merecerían, desde ya, un estudio separado, de modo que aquí sólo resumiremos algunos de los elementos más generales. En primer lugar, y contra las versiones tremendistas (“se viene la recesión”) o apologéticas (“la economía yanqui vuela”), lo que tenemos por ahora es un crecimiento bastante moderado, del orden del 2,5% del PBI anual, que sólo genera entusiasmo cuando se lo compara con los (desde hace rato) raquíticos índices del resto del G-7: la Unión Europea, Japón, el Reino Unido y Canadá. Asimismo, sigue muy lejos del 4,5% de la supuestamente “estancada” China, para no hablar de emergentes como India y otros países del sudeste asiático.

La inflación parece haberse moderado al 2,5% anual sin que haya habido un frenazo mayor en el mercado laboral, lo que dio margen a la Reserva Federal (o Fed, el banco central de EEUU) para una muy festejada baja de las tasas de interés. Dicho esto, ni el hipotético “aterrizaje suave” (bajar la inflación sin recesión) ni la buena salud económica en el futuro inmediato están garantizados. Los indicadores siguen bastante volátiles, algo que también explica la cautela de la Fed y el desconcertante hecho de que nadie está muy seguro de si el estado de la economía le juega a favor o en contra a la candidata del oficialismo demócrata.

En este marco, y contra las expectativas iniciales de Trump de que el centro del debate fuera “la economía, estúpido” (tema en el que los sondeos ponen a Trump visto como “más confiable” que Harris), la campaña actual no tiene un eje excluyente claro. Y los temas económicos en discusión hacen menos a los problemas actuales que a la agenda futura de Harris y Trump.

El primer lugar lo ocupa, en este terreno, la cuestión de la “baja de impuestos”. Contra la fábula que circula en Argentina y otras latitudes, si hay dogma que no parece perturbar en lo más mínimo el sueño de los contendientes de la elección es el déficit fiscal cero. Por el contrario: tanto Trump como Harris, con sus anunciados recortes impositivos, colaborarán decisivamente para que el ya muy generoso déficit fiscal actual (6% del PBI) y, sobre todo, el volumen de deuda pública (hoy en 34,4 billones de dólares, o el 124% del PBI), continúen e incluso aumenten.

Trump hizo un recorte gigante de impuestos en 2017 con la Ley de Empleos y Reducción de Impuestos (sigla inglesa TCJA), que Biden no pudo ni quiso eliminar y que vence en 2025, lo que implica la necesidad de renovarlo, ampliarlo o reducirlo. Ese recorte benefició en primer lugar a las empresas, que vieron reducida su tasa de impuesto a las ganancias (corporate rate) del 35 al 21%. También se recortó el impuesto que pagan las personas (personal income), tanto por la vía de permitir mayores deducciones como bajando directamente la tasa para los más ricos del 39,6% al 37%. Esto no parece mucho, pero dados los montos involucrados, incluso ese recorte aparentemente pequeño benefició desproporcionadamente a los más ricos. Veamos cómo:

Ahorro en pago de impuestos por TCJA, 2025, por grupos de hogares según ingresos anuales, en dólares

Grupo                   Ingreso  en U$S                  Ahorro anual

Quintil 1               (0-27.300)                                    70

Quintil 2               (27.300-53.400)                         390

Quintil 3               (53.400-91.700)                         910

Quintil 4               (91.700-153.800)                   1.680

Percentil 80-95    (153.800-308.900)                2.930

Percentil 95-99    (308.900-837.800)             12.860

1% más rico         (> 837.800)                           61.090

0,1% más rico      (> 3.312.000)                       252.300

Fuente: Table 2, Distributional Analysis of the Conference Agreement for the Tax Cuts and Jobs Act (TCJA), Tax Policy Center, Center on Budget and Political Priorities (CBPP), cbpp.org

Ahora Trump quiere bajar aún más el impuesto a las empresas, al 15%, si bien dedica mucho más tiempo, con típica desinformación demagógica, a su proyecto de exención de impuestos a las propinas, que en EEUU son casi la base del salario de lxs asistentes de bares y restaurantes. Y en cuanto a las deducciones –que siempre favorecen a los de más ingresos–, Trump quiere permitir a los residentes en estados de impuestos más altos (en general, demócratas) deducir ese aporte del que paguen al estado federal, de hecho desfinanciándolo.

Harris, por su parte, propone mantener el recorte de Trump para los ingresos menores a 400.000 dólares anuales, y volver a subir al 39,7% el impuesto personal para los más ricos. En cuanto a las empresas, habla de aumentar el impuesto a las ganancias, pero sólo hasta el 28%, es decir, a mitad de camino entre su nivel anterior del 35% y el de la TCJA de Trump de 2017. La mayor diferencia con Trump consistiría en un plan de lo más circunspecto de créditos impositivos para las familias con hijos (3.600 dólares anuales), para familias con bebés recién nacidos (6.000 dólares anuales), una asistencia de 25.000 dólares para compradores de primera vivienda y una deducción impositiva de hasta 50.000 para empresas nuevas. En el fondo, una lógica muy parecida a la del recorte de Trump: quien más ingresos tiene, más se beneficia, sólo que hasta el límite de 400.000 dólares anuales (que, como vimos, incluye a un 96% de la población).

El saldo fiscal de estas eventuales medidas haría llorar de desesperación a cualquier liberal ortodoxo. Según el conocido Comité para un Presupuesto Federal Responsable (sigla inglesa CRFB), el esquema de Trump llevaría el déficit fiscal al 8% del PBI y aumentaría la deuda en 7,5 billones de dólares, de los actuales 34,4 a 41,9 billones de aquí a 2035. En cuanto a Harris, el balance entre algunos impuestos mayores y los nuevos gastos agregaría en el mismo período una deuda de 3,5 billones, con un ligero aumento del déficit en términos del PBI y cierto impacto negativo en el crecimiento, siempre según el CRFB.

En resumen, la política fiscal de Kamala Harris es más déficit y más deuda; la de Donald Trump, mucho más déficit y mucha más deuda. Harris propone una moderadísima redistribución de ingresos a favor sobre todo de sectores medios; Trump, un jubileo todavía mayor para ricos y empresarios, con medidas cuasi simbólicas para algunos sectores de trabajadores.

2.2 Una política inmigratoria más dura (gane quien gane)

Que este punto de la agenda sea uno de los centrales de la campaña es en sí mismo un triunfo de Trump, que además saca ventaja en todas las franjas como alguien más decidido y competente que su rival al respecto: una encuesta del Pew Research Centre halla que para un 61% de los votantes la inmigración es uno de los temas prioritarios de la elección. La penosa respuesta de Harris fue girar bruscamente a la derecha en el tema, menos con la intención de competir en un terreno que le es desfavorable que como política de contención de daños.

Por otra parte, la prédica de Trump no nace de un repollo, sino que se retroalimenta con un mayor sesgo conservador y xenófobo en el conjunto del electorado sobre la cuestión de la inmigración. Para tener una idea, según una encuesta de YouGov, mientras que en 2022 el 20% de los votantes demócratas estaba de acuerdo con construir un muro en la frontera para evitar el ingreso de inmigrantes –¡una bandera histórica de Trump!–, en enero pasado esa proporción subió al 32%, y hoy probablemente sea aún mayor.

No es que los demócratas hayan tenido antecedentes de timidez en la materia: es sabido que Barack Obama fue calificado por las ONGs defensoras de inmigrantes como “deportador en jefe”, sobre todo en su segundo mandato, con cifras de deportaciones que incluso superaban a las de Trump. Pero lo más probable es que Harris apunte a un relativo endurecimiento de la actual política de Biden, que, contra lo que brama la histeria republicana, está muy lejos de ser permisiva. Las declaraciones de la candidata demócrata suelen hacer referencia a la necesidad de un acuerdo bipartidario para encarar la cuestión. Buena suerte con eso: si ya hoy los republicanos están más que renuentes a acompañar a un gobierno demócrata en el tema que sea, en la cuestión de la inmigración, que sólo les trae beneficios políticos y desgasta a sus rivales, la chance de “sana colaboración institucional” en caso de victoria de Harris puede computarse en cero.

En este marco, los republicanos no encuentran límite en su giro a la derecha. El candidato a vice J.D. Vance suele mencionar que hay “25 millones de extranjeros ilegales” (illegal aliens, palabra mucho más fuerte y hostil que foreigner, aunque significa lo mismo), y que el “esquema de deportación masiva” que defiende debería empezar por la redonda y nada módica cifra de un millón de expulsiones.[8] Si hay un límite a esta chifladura no está en la voluntad política de los candidatos republicanos, sino en que sería casi imposible que el Congreso apruebe el financiamiento de semejante movida. De todos modos, el programa escrito del Partido Republicano promete explícitamente implementar “el mayor programa de deportaciones de la historia de EEUU”.

Hay más: Vance no descarta reinstalar la política de separación familiar de la presidencia Trump, es decir, separar a lxs niñxs de sus madres y padres como disuasivo del cruce de fronteras. Esta enormidad no ha terminado: según el Departamento de Seguridad Interior (sigla inglesa DHS), en marzo pasado todavía quedaban 1.400 menores que esperaban poder reunirse con sus familias (“Policy Brief US”, TE 9418, 12-12-24). Y Trump todavía aspirar a liquidar el programa DACA, que protege de la deportación a los inmigrantes en EEUU que llegaron al país siendo niños. Si bien en el pasado esos intentos fueron frenados en los tribunales, mucha agua republicana y trumpista ha pasado bajo los puentes en el Poder Judicial, que hoy está abarrotado de designaciones hechas durante la gestión de Trump.

El resumen de esto se parece al anterior: Harris se inclina más a la derecha, mientras que Trump se inclina a la ultraderecha. La principal protección que pueden esperar los inmigrantes en EEUU vendrá menos de las políticas de quien gane las elecciones que de la disfuncionalidad misma de las instituciones yanquis, que pueden transformar cualquier medida polémica en un cenagal intransitable.

2.3 Comercio exterior: proteccionismo, aranceles y adiós al mercado libre

Comencemos por el aspecto económico de las relaciones exteriores, lo que significa en primer lugar la cuestión del comercio y los aranceles. Es sabido que Trump propone dinamitar de hecho todo el marco trabajosamente elaborado por la Organización Mundial de Comercio (OMC) desde hace décadas en términos de “libertad de comercio”. En este punto, Trump está tan lejos como se puede concebir del liberalismo clásico; lo suyo es una mezcla de mercantilismo elemental y proteccionismo brutal.

En efecto, su bandera e insignia en este terreno –que, en su visión, “derrama” a muchos otros, desde el empleo y el crecimiento económico hasta la seguridad nacional y la puja geopolítica con China– es la imposición de aranceles universales a todas las importaciones. Ya el arancel del 10% que venía proponiendo era un dolor de cabeza para todas las instituciones y defensores del “orden liberal basado en reglas”. Pues bien, hace poco Trump literalmente redobló la apuesta y ahora dice que se inclina por un arancel general del 20%… salvo a los productos chinos, que pagarían nada menos que un 60%. En el caso de China, además, se le revocaría unilateralmente su status comercial de nación más favorecida (otra medida absolutamente incompatible con los criterios de la OMC).

El cálculo elemental (en todos los sentidos) que hace Trump es que con importaciones de 3 billones de dólares, los aranceles permitirían un ingreso fiscal de entre 300.000 y 600.000 millones de dólares anuales, que, en su visión –por llamarla de algún modo–, compensarían los recortes impositivos. Pero ese cálculo tiene dos inmensos problemas. El primero es que no dan los números: acabamos de ver que el aumento de endeudamiento y de déficit fiscal que implicarían las rebajas impositivas más que duplican el hipotético ingreso por aranceles. El otro es menos flagrante pero en el fondo más serio: no parece haber la menor estimación del impacto inflacionario, comercial y productivo de semejante medida,[9] como tampoco la menor evaluación de las consecuencias de las posibles represalias. Y ya no de los países hostiles, sino incluso de los socios políticos y comerciales más estrechos. ¿Qué va a pasar con USMCA, el acuerdo de libre comercio con Canadá y México? ¿Realmente cree Trump que los países europeos, para no hablar de los asiáticos, se van a tomar la cosa con filosófica resignación, justo en un contexto global de crecientes tensiones, polarización e incluso cuestionamiento de la hegemonía estadounidense?

La escasez de definiciones de Kamala Harris también en este punto vuelve nebulosa la comparación, pero una cosa es segura: no es defensora a ultranza ni del libre comercio ni de los aranceles (de hecho, algunos se preguntan exactamente de qué es defensora a ultranza Harris).[10] Lo más seguro es que en este punto su política sea una continuidad de la de Biden. Es decir, a) subsidios internos a industrias y sectores estratégicos, b) una defensa nada dogmática y muy circunstanciada del libre comercio, con amplio margen para excepciones y pensada sobre todo en términos de tejer alianzas políticas, y c) una política comercial que combine no enojar a los aliados (a diferencia del enfoque trumpiano de elefante yanqui en un bazar de la OMC) con un fuerte endurecimiento frente a China, incluyendo aranceles, donde los criterios de “seguridad nacional” tendrán clarísima prelación por sobre cualquier principio de libertad de comercio.

Si cabe una síntesis, podríamos decir que mientras Harris propone proteccionismo y primacía de la geopolítica y los aranceles sobre el libre comercio, Trump defiende aranceles, proteccionismo y hegemonismo geopolítico, con desaparición sin dejar rastro del libre comercio. Lo que nos conduce a la cuestión de la política exterior propiamente dicha.

2.4 Política exterior: China, Medio Oriente, Ucrania

La relación de EEUU con el mundo encuentra un claro punto de encuentro bipartidario en a) la confrontación estratégica con China (con los otros miembros del “eje del mal” en segundo plano) y b) el enfoque de prepararse para futuros conflictos, lo que incluye la necesidad de reforzar el presupuesto de defensa en todos los rubros, desde la capacidad de producción de municiones hasta las armas nucleares. Los matices –que pueden terminar siendo importantes– se dan sobre todo en el manejo de los conflictos regionales actuales, en particular los de Medio Oriente y Ucrania.

El gasto en defensa fue una obsesión de Trump durante su presidencia, pero sobre todo en relación con el gasto de los aliados de la OTAN, no el de EEUU. Habiendo logrado bastante éxito en ese terreno –la mayoría de los socios importantes de la OTAN están ahora dentro de o acercándose a la línea del 2% del PBI que exigía Trump–, el foco pasa ahora al arsenal propio. Aquí los desafíos se multiplican. En primer lugar, está el avance de China en el terreno naval (su armada ya es más numerosa, aunque no más poderosa, que la de EEUU), tecnológico (incluyendo la producción de drones sofisticados y satélites) y nuclear (hay un serio intento chino de achicar la brecha que la separa de las dos superpotencias nucleares, EEUU y Rusia, con una meta de más de un millar de ojivas nucleares para 2035 frente a las 300-400 actuales). Los reclamos de soberanía en el Mar de China Meridional frente a países aliados de EEUU como Filipinas, así como la permanente vigilia china sobre Taiwán (incluyendo ejercicios militares cada vez más osados) ponen en el centro de las preocupaciones de EEUU definir un abordaje de las pretensiones de la segunda potencia mundial en el plano estrictamente militar, además de competir en el terreno económico y tecnológico general.

Aquí no hay mayores diferencias de enfoque entre Harris y Trump, y se trata probablemente del punto de la agenda con mayor consenso de todos. Los matices pasan, en todo caso, a) en la cuantificación del aumento del presupuesto de defensa; algunos asesores de Trump hablan de llegar al 5% del PBI (hoy está en algo más del 3%), cifra que para los demócratas es una expresión de deseos poco sostenible, y b) en el calibre de la ofensiva contra China, que para los demócratas –siguiendo lo hecho por Biden en su mandato– deberían dejar a salvo la posibilidad de mantener ciertos puentes abiertos a la colaboración en temas como cambio climático, control de futuras pandemias y otras áreas “de interés común” en términos de evitar el desmadre de conflictos (China y el PCCh son mucho más afectos al mantenimiento del statu quo en todas las regiones del mundo que a su disrupción).

La mirada trumpiana, que se desentiende del cambio climático y es en general mucho menos interesada en la intervención en los asuntos globales, sin duda permite mucho menos margen para esa incluso limitada acción en común. Por otra parte, en caso de agravamiento del enfrentamiento sino-americano, tanto Harris como Trump reaccionarán de manera mucho más pragmática que lo que pueda inferirse de especulaciones previas. No hay “hoja de ruta” concreta, sino definición estratégica general de defender la hegemonía estadounidense y socavar la influencia global china, así como prevenir una eventual recuperación militar de Taiwán por parte del régimen de Xi.

Es verdad que hay matices en cuanto a la relación económica con el gigante asiático. Salvo a Trump, a nadie se le ocurre que un arancel proteccionista brutal sea una buena idea. La orientación de Biden, y también de Harris, no es “desacoplar” ambas economías, sino “reducir los riesgos” (“derisking, not decoupling”) en áreas como cadenas de suministros, carrera tecnológica y materias primas y tecnología sensibles. En ese rubro cabe mencionar la carrera por reducir la dependencia respecto de China en las llamadas tierras raras (minerales lantánidos), así como forzar la venta de TikTok en sus operaciones en EEUU y evitar la “invasión” de paneles solares, acero y autos eléctricos chinos, productos en los que China es claramente superior, tanto por volumen de producción como por competitividad económica y tecnológica, a cualquiera de sus rivales.

Más allá del problema de cómo evitar la triangulación vía México, Europa o países del sudeste asiático, los demócratas tienen claro que la política de “patio pequeño, valla alta” (small yard, high fence, es decir, proteccionismo o restricciones profundas sólo en rubros limitados y seleccionados) es más sostenible que dinamitar todo el comercio bilateral con aranceles monstruosos. O que apuntar al desacople total con la economía china por el que abogan halcones como Robert O’ Brien, ex asesor de seguridad nacional de Trump, en un reciente artículo en la revista Foreign Affairs. En suma, en el vínculo económico con China, según The Economist, “Trump quiere levantar muros arancelarios; Harris es menos afecta a los muros, pero no piensa construir ningún puente” (“Policy Brief US”, cit.).

También hay matices y diferencias respecto de cómo manejar los conflictos en curso. Desde ya, Harris no va a abandonar la política de Biden –que en reiteradas ocasiones se autodefinió como “sionista”– respecto de Israel, pero no le resultará fácil –como tampoco hoy a Biden– hacer equilibrio entre la alianza estratégica con Israel sin endosar cada uno de los pasos que toma un Netanyahu crecientemente cebado y que, en fuga hacia adelante, extiende el conflicto palestino al Líbano, a Siria, a Yemen, a Irán y la lista podría seguir. Harris expresó de manera muy tibia su “preocupación” por el sufrimiento que el genocidio sionista inflige al pueblo palestino, pero es aún más vaga que Biden en cuanto al eventual camino hacia la conformación de un Estado palestino.

Según The Economist, Trump tiene hacia Irán una política más cauta de lo que muchos creen (ídem). Pero está claro que su mirada sobre Netanyahu y sus políticas es mucho más complaciente que la de Biden y seguramente Harris. Además, el enfoque más bien aislacionista de Trump hace que, precisamente en virtud de no involucrar más de lo debido a EEUU en conflictos exteriores, quede abierta la puerta a dar luz verde a Israel como proxy para acciones regionales que podrían agravar las tensiones.

Igualmente, tratándose de Trump, esa supuesta cautela o prescindencia pueden durar lo que un suspiro: el 1º de octubre, luego del lanzamiento de misiles iraníes contra Israel, Biden pidió a Netanyahu no devolver el golpe atacando instalaciones nucleares iraníes. ¿El comentario de Trump? Había que “atacar primero los centros nucleares y preocuparse por el resto después”. Y no hace falta aclarar que nada le importa menos al candidato republicano que el destino de los palestinos, máxime cuando el apoyo de Trump a Israel –incluidos los colonos de Cisjordania– sigue blindado en acero.

Más serias aún son las diferencias respecto de la guerra en Ucrania. También aquí, tanto Biden como sin duda Harris comparten la incómoda postura de sostener a Ucrania contra Rusia pero sin terminar de proveerle las armas (y el ingreso a la OTAN) que Zelensky reclama. A esta altura de la guerra, todos los involucrados sospechan que, de abrirse alguna instancia de negociación, será indefectiblemente con pérdida de territorio ucraniano a manos de Rusia.[11] Del lado republicano, Trump no ha dicho mucho más que sus habituales afirmaciones jactanciosas de que él “resolvería el conflicto en 24 horas”. Pero como la “solución” de Trump al conflicto palestino-israelí consistió en armar una propuesta ridícula que daba todo a Israel y nada a Palestina, y habida cuenta de la conocida admiración de Trump por Putin, las personas avisadas saben a qué atenerse.

3- ¿Y si no hay definición rápida?

Quedan en el tintero temas de entidad en la agenda electoral como el aborto legal –motivo de consulta popular simultánea con la votación en varios estados–, la estrategia hacia el cambio climático y la transición energética y el sonado asunto del Project 2025, cada uno de los cuales merecería un estudio separado.[12]

La cuestión del aborto es el tema en que Harris logra sacar más ventaja a Trump (por más que éste moderara bastante sus propuestas públicas, que reflejan poco los reclamos reaccionarios y misóginos de su base más dura). Lo candente del tema, cuando todavía está sobre la mesa la reacción a la derogación del aborto legal como derecho federal, luego de medio siglo de vigencia, explica que entre las mujeres en general –sin importar el estado, nivel económico u origen étnico–, Kamala Harris lleva una ventaja de 10 puntos sobre Trump; entre los hombres, Trump supera a la demócrata por cuatro puntos. El movimiento de mujeres sigue siendo una de las furzas más activas de la sociedad civil yanqui.

Como ya señalamos, el valor de las encuestas de intención de voto se volverá cada vez más relativo a medida que se acerque la fecha de la elección. O elecciones, más bien, ya que se votarán también legisladores federales y estaduales, algunos gobernadores y, en varios estados, iniciativas locales diversas. De todos modos, una cosa parece segura, y es que en esta elección se espera que haya niveles históricamente bajos de corte de boleta (split tickets), es decir, votar a un partido para presidente y a otro para gobernadorxs, senadorxs o diputadxs. Cosa que no es de extrañar en un clima político que ahonda las divisiones, instala la lógica de “el que no es mi amigo es mi enemigo” y acota los márgenes para consensos bipartidarios.

En este marco, resulta particularmente preocupante para todos los involucrados lo que pueda pasar el día después de la elección si, como indican las encuestas hasta hoy, el resultado es cerrado en los estados clave y, por lo tanto, en el conteo final de electores. Por lo pronto, el Comité Nacional Republicano ya tiene preparadas más de 100 demandas para interponer a fin de disputar un eventual resultado adverso. Pero quizá la cosa no se limite a la presentación de escritos firmados por abogados: en un sondeo reciente, el 20% de los adultos estadounidenses dijo estar abierto a la posibilidad de “recurrir a la violencia para fines políticos” (“How ugly will it get?”, TE 9414, 14-9-24). En un contexto en que el Partido Republicano orilla la mitad del electorado, y siendo que el 70% de los republicanos cree, con diversos grados de convicción, en el mito del “robo electoral” a Trump en 2020, eso tiene un solo significado: el de la posibilidad de reeditar, en versión actualizada y aumentada, episodios del tipo del asalto al Capitolio en enero de 2021 contra el “fraude”.

El mismo Trump se encarga, en toda oportunidad que puede, de atizar las llamas del supuesto fraude. Un típico posteo en redes sociales dice: “CUANDO YO GANE [obsérvese: “cuando”, no “si”. MY], esas personas que HICIERON TRAMPA serán castigadas con toda la fuerza de la ley”. En todos sus discursos insiste en que “la única forma que tienen de vencernos es haciendo fraude”. Más ominoso aún sonó Chris La Civita, consejero de la campaña de Trump, en la convención republicana de julio pasado: “Esto no termina en el día de la elección, esto termina el día de la asunción [Inauguration Day]”, es decir, el día en que el Capitolio sanciona formalmente el nuevo presidente y le entrega el mando, que es cuando tuvieron lugar la famosa invasión al Congreso de las hordas trumpistas en enero de 2021 (“A foregone confusion”, TE 9414, 14-9-24).

Para colmo, y como si no hubiera suficientes disfuncionalidades, cada estado tiene una fecha y un mecanismo institucional propio y distinto para certificar los resultados de la elección en ese estado. Imaginar un escenario en el que el resultado en algunos de los estados clave quede sin decidir durante semanas, dejando la definición del futuro presidente en el aire, no es una fantasía. De hecho, ya ocurrió en la elección de 2000 con la elección en el estado de Florida. Allí, el demócrata Al Gore terminó aceptando la derrota en ese estado, que definió el resultado de todo el país, con una ventaja para George W. Bush de apenas quinientos votos, el 0,009% de los votos, después de un recuento que duró semanas. El resultado debió ser ratificado por la Corte Suprema en una votación cerradísima (5 a 4), y si la cosa no pasó a mayores fue porque Gore actuó como un político burgués responsable y prefirió conceder esa derrota realmente dudosa (en el estado, porque a nivel nacional había ganado con claridad en el voto popular, como dijimos) antes que comprometer la paz política del país.

De más está decir que no existe la menor posibilidad de que Trump asuma un papel tan caballeresco y resignado. Máxime considerando que nada menos que tres de los actuales jueces de la Corte Suprema de EEUU fueron parte del equipo legal de George W. Bush en esa misma oportunidad… De modo que si la elección se llega a decidir en uno o dos estados y el recuento es muy parejo, se puede dar rienda suelta a la imaginación para cualquier escenario.

Es verdad que, con los antecedentes de 2020, los equipos electorales, legales y administrativos de muchos estados están más preparados para la eventualidad de una elección cerrada y un recuento controversial. Tampoco estará Trump en la Casa Blanca, como en 2020, lo que le dio la oportunidad de ejercer todo el peso de su investidura para presionar a funcionarios estaduales electorales. Asimismo, diversas medidas legales, desde multas hasta la cárcel, adoptadas contra los esbirros de Trump, podrían actuar como disuasivo. Pero, de nuevo, el “factor Trump” y su aparente imposibilidad de imaginar un mundo en el que él no sea el ganador sigue siendo el mismo, y el hecho de que ahora disponga de menos poder no implica que haya disminuido su nivel de histeria paranoica. Y paradójicamente, aun desde el llano, su control sobre el Partido Republicano es, si cabe, incluso mayor que en 2020.

Como sintetiza The Economist, “si hay buena fe entre ganadores y perdedores, incluso un sistema electoral tan laberíntico como el de EEUU podría terminar dando el resultado correcto. Sin embargo, si esa buena fe desaparece, ni siquiera el sistema electoral mejor diseñado puede manejar la situación” (“A foregone confusion”, cit.). La mayor preocupación del establishment político y económico estadounidense es precisamente que, si de Trump se trata, toda invocación a la “buena fe” a la hora de validar resultados electorales sólo puede generar una sonrisa irónica. No hubo tal antes, y no lo habrá ahora. Así está la salud del sistema político del país que es el abanderado global de la democracia y la libertad…

 


[1] Es interesante notar que, como corresponde a una vida política habitual crecientemente frívola, superficial y posmoderna (no sólo en EEUU, desde ya), la imagen lo es todo y la sustancia casi nada. La gota que rebalsó el vaso del declive de Biden fue aparecer como lento, borroso y dubitativo en el debate televisado con Trump. Sin embargo, varios analistas señalaron que si se hacía abstracción del impacto visual y se leían las transcripciones escritas de las intervenciones de ambos, las respuestas de Biden tenían orden y sentido (si bien formuladas con lentitud), mientras que Trump recaía en sus famosas divagaciones disparatadas y megalómanas, exhibiendo su alarmante aunque habitual desprecio por la hilación de ideas y el apego a los hechos. Pero la audiencia se compone de televidentes, no de lectores, de modo que influyó mucho más (negativamente) el tartamudeo inseguro de Biden que la anarquía sintáctica y la oquedad conceptual de un Trump que conoce muy bien el juego de dominar la escena televisiva.

[2] La cuestión del peso específico del entramado de instituciones de un país en su dinámica política y económica ha sido reactualizada recientemente por la acreditación del premio Nobel de Economía a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, que han dedicado buena parte de su obra a esa cuestión. Abordaremos la crítica al enfoque de Acemoglu y Robinson desde un punto de vista marxista en un texto aparte, de próxima aparición en izquierdaweb.

[3] El sistema de colegio electoral fue el vigente, por ejemplo, en Argentina hasta la elección de 1989. Pero el carácter indirecto de la elección resultaba en este caso mucho menos antidemocrático por la razón de que el reparto de electores por distrito se hacía de manera estrictamente proporcional por cantidad de votos, y no según el delirante método estadounidense de darle todo al ganador. Habiendo reparto proporcional de electores es imposible, por ejemplo, burlar la voluntad popular, algo que sí puede suceder, y sucedió más de una vez, en EEUU.

[4] Biden terminó con 306 electores contra 232 de Trump. Arizona, Georgia y Wisconsin sumaban 37 electores. Si iban todos para Trump en vez de Biden, ambos candidatos, por primera vez en la historia, habrían quedado empatados en 269 electores cada uno (de paso: ¡es absurdo que el total sea un número par!), con consecuencias inimaginables. De modo que ese escenario de pesadilla institucional dependió de apenas 44.000 votos, el 0,00028% del total, siendo que en todo el país Biden aventajó a su rival por 7,1 millones de votos. Así de delirante es el esquema. Al Gore o Hillary Clinton pudieron aceptar hidalgamente perder la presidencia pese a sacar más votos, porque entendían que así lo indicaban las “reglas institucionales”. Pero en la enrarecida atmósfera política actual, puede que el candidato (¡y los votantes!) perdedores tengan un umbral de tolerancia mucho más bajo…

[5] Casi una nota aparte merecería el conocido hecho de que en EEUU resulta casi imposible hacer campaña política y electoral sin tener decenas, cientos o miles de millones de dólares detrás. Como el financiamiento estatal a los partidos es prácticamente inexistente, es un sistema que por definición excluye cualquier forma de hacer política a nivel nacional sin el respaldo material de capitalistas poderosos. Otros mecanismos (que no podemos desarrollar aquí) desalientan la conformación de terceros partidos con chance real. Irónicamente, la última vez que un candidato no republicano ni demócrata obtuvo una cantidad sustancial de votos fue en 1992, con Ross Perot… un multimillonario excéntrico que se presentó con la agenda casi única de cobrar impuestos por igual (con tasa plana) a pobres y ricos. Es verdad que el dinero no lo puede todo: Hillary Clinton gastó el doble que Trump en la campaña 2016 y perdió (aunque ganó en el voto popular…). Pero en todo caso, es evidente que esta característica “plutocrática” del sistema político yanqui no tiene por ahora nada de disfuncional sino que, por el contrario, es muy funcional al capitalismo más poderoso del mundo.

[6] Entre los “tories”, Boris Johnson ganó su derecho a ser el candidato del partido (lo que enseguida lo condujo a ser primer ministro) con sus habituales manierismos demagógicos y su habitual falta de sustancia y del más elemental profesionalismo, que a la postre le costaron el cargo. Pero el partido no aprendió la lección. Primero puso a Liz Truss en reemplazo de Johnson; su delirante agenda de bajar impuestos a los ricos le valió el mote de “lechuga”, porque duró apenas 44 días en el cargo. Y ahora, tras la humillante derrota electoral, la elite partidaria acaba de decidir que los afiliados elijan entre dos candidaturas (Kemi Badenoch y Robert Jenrick) de perfil todavía mucho más marginal. Badenoch dijo que el problema del partido es que “no es suficientemente conservador”; Jenrick es un seminegacionista del cambio climático, quiere abandonar la Convención Europea de Derechos Humanos, busca cerrar la canilla de inmigración a unas pocas decenas de miles y propone reanudar el canallesco plan de deportaciones a Ruanda.

[7] Otro mamarracho disfuncional típicamente yanqui: si el Congreso no llega a tiempo para votar el financiamiento de los entes y organismos del Estado… ¡el Estado cierra sus puertas! (shutdown). No en todas las reparticiones, claro está; las más básicas, como policía y hospitales, siguen funcionando. Pero infinidad de otras –judiciales, administrativas, parques nacionales y un largo etcétera– sencillamente cierran; no se atiende al público y el personal no cobra su sueldo. Sólo una vez que el Congreso vota el financiamiento o alguna extensión de emergencia la vida vuelve a la normalidad. De más está decir que esta circunstancia extrema permite que el voto del financiamiento esté sujeto a los chantajes políticos más aberrantes (tanto del oficialismo como de la oposición). Y esto no es una situación hipotética: desde 1980 hubo nueve casos de shutdown, los dos últimos bajo Trump.

[8] Los atildados think tanks de derecha estudian con todo detalle el “impacto negativo en el crecimiento económico” de que Harris no le baje más impuestos a las empresas. Sin embargo, no parecen mostrar un celo análogo en intentar medir la catástrofe en términos de empleo y actividad económica (ni hablemos del impacto social y político) que significaría reducir de un plumazo la población de EEUU de 334 millones de habitantes a 324 millones. O incluso a 310 millones, en caso de que el delirio racista y xenófobo de Trump y Vance se lleve hasta el final.

[9] Una estimación de otro think tank (citado por Kamala Harris, es verdad) cifra en 4.000 dólares anuales la pérdida de ingresos del hogar estadounidense promedio como resultado de los mayores precios que deberá pagar por los productos importados arancelados. Pero todavía queda por calcular algo mucho más serio, como el impacto inflacionario y/o recesivo de una reducción de oferta de bienes importados, por un lado, y una reducción de mercados exteriores que adopten represalias, por el otro.

[10] Es un tropo común en la prensa angloparlante la queja por la ausencia de detalles y hasta de un programa de gobierno general y definido no sólo en los dichos sino incluso en los sitios oficiales del Partido Demócrata y de la candidata Harris. Esta (estudiada) vaguedad llega a tales extremos que incluso medios que simpatizan con Harris han señalado con fastidio que hasta la página oficial de la campaña de Trump ofrece lineamientos más claros de lo que sería su futuro gobierno. De hecho, uno de los puntos flojos que se habían señalado de Harris durante la (brevísima) disputa interna en el oficialismo antes de la unción de Biden como candidato era su inconsistencia y falta de definición sobre varios puntos clave, así como un pragmatismo sin principios que resulta excesivo incluso para el nada exigente paladar del Partido Demócrata.

[11] Un estudio de opinión reciente da cuenta de que más de la mitad de la población ucraniana aceptaría resignar Crimea y el Donbás si eso significaba retener Jersón y Zaporizhia. Casi un 40% aceptaría trazar las fronteras en la línea de frente actual –en que Rusia mantiene ocupada más de la mitad de esos dos oblasts (provincias), además de Crimea y el Donbás– a cambio de la admisión a la Unión Europea y recibir ayuda financiera para la reconstrucción, y casi el 50% aceptaría el acuerdo anterior si además incluye el ingreso a la OTAN. Las promesas de Zelensky de que no aceptará ninguna negociación que implique ceder territorio a Rusia no se las cree nadie, empezando por él mismo. Sólo un vuelco decisivo en los resultados militares –que hoy se ve muy vidrioso– puede torcer ese rumbo.

[12] Particularmente alarmante para la “salud institucional” del capitalismo estadounidense es el Project 2025, un documento de 900 páginas generado por la Heritage Foundation, una de las usinas de ideas republicanas más conocidas e importantes. En muchos temas es un compendio de los tropos más medievales de la derecha republicana: que el Departamento de Salud tenga “una definición de matrimonio y familia basada en la Biblia”; prohibir la pornografía y las empresas de comunicaciones e internet que den acceso a ella; eliminar del vocabulario oficial los términos “orientación sexual”, “igualdad de género”, “aborto” y “derechos reproductivos”; control parental sobre las escuelas con eliminación de programas de diversidad e inclusión en las escuelas; la “abolición del Departamento de Educación” (equivalente del Ministerio de Educación), cosa que fue incluida en la plataforma republicana, junto con el “fin del adoctrinamiento escolar”; “detener la guerra contra el gas y el petróleo”, es decir, defender a las multinacionales del sector; reemplazar el Departamento de Seguridad Interior con una fuerza policial de frontera mucho más grande y poderosa que la actual, y retirar del mercado la píldora del día después, entre otras maravillas. Pero lo que hizo sonar todas las alarmas incluso entre conservadores tradicionales es la propuesta –basada en la teoría del “unitarismo del Ejecutivo”– de que toda la planta de la burocracia federal, incluyendo el Departamento (Ministerio) de Justicia, quede bajo control directo presidencial, eliminando la estabilidad del empleo para los empleados y funcionarios, que podrían ser reemplazados con designaciones políticas. Este plan –del que Trump debió salir a tomar distancia, con evidente falta de convicción– fue ampliamente considerado por analistas de diverso origen ideológico como un esbozo de esquema para transformar la democracia de EEUU en una autocracia o directamente una dictadura.

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