Economía y política en la transición al socialismo

La importancia de los aportes de Khristian Rakovsky para el relanzamiento de la perspectiva socialista en el siglo XXI.

Ponencia presentada en el 3er Encuentro León Trotsky, realizado en Buenos Aires entre el 23 y el 26 de octubre de 2024 y la XXI Conferencia Anual de Historical Materialism, llevada a cabo en Londres entre el 7 y el 10 de noviembre de 2024.

Existen muchos ángulos para abordar la Oposición de Izquierda Rusa. La reivindicación de su militancia heroica: cientos de militantes abnegadísimos que dieron la vida por la revolución en las condiciones más difíciles, que mantuvieron vivo el marxismo revolucionario y permiten que hoy nosotros retomemos una tradición. También existe el ángulo de la historia de la lucha fraccional, los debates, algunos tácticos, otros políticos y estratégicos, que se tradujeron en rupturas y escisiones, muchas veces amargas. Ese es el ángulo que menos me interesa. Este trabajo aporta otro ángulo: el de los aportes teóricos y metodológicos que hizo la Oposición de Izquierda al marxismo. La Oposición de Izquierda no solamente tuvo la valentía histórica de haber enfrentado al estalinismo, sino que también hizo un importante aporte al marxismo, sintetizando una experiencia histórica inédita: la burocratización de la revolución proletaria. Este aporte es un primer mojón que nos permite hoy, casi 100 años después y luego del hundimiento del estalinismo a finales del siglo XX, hablar de la necesidad de actualizar el marxismo revolucionario a partir de las conclusiones de esta experiencia.

Hay autores que critican a Trotsky por no haberse opuesto antes a la burocratización, no haber enfrentado con mayor firmeza desde un inicio a Stalin. Esa crítica es injusta, Trotsky se tuvo que medir en tiempo real con un fenómeno inédito, para el que ningún marxista estaba preparado, y contra la fuerza de uno de los aparatos más poderosos de la historia de la humanidad logró mantener su independencia hasta el final. Lo importante no es reclamarle a Trotsky por su intervención en 1923/1926, o por sus definiciones de 1929, 1930 o 1938. Lo importante es si podemos retomar la experiencia de la derrota de la revolución rusa a manos de la pérfida burocracia stalinista para sacar conclusiones para la revolución socialista del siglo XXI.

Revolución burguesa y revolución proletaria

Cada generación de marxistas se paró sobre la experiencia anterior para generalizar y aportar a la teoría de la revolución social. El paradigma del marxismo clásico de revolución triunfante siempre fue el de la revolución francesa de 1789, e incluso el de la revolución inglesa del siglo XVII. Los vaivenes de las mismas se transformaron en metáforas de la revolución obrera. No es casualidad que Trotsky se refiriera a la contrarrevolución estalinista como el termidor soviético, haciendo un paralelismo con el coup que terminó con la ejecución de Robespierre y que destituyó a los jacobinos del poder. Pero la revolución burguesa y la revolución obrera no son equivalentes, tienen diferencias fundamentales. Y si nuestros clásicos estuvieron obligados a pensar, imaginar e intuir en los movimientos del capitalismo y la revolución burguesa las claves de la revolución proletaria, nosotros tenemos una ventaja: la experiencia enorme y rica de la revolución rusa y su derrota a manos de la contrarrevolución estalinista.

La revolución burguesa tuvo una tarea muy particular, la de liberar las fuerzas productivas de la humanidad de las garras de las relaciones de dependencia personal que las aprisionaban y contenían. La metáfora de la liberación de las fuerzas productivas de Marx seguía esa lógica. Hasta la imposición del capitalismo, la humanidad había organizado su vida, que siempre es social y no individual, con relaciones directas de interdependencia, que en los últimos miles de años de historia habían sido jerárquicas: el esclavismo, el feudalismo, el modo de producción asiático. En la Edad Media europea, sintetiza Marx, todas las personas se relacionan entre sí de manera directa por lazos de dependencia personal: siervos y terratenientes, vasallos y señores (Marx, 2002, p. 94). La producción social se lleva adelante de acuerdo con esas relaciones sociales establecidas entre las personas. Los productos del trabajo, que se realizaba de manera individual o familiar, ingresaban en el metabolismo social como servicios o prestaciones en especie. “Las relaciones sociales existentes entre las personas en sus trabajos se ponen de manifiesto como sus propias relaciones personales […]” (Marx, 2002, p. 95). Es decir, el trabajo social se organizaba de acuerdo con relaciones sociales establecidas, que son relaciones diáfanas, directas entre personas. Uno ocupa un determinado lugar en la sociedad, en la producción y el consumo social de acuerdo con lo que es, a la clase o casta a la que pertenece. Con el desarrollo de las fuerzas productivas, estas formas directas, despóticas, de cooperación social, comenzaron a aparecer como trabas al desarrollo de la humanidad. Había que hacer saltar estas trabas, y con la revolución saltaron. La revolución burguesa en Francia liberó a los campesinos en toda Europa continental, liquidó la propiedad de la nobleza y la iglesia, barrió con los privilegios de los gremios artesanos e instaló en casi toda Europa el código civil napoleónico que reguló la propiedad privada capitalista y las relaciones humanas particulares que se dan en el capitalismo: relaciones entre poseedores de mercancías. La liberación de las fuerzas productivas de sus cadenas feudales permitió a pasar a un nuevo estadío social, en que la producción ya no es organizada de manera directa, sino a través de productos humanos muy particulares, las mercancías.

Las mercancías son productos de trabajos humanos, privados e independientes, que se enfrentan (se cambian) entre sí en el mercado (Marx, 2002, p. 52). No hay una organización directa del trabajo: “Si los objetos para el uso se convierten en mercancías ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros” (Marx, 2002, p. 89). En contraposición a la organización del trabajo social en base a las relaciones sociales portadas por cada persona -a que clase o casta pertenece, siervo, señor, por ejemplo-, en el capitalismo el trabajo se ejerce de manera privada e independiente, nadie lo organiza de forma consciente. Sin embargo, ningún productor[1] en el capitalismo es “autosuficiente”, necesita ser parte del metabolismo social para poder reproducirse. Los productos de trabajos individuales recién pueden ser parte del trabajo social en su conjunto, ser parte del metabolismo social, por medio del intercambio, transformándose en mercancías. La ley del valor es la que regula el trabajo social en un modo de producción que no lo organiza de manera directa[2].

Esta forma de organizar la vida social permite la existencia de una importante sociedad civil, distinta y separada del Estado, la división entre economía y política, de lo público y lo privado. Es una novedad de la modernidad, del capitalismo[3] (Sáenz, 2024, p. 56). La organización social deja de ser consciente, directa, para ser inconsciente, indirecta a través de los productos del trabajo. El Estado capitalista crea un marco para el desarrollo de la sociedad burguesa, pero, en general, no ocupa un rol directamente organizador de la producción social. Esto no quita que el Estado burgués, como existencia separada de la sociedad civil, no tienda a divorciarse cada vez más de la sociedad y “parasitarla”, como denunciaba Marx del Estado francés del siglo XIX (“este espantoso organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros” Marx, 2003, p. 104). Además, a principios del siglo XX, en el marco de las guerras mundiales, por ejemplo, el Estado ocupó un rol organizador del proceso social mucho mayor[4].

En el capitalismo, como decíamos, la economía está regulada de manera indirecta mediante la anarquía del mercado, el imperio de la ley del valor, con la mercancía, el dinero y el capital como la encarnación de las relaciones sociales entre las personas. Es el capital, y los dueños del capital, los que dominan las relaciones sociales en el capitalismo, no el Estado burgués y su burocracia que, cumple un rol fundamental pero secundario, auxiliar en la producción (no así en el terreno político, donde el Estado está en el centro). Y este Estado funciona con distintos regímenes políticos y sectores sociales en el poder: en la revolución francesa estuvo al frente la burguesía girondina, luego la pequeña burguesía jacobina y, por último, la dictadura de Bonaparte. Bajo cualquiera de estas formas de Estado o cualquiera de estos regímenes políticos, la clase que domina la sociedad capitalista es la burguesía, porque tiene en sus manos las relaciones sociales de producción, es la clase que monopoliza el capital, y por lo tanto le imprime su sello al Estado, aunque no ocupe los gabinetes. Ya veremos como esto no es tan sencillo para la clase obrera.

Revolución y libertad

En otro plano más filosófico, Marx y Engels ven una humanidad que, a partir del trabajo, es decir, de la transformación y apropiación creciente de la naturaleza, comenzó a separarse de los animales y tener un mayor control consciente de su propia reproducción como especie. Con el desarrollo del capitalismo y la revolución continua de las fuerzas productivas, el ser humano logró un inmenso control sobre la naturaleza: el entendimiento de las leyes naturales que gobiernan el planeta, por sobre la religión y el misticismo, las enfermedades, la producción científica de alimentos etc. La enorme contradicción de este proceso es que, por un lado, el ser humano tiene mayor control aparente sobre la naturaleza, pero por otro, en la era del capitaloceno (Moore, 2015), esas fuerzas productivas se transforman en destructivas: se rompió el metabolismo sano con la naturaleza[5]. Y al mismo tiempo, perdimos cualquier tipo de control sobre nuestras propias relaciones sociales, que quedaron sometidas a la ley del valor, al imperio del capital y la lógica de la ganancia. Vivimos en una época histórica de enorme desarrollo de la productividad, grandes avances tecnológicos y un profundo conocimiento del mundo que nos rodea (incluso un modesto conocimiento del universo que nos rodea) y sin embargo nunca la humanidad se encontró tan alienada de lo más humano, las relaciones sociales entre personas, que se aparecen en el capitalismo como relaciones entre cosas[6].

La idea de terminar con la alienación está íntimamente relacionada en Marx con la idea de libertad. Ser libre es poder desarrollar de manera consciente y voluntaria nuestra propia potencialidad en sociedad.

Es una deformación teórica estalinista sostener que el marxismo defiende la igualdad por sobre la libertad o a expensas de la libertad. La realidad es que Marx ponderaba fuertemente ambas aspiraciones, que se encuentran entre las consignas emancipatorias más importantes de la revolución francesa y las revoluciones burguesas de la primera mitad del siglo XIX. Hubo grandes conquistas de esas revoluciones, la abolición de la servidumbre y el esclavismo (en una parte del mundo por lo menos), la libertad de opinión, de organización, la libertad de prensa, etc. Pero la sociedad burguesa conspiró sistemáticamente para quitarle el contenido emancipatorio a las pretensiones de la revolución. Marx, de hecho, criticó con vehemencia el vaciamiento de estas categorías en la sociedad burguesa, por ejemplo en el final del IV capítulo de El capital (Marx, 2002, p. 214), en el que denuncia cómo la libertad bajo el capitalismo se convierte en la libertad del obrero de vender su fuerza de trabajo al capitalista a través de relaciones “voluntarias”, mientras que la igualdad no es más que la potestad de cada cuál de vender su propia mercancía “por su valor” en condiciones igualitarias, el trabajador su fuerza de trabajo, el burgués su dinero, perpetuando la relación de explotación capitalista. El capitalismo vacía de contenido las consignas emancipatorias de la revolución francesa, porque sigue siendo una sociedad basada en la explotación. Esto no significa que no existan conquistas de la revolución burguesa que defender. En las formaciones económico sociales concretas siempre hay más elementos que en la pureza de análisis de un modo de producción abstracto. Pero sí hay un adelgazamiento de su contenido: hay libertad de expresión, pero en la sociedad capitalista pueden expresarse realmente los ricos, los dueños de los medios de producción, los trabajadores no pueden apropiarse plenamente de esas libertades.

La revolución proletaria no niega las conquistas de la revolución burguesa, busca hacerlas valer terminando con la opresión y la explotación. No es la igualdad a expensas de la libertad, ni una supuesta libertad, pero sin igualdad, bajo el reino de la explotación:

“…somos conscientes de que, históricamente, el concepto de libertad unido al de igualdad, que es su base material –concebir la libertad en función de la igualdad pero también la recíproca, la igualdad en función de la libertad–, son tareas fundamentales de la transición socialista; una igualdad y una libertad en el seno de la clase trabajadora en tanto que clase dominante, camino a la desaparición de todas las clases y del Estado mismo” (Sáenz, 2024a, p. 160).

La larga lucha por pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad es la pelea no por la libertad abstracta, burguesa, de “hacer cualquier cosa sin que importe el de al lado ni la naturaleza”, la libertad del rico sin escrúpulos, sino una libertad que solo se puede ejercer de manera social: que la sociedad humana tome en sus manos de manera consciente y voluntaria (es decir, democrática) sus propias relaciones sociales y con la naturaleza, y en esa relación el individuo pueda expresar plenamente todas sus potencialidades.

La revolución proletaria busca que la sociedad vuelva a tener el control de sus relaciones sociales, volver a organizar el metabolismo social a través de relaciones conscientes, no a través de la anarquía del mercado. Pero no cómo un romántico retorno al pasado, sino sobre una base productiva superior, donde las relaciones no sean de dominación sino de colaboración: la asociación hombres y mujeres libres.

Los nuevos problemas y la Oposición de Izquierda

Con la revolución obrera la clase trabajadora toma el poder y expropia a la burguesía, estatiza los medios de producción. Una de las tareas históricas de la clase obrera es la planificación consciente de la economía, desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad, recuperando un metabolismo sano con la naturaleza, con el objetivo de socializar los medios de producción y ponerlos en manos realmente de toda la sociedad, hecho histórico que es cualitativamente distinto de la estatización.

La propiedad de los medios de producción en manos del Estado obrero coloca a este en una posición de control del proceso social mayor al de cualquier grupo humano en cualquier período histórico. La revolución burguesa y la modernidad separaron la economía del Estado, pero la revolución obrera vuelve a unir esas esferas de la vida social. Desde ese punto de vista, es cualitativamente distrito el Estado burgués del Estado que surge de la revolución socialista. Por ello es tan importante qué clase social controla realmente el Estado: la clase trabajadora debe estar realmente en el poder para que el Estado sea obrero, y por eso una burocracia puede constituirse en clase política e imprimirle su sello al Estado, si logra desplazar a la clase trabajadora del poder. Volveremos luego sobre este punto fundamental.

Este control del proceso social no anula los condicionamientos materiales, naturales, sociales y técnicos que opone la realidad. La clase obrera no puede multiplicar los panes y los peces por el solo hecho de haber hecho una revolución. Pero sí plantea un gran terreno para que la acción humana imprima una transformación profunda, para un lado o para el otro:

“La mecánica misma de la revolución socialista no plantea el mero “aceleramiento” de procesos que “de todos modos van hacia el socialismo”, sino que la acción humana decide el sentido de unas evoluciones que configuran no sólo el terreno de la “necesidad” sino un campo de posibilidades que no significan un libre arbitrio, pero sí la eventualidad de caminos alternativos, el socialismo o la barbarie…” (Sáenz, 2024a, pp. 84-85).

La planificación convive con la ley del valor en la transición (y debe convivir también con la democracia obrera, que es la que garantiza que sea la clase trabajadora la que está realmente en el poder), pero tiende a reemplazar a la anarquía del mercado como regulador de las relaciones sociales, dependiendo de cómo se combinen en cada caso concreto los diferentes factores. En la revolución rusa, por ejemplo, Lenin señalaba que debajo del Estado obrero convivían hasta cinco formaciones económico-sociales diferentes,

“que presionaban de manera contradictoria sobre el Estado proletario: a) la economía estatizada; b) las formas “capitalistas de estado”; c) la pequeña propiedad agraria y comercial urbana, mercado rehabilitado por la NEP ejerciendo presión sobre la economía estatizada; d) la explotación comunal colectiva de la tierra; y e) las formas de economía natural aislada supervivientes” (Sáenz, 2024a, pp. 170-171).

Este punto es importante porque el Estado obrero (o el Estado burocrático, cómo veremos) es justamente un Estado “transitorio”: debajo de él no hay un único modo de producción definido, como bajo el Estado burgués se encuentra el modo de producción capitalista, sino una compleja formación económico social en la que conviven elementos contradictorios:

“Los Estados burocráticos, o en un sentido similar las sociedades de transición al socialismo, son formaciones sociales determinadas y no de modos de producción consolidados, concepto este último que remite a una sociedad ya establecida, orgánica. Nada por el estilo pueden ser las sociedades de transición entre el capitalismo y el socialismo, ni siquiera los Estados obreros auténticos: son siempre formaciones sociales determinadas que conjugan herencias del pasado y tendencias hacia el porvenir” (Sáenz, 2024a, p. 251).

Es en este terreno espinoso en el que la clase obrera debe comenzar la tarea histórica de planificar, organizar la economía (y una parte creciente de la vida social). Pero no puede ser directamente ella misma la que planifique. Necesita, al principio, destacar un sector de sí misma que se diferencia primero de manera funcional, pero que luego puede ser social: una burocracia administrativa.

“Cuando una clase toma el poder, un sector de ella se convierte en el agente de este poder. Así surge la burocracia. En un Estado socialista, a cuyos miembros del partido dirigente les está prohibida la acumulación capitalista, esta diferenciación comienza por ser funcional y a poco andar se hace social” (Rakovsky, 1928).

El problema concreto, no teórico, de la revolución obrera, es que esta es una burocracia muy particular, una que, si la clase obrera no la mantiene a raya, puede pasar de una mera diferenciación funcional, es decir, técnica, de tareas, a una diferenciación social, donde la burocracia comienza a obtener privilegios sociales que surgen de la explotación del trabajo. Una diferenciación funcional o técnica significa que se hacen trabajos distintos. Esto es perfectamente normal en los comienzos de la revolución: hay un sector que se especializa en dirigir y organizar los asuntos públicos, que aprende a planificar, que estudia para hacerlo cada vez mejor. Otros trabajadores se dedicarán a otra cosa y se especializarán en sus propios campos. El problema es cuando esa diferenciación de funciones (de qué trabaja cada uno) se convierte en una diferenciación social, y el burócrata comienza a tomar decisiones de acuerdo a sus propios intereses y a obtener un beneficio social producto del trabajo ajeno, a vivir como un rey mientras el resto de la clase obrera sufre dificultades.

La revolución obrera viene a terminar con la explotación, viene a acabar con el Estado, no solo con el Estado burgués, sino con el Estado como institución opresora, separada de la sociedad. Pero una gran contradicción es que esta misma revolución pone en manos del Estado obrero los medios de producción estatizados, coloca en sus manos un enorme poder social al expropiar a la burguesía y estatizar los medios de producción.

En una verdadera transición al socialismo, esa transformación social, esa revolución de las relaciones sociales de producción y desarrollo de las fuerzas productivas, debe llevar a la sociedad a hacerse cada vez más cargo de los asuntos, disminuyendo el papel organizador y coercitivo del Estado. La contradicción se resuelve cuando la sociedad comienza a tomar en sus manos cada vez más tareas. La clase obrera tiene que conquistar un mayor nivel cultural, la posibilidad de tener tiempo libre, el gusto por el interés por los temas políticos, generales (Sáenz, 2024, p. 221). Es una tarea política[7] histórica de la transición: que la clase obrera necesite cada vez menos de una burocracia para administrar las fuerzas productivas, porque toma cada vez más esas tareas en sus manos. Por eso Lenin hablaba, en la transición, de un Semiestado proletario, un Estado que tiende a extinguirse, que tiende a ser absorbido por la sociedad. Las tareas de administración del Estado, así como el propio Estado o Semiestado proletario, deben tender a absorberse en la sociedad: la planificación, la organización de la vida social, no puede ser tarea de expertos, de burócratas. Hasta la última cocinera debe poder administrar el Estado, decía Lenin en El Estado y la revolución. Para ello, la clase obrera, con sus partidos, su vanguardia y sus organismos, debe estar realmente en el poder, el Estado debe ser realmente su Estado.

En Rusia, producto de una suma de circunstancias (atraso económico y cultural, derrota de la revolución mundial, contrarrevolución burocrática) el Estado no tendió a absorberse, sino al contrario, a quitar cada vez más espacio a la sociedad. En su artículo Clase, partido y dirección (citado en Sáenz, 2024a, p. 250) Trotsky sostuvo que si Luis XIV de Francia afirmaba “el Estado soy yo”, Stalin podía decir en cambio “la sociedad soy yo”: una burocracia que no solo se apropia del Estado sino también de la economía, y que pretende dominar el conjunto de las relaciones sociales. Con la burocratización de la revolución se produce el fenómeno inverso al que teorizó Lenin: en lugar de reabsorberse el Estado en la sociedad, el primero devora la segunda, “la dictadura proletaria se absorbió -se vació- en el Estado burocrático” (Sáenz, 2024a, p. 95).

Este proceso no tuvo nada de inevitable, sino que fue una verdadera lucha de clases, en las que logró imponerse la burocracia a través de una sangrienta contrarrevolución social. Esta contrarrevolución social tiene tres grandes momentos: 1) la liquidación de la democracia en el partido y en los soviets, con la eliminación de las fracciones, persecución, exilio y asesinato de opositores, etc.; 2) la industrialización acelerada, proceso en el cual el estalinismo enfrenta a la clase obrera, liquida cualquier carácter independiente de los sindicatos, destruye los salarios, militariza el trabajo, revienta cualquier atisbo de democracia en el seno de las fábricas y 3) la colectivización forzosa, donde con métodos brutales el estalinismo expropia a la inmensa mayoría del pueblo ruso, 20 millones de familias campesinas, llevando a un desastre político, social y también económico.

Este cataclismo significó una verdadera contrarrevolución social. Autores como Isaac Deutscher, con una lente absolutamente objetivista y economicista, en cambio, interpretan que se trató de un “giro a la izquierda” por parte de Stalin, que encabezó una “segunda revolución”, incluso más grande que la de octubre de 1917:

“Yo usé por primera vez el término “segunda revolución” en Stalin. Biografía política, pp. 298 y sigs., y he sido criticado por haberlo usado. La colectivización y la industrialización, dicen los críticos, no constituyen una revolución. Pero si un cambio en las relaciones de propiedad como resultado de la expropiación, de un solo golpe, de más de veinte millones de pequeños terratenientes no es una revolución económica y social, ¿entonces qué lo es?[8]” (Deutscher, 1968, p. 417).

Si esto no es una indicación de la importancia de hacer un balance del estalinismo, “¿entonces qué lo es?”: hay pocas cosas más fundamentales que poder distinguir la revolución de la contrarrevolución.

El giro de la burocracia no solo confundió a Deutscher ex post, sino que abrió una crisis en el seno de la Oposición de Izquierda en tiempo real. Es que “un sector la Oposición cometió en cierta medida el error de escindir la batalla económica industrializadora de la batalla democrática, como si la pelea económica, por sí misma, pudiera resolver automáticamente los problemas políticos de la burocratización de la revolución” (Sáenz, 2024a, p. 184). Este error estratégico llevó a algunos cuadros de la oposición, Preobrazhensky, Radek y Smilga, a capitular al estalinismo:

“Consideramos que la política de industrialización del país, traducida de las cifras concretas del Plan quinquenal, es el programa de la edificación socialista y de la consolidación de la posición de clase del proletariado”

“Sostenemos la lucha contra el burocratismo de los aparatos del Estado y del partido.

Esperamos que el desarrollo enérgico de esta lucha sobre la base de la movilización y de la iniciativa de las masas trabajadoras permitirá cumplir con la tarea que nos asignó con insistencia Lenin en los últimos días de su vida”

“…consideramos que el principal peligro del movimiento comunista es el peligro de la derecha (contra la cual) se deben concentrar los principales esfuerzos de los comunistas de todos los países” (Preobrazhensky, E., Radek, K y Smilga, I., 1929).

La declaración de estos cuadros, especialmente de Preobrazhensky, quien junto con Trotsky y Rakovsky era de los principales dirigentes de la Oposición de Izquierda, fue una bomba, y eso fue exactamente lo que buscaba la burocracia estalinista: sembrar de dudas y confusión al sector más principista del partido bolchevique, para quebrar su voluntad y forzarlo a capitular.

La sangría fue brutal, miles de militantes de la Oposición capitularon, hasta que Khristian Georgiévitch Rakovsky, que era el principal dirigente que permanecía en la URSS, salió a responder con contundencia. Es que el argumento de Preobrazhensky y compañía era profundamente objetivista y economicista, pero evidentemente convincente: si desarrollamos la base económica del Estado obrero, la industria, entonces indefectiblemente deberá incrementarse la fortaleza política de la clase obrera, la dictadura del proletariado. Esto sin importar con qué métodos se lleva adelante el Plan quinquenal y la colectivización. Los capituladores esconden los elementos de contrarrevolución social (la subsunción de los sindicatos en el Estado, militarización del trabajo en las fábricas, castigos ejemplares, fusilamientos y masacres en el campo por parte del ejército rojo, etc.) como si fueran la “movilización e iniciativa de las masas trabajadoras”. Confunden la iniciativa popular… con el ahogamiento de cualquier tipo de iniciativa popular[9]. Y, por último, la tramposa afirmación de que el principal peligro de la revolución es la “derecha”, es decir, el peligro de la restauración del capitalismo por la vía del enriquecimiento de los Kulaks (campesinos ricos), mientras el peligro más concreto y real para la revolución resultó ser la propia contrarrevolución burocrática.

Estas afirmaciones se dan de patadas con el marxismo, pero fueron los dirigentes de la Oposición de Izquierda que se mantuvieron firmes, en primer lugar, Rakovsky y también Trotsky (que ya se encontraba exiliado y lejos de los acontecimientos), los que sintetizaron la profundidad de la bancarrota teórica y política de los capituladores. Al hacerlo, contribuyeron a apuntalar los mojones para actualizar el marxismo y la teoría de la revolución al calor de la experiencia histórica. Esa es la tesis de este artículo, que las respuestas de Rakovsky a Preobrazhensky y compañía no son solo parte de una rica una polémica fraccional: hay un verdadero aporte al marxismo revolucionario y a la teoría de la revolución que merece ser recuperado en el siglo XXI.

La primera respuesta esbozada por la oposición afirma que la industrialización y la colectivización, llevadas adelante con los métodos de la burocracia, alejan a la clase obrera del partido y del poder, y ponen en peligro la edificación del socialismo. Lejos de lo que afirmaron Preobrazhensky y compañía, el “giro” fortalecía la burocracia y ponía en riesgo el poder de la clase trabajadora.

“Al mismo tiempo, consideramos que los procedimientos burocráticos de racionalización de la producción, que no tienen en cuenta ni las capacidades físicas ni las capacidades y calificaciones de los obreros, ni el estado de las herramientas y maquinarias en las fábricas y usinas, procedimientos aplicados por los directores de las fábricas ultra burocráticos y que reanudan, para aumentar la disciplina del trabajo, los métodos antiguos rechazados por la revolución de octubre, tienden a separar a la clase obrera del partido y del poder soviético y amenazan con conducir al fracaso la edificación socialista misma” (Rakovsky et al, 1929a, p. 81).

Deutscher (1969, pp. 83-85) intenta mostrar esa primera respuesta como conciliadora. Es verdad que el marco de la carta es mostrar los puntos de acuerdo con la línea oficial del partido, pero ya en la misma empiezan a verse los primeros intentos de entender realmente lo que está sucediendo en la URSS y los problemas que el giro “a izquierda” (industrialización y colectivización forzosa) podían traer: alejar a la clase obrera del partido y del poder y, por lo tanto, comprometer la transición al socialismo en sí.

En unas tesis escritas luego de la declaración anterior pero distribuidas entre la oposición dos semanas antes de su publicación, Rakovsky defendía la unidad del programa de la Oposición: los capituladores están “satisfechos con la ‘industrialización’ y la colectivización agraria, sin pensar un minuto en el hecho de que, sin la realización de la parte política de la Plataforma [la democracia en el partido y en los soviets] la construcción socialista entera podría saltar por los aires” (Rakovsky et al, 1929b, p. 69). Esta formulación es muy importante porque hace hincapié en que, sin garantizar la democracia obrera, es imposible hablar de transición al socialismo por más medidas económicas supuestamente socialistas que se tomen.

Metodológicamente, están respondiendo con firmeza al argumento de Preobrazhensky: en la transición al socialismo, el economicismo no sirve, la política es fundamental. Rakovsky en las tesis directamente enfrenta el argumento economicista de que una línea económica correcta necesariamente debe traducirse en una corrección de la línea política y democrática:

“Existe, incluso entre los revolucionarios, la idea según la cual una ‘línea correcta’ en el dominio económico deberá por sí misma’ generar un régimen correcto en el partido. Esta idea, que pretende ser dialéctica, es unilateral y antidialéctica, porque ignora el hecho de que, en los procesos históricos, causa y consecuencia no dejan de cambiar de lugar. Una mala política agravará un mal régimen partidario, pero, a su vez, un mal régimen hará que la línea se desvíe cada vez más.

Bajo Lenin la línea política era justa. Pero Lenin destacó precisamente que el aparato, a través de sus métodos antiproletarios, transformó esa línea correcta en su contrario” (Rakovsky et al, 1929b, p. 79).

Estas mismas ideas las desarrollará Rakovsky siete meses después en su Declaración en vistas al XVI Congreso del Partido Comunista de la URSS, donde finalmente revoluciona las posiciones de la Oposición:

La industrialización y la colectivización amenazan, bajo una dirección burocrática, es decir, cuando la clase obrera es reemplazada por funcionarios devenidos en una casta dirigente aparte, a no desarrollar sino detener la construcción socialista. Hemos indicado que el restablecimiento y reforzamiento de la democracia en el partido y de la democracia obrera son la primera condición para terminar con la rapacidad, la irresponsabilidad, el despotismo del aparato, cuyo reverso es el embrutecimiento, la humillación y la privación de derechos de la clase trabajadora”

“El secretario, el presidente del soviet local, el recolector de trigo, el dirigente de la cooperativa, los gerentes de las empresas, afiliados o no al partido, los especialistas, los capataces que, avanzando sobre la línea de menor resistencia, instalan en nuestra industria un sistema de aprietes y despotismo fabril: ¡ahí está el verdadero poder en el período de la dictadura proletaria que estamos viviendo! Esta etapa puede estar caracterizada como la dominación y la lucha de los intereses corporativos de diferentes sectores de la burocracia.

De un Estado proletario con deformaciones burocráticas -cómo definiera Lenin la forma política de nuestro Estado- estamos transformándonos en un Estado burocrático con restos proletarios y comunistas.

Ante nuestros ojos se está formando y continúa formándose una gran clase de gobernantes, con sus propias divisiones internas, que se construyen a partir de la cooptación directa o indirecta (promoción burocrática, sistema de elecciones truchas). Lo que une a esta clase original es una forma, también original, de propiedad privada, a saber: la posesión del poder del Estado. ‘La burocracia posee al Estado como su propiedad privada’ escribió Marx (Crítica del Derecho de Hegel)” (Rakovsky et al, 1930, pp. 90, 91 y 97).

Merece la pena citar largamente[10] a Rakovsky porque efectivamente está produciendo una revolución en el pensamiento de la Oposición. Esa intuición de que es un error anti revolucionario capitular a la burocracia porque esta parezca estar llevando adelante el programa económico de la oposición, parecía una petición de principios. El argumento de Preobrazhensky está “disfrazado” de marxismo: si encaminamos la economía, que es la “base material”, la “superestructura jurídica”, la democracia en el partido y en los soviets tarde o temprano también se encaminará.

Es el paradigma del Estado burgués y de su relación con la revolución burguesa: la burguesía es la clase socialmente dominante, sin importar “la política”, es decir, la forma del Estado o el régimen político que adopte en cada momento. El aporte teórico estratégico de Rakovsky es negar esta afirmación para el período de transición: en la transición socialista, la clase obrera no es la clase “socialmente dominante” solo por haber hecho la revolución y haber expropiado a la burguesía. Esa dominación social tiene que expresarse de manera concreta, real: la clase obrera realmente debe tener en sus manos las relaciones sociales, controlar los medios de producción estatizados. Este dominio la burguesía lo ejerce, en el modo de producción capitalista, porque es dueña de la propiedad privada, tiene en sus manos los títulos de propiedad, las acciones de las empresas, los bonos del Estado. La clase obrera en cambio no tiene título de propiedad alguno, la propiedad estatizada es del Estado mismo: el proletariado sólo puede ejercer su dominio social si controla políticamente el Estado, mediante la democracia de los trabajadores, con sus partidos, sus organismos de poder, sus sindicatos, sus programas, sus dirigentes, su vanguardia, su base, etc. En la transición, causa y consecuencia pueden invertirse. La burocracia, consecuencia de la revolución obrera, puede rebelarse contra su causa, dotarse de fundamentos para su propia dominación social independiente. Un genial ejemplo de utilización de la lógica dialéctica viva para sacar conclusiones revolucionarias. A través de la posesión del Estado, la burocracia se convierte en la clase política dominante, e imprime su sello al Estado, un Estado burocrático con restos de la revolución. Y, al hacerlo no desarrolla, sino que detiene la construcción del socialismo.

Algunos sectores de la oposición[11] se escandalizaron frente a los avances teóricos de Rakovsky.

“Sea que consideremos a la burocracia como un grupo o una casta, su dominación, por más despótica que sea, no quita al Estado su carácter proletario, de la misma manera que el reinado despótico de Luis Bonaparte no anuló el carácter pequeño burgués del segundo imperio. Pero a partir del momento en que la burocracia se transforme en una clase, -y usted [Rakovsky] escribe que ya se transformó- el Estado soviético deja de ser proletario, porque la dominación de una clase excluye la dominación de otra. Hay que elegir: o bien la burocracia gobernante es una clase y eso significa que la dictadura proletaria no existe más, o bien no es más que un grupo o una casta y, en ese caso, a pesar de la dominación de la burocracia, el Estado conserva su carácter proletario. Creemos que usted [Rakovsky] toma demasiado al pie de la letra a Marx. La burocracia no fue engendrada por el Estado soviético, sino que se desarrolló a partir de la centralización de los Estados burgueses. En todos lados ese grupo o casta se multiplica a través de la cooptación dentro de las clases dominantes, y a menudo también aquellas de las que son hostiles (comparando con el Estado burgués, tenemos una diferencia cuantitativa, pero no cualitativa), en todos lados la burocracia posee el poder del Estado como su propiedad privada” (Khotimsky y Cheinkman, 1930, p. 174).

Estas definiciones de Khotimsky y Cheinkman son todas equivocadas, y es conveniente traer la polémica para aclarar los alcances de las definiciones de Rakovsky. No somos doctrinarios, no nos ofendemos porque alguien señale que quizás no conviene tomar al pie de la letra a Marx. Pero sí entendemos que un retorno a Marx ayuda para desentrañar los problemas de la revolución del siglo XX y es un error desecharlo o considerarlo poco importante. Fue un socialista enormemente universal, y es un gran punto de apoyo para comprender la contrarrevolución estalinista. Es falso que el Estado obrero es diferente del Estado burgués sólo “cuantitativamente” y no existe ninguna diferencia de calidad. Justamente esa diferencia cualitativa es la que desarrollamos más arriba: la burguesía domina porque es la propietaria de los medios de producción, y a través de esa propiedad privada logra comandar las relaciones sociales de producción, es la clase socialmente dominante. El capitalismo separa el Estado y la política de la economía. La burocracia, en el Estado burgués, puede enfrentarse a la burguesía en determinado momento, pero no puede quitarle su denominación social.

La revolución obrera vuelve a fusionar el Estado con la economía, a partir de la expropiación de los medios de producción, que ya no son propiedad privada sino propiedad estatal. La burocracia del Estado obrero no es igual a la que se desarrolló de la centralización de los Estados burgueses: es una burocracia que administra relaciones sociales. No dicta simplemente leyes, otorga permisos, administra la policía, supervisa la limpieza de las plazas públicas e imparte justicia. La burocracia del Estado obrero administra las mismas relaciones sociales de producción, porque administra los medios de producción estatizados. Es una diferencia cualitativa, que permite que una división funcional, técnica del trabajo tenga la potencialidad de transformarse en una división social, si esa burocracia logra desembarazarse de la clase obrera y arrancar de sus manos el poder político, cambiando el carácter del Estado, que deja de ser un Estado obrero con deformaciones burocráticas, para ser un Estado burocrático con restos proletarios y comunistas.

“¿Pero qué pasa cuando esta misma burocracia, supuestamente ‘administrativa’, termina autonomizándose? En La revolución traicionada Trotsky habla de la posición original de la burocracia estalinista, que queda como la única capa social privilegiada y dominante sin tener a su lado una clase capitalista. Señala que esto pone a la burocracia en un grado de autonomía sin parangón histórico, y por eso mismo es más que una mera burocracia sin llegar a ser una clase orgánica. Ocurre que no tiene derechos jurídicos de propiedad; la propiedad formalmente es ‘del pueblo entero’. Pero como rezaba un dicho popular en el Este europeo, ‘la propiedad que se declara de todos no es de nadie y se la apropia el más vivo’” (Sáenz, 2024a, p. 260).

Hace muy bien Rakovsky en “tomar al pie de la letra a Marx”, porque le permite retomar la idea de la burocracia apropiándose del Estado “como su propiedad privada”, que en la transición puede alcanzar consecuencias sociales profundas. Esa es la materialidad de la afirmación que hacía Trotsky, que señalamos más arriba, acerca de que Stalin podía decir “La sociedad soy yo”, mucho más profundo y totalitario que “el Estado soy yo” de Luis XIV.

Efectivamente la burocracia soviética logró constituirse como una clase, una clase de gobernantes, puntualizó Rakovsky: una clase política, no social. Esto no es un fenómeno inevitable, una suerte de “ley de hierro de la revolución obrera”, es un fenómeno de la lucha de clases, y por lo tanto un terreno de disputa. La burocracia estalinista logró derrotar a la clase obrera rusa y a la Oposición de Izquierda. La colectivización forzosa y la industrialización acelerada, lejos de haber constituido la aplicación del programa económico de la oposición, fue la consumación de la derrota de la clase trabajadora. La industrialización acelerada terminó de hundir las condiciones de vida de los obreros, de atomizar a la clase y militarizar el trabajo. La colectivización forzosa envió al campo al Ejército Rojo a masacrar a la clase social más numerosa del país, el campesinado. Y la capitulación, expulsión, deportación, encarcelamiento y asesinato de los miembros de la Oposición de Izquierda y de las restantes oposiciones terminaron de liquidar cualquier atisbo de democracia en el partido y en el Estado. Este conjunto de elementos constituye una contrarrevolución social, sobre ese hecho político y social la burocracia puede desplazar a la clase obrera y erigirse como clase política dominante: “haciendo esto, consagra no sólo espiritual sino materialmente las aspiraciones habitualmente inhibidas de toda burocracia: dominar el proceso social de producción y reproducción” (Sáenz, 2024a, p. 263).

Y es una clase política, no social, histórica, para justamente dar cuenta de su peculiaridad: la burocracia no es “dueña” de los medios de producción, se apropia de ellos a partir de apropiarse del Estado “como si fuera su propiedad privada”. No es una clase que surja desde la economía, ni de un modo de producción particular (como señalan las caracterizaciones de “capitalismo de estado” o “colectivismo burocrático”[12]. El Estado burocrático no afianzó un modo de producción estable: todas esas experiencias, salvo Cuba hasta el momento, se derrumbaron y restauraron el capitalismo, demostración palmaria de que la burocracia no logró constituirse como clase social.

“Por lo antedicho, la consideración de la burocracia estalinista como ‘clase política’ nos atrae más. Remite a un proceso de diferenciación social que da lugar a una capa social específica, una capa privilegiada forjada desde el Estado que logra algún tipo de ‘estabilidad social’ por un período determinado, pero que no llega a conformase en una clase social histórica, orgánica; una “estabilidad” extremadamente inestable en su primera época –los años 30– pero no por ello menos cierta. Tampoco es que la burocracia haya sido una mera ‘excrecencia parasitaria’, como se llegó a definirla muchas veces, lo que le quitaba toda mínima ‘estabilidad’ y constancia al fenómeno. Una excrecencia es algo que ‘sobra’, no un fenómeno que llegó a definir parte de la dinámica de la lucha de clases y de las relaciones internacionales entre Estados durante varias décadas del siglo pasado” (Sáenz, 2024a, p. 255).

Conclusión

Evidentemente, Rakovsky sentó los mojones fundamentales para poder emprender la tarea histórica de actualizar el marxismo revolucionario, a la luz del proceso histórico real de la revolución rusa y la contrarrevolución estalinista. Apoyándose en la obra integral de Marx, Rakovsky hizo un esfuerzo que se escapó de la ortodoxia economicista, para ubicarse correctamente frente al giro de la burocracia estalinista.

El Estado en la transición es cualitativamente diferente del Estado burgués. La clase obrera necesita ejercer de forma activa su denominación social. No alcanza con haber expropiado a los capitalistas, no es suficiente con la estatización de los medios de producción, para que el Estado tenga un carácter obrero. Para ello, la clase obrera debe estar realmente en el poder, y eso es imposible sin un ejercicio profundo y ampliado de la democracia de los trabajadores.

Esta pelea por hacer valer la democracia de los trabajadores, es una pelea política, y debe ser llevada a cabo por un colectivo organizado como partido político. Rakovsky no sacó de estas conclusiones radicales una estrategia anti partido o espontaneísta, por el contrario, dio respuestas para mantener organizada a la Oposición de Izquierda y combatir las presiones de la burocracia y los capituladores por su disolución. Pensar esta batalla sin los partidos revolucionarios es una abstracción

El marxismo, antes de Rakovsky, consideraba que sólo podía haber dos tipos de Estado en la modernidad: el burgués y el obrero. Esto llevó al trotskismo a caracterizaciones insólitas del proceso de burocratización de la revolución rusa y de las revoluciones anticapitalistas de la posguerra: confundir la contrarrevolución con la revolución; capitulaciones a la burocracia; la desaparición del filo emancipatorio y autoorganizador que siempre tuvo la obra integral de Marx; una pésima caracterización de las revoluciones de posguerra, donde se veían Estados obreros sin el protagonismo de los trabajadores en la revolución. Y, como consecuencia de lo anterior, una pérdida absoluta de la centralidad de la clase trabajadora en la revolución socialista, donde se consideró que cualquier clase social, de manera “objetiva” podía reemplazar a la clase obrera. La Oposición de Izquierda tiene el mérito de haber mantenido viva la tradición del marxismo revolucionario, y de haber comenzado este aporte para sacar conclusiones radicales de las revoluciones del siglo pasado, contra la burocratización de la revolución, el objetivismo y el economicismo, y también el espontaneísmo y el autonomismo. Este trabajo se inscribe en esa tradición y en la de nuestra corriente, Socialismo o Barbarie, que viene haciendo un esfuerzo teórico estratégico para abordar críticamente la experiencia del siglo XX para preparar de manera militante las revoluciones socialistas que están en el porvenir de nuestro siglo XXI.

Bibliografía

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Deutscher, Isaac (1969). Trotsky. El profeta desterrado (1929-1940). Ediciones Era S.A.

Khotimsky, S. y Cheinkman, A. (1930). Lettre a Khr. G. Rakovsky sur la déclaration (5 de julio de 1930). Cahiers Leon Trotsky N°6 (1980), pp. 172-179. Institut Léon Trotsky.

Manini, Ramiro (2023). Teoría y política monetaria en la Rusia soviética. Del Comunismo de Guerra a la estabilización monetaria de la Nueva Política Económica (1917 – 1924). Consultado el 19 de octubre de 2024 en https://izquierdaweb.com/suplemento-152-la-politica-monetaria-y-la-planificacion-economica-bolchevique-1917-1924/.

Marx, Karl (2003). El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Fundación Federico Engels.

Marx, K. (2002). El Capital: Crítica de la Economía Política. Siglo XXI Editores.

Moore, Jason (2015). Capitalism in the Web of Life, Ecology and the Accumulation of Capital. Verso,

Preobrazhensky, E., Radek, K y Smilga, I. (1929). Déclaration (10 de julio de 1929). Cahiers Leon Trotsky N°6 (1980), pp. 74-77. Institut Léon Trotsky.

Rakovsky, Kh. G. (1928). Lettre a Valentinov (Les dangers professionnels du pouvoir). Cahiers Leon Trotsky N°18 (1984), pp. 81-95. Institut Léon Trotsky. Traducción consultada el 20 de octubre de 2024 en https://izquierdaweb.com/rakovski-los-peligros-profesionales-del-poder/.

Rakovsky, Kh. G., Kossior, V. V., Okoudjava, M. N. (1929a). Déclaration au Comité Central et à la Commission Centrale de Contrôle (22 de agosto de 1929). Cahiers Leon Trotsky N°6 (1980), pp. 78-86. Institut Léon Trotsky.

Rakovsky, Kh. G., Kossior, V. V., Okoudjava, M. N. (1929b). Thesis (3 de agosto de 1929). Cahiers Leon Trotsky N°7 (1981), pp. 90-103. Institut Léon Trotsky.

Rakovsky, Kh. G., Kossior, V. V., Okoudjava, M. N. (1930). Declaration en vue du XVI Congres de P.C.U.S. (12 de abril de 1930). Cahiers Leon Trotsky N°6 (1980), pp. 78-86. Institut Léon Trotsky.

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[1] Marx habla a lo largo de los primeros capítulos de El Capital de “productores de mercancías”. Esto no significa que su teoría busque explicar la pequeña producción artesanal ni nada por el estilo, sino simplemente que en su análisis del valor aún no necesitó introducir determinaciones más concretas. Productores de mercancías en el capitalismo somos los trabajadores, que vendemos nuestra fuerza de trabajo, pequeños productores, pero principalmente grandes empresas, que constituyen como un “todo” una unidad productiva.

Dentro de una fábrica, una consultora o un call center no opera la ley del valor: la producción se organiza de acuerdo a un plan y cada cual tiene posiciones establecidas de acuerdo a un organigrama: empleados, gerentes, etc. La ley del valor opera hacia afuera, cuando esa empresa sale a vender sus productos o servicios en el mercado. La ley del valor también opera en la relación entre la empresa y sus trabajadores: los segundos le venden su fuerza de trabajo a la primera.

[2] Ver el capítulo 2 del artículo Teoría y política monetaria en la Rusia soviética. Del Comunismo de Guerra a la estabilización monetaria de la Nueva Política Económica, 1917 – 1924 (Manini, 2023).

[3] Otra novedad de la modernidad capitalista es el proceso de individuación: el desarrollo de la personalidad de los individuos, en contraposición a la sumisión histórica a la comunidad. Es extraordinariamente progresivo el desarrollo del individuo, con su conciencia y aspiraciones, desarrollo que no debe ser confundido con el individualismo burgués, ideología reaccionaria del capitalismo:

“Es verdad que existe una utilización capitalista liberal del concepto de libertad en el sentido de legitimar el libre mercado, la propiedad privada, en el reduccionismo de la individualidad al individualismo, que no son lo mismo: la individuación es una conquista del desarrollo histórico; el individualismo es su reducción y escamoteo burgués. El proceso histórico de individuación remite al reconocimiento de la propia personalidad que se ha ido operando históricamente conforme el desarrollo de las fuerzas productivas, y la superación de la subsunción automática e indivisa, espontánea, de las personas en la comunidad ancestral (“la persona es una con la comunidad”, nos señala Marx respecto de las sociedades prehistóricas). La vía del “retorno” a relaciones comunitarias y cooperativas como opuestas al individualismo burgués y a la guerra de todos contra todos, debe contener, de hecho contiene en Marx, el libre desarrollo de cada uno como medida del desarrollo de todos. Es decir, la superación de la visión comunista vulgar donde la persona nada vale (Modzelewski)” (Sáenz, 2024a, pp. 153-154).

[4] Una importante lección remarcada por Sáenz (2024, p. 54) es que, si bien es fundamental poder hacer generalizaciones, a la hora de estudiar el Estado es importante ser concretos, sin perder de vista las formas específicas que toma cada Estado en diferentes momentos históricos.

[5] “Hablando “filosóficamente”, la humanidad comienza siendo puro objeto de la historia, personas en un mundo material, natural, donde se hallan totalmente desprovistas de herramientas; y de manera dialéctica, la humanidad ha ido construyendo fuerzas productivas (herramientas), ha ido sobreponiéndose a las condiciones naturales y ha ido transformándolas (dentro del planeta Tierra, evidentemente. Marx ya señalaba en su época que casi no había “espacio natural” que no había sido tocado por la mano de los seres humanos). Ha ido transformando las condiciones objetivas, históricas, en lo que Antonio Labriola llamaba “naturaleza artificial”, la naturaleza creada por la humanidad –las ciudades, etc.

También ha ido transformando la naturaleza natural, creando una nueva era geológica que es el antropoceno, la primera etapa geológica que tiene como resultante una combinación de naturaleza y humanidad. Es una locura: la humanidad tiene hoy la capacidad de crear toda una nueva etapa geológica.

Entonces, en el planeta hay una capacidad de fuerzas destructivas, a las que hay que abordar de manera objetiva, no catastrofista, pero que realmente, en manos del capitalismo, son muy peligrosas.

La “humanidad como antropoceno” –es decir, no solo como “capitaloceno” sino como capacidad de la humanidad de transformar la naturaleza– tiene capacidad de fuerzas productivas tanto como destructivas (capacidad creativa como destructiva)” (Sáenz, 2024b).

[6] Para profundizar en el concepto de alienación y fetichismo, ver el apartado “El carácter fetichista de la mercancía” del primer Tomo de El Capital (Marx, 2002, pp. 87-102 y el capítulo “Alienación, fetichismo y la transición socialista” del Tomo I de la obra de Roberto Sáenz El marxismo y la transición socialista (Sáenz, 2024a, pp. 121-166).

[7] Resaltamos que es una tarea política para dar cuenta de la importancia del partido revolucionario en su concreción. Como cualquier tarea consciente que se plantea de manera universal, la reabsorción del Estado en la sociedad es una tarea política que necesita de lo mejor de la vanguardia obrera para ser llevada a cabo. El instrumento para dar esa pelea es y no puede dejar de ser el partido, que es parte integrante de la democracia de los trabajadores. Cualquier concepción que responsabilice a la “forma partido” de los problemas de la transición y de la burocratización en particular es liquidacionista y resulta impotente para dar las durísimas peleas reales de la transición al socialismo.

[8] Las negritas en las citas son siempre propias.

[9] Una vez más, que importante es hoy hacer un balance profundo del estalinismo: ¡elemental para poder distinguir la revolución de la contrarrevolución!

[10] Rakovsky esgrime también argumentos económicos contra la colectivización forzosa: es imposible pretender una organización superior de la producción social sin la base técnico material para hacerlo, concretamente, sin los tractores, fertilizantes y herramientas para poder cultivar las tierras colectivas a gran escala. En este trabajo preferimos centrarnos en los argumentos políticos del revolucionario ruso, sin desmerecer los económicos, porque son los que, a nuestro entender, prefiguran un aporte mayor al marxismo revolucionario.

[11] Otros sectores, más sectarios, consideraron que la declaración de agosto fue “conciliadora” con Stalin, al igual que Deutscher. Esa crítica a Rakovsky es superficial, amén de que el mismo Trotsky respaldó la declaración de agosto de 1929, que fue escrita en tiempo real y logró frenar la oleada de capitulaciones. Oposicionistas como Tigran y Bertinskaia (1930, pp. 107-114) no logran escapar de la petición de principios: debemos rechazar la política de Stalin porque su grupo es “oportunista”, y “no nos olvidamos que el oportunismo centrista y el oportunismo de derecha son siempre oportunistas”. Tienen razón, pero es un argumento que sólo puede convencer a los convencidos. Rakovsky emprendió una tarea más profunda: la de entender teórico-estratégicamente por qué la capitulación de Preobrazhensky y compañía fue un desastre anti marxista y anti revolucionario. Consideramos que para esa tarea no alcanzan las consideraciones político-doctrinarias (“Stalin es centrista y oportunista”), sino que hace falta sacar conclusiones más universales acerca de la teoría de la revolución.

[12] Estas posiciones, además, la sostuvieron corrientes del trotskismo políticamente anti defensistas. Nosotros consideramos que, a pesar de la contrarrevolución burocrática y de la pérdida del carácter obrero del Estado, las conquistas de la revolución debían ser defendidas en la URSS frente al imperialismo y la restauración capitalista. Esto también vale para los diversos Estados burocráticos en los que, en el siglo XX, fue expropiada la burguesía, ya sea a partir de revoluciones anticapitalistas, no obreras (China, Cuba, Vietnam, Yugoslavia) o de la intervención del Ejército Rojo (Europa del este).

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