- ¿RETROCESO DE LA GLOBALIZACIÓN?
El proceso de mundialización del capital, el peso creciente en la economía de las compañías multinacionales, la conformación de cadenas globales, la ten- dencia de las grandes compañías a “independizarse” de sus países de origen
–en residencia legal, en pago de impuestos, en generación de empleo, en fuente de ingresos, etc.–, la inusitada expansión del comercio global, fueron todos ras- gos de la economía capitalista de los últimos 30 años que mostraban una sola dirección: hacia delante. No sólo eso, sino que esta tendencia se asumía con la fuerza de un fenómeno tan natural como la ley de la gravedad. Cuestionar esta marea o intentar pelear contra ella era, por tanto, no sólo ineficaz sino irracio- nal; tanto hubiera valido intentar detener el avance tecnológico (otro motor de la globalización) o esgrimir las virtudes de la máquina de escribir frente a los procesadores de texto. La globalización podía celebrarse o lamentarse, pero su marcha arrollaba todo intento de limitarla, cuya inutilidad era sólo menos grande que su utopismo romántico e incluso reaccionario. Tal era el estado de cosas hasta la crisis global de 2007-2008.
A poco más de diez años, aparecen voces (y realidades) bastante diso- nantes respecto de la anterior y aplastante unanimidad. Esas voces atraviesan todo el espectro, desde la derecha liberal al marxismo, pasando por el keyne- sianismo. Examinaremos a continuación los elementos nuevos en este terreno
desarrollados en la última década, así como sus límites y los posibles escena- rios de su evolución.
La crisis de 2007, más allá de sus manifestaciones fenoménicas (crisis de hi- potecas, de finanzas, de deuda…), era también una crisis de exceso de globa- lización, es decir, una incapacidad de la configuración del capitalismo global, en ese momento y en esas circunstancias, para procesar sus contradicciones. La norma de las crisis capitalistas, como hemos visto, es que pasada la instancia de “purga” o destrucción del capital sobrante se reanuda la acumulación; hemos visto también algunas de las tendencias que obstaculizan esa purga. Esta au- sencia de “dieta purificadora” de capitales es la que se halla en la base de la explicación de un freno al impulso globalizador tan generalizado como inespe- rado. Que esto se trate de una traba pasajera o que empantane todavía más el relanzamiento de la acumulación es algo que no depende exclusivamente, como veremos, de la dinámica puramente económica.
Comencemos por dar cuenta de los nuevos y sorprendentes hechos econó- micos. Aunque relativiza sus efectos a largo plazo, en un ya célebre artículo pu- blicado en la revista del FMI, Paul Krugman advierte que “la marcha hacia un comercio y una política de inversión cada vez más liberales parece haberse de- tenido. De hecho, estaba perdiendo impulso incluso antes de la Gran Recesión, para no hablar de Trump; la Ronda Doha [de la OMC para impulsar el libre co- mercio. MY] hace largo tiempo que es un zombie. (…) ¿Debería preocuparnos haber llegado hasta aquí? Entiendo que no. El comercio ya es notablemente libre en términos históricos (…). Una guerra comercial global, que tendría efectos devastadores sobre los países pobres dependientes de exportaciones trabajo- intensivas, sería, por supuesto, algo muy distinto. Pero si podemos evitar ese tipo de abismos, la mejor actitud podría ser tratar a la globalización como un pro- yecto más o menos terminado, y bajar el volumen sobre el tema” (“Leave zom- bies be”, www.imf.org, diciembre 2016).
Hasta aquí, se habla no de que la globalización retrocede sino de que no tiene mucho más para avanzar. Pero no hace falta aclarar que, para la dinámica histórica del capital, decir que la globalización está terminada es casi postular el comienzo de la decadencia o la reversión de la tendencia: está en la base misma del orden capitalista que sólo puede moverse hacia delante, sólo puede estar todo el tiempo abatiendo obstáculos, expandiendo fronteras, ocupando nuevos territorios (geográficos y simbólicos), creando nuevas tendencias. De otro modo, parafraseando el “fin de la historia” que postulaba Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín, lo que tendríamos es el “fin de la globalización”, y por extensión de la dinámica económica. El capital no puede, cual Espíritu Absoluto hegeliano, satisfacerse en la autocontemplación del camino recorrido y ya completo, sino que debe seguir su marcha incesante, so pena de perecer. Tal es la lógica de la modernidad capitalista, que Marx describió en el Mani- fiesto Comunista y demostró científicamente, en el plano económico, en El capi- tal.
La primera señal de alarma, sobre la cual hay amplio consenso, es la des- aceleración –por momentos, incluso retroceso– del comercio mundial. Desde el
fin de la Gran Recesión, el crecimiento del comercio mundial está casi al mismo nivel del crecimiento del PBI mundial, algo sin precedentes desde la posguerra: siempre había sido mayor y, en las décadas pasadas, cerca del doble que el PBI. Ahora ambos indicadores van, en el mejor de los casos, al mismo (lento) ritmo, con caídas ocasionales y estancamiento del comercio.
Comercio mundial respecto del PBI
(Línea punteada: tendencia antes de la crisis.
Línea plena: ratio comercio mundial/PBI mundial)
Fuente: M. Roberts, “Globalisation, inequality and populism”, 7-1-18.
El aumento de los intercambios comerciales obedecía a diversos factores, in- cluida el nuevo lugar de los “países emergentes” a medida que sus economías se integraban a la globalización y aprovechaban el auge de las materias primas ante la demanda china. Pero lo decisivo fue “la interconexión de las economías bajo la forma de cadenas de valor mundiales (global value chains); en otras palabras, la creación de estructuras de producción transnacionales. Entonces se podía pensar que los países emergentes servirían de relevo a los ‘viejos’ países capitalistas ofreciendo no sólo la ventaja de los bajos salarios sino también los fuertes aumentos de productividad. Sin embargo, numerosos indicadores mues- tran que el proceso está agotándose (…). Esta involución se puede explicar por una disminución muy clara de las cadenas de valor mundiales a partir de la cri- sis, que se explica fundamentalmente, por el giro de la economía china hacia un modelo más autocentrado. El mismo fenómeno se observa en el comercio mundial” (M. Husson: “Dix ans…”, 25-8-17).
Hay datos estadísticos que respaldan esta conclusión. Según un estudio de
- Auer, C. Borio y A. Filardo, “The globalisation of inflation: the growing im- portance of global value chain”, citado por Husson, las cadenas de valor –defi- nidas como la parte del valor agregado en el extranjero en las cadenas de exportación– subieron de un 18 a un 30% del total entre 1985 y 2007; con la crisis cayeron al 26% en 2009, volvieron al 30% en 2011 y desde allí se estan-
caron o incluso bajaron algo hasta el 29% en 2015. Casi exactamente la misma curva siguió el comercio mundial como porcentaje del PBI global: del 18 al 28% entre 1985 y 2007, caída, recuperación y estancamiento a la baja, sin llegar al 26% en 2015 (datos del FMI).
Cadenas de valor y comercio mundial
Eje vertical: valores de 16 a 32% del PBI global1980
1985 1990 1995 2000 2005 2010 2015
Línea superior (en 2015): Comercio mundial (porcentaje de exportaciones + importa- ciones sobre PBI mundial)
Línea inferior (en 2015): Cadenas de valor (porcentaje de valor agregado en el extranjero sobre exportaciones)
Fuentes: Banco Mundial, Data Bank, Auer-Borio-Filardo 2017, citado por Husson, sep- tiembre 2017.
De este modo, y análogamente a la idea de Krugman como “proyecto termi- nado”, lo que encontramos aquí es un cierto límite autoimpuesto de la mundia- lización. Así como, en palabras de Marx, “el capital es su propio límite”, esto es, el proceso de valoración de capital no puede seguir avanzando y deriva en crisis por las propias contradicciones de la acumulación, algo similar sucede con la mundialización: si no puede seguir avanzando, debe retroceder o al menos estancarse. El salto en productividad y en ganancias originado en las cadenas globales de valor y la explotación de mano de obra barata no podía continuar indefinidamente; en este caso, la maduración del proceso de desarro- llo chino puso a la vez a) un tope a una demanda de materias primas que pa- recía inagotable, y b) un piso más alto a los salarios. Así, “las cadenas de valor globales han entrado en una fase de rendimientos decrecientes y asistimos a fe- nómenos de relocalización” (M. Husson, “Une crise systémique…”, 3-5-17).
Esta relocalización, entendida como un proceso por el cual firmas nacionales o locales ganan terreno a expensas de compañías multinacionales, es perfecta- mente identificable con múltiples ejemplos. Si consideramos como multinaciona- les, por tomar una definición convencional, aquellas empresas con al menos un 30% de sus ventas fuera de su región de origen, el 85% de ellas nació después de 1990: en 1970 había en todo el mundo 7.000 multinacionales, en 1990, 24.000, y en 2015, 110.000, según datos de la OMC. Las multinacionales emplean sólo el 2% de los trabajadores a nivel global, pero unos pocos miles de empresas influyen decisivamente en el consumo de miles de millones de per- sonas en comida, vestido, entretenimiento, etc. Además, coordinan las cadenas de suministros de más del 50% del comercio y representan un 40% del valor de las bolsas occidentales.
El impacto de este “boom” en la llamada inversión extranjera directa (IED) – la base de las cadenas globales de valor– fue inmenso: si representaba el 10% del PBI antes de la Primera Guerra Mundial, y no superó ese límite hasta 1990
–de hecho, entre 1950 y 1990 promedió el 8%–, a partir de los 90 se disparó hasta alcanzar el 30% del PBI mundial en los 2000. Un tercio del comercio mun- dial se explica por el comercio intrafirma de las multinacionales, y otro tercio corresponde a los vínculos con sus empresas proveedoras.
Ahora bien, esa dinámica parece haberse, si no cerrado, al menos detenido. La proporción de exportaciones que participaban en cadenas de valor interna- cionales, que no había dejado de crecer nunca en las últimas décadas, se ha estancado o retrocedido un poco desde 2011. Según la algo dramática defini- ción de The Economist en un informe especial de hace un año, “la empresa glo- bal está en retirada” (TE 9025, “The retreat of the global company”, 28-1-17).
En el quinquenio 2012-2016, las ganancias de las multinacionales cayeron un 25%, de modo que su participación en las ganancias globales bajó del 35 al 30%. El 40% de las multinacionales tiene una tasa de ganancia sobre valor accionario (return on equity, o ROE) inferior al 10% que se considera la medida mínima aceptable.
Las ventajas de escala, de tecnología y capital conseguidas en sus países desarrollados de origen, sumadas a la mano de obra barata y regulaciones ambientales más laxas de los países “emergentes”, hicieron suponer que “las firmas globales crecerían más rápido y generarían mayores ganancias. Esto fue cierto por un tiempo. Ya no. Las ganancias de las mayores 700 multinacio- nales del mundo desarrollado cayeron un 25% entre 2012 y 2016, según la consultora FTSE, de la Bolsa de Londres. (…) La debilidad de varias monedas respecto del dólar es parte de la explicación, pero explica sólo un tercio de la caída. Las ganancias de las firmas locales [i.e., no multinacionales. MY] au- mentaron un 2%” (cit.).
No hay que suponer que esta situación se debe a una mala performance de las multinacionales en sus países de origen, que sus ganancias en el extranjero vendrían a compensar. El caso es casi el opuesto: las ganancias generadas en el exterior cayeron entre 2012 y 2016 un 17% para las multinacionales con sede en países de la OCDE (y las no estadounidenses cayeron un 20%). El re- sultado es que si el citado índice ROE de las 700 mayores multinacionales cayó
de un pico de 18% antes de la crisis financiera a un 11%, apenas por encima de lo aceptable, las ganancias en el extranjero son buena parte de la explica- ción de esa caída. En efecto, el promedio de ROE sobre la inversión externa para las multinacionales de la OCDE es del 4%, y el más alto, el de EEUU, no supera el 8% (datos de la OCDE).
La única excepción a este panorama son los gigantes de la tecnología in- formática. Sus ganancias en el extranjero, que eran en 2006 el 17% del total, representan ahora el 46%, reflejando tanto su propio ascenso como el declive de las otras. Apple, por ejemplo, ganó fuera de EEUU más que cualquier otra multinacional y cinco veces más que una multinacional emblemática como Ge- neral Electric.
Un estudio de The Economist sobre las 500 compañías más grandes del mundo muestra que en 8 sectores sobre 10, sus ventas se expandieron menos que las de compañías locales, y en 6 sobre 10 su ROE es inferior. En el caso de las firmas de EEUU, sus ganancias fronteras adentro –gracias, entre otros fac- tores, a su posición oligopólica– son un 30% mayores a las que obtienen fuera del país.
A todo esto, desde el punto de vista político, el viento pasó a ser de hostilidad a las multinacionales en el orden local, donde eran vistas como ejemplos de co- dicia y agentes de desigualdad, que no sólo no generaban empleos nacionales sino que los destruían en busca de mano de obra barata en los países emer- gentes. Y el entramado de beneficios legales e impositivos, formales e informales, que daba ventajas adicionales a las multinacionales, empieza a exhibir grietas por las que se pierden ganancias antes garantizadas por esa trama institucional. Ejemplos de esto son las mayores regulaciones y multas a compañías por evadir pago de impuestos –la multinacional típica opera con más de 500 enti- dades legales propias, muchas de ellas basadas en paraísos fiscales– o incluso por obtener ventajas legales permitidas por los estados soberanos. El caso más espectacular de esto es el fallo contra Apple que la obliga a pagar 13.000 mi- llones de dólares al Estado irlandés, que le había preparado el terreno legal para pagar menos que en otros países. Pero a menor escala sucede lo propio no sólo por los criterios más estrictos de la Unión Europea, sino también por la creciente ofensiva sobre los paraísos fiscales, que son a su vez paraísos de las multinacionales. Al mismo tiempo, países como China empiezan a poner condi- ciones a los inversores extranjeros en términos de compartir tecnología, crear más empleos, asegurar inversiones y aceptar marcos regulatorios nacionales más severos. Por supuesto, no todos los países que quieren recibir inversiones pueden ponerse tan firmes como China. Pero son cada vez menos los que acep-
tan un enfoque totalmente cipayo y entreguista al estilo México o Argentina.
Precisamente, la atención que presta China a la cuestión de la tecnología extranjera que se radica en el país obedece a una tendencia que se consolida: para las 50 mayores multinacionales de EEUU, el 65% de las ganancias en el extranjero deriva de industrias basadas no en bienes ni servicios sino en la pro- piedad intelectual, como la tecnología, las finanzas o las patentes medicinales. Hace una década representaban el 35%.
Las multinacionales ya no tienen la intención (ni acaso la posibilidad) de recrear en India o África núcleos industriales como los generados en China en el período anterior. El impacto de la inversión externa ya no es el que era: en 2000, 1.000 millones de dólares de inversión externa generaban
7.000 empleos y 600 millones de dólares en exportaciones. Hoy, esos 1.000 millones no representan más de 3.000 empleos y 300 millones de dólares en exportaciones.
Así, muchas empresas que antes tenían intenciones de globalizarse –algunas lo intentaron y el experimento no terminó bien– ahora descubren que limitarse a marcos nacionales o regionales es más ventajoso; es el caso de la cadenas de supermercado Tesco (Reino Unido) y Casino (Francia), o de las telecoms AT&T y Verizon. Por no hablar de Ford y General Motors, que generan más del 80% de sus ganancias fronteras adentro de EEUU.
No hay que pensar que esta tendencia obedece a los “golpes políticos a la globalización” como la victoria de Trump o el Brexit en 2016; ya venía ope- rando desde antes como resultado de un proceso lento y sistemático de ma- duración y envejecimiento de un mecanismo económico que perdió su lozanía original y debe reverdecer o decaer. “Se está cerrando una ventana de opor- tunidad de 30 años”, se lamenta The Economist, que admite que las multina- cionales, “agentes de la integración global”, muestran una performance financiera inferior a la de firmas locales, “y muchas parecen haber agotado su capacidad de recortar costos e impuestos respecto de sus competidores lo- cales” (TE 9025, “In retreat”, 28-1-17).
Los salarios chinos ya no son tan bajos; en tanto, las empresas locales ya no están a distancia tan grande, en tecnología y escala, de las multinacionales, cuyo alcance global se convierte a veces en una carga, no una ventaja, o son simplemente demasiado grandes. Muchas empresas de vanguardia en sus sec- tores son locales: e-commerce en China, telecoms de la India, bancos brasileños, petroleras de esquisto en EEUU.
El escenario global para las multinacionales, según el citado informe de The Economist, parece mostrar tres tendencias. La primera es que una estrecha franja de las mayores multinacionales va a integrar sus ramas extranjeras de manera más profunda en la economía de sus países anfitrión, asumiendo com- promisos de empleo, transferencia de tecnología, pago de impuestos y otros, siguiendo el modelo chino. La segunda es la consolidación de una presencia más frágil, más “intangible”, de multinacionales vinculadas al mundo digital, la propiedad intelectual y el uso de franquicias, creando muchos menos em- pleos directos. La tercera es el desarrollo de compañías nacionales chicas o medianas que utilizarán de manera creciente el comercio electrónico para ope- raciones a escala global.
Si este panorama se afirma, las consecuencias serán serias, en primer lugar para los países acostumbrados a compensar déficits de cuenta corriente con in- versiones de multinacionales extranjeras. Pero, sobre todo, “el resultado será un tipo de capitalismo más fragmentado y provinciano, y muy posiblemente menos eficiente… aunque, quizá, con menos rechazo popular” (cit.).
¿Qué consecuencias puede tener esto sobre la productividad y la pujanza del capitalismo mundializado? Casi un 80% de todo el comercio mundial lo ge- neran las cadenas globales de valor, según datos de la UNCTAD. Pero, superado su empuje juvenil y llegando a la madurez, generan mucho menos comercio de bienes de capital y mucho más de insumos, lo que, de nuevo, implica una me- seta en las ventajas de la deslocalización. Este “cambio en la composición de la demanda” (FMI) implica que la inversión, el principal componente del comer- cio internacional en los últimos 20 años, viene cayendo. Y, según el FMI, un 60% de la desaceleración del comercio mundial se explica por este factor: entre 2002-2007 y 2012-2015, el crecimiento del comercio de bienes de capitales se redujo un 50% en bienes de consumo, pero un 75% en bienes de capital (M. Elisondo, Ámbito Financiero, 23-1-18).
Y la relocalización, por racional que pueda parecer tanto a las empresas na- cionales como a las corporaciones multinacionales tomadas individualmente, puede golpear al orden global en su conjunto, invirtiendo la tendencia que se imponía hasta ahora: “Desde los años 90 el signo que preside el índice de ga- nancias de las compañías individuales es la volatilidad, comparada con la mayor estabilidad relativa de las ganancias en las cuentas nacionales. Esto se debe en parte a la importancia mucho mayor para las compañías de EEUU de las ga- nancias obtenidas en el extranjero: del 18% del total de ganancias en 1982 pasó al 38% en 2015” (TE 9070, “Keep dancing”, 9-12-17). Esa mayor ponde- ración de las ganancias de origen foráneo sobre el total agrava la situación men- cionada más arriba de una tasa de ganancia relativamente menor en el extranjero. De todos modos, hay que tener en cuenta la situación impositiva par- ticular de EEUU en cuanto a que las mayores empresas solían dejar fuera del país las ganancias internacionales para evitar el pago de impuestos sobre ellas en EEUU. Esta situación ha cambiado, aunque es pronto para saber hasta qué punto, con los cambios tributarios pro corporaciones instrumentados por Trump. Hay otra manifestación indirecta del “giro localista” de las compañías glo- bales. Las multinacionales de “pasaporte múltiple” eran parte del paisaje eco- nómico del capitalismo global. Muchas compañías tenían, y tienen, domicilio legal en un país, base de operaciones en otro y cotizan en la Bolsa de un ter- cero, a fin de maximizar acceso a mercados y disfrutar de bajos costos laborales y la menor carga impositiva posible. Pero ahora se está dando una tendencia cada vez más clara y firme a anclar la nacionalidad de las multinacionales en
un solo país.
Veamos algunos ejemplos, que dan cuenta de las razones diversas para esa tendencia. Qualcomm es una gigante tecnológica que tiene dos tercios de su negocio en China y cotiza en la Bolsa de Singapur, pero su domicilio legal está en EEUU. Ante una amenaza de compra hostil por parte de Broadcom, otra compañía del ramo, Qualcomm hizo lobby para que el gobierno de Trump blo- queara la operación, con el argumento de “asegurar la primacía estratégica” de EEUU frente a China (aunque Broadcom tiene domicilio en Singapur… y co- tiza en Wall Street). Parte del éxito de la operación se debió a la promesa de Qualcomm de pasar su domicilio legal a EEUU.
El caso de Unilever, una multinacional con doble sede en Londres y Rotter- dam, fue casi el inverso. Luego de pedir ayuda a las autoridades británicas para rechazar una compra hostil de Kraft-Heinz, Unilever decidió unificar su base legal en Rotterdam, precisamente porque las leyes holandesas son mucho más protectoras que las británicas en caso de intento de compra hostil.
El tercer ejemplo es el de Alibaba, otro emporio tecnológico que ya hemos citado. Aunque es de origen chino, claro está, tiene su oficina principal en Hong Kong, domicilio legal en las Islas Caimán y cotiza en la Bolsa de Nueva York. Pues bien, el gobierno le ha hecho la gentil (e irrechazable) propuesta de pasar a cotizar en la Bolsa de Shanghai.
La moraleja de estos episodios, más allá del evidente oportunismo cínico de las multinacionales, es que “después de años de tener más de una identidad, al estilo de los espías de ficción que tienen un cajón lleno de pasaportes, las com- pañías eligen, o son forzadas a, mostrar más lealtad a un país particular. Du- rante tres décadas, en la era dorada de la globalización, la tendencia había sido la opuesta” (TE 9084, “Citizens of somewhere”, 24-3-18). Esto es, a dividir la identidad de la firma en varios países, considerando muchas dimensiones: domicilio legal, domicilio real, país de residencia de sus directivos principales, sede productiva y/o de negocios, bolsa de valores donde cotiza. Además de las ventajas específicas que podía obtener en cada uno de estos aspectos (co- tizar en bolsas importantes, tener sede impositiva en paraísos fiscales, hacer re- sidir a sus ejecutivos en ciudades atractivas, etc.), también se podía lograr el apoyo, o al menos la neutralidad, de varios gobiernos para operaciones comer- ciales y fusiones.
Ahora bien, “todavía es posible encontrar empresas que prefieren trascender las nacionalidades (…). Pero la tendencia abrumadora es a que las compañías se desprendan de sus pasaportes múltiples, por tres razones. Primera, muchos accionistas sostienen que es demasiado caro mantenerlas. (…) Segunda, algu- nas firmas buscan la protección de un gobierno [particular], como en el caso de Qualcomm o, quizá, Unilever. Tercera, a medida que se va instalando un clima más proteccionista, los gobiernos quieren que las empresas localicen más actividad ‘localmente’. Un ejemplo reciente es Saudi Aramco [la petrolera estatal saudí. MY]. (…) El fin de la era dorada del cosmopolitanismo empresario puede llegar a hacer sentir más seguros a algunos gobiernos. Pero puede resultar en un juego de suma cero, en el que cada país tironea para quedarse con una porción más grande de la misma torta. (…) Las multinacionales pueden llegar a extrañar los días en que podían recorrer el planeta perteneciendo a todos y a nadie al mismo tiempo” (cit.).
Frente a estas tendencias, hay a nuestro juicio dos peligros. Uno es el de mi- nimizarlas o ignorarlas, suponiendo que todo funciona como antes y que no hay ningún cambio apreciable en la dinámica de estos “agentes de la integración global”. Parece ser el caso de Rolando Astarita, que en “Mundialización del ca- pital en perspectiva” (26-8-17), aunque afirma correctamente que “no hay retro- ceso estilo años 30”, sigue subrayando la buena salud de la internacionalización de los procesos productivos en cadenas globales de valor y el abaratamiento
de mano obra, como si no hubiera que tomar registro de que la línea sigue ahora una trayectoria diferente. El otro es el de algunos impresionados con el auge de los “populistas iliberales antiglobalización” –sea para admirarlos o para angustiarse– y suponen entonces que representan per se la principal ame- naza a la globalización.
Al respecto, parece más equilibrado el juicio de Husson al hablar de replie- gue de la economía mundial, más que desglobalización, con un horizonte a me- diano plazo de “estancamiento secular” (“Capitalismo del siglo XXI…”, febrero 2017). El concepto de maduración de la globalización nos parece apropiado tanto para distinguir la actual etapa de la anterior de “nacimiento y juventud” de la mundialización en tanto proceso de expansión de la lógica del capital como para tomar distancia de los que temen, o desean, un imposible retroceso al punto de partida previo, digamos, antes de los 90.
Las cadenas globales de valor ven limitadas sus ventajas, pero no desapa- recerán fagocitadas por gigantes locales. El empuje de las compañías tecnoló- gicas (digitales), el futuro desarrollo de la inteligencia artificial o de la automatización son y serán procesos de alcance global, no nacional o regional. Las contradicciones de la globalización no están única ni fundamentalmente en el plano de los “populismos de derecha” de Europa y EEUU, ni en el mayor di- namismo de compañías locales ante el relativo agotamiento de las ventajas de inicio con que contaron las multinacionales. Más bien, hay que encontrarlas en los límites de una “ventana de oportunidad de 30 años” que dio de sí todo, o casi, lo que podía dar para sostener la dinámica de un capitalismo que no ter- mina de recomponer su tasa de ganancia ni su productividad a largo plazo.
La “ventana de oportunidad” incluyó, además, el ingreso de ingentes masas de trabajadores provenientes de los ex “países socialistas” al proceso de crea- ción de valor y plusvalor, lo que Roberto Sáenz llama el “momento Rosa Luxem- burgo”. Pues bien, esa fase se agota y comienza a asomar una nueva, que parece signada por un desarrollo de tecnologías digitales que todavía debe pasar afrontar dos grandes desafíos. En primer lugar, el económico: mostrarse capaz de superar el “estancamiento secular” y la paradoja de Solow sobre la falta de impacto de la tecnología en la productividad, contra los juicios y pro- nósticos como el de Robert Gordon y otros. Y en segundo lugar, el de la lucha de clases, porque ya vimos que las nuevas tecnologías, lejos de ser socialmente neutras, resultan, en manos de compañías que son los grandes colosos del ca- pitalismo de hoy, un instrumento para redoblar la explotación, el sometimiento y la alienación de los trabajadores en el proceso productivo y de creación de valor. A ese debate nos abocaremos en lo que sigue.
- LOS LÍMITES Y EL “LADO OSCURO” DE LA DISRUPCIÓN DIGITAL
Desde hace años que se viene planteando como realidad, como posibilidad o como escenario para el futuro próximo la llamada “disrupción” que originaría el advenimiento de la tecnología digital en diversos planos. Según las versiones más tecnófilas (y tecnófobas), esta disrupción afectaría desde el funcionamiento
de la economía hasta la vida cotidiana: la “economía del conocimiento” implicaría
- a) la creciente automatización de la industria (con la consiguiente catástrofe de empleo), b) un salto gigantesco en la productividad a partir de avances como la impresión en 3D y la aplicación de la inteligencia artificial a la industria y los ser- vicios, lo que daría nuevo impulso al ciclo de acumulación, c) un cambio completo en las relaciones laborales, a partir de la fragmentación de la jornada laboral, el trabajo a distancia y el fin de los contratos de trabajo tradicionales, y d) una re- volución de la vida doméstica, con los electrodomésticos inteligentes y la “Internet de las cosas”, por nombrar sólo los temas de tratamiento más
Es imposible aquí referirse a este conjunto de problemas, algunos de los cua- les son, por otra parte, estudiados en otro texto de esta edición. Aquí, como en el capítulo anterior, nos limitaremos a una selección de aspectos que nos interesa subrayar en función del tema principal que nos ocupa, la dinámica actual y fu- tura de la acumulación capitalista.
Comencemos por el impacto de la disrupción digital en el empleo. Al res- pecto, debe tenerse en cuenta la evolución anterior, que se caracterizaba por un aumento relativo de puestos de trabajo en los servicios en detrimento del em- pleo industrial. Por ejemplo, la proporción de empleos industriales respecto del total en el Reino Unido se mantuvo en un tercio entre 1840 y 1960; desde en- tonces, ha caído a la décima parte. En EEUU, la industria representaba uno de cada tres empleos no agrícolas; hoy, uno de cada once. Incluso en Alemania, el país desarrollado que más ha mantenido el empleo industrial, sólo uno de cada cinco puestos de trabajo está en la industria.
También es cierto que las industrias de tecnología informática y otras de alta tecnología y diseños industriales complejos presentan hoy un panorama alejado del esquema tradicional de empleo de masas industrial, con un aumento de la productividad y un peso relativo del empleo mucho menor. El sector de nuevas tecnologías representa en EEUU, según el Brookings Institute, casi un 90% de la investigación y desarrollo del sector privado, un 80% de las patentes y de los ingenieros, casi un 60% de las exportaciones y una sexta parte del PBI, pero sólo el 8% del empleo. Si a esto se suma la continuidad de la tendencia anterior sobre la relación entre servicios e industria –de la que la disrupción digital es a la vez parte componente y elemento independiente– el resultado es que “des- aparecieron decenas de millones de empleos. (…) En 1991, había 234 millones de personas trabajando en la industria en los países en desarrollo. En 2014 ha- bían subido a 304 millones. En el mundo desarrollado, en cambio, los trabaja- dores industriales son sólo 63 millones, pero son los que agregan dos tercios del valor final. (…) El trabajo que se deslocalizó suele abarcar las etapas finales de ensamblado, tarea que parece la esencia del proceso manufacturero, pero que suele agregar poco valor al del producto terminado. (…) El ensamblado agrega menos valor que la fabricación de las partes (…). El ensamblado en China representaba sólo el 1,6% del costo minorista de los primeros iPads de Apple” (TE 9023, “They don’t make ’em like that any more”, 14-1-17).
Tal es la tendencia general. Ahora bien, es necesario también tener presentes ciertas reservas sobre las cifras y estadísticas, al tratarse de fenómenos nuevos
que no siempre son medidos con precisión. Es el caso, por ejemplo, de la me- dida de la pérdida de puestos de trabajo como resultado de las nuevas tecno- logías: “La declinación de la industria en el mundo desarrollado se ha exagerado. (…) La forma en que el trabajo manufacturero se representa en las estadísticas suele subrepresentar su importancia (…). En el pasado, empleos que hoy no serían considerados industriales eran computados como tales, inflando el total; a la inversa, hoy algunos empleos que parecen obviamente parte de la industria manufacturera no son computados como tales, reduciéndolo. (…) Como las estadísticas en general categorizan a las empresas según la ocupación de la mayoría de sus empleados, pérdidas de puestos de trabajo en áreas de ser- vicios, marketing o contables figuran como menos empleos industriales. El reem- plazo de camareras por una cantina subcontratada es estadísticamente indistinguible de la pérdida de empleos en la línea de producción (y hasta es posible que las camareras sigan trabajando en la cantina). Y el efecto inverso se da con otras formas de tercerización, como Jaguar hizo con DHL para la lo- gística de sus cadenas de suministros. Cuesta no ver ese servicio como parte in- tegral del proceso industrial [aunque esos empleos no figuren como industriales en las estadísticas. MY]. (…) En EEUU, según un estudio del Brookings Institute, un think tank, los 11,5 millones de empleos que en ese país se computaban como industriales en 2010 se complementaban con casi el doble de empleos en servicios vinculados a la industria, llevando el total a 32,9 millones. (…) Es- tablecer el número de empleos industriales va a ser cada vez más difícil. No sólo porque los proveedores de servicios penetran cada vez con más profundi- dad en el proceso industrial, sino porque las industrias se consideran cada vez más vendedoras de servicios”. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el servicio de mantenimiento post venta en Rolls Royce y otros fabricantes de motores de avio- nes. Pero no sólo en productos de tanto valor y duración: “La industria automo- triz, que fue durante el siglo el arquetipo de ‘golpear metal’, ve su futuro cada vez más en la provisión de ‘servicios de movilidad’ en vez de como vendedores de cajas de metal con cuatro ruedas” (cit.).
Sin embargo, por ahora este reciclado de compañías industriales como em- presas de servicios es música del futuro. Las mayores víctimas de la disrupción digital, las que más han sufrido el impacto a punto tal de arruinar gigantes y eliminar altos porcentajes de la fuerza de trabajo de los sectores en cuestión no son precisamente los rubros industriales clásicos, sino el negocio de la edición y venta de libros (dislocado por Amazon), de videos (la caída de Blockbuster fue en su momento comparada con la de Kodak), la producción y venta de mú- sica para público de masas (Napster primero, Spotify después), así como diarios (amenazados por las noticias online y las redes sociales), ropa (Amazon otra vez), taxis (desplazados por Uber y similares)…
Más serio parece el desafío de los vehículos eléctricos y las flotas de vehículos autoconducidos, que podría no sólo revolucionar la tecnología de producción sino amenazar el esquema de propiedad individual de vehículos, nacido con la misma industria, jamás modificado y uno de los grandes pilares culturales del capitalismo occidental. Sin embargo, también aquí hay proceder con cautela.
Desde hace tiempo que Tesla, la firma de Elon Musk dedicada a la producción de autos eléctricos, es un símbolo de la pujanza de la “nueva economía” a tal extremo que su valuación bursátil llegó a superar la de los dinosaurios Ford y General Motors… aunque su nivel de producción está cientos de veces por de- bajo de ambas. Sin embargo, por ahora no se da una ola de reestructuración similar a la de los 90, cuando la conformación de las cadenas globales de valor. En 2016, sólo el 1% de los vehículos vendidos estaba equipado con tec- nología básica de conducción autónoma parcial. Eso va a cambiar, pero lenta- mente: ocho de las diez mayores automotrices anunciaron planes para la fabricación de vehículos autónomos hacia 2025, y se calcula que para 2030 el 15% de los autos nuevos serán autónomos o casi autónomos (Mc Kinsey Global Institute, “Solving the productivity puzle”, febrero 2018).
Por lo tanto, “los gigantes cuasi monopolios digitales, como Alphabet-Goo- gle, Apple, Amazon, Facebook y Microsoft seguirán siéndolo, pero aún no apa- rece la disrupción en las grandes ramas de la industria y los servicios. (…) No hay disrupción aún en supermercados, hotelería, televisión o tarjetas de crédito. En parte por las altas barreras de entrada, en parte porque las mismas compa- ñías amenazadas están desarrollando sus divisiones de e-commerce” (TE 9060, “Uneasy accomodation”, 30-9-17).
Estas dudas abren paso a otra: la de si estamos ante una burbuja en la va- luación de las compañías de tecnología informática. Algunos indicadores mues- tran mayor salud que burbujas groseras como la de las firmas punto.com o las hipotecas subprime. Por ejemplo, la mayoría tienen flujos de caja reales y es posible distinguir entre activos de calidad y firmas dudosas. Pero tomando otros parámetros, hay como mínimo señales sospechosas. Si se toma la relación entre valor actual de mercado y activos físicos o intangibles de las diez mayores com- pañías tecnológicas, la ratio promedio es 8 a 1. Pero en muchas otras esa cifra se multiplica por cinco, o por diez. Gigantes como Amazon o Apple están en la cresta de la ola; Amazon está valuada en tres cuartos de billón de dólares, y Apple encabeza desde hace seis años el índice Bloomberg de las compañías más grandes del mundo por capitalización de mercado. Pero el 92% de la va- luación de Amazon, y el 99% de la de Tesla, se justifican por la estimación de las ganancias que van a obtener después de 2020. Samsung es la más “mate- rial” de las tecnológicas, con “apenas” un 35% de su valor de mercado respal- dado por ganancias post 2020. Esa promesa de ganancias futuras sostiene el 58% de la valuación de Apple, el 70% de la de Alphabet (Google) y entre el 75 y el 80% de las de Microsoft, Oracle, Intel y Facebook (TE 9029, “A trip to the shrink”, 25-2-17).
La hipótesis de la disrupción debe considerarse por ahora, entonces, como no verificada. Los desarrollos de la “economía digital” que sí se pueden identi- ficar son al menos dos: una desproporcionada cuota de ganancia para las gran- des ganadoras de la carrera informática, aprovechando las ventajas de productividad, efecto de redes, carácter monopólico u oligopólico, etc., y un co- mienzo de disrupción de las relaciones laborales, en al menos uno de dos sen- tidos (a veces ambos): reducción relativa del peso de la mano de obra sobre el
capital total y precarización de las condiciones de trabajo en términos de salario, tipo de contrato y flexibilidad horaria, entre otros aspectos.
En ese sentido, el caso quizá emblemático de devastación de la relación la- boral es la compañía de viajes de alquiler Uber, que incluso ha engendrado el neologismo de uberización del trabajo. Los choferes de Uber tienen un status la- boral muy por debajo del de los choferes de una flota. No hay relación formal de dependencia; los choferes son “proveedores independientes” sin derecho al- guno a reclamarle nada a Uber, algo que ha generado múltiples conflictos le- gales en varios países. Pero el chofer debe estar disponible en cualquier momento, con lo que su horario de trabajo es casi coextenso con el de su vida personal. Como señala correctamente Husson, “los progresos tecnológicos ya llevan, a través de la economía de las plataformas (Uber, etc.) a la extensión de la precarización, a la corrosión del status de la persona asalariada, así como de la protección social. Por otra parte, no es la técnica en sí misma la causa de esto, sino su inmersión en una lógica de rentabilidad” (“Dix ans…”, 25-8-17)
Hagamos un breve paréntesis para ver esta situación en términos marxistas. El aumento de la composición orgánica del capital (c/C, o volumen de capital constante sobre capital total) es un indicador de descenso tendencial de la tasa de ganancia, en la medida en que la fuente de plusvalor es v (el capital varia- ble). Por supuesto, esto vale sólo como indicador global, porque, de hecho, una empresa individual que gasta relativamente menos en salarios probablemente sea más eficiente –y tendrá una tasa de ganancia mayor– que otra firma del mismo rubro cuyo gasto en salarios sea mayor (y así es como ve el asunto el ca- pitalista individual).
Al respecto, el advenimiento de las grandes compañías informáticas muestra una doble tendencia: son gigantes empresarios más “livianos” en términos de activos y cantidad de empleados, pero que generan ingresos y “valor de mer- cado” mayores.
Veamos una medida de este proceso. En 1990, las tres mayores automotrices de Detroit sumaban ingresos nominales de 250.000 millones de dólares y una capitalización de mercado de 36.000 millones, con 1,2 millones de empleados. En 2014, las tres mayores firmas de digitales de Silicon Valley tenían casi los mismos ingresos (247.000 millones de dólares), pero una capitalización de mer- cado de más de 1 billón de dólares –es decir, 30 veces mayor– y con sólo
137.000 empleados, casi nueve veces menos.
De esta manera, su productividad más alta (y también su posición monopó- lica) les permite una tasa de ganancia más alta que al resto de la “vieja econo- mía”, pero esto da lugar a un interrogante: ¿qué ocurrirá con la producción de plusvalía si esta tendencia al adelgazamiento de v se extiende al conjunto de las ramas? ¿Estamos realmente a las puertas de un salto en la productividad mo- torizado por la tecnología digital?
En todo caso, no todavía. Según un informe del Mc Kinsey Global Institute (MGI), uno de los think tanks más conocidos y prestigiosos a nivel global, la di- gitalización “contiene la promesa de significativas oportunidades de impulsar la productividad, pero esos beneficios aún no se han materializado, al menos
en escala”. Las razones que identifica son varias: la demora en alcanzar la ma- durez tecnológica y la escala necesaria (MGI calcula que sólo el 18% de las firmas de EEUU y el 12% de las europeas operan en su “pleno potencial digi- tal”), los costos de transición (estructuras duplicadas, pérdida de clientes), pér- didas de ingresos por competencia o ineficiencia propia y fuertes desigualdades por sector en el proceso de digitalización (salud, educación y comercio minorista están entre los más rezagados), entre otras. Así, “el impacto neto a corto plazo de la digitalización no queda claro” si es beneficioso o perjudicial.
El informe reconoce que las empresas “destinan recursos sustanciales a la in- novación digital; sin embargo, ésta no tiene todavía un impacto directo e inme- diato en la producción y en el crecimiento de la productividad. Puede que estemos experimentando una reedición de la paradoja de Solow de los 80: la era digital nos rodea pero aún no es visible en las estadísticas de productividad” (website de MGI, “Solving the productivity puzzle”, febrero 2018).
El mismo informe advierte sobre la posibilidad de que las tecnologías digi- tales socaven sus propias promesas de aumento de la productividad por vías como la cuasi eliminación de la competencia, lo que a su vez reduciría los in- centivos a la innovación y la “performance operativa”. El “efecto red” (network effect), que consiste en que cuanto más abarca una red, más atractiva se vuelve (algo que conocen todos los usuarios de las redes sociales) genera a su vez una dinámica de “el ganador se queda con todo”. En efecto, no hay espacio para tres o cuatro Facebooks; si así fuera, perderían su principal atractivo, que es “hay que estar porque están todos”. Según MCI, este escenario de menor com- petencia es probable en aquellas industrias donde tengan lugar estos fenóme- nos; si no ahora, en el futuro cercano.
Por otro lado, los gigantes de la tecnología digital sin duda aparecen como mucho más productivos, pero eso no necesariamente significa, como se ha ar- gumentado a menudo, que ese aumento de productividad se deba exclusiva o esencialmente al avance tecnológico operado por una mano de obra más cali- ficada (plusvalía relativa). El ejemplo de una de las compañías líderes del mundo digital, Amazon, es muy ilustrativo de que para muchos trabajadores la tecno- logía informática, lejos de ser un reemplazo para el desgaste de energía física y mental, puede ponerse al servicio de formas de control, explotación y aumento de la plusvalía absoluta que habrían hecho las delicias de los industriales de Manchester en el siglo XIX.
En los inmensos depósitos y almacenes logísticos de Amazon, la tarea nú- mero uno es armar y ordenar los pedidos de entrega de mercadería. Mediante el uso de una muñequera (pérfidamente menos invasiva que los chips injertados bajo la piel que empiezan a usar otras industrias), patentada en febrero de este año, Amazon puede guiar a los trabajadores por los corredores interminables con la máxima eficiencia. Así, se logra una inmensa diferencia de productividad respecto de otras empresas de logística gracias a que sus tres categorías de em- pleados, los “apiladores” (stowers) que estiban las mercaderías, los “recolecto- res” (pickers) que las seleccionan para armar los pedidos y los “empacadores” (packers) que arman las cajas para los despachos individuales, ven reducidos
los “tiempos muertos” casi a cero. Mediante vibraciones y otras señales, la mu- ñequera no sólo indica el camino más corto y rápido, sino que avisa a los ca- pataces de cualquier demora o desvío del trabajador, que no tiene, literalmente, un minuto de descanso (TE 9081, “Better, stronger, faster”, 3-3-18).
Las brutales técnicas de explotación del trabajo de Amazon son ya legenda- rias, y conducen a una de las tasas más altas de rotación de empleados en la industria, con una estadía promedio de un año. La presión física y sobre todo psíquica es tan abrumadora que es habitual ver trabajadores estallar en crisis, bañados en lágrimas. Por ejemplo, mientras buscan en los estantes, los disposi- tivos de mano que los guían cuentan los segundos que se toman para sacar cada artículo. Para cumplir los objetivos de productividad, los empleados deben, en cada jornada, caminar hasta 24 kilómetros y recoger unos 1.000 artículos (TE 9075, “Unfulfilled”, 20-1-18).
El círculo siniestro de esta tecnología se cierra con la descualificación laboral. Lejos de los cantos de sirena que hacen los apologistas digitales de “salarios altos” y “recualificación de la mano de obra” que supuestamente acompañarían a la “economía del conocimiento” (dejemos de lado por ahora si este fenómeno es generalizado o instituye nuevas formas de estratificación y fragmentación la- borales), el resultado en muchos casos es exactamente el opuesto. Las muñeque- ras y aparatos de ese tipo pueden funcionar perfectamente con –de hecho, son ideales para– trabajadores muy poco o nada entrenados, ya que aparte de ca- minar y mover los brazos no pueden tomar casi ninguna otra decisión autónoma. Los 125.000 trabajadores de Amazon que operan en los 75 “centros de cum- plimiento” (así se llaman) de EEUU no sólo son más jóvenes que el promedio de la industria (la mitad tiene menos de 35 años), sino que la estructura del funcio- namiento logístico “se apoya en trabajadores sin formación y de mínima califi- cación”, lo que genera una diferencia salarial del 10% menos que otros trabajadores de tareas similares en otras empresas (TE 9075, cit.).
En este esquema, como se ve, todos los beneficios y ventajas quedan del lado de la compañía y todas las angustias y sufrimientos del lado del trabajador, crecientemente agobiado.3 Si esto se puede considerar representativo, o al menos un símbolo del recorrido de la “nueva economía” surgida de la aplicación de la tecnología informática al mundo del trabajo ¿a quién le puede extrañar que el resultado sea el crecimiento obsceno de la desigualdad social, educativa y, por supuesto, de ingresos?
Tiene toda la razón Husson, entonces, cuando en referencia a las reformas neoliberales en el terreno laboral afirma que “extender el campo de la precari- zación (…) se presenta como la forma necesaria de la modernidad digital” (“Ca- pitalismo del siglo XXI…”: 64). Toda supuesta tendencia en contrario pertenece, por ahora, al mundo de las hipótesis… o de los panegíricos interesados.
- Digamos de paso que dispositivos como los de Amazon cumplen a carta cabal el mismo papel de instrumentos de alienación y embrutecimiento que la maquinaria en la gran industria; un mero repaso del capítulo 13 del tomo I de El capital revela analogías sorprendentes.
- DOS PROBLEMAS ESTRATÉGICOS: POBLACIÓN Y PRODUCTIVIDAD
En último análisis, el cuestionamiento más profundo que plantea la continui- dad de la crisis de 2007-2008 es si, cuándo, bajo qué lógica y en qué condi- ciones el capitalismo estará en condiciones de generar un ciclo económico claramente ascendente. Es decir, si podrá cumplir la promesa de bienestar y prosperidad que, como orden social, formula a todos los habitantes del planeta que por ahora, en su mayoría, son más bien las víctimas de una u otra de sus calamidades.
El crecimiento genuino es el resultado de una expansión de la inversión pro- ductiva, que a su vez sólo tiene lugar si hay una expectativa razonable de alto retorno de esa inversión. El problema que abruma a economistas y empresarios es que sin entrada de nuevos contingentes de carne de explotación capitalista, esto es, si no se amplía la masa de trabajadores pasibles de de producir trabajo no pagado, la extracción de plusvalía, fuente de la ganancia, se está obligado a forzar límites económicos, políticos y sociales contra la clase trabajadora. Y el dilema es que, incluso luego del avance sobre derechos y conquistas de los trabajadores a nivel global desde el establecimiento de la mundialización neo- liberal, hace falta más aún.
Como ha señalado Marx (y muchos economistas marxistas después de él, como Grossman), una de las formas de compensar o contrarrestar temporaria- mente la baja de la tasa de ganancia es aumentar la masa de ganancia. Pero eso requiere de una expansión productiva que tiene diversas variantes: 1) au- mentando la tasa de explotación a los trabajadores actuales (plusvalía absoluta),
2) un aumento de la inversión y la capacidad productiva que incorpore nuevos trabajadores al proceso de generación de valor (algo que sucedió, por ejemplo, con el aumento de la tasa de trabajo femenino, o con la entrada al circuito ca- pitalista global de los trabajadores del “bloque soviético”), y 3) aumentando la productividad de esos trabajadores (y así, la tasa de plusvalía relativa) a través de innovaciones tecnológicas que aumenten el rendimiento de la fuerza de tra- bajo, abaraten sus medios de consumo, etc.
Ahora bien, el relativo estancamiento de la dinámica del capital obedece en el fondo a que ninguna de estas alternativas presenta un camino despejado. Aquí nos concentraremos en los dos últimos; sobre el primero, sólo diremos que el campo fértil para la explotación del trabajo se vino reduciendo en la medida en que avanzó la maduración de esa formidable fuente de plusvalía que repre- sentó la inserción en el engranaje capitalista global de la clase obrera china (sobre todo) y de la del ex bloque soviético. Una vez terminado el “momento Rosa Luxemburgo”, toda nueva vuelta de tuerca de explotación del trabajo re- quiere de condiciones políticas que no son fáciles de recrear. Aun si el escenario político de los últimos años no estuvo caracterizado por revueltas generalizadas contra el capital, los procesos de rebelión popular, el surgimiento y desarrollo de amplios movimientos de la juventud y de las mujeres, e incluso la extensión de un “sentido común anticapitalista” y contra la desigualdad social de difusos
contornos, vago y difícil de medir, pero presente, operan como contratendencias y límites a una marcha del capital que tuerza sustantivamente las relaciones de fuerza. Y no es menos que inclinar de manera duradera la balanza para el lado del capital lo que éste necesita para salir de su marasmo.
El (poco visitado) lado demográfico de la economía
“Es característico de la economía política burguesa actual no el temor por la sobrepoblación sino, por el contrario, por la subpoblación” (Henryk Grossman, La ley de la acumulación y del derrumbe del sistema capitalista)
A primera vista, parecería que para el orden social la población sólo puede ser un problema por su exceso, habida cuenta del salto poblacional de las últi- mas décadas; el planeta duplicó su cantidad de habitantes desde 1970, desde 3.700 millones a más de 7.500 millones. Pero mirado más de cerca, el pano- rama es otro. Hay una clara tendencia al envejecimiento poblacional en los pa- íses centrales como EEUU, la Unión Europea y Japón (y también en otros “emergentes” que están llegando asimismo a un límite de maduración de su pro- ceso económico, como Tailandia). Esta tendencia de la población “nativa” ha sido durante años disimulada o morigerada por importantes flujos migratorios: latinoamericanos y otros en EEUU, africanos y asiáticos en Europa (y casi nada en Japón, como ya hemos visto). Pero este efecto ahora se ve atenuado por dos razones: primera, y nuevamente, una maduración de los flujos migratorios, com- binada con un descenso en la tasa de fertilidad de la mayoría de los países emisores, y segunda, la novedad política de un creciente freno, por razones po- líticas, a la inmigración extracontinental, algo particularmente visible en la Unión Europea (y que fue uno de los leitmotivs del Brexit).
Este último punto es particularmente serio por cuanto los flujos migratorios históricamente han cumplido el papel de renovación y ampliación de la base de trabajadores disponibles. Desarrollaremos aquí en términos conceptuales hasta qué punto esto representa la obturación de una vía a una reanudación vi- gorosa de la acumulación capitalista global.
Respecto de la relación entre la evolución de la población y el curso del pro- ceso de valorización, Marx es taxativo: “Para que la acumulación pueda ser un proceso continuo, ininterrumpido, es condición indispensable que mantenga este crecimiento absoluto de la población, aunque ésta disminuya proporcionalmente al capital empleado. El aumento de la población constituye la base de la acu- mulación como un proceso continuo” (Teorías sobre la plusvalía, II: 14).
Desde ya, este “aumento de la población” no debe entenderse, como hacen algunos críticos superficiales de Marx, necesariamente como un crecimiento de la cantidad de proletarios respecto de la población total. Ésa era la ten- dencia dominante en tiempos de Marx, y cabe agregar que un rasgo distintivo de las últimas décadas fue la extensión de la relación salarial, algo que la ci- tada disrupción digital no ha revertido. Sin embargo, aun así Marx aclara que “sólo es una necesidad del modo capitalista de producción que el número de
asalariados aumente en forma absoluta, a pesar de su disminución relativa” (El capital, II/6: 338).
Aunque no tiene el carácter espectacular de las crisis de crédito, de subcon- sumo, etc., el factor población es uno de los fundamentos materiales de la re- producción del ciclo capitalista. Si no ha sido tan estudiado se debe a que no es el desencadenante más habitual de las crisis, y por lo general la dinámica capitalista aborda la cuestión antes de que se transforme en un obstáculo serio a la marcha de la acumulación; así, consideremos por ejemplo el impulso a la colonización, que, como decía Grossman contra Rosa Luxemburgo, lejos de ser simplemente una búsqueda de mercados para la realización de la plusvalía, ad- quirió en el siglo XX un creciente carácter de fuente de producción de nuevo plusvalor, incorporando regiones y países enteros, incluidas amplias capas de su población, a la esfera del capital.
Por tanto, “corresponde a la esencia de la acumulación capitalista el hecho de que el capital tenga la constante tendencia a expandirse por encima de la estrecha base de valorización dada por la población. (…) La población co- mienza a ser un obstáculo para la acumulación de capital, pero no porque la base de consumo sea demasiado estrecha, sino porque la base de valorización se vuelve insuficiente en tanto ‘la producción de plusvalor encuentra un límite’ [Marx: tomo I/1: 373].” (H. Grossman, La ley…: 246-247).
Y así es, en efecto. Hay múltiples ejemplos en la literatura económica mains- tream actual de la creciente preocupación por esta necesidad del capitalismo de mantener el flujo de trabajo vivo en la producción. Veamos si no lo que dice un vocero de la “economía política burguesa actual”: “El envejecimiento de la población implica que la fuerza de trabajo en las economías desarrolladas po- siblemente se estanque, o incluso retroceda, en las próximas décadas. Esto sig- nifica que casi toda la carga de crecimiento económico probablemente deba recaer en mejoras de la productividad” (TE 9049, “How to kill a corporate zom- bie”, 15-7-17).
En términos marxistas: si la “base material de valorización”, es decir, el nú- mero de trabajadores incorporados al proceso de producción, no crece lo sufi- ciente como para acompañar el proceso de acumulación –o incluso decrece–, es necesario redoblar la extracción de plusvalía sobre los trabajadores actuales. Pero aquí también operan los límites de la lucha de clases y hasta físicos para que esa plusvalía adicional sea absoluta; por lo tanto, concluye el redactor del Economist, sólo quedan las “mejoras de la productividad”, esto es, la plusvalía relativa. Y veremos enseguida que ese sendero también está erizado de espinas. Ahora bien, lo interesante de esta cuestión es que no se trata de una ley abs- tracta y siempre igual a sí misma, sino que opera con distinto peso según el pe- ríodo histórico de la acumulación de capital de que se trate. Es lo que en nuestra corriente hemos dado en llamar el problema de las edades del capitalismo, en el sentido de rechazar la idea de ciclos de auge y crisis cuyo flujo es un continuo ir y volver donde nada se pierde y nada se agrega, como en las estáticas cos- movisiones hindúes. No hay tal: por el contrario, la evolución de la “curva de desarrollo capitalista” implica necesariamente modificaciones en el tipo, número
y peso de los factores incidentes a medida que el capitalismo acumula historia y envejece. Este decurso implica cambio y movimiento, una dialéctica específica que no está predeterminada, sino que es un resultado histórico concreto de ten- dencias vivas (económicas, políticas, sociales y la interacción de todas ellas). Esta dialéctica excluye por definición la idea de relaciones fijas e inmutables entre los distintos elementos del proceso de acumulación y eventualmente modi- fica –dentro de los límites más generales de las características estructurales del sistema– su rango y esfera de influencia.
En ese sentido, es robustamente marxista esta conceptualización de Gross- man sobre el papel de la población en la dinámica capitalista: “Con la multipli- cación de la población también se extiende el límite máximo de la acumulación de capital. (…) Pero, por otra parte, de la ley de la acumulación resulta que por cada población dada existe un límite infranqueable por la acumulación de ca- pital, más allá de la cual carece de sentido continuar la tal acumulación puesto que ésta viene acompañada por el descenso de la tasa de ganancia y, junto con ello, el surgimiento del ejército de reserva. (…) En las fases iniciales de la acumulación de capital [en el siglo XIX. MY], y en relación al reducido volumen del capital, la población, en términos generales, era demasiado grande. De allí se explica la concepción de Malthus y sus secuaces. En la fase tardía de la acu- mulación de capital se presenta la relación inversa. En relación con la poderosa acumulación de capital, la población, y por lo tanto también la base sobre la que se apoya la valorización, deviene progresivamente más reducida. De allí que se produzca una agudización de las tensiones en los países capitalistas de la primera hora en el curso de la acumulación, (…) de allí el creciente temor de los representantes del actual modo de producción frente al descenso de la tasa de natalidad” (H. Grossman: 113). En su crítica a Otto Bauer, Grossman le re- procha que parte del supuesto metodológico de que “el modo de producción capitalista lleva en sí mismo el mecanismo que reajusta la acumulación al creci- miento de la población; (…) nosotros, en cambio, demostramos lo contrario, a saber, que hace su aparición una tendencia que conduce necesariamente a la sobreacumulación absoluta de capital, rebasando los límites del crecimiento de la población. (…) Dentro de los límites de la valorización anteriormente estable- cidos, el ritmo de la acumulación de capital es independiente de la magnitud del crecimiento de la población” (H. Grossman: 117 y 147). Es justamente la dinámica separada de ambos procesos la que conduce a los conflictos entre ellos, porque, contra la visión “armonicista” de Otto Bauer, el gran teórico del reformismo socialdemócrata alemán, no hay “ajuste automático” de la acumu- lación capitalista a los movimientos demográficos, sino desequilibrios y contra- dicciones que son, asimismo, abono para las crisis.
En los análisis de los defensores del capitalismo, la preocupación por el pro- blema demográfico, especialmente en los países avanzados, surge sobre todo a partir de la llamada “sostenibilidad del régimen de retiro”. Uno de los elemen- tos más poderosos para garantizar la estabilidad del orden keynesiano de pos- guerra fue la extensión universal de la prestación de retiro para los trabajadores a la edad de 60 o 65 años. Esa prestación se apoyaba sobre una ratio de tra-
bajadores activos sobre retirados que ha cambiado de manera muy paulatina, pero dramática cuando se ven sus efectos acumulados. De allí el ataque neoli- beral también a este pilar del Estado de bienestar, bajo la forma de reducción de beneficios, de monto de la pensión y, sobre todo, de aumento de la edad de retiro, en aras de reducir el déficit crónico de las cajas de retiro estatales, a la vez que se promueven esquemas de seguro de retiro privados e individuales. Este proceso es generalizado y la intención de la clase capitalista en este tema es unánime; las diferencias nacionales no remiten a otra cosa, por lo general, que a la relación de fuerzas entre las clases y a la mayor o menor resistencia que el capital encuentra para imponer su voluntad.
Sin embargo, se trata sólo de un costado del problema, el que hace a la carga del sistema de retiro sobre las arcas fiscales. El otro costado es aun más difícil de resolver, porque hace, como vimos, al estrechamiento de la base ma- terial de extracción de plusvalía y a los límites en la productividad que se derivan de un progresivo envejecimiento de la mano de obra.
De más está decir que también aquí aparecen las determinaciones extraeco- nómicas como “interferencias” (o respaldos) para la marcha de la acumulación de capital. Uno de los motivos conductores de la globalización y sus panegiristas es el aumento de la “libre circulación de bienes y personas” (consagrada, por ejemplo, como parte del marco legal básico de la Unión Europea). Pues bien, justamente en los últimos años hemos presenciado una creciente facilidad para la circulación de bienes y capitales, acompañada de trabas cada vez más ex- plícitas a la “libre circulación de personas”. La creciente fobia a la inmigración que explotan –con bastante éxito– las fuerzas políticas europeas de derecha y ultraderecha es una clara evidencia de esto.
Alentar estas tendencias tiene, para las burguesías europeas, acaso racionali- dad electoral, pero es un despropósito económico. Todas las poblaciones “nativas” de Europa occidental, sin excepción, están en declive, con envejecimiento y baja de la fertilidad promedio, por razones culturales de todo tipo. Siendo así las cosas, la única posibilidad de reponer población trabajadora, fuente de plusvalía, es su- biendo el número de habitantes vía la inmigración (que además tiene una tasa de fertilidad mucho más alta, si bien ese efecto se disipa luego de una o dos ge- neraciones). Cerrar esa canilla demográfica o transformarla en un goteo augura para los países involucrados el tenebroso panorama que hemos visto para Japón de estancamiento (y luego retroceso) económico y poblacional.
En otro orden, hay que ser cuidadoso respecto de las capacidades de los países emergentes para proveer de manera indefinida esa “carne de explota- ción” que el capital global necesita. Salvo excepciones, la tasa de fertilidad en África, que hace no más de 20 años estaba por arriba de 5 hijos por mujer en edad fértil, va convergiendo rápidamente a las –mucho más bajas– tasas “occi- dentales”, un proceso que ya tuvo lugar en América Latina, por ejemplo. Ade- más, esa mano de obra tiene que poder desplazarse físicamente; si es frenada en la frontera libia o en el Mediterráneo (¡o en el muro de Trump!), no podrá in- corporarse a las necesidades del capital. Y tampoco es seguro que eso suceda fronteras adentro: no hay que igualar proceso de urbanización de la población
con proceso de proletarización, es decir, de extensión de la relación salarial. Como vimos en el caso de África, y a diferencia del proceso asiático, la reduc- ción de la población rural condujo no a más proletarios sino a formas precarias de autosubsistencia individual precapitalistas y de bajísima productividad, que es exactamente lo contrario de lo que necesita el orden global. A ese tema nos abocaremos ahora.
El “enigma de la productividad” sigue sin resolución
“Si el despliegue ilimitado de las fuerzas productivas fuera posible bajo el capitalismo, entonces el problema del socialismo no sería un reordenamiento del proceso de producción, sino un ‘calculado’ reparto dentro de la situación productiva existente” (Henryk Grossman, La ley de la acumulación y del de- rrumbe del sistema capitalista)
La inversión productiva, como correctamente observa Roberts, no es un motor inicial sino una función derivada de la tasa de ganancia, hoy con una mediocre performance que más bien estimula el redireccionamiento de la inversión a los activos financieros y la especulación en sus múltiples canales. Ya hemos citado al FMI, el Banco Mundial y la OCDE en referencia a las pálidas perspectivas a mediano plazo para el crecimiento económico. Yendo un poco más lejos en el tiempo, el Mc Kinsey Global Institute (MGI) realizó uno de los estudios más pro- fundos sobre la dinámica económica global a largo plazo que se hayan hecho fuera de los organismos multilaterales. El informe, de 2016, se titula “Diminishing returns: Why investors may need to lower their expectations” (Rendimientos de- crecientes: por qué los inversores pueden tener que bajar sus expectativas), y calcula que el escenario de tasas de rentabilidad más bajas que el promedio reciente en la Bolsa y en bonos (no en el sector productivo) se extenderá por lo menos otras dos décadas.
En su argumentación, el informe subraya el contraste con las décadas ante- riores en tasas de productividad, inflación y crecimiento demográfico (todas ele- vadas desde los 70, bajas ahora), y concluye que en términos de crecimiento del PBI, la tasa de los próximos 20 años será notoriamente más baja que la del promedio de los últimos 50 años. Agrega que “la mayor parte de los inversores de hoy han vivido siempre en esta era dorada [sic], y un período de bajos re- tornos va a requerir ajustes dolorosos”. Por ejemplo, ahorrar más para jubilarse con el mismo nivel de vida que antes e incluso consumir menos.
El estudio propone dos escenarios alternativos, uno de crecimiento más lento y otro de recuperación, que estará necesariamente atada a la mejora de pro- ductividad. A dos años de ese informe, otro estudio del MGI de febrero de este año, citado más arriba a propósito de la digitalización en la industria, reconoce que sigue pendiente “resolver el enigma de la productividad” (“Solving the pro- ductivity puzzle”).
En su análisis de la coyuntura, Mc Kinsey identifica tres vectores que conflu- yen en una recuperación “alta en empleo pero baja en productividad”, que pro-
medió un 0,5% de aumento anual entre 2010 y 2014 contra un 2,4% anual entre 2000 y 2010. Esos vectores son “el desvanecimiento del boom de la pro- ductividad iniciado en los 90, los efectos de la crisis financiera –que generan una incertidumbre y una demanda débil persistentes– y la digitalización. La ter- cera es fundamentalmente distinta de las otras dos porque contiene la promesa de un aumento significativo de la productividad, pero esos beneficios no se han materializado” (cit.).
En efecto, ante la ausencia, al menos en grado suficiente, de una clara ten- dencia a relanzar la inversión productiva, y ante las dificultades políticas que supone redoblar la explotación – los que no tengan dudas al respecto no tienen más que preguntarle a un tal Emmanuel Macron–, sólo queda la posibilidad (o más bien, la “promesa”) de un salto en la productividad a partir de la irrupción de la “economía digital”.
Sobre este punto, hemos mencionado el escepticismo de Robert Gordon –de amplia difusión en círculos económicos de todas las tendencias– respecto del potencial de las nuevas tecnologías en comparación con las revoluciones indus- triales de los siglos XIX y XX. Pero no hace falta subirse al carro ni de los apolo- gistas ni de los detractores para constatar que el eventual efecto balsámico de la revolución digital sobre el conjunto de la dinámica económica capitalista es, a casi dos décadas de su inicio, una hipótesis que debe considerarse aún inde- mostrada. ¿Ha permitido este proceso el ascenso fulgurante de gigantes tecno- lógicos que ocupan los primeros puestos del ranking de empresas por valor de mercado y márgenes de ganancia? Sí, sin duda alguna. Pero el éxito de esas compañías no ha logrado irradiar al resto, de modo que aparecen como “islas de alta productividad en un océano de estancamiento”, según la aguda y sinté- tica definición que citáramos más arriba.
El informe de MGI comparte esa inquietud: “La desaceleración del creci- miento de la productividad laboral aumenta la preocupación en un momento en que unas economías envejecidas dependen de subas de la productividad para impulsar el crecimiento económico. Sin embargo, en la era de la digitalización, la desconexión entre un crecimiento de la productividad que desaparece y el rápido cambio tecnológico no podría ser más pronunciada” (cit.).
Entre los patrones de esa desaceleración del crecimiento, que está “en sus mínimos históricos”, Mc Kinsey identifica un “bajo numerador” de valor agre- gado en relación con un “alto denominador” de horas trabajadas, y no logra responderse la pregunta de por qué las compañías aumentan el empleo, o las horas de trabajo, sin que se registren los correspondientes incrementos en la pro- ductividad. La respuesta, sin embargo, está en otra parte del informe, cuando se hace referencia a otros dos problemas: la “aversión al riesgo” y la “debilidad de la demanda”.
El informe aclara que no hay que pensar que la debilidad de la demanda obedece exclusivamente a los efectos de la crisis, sino que son expresión de una tendencia previa y más estructural: “Hay muchos agujeros en el ciclo virtuoso de crecimiento. El crecimiento de los ingresos de amplios sectores se ha divor- ciado del crecimiento de la productividad, porque una participación del trabajo
sobre el ingreso total en baja y una creciente desigualdad erosionan la mediana de los salarios, y los altos costos de vivienda y educación ejercen un efecto de- presivo sobre el poder de compra de los consumidores. Aparece como cada vez más difícil compensar un consumo más bajo con mayor inversión, ya que esa inversión está influenciada en primer lugar por la demanda de bienes y ser- vicios” (cit.).
Así, no es difícil ver que la renuencia a correr riesgos frena la inversión pro- ductiva, que podría permitir mayor agregación de valor por hora trabajada. Y la demanda débil es un correlato directo del aumento de la desigualdad, que a su vez deriva de lo mal paga que está la fuerza de trabajo. Todo se relaciona: los bajos salarios enflaquecen la demanda, lo que desalienta la inversión de riesgo que podría hacer más productivo el trabajo. Por eso mismo, sube la can- tidad las horas de trabajo pero no la productividad. Los capitalistas que pueden huyen de la inversión productiva para refugiarse en los activos financieros, lo que alimenta la burbuja de valuación excesiva y las ganancias del capital ficti- cio, aumentando la desigualdad… y así sigue la rueda.
La crisis escaldó de tal manera a los inversores que antes de dirigir su capital a la producción cuentan hasta cien mil: “Desde la Gran Recesión, la intensidad de capital, o capital invertido por trabajador, aumentó en muchos países desarro- llados a la tasa más lenta desde la posguerra. Este lento crecimiento del capital por hora trabajada explica la mitad o más del declive de la productividad” (cit.). En este contexto, el impulso a la digitalización, como vimos más arriba, no conduce ni a más empleos de alta calificación ni a mayor productividad: “La di- gitalización puede agrandar aún más estos agujeros, por ejemplo, si la auto- matización comprime aún más la parte del trabajo en el ingreso total y aumenta la desigualdad de ingresos al eliminar empleos de clase media y polarizar el mercado de trabajo entre ‘superestrellas’ y el resto. A menos que el trabajo des- plazado pueda encontrar puestos de alta productividad y altos salarios, los tra- bajadores pueden terminar en empleos de bajos salarios que resulten un freno al crecimiento de la productividad” (cit.). Es el mismo proceso que hemos visto en relación con a) muchas empresas que demoran la transición a la tecnología digital porque resulta más cara que salarios baratos, y b) empresas tecnológicas como Amazon que sí aumentan la productividad, pero a fuerza de la explotación
y descualificación más brutales del trabajo y del trabajador.
Es por eso que en la búsqueda de sectores de vanguardia (jumping sectors), el panorama es desolador. A diferencia del promedio de las últimas dos déca- das, con un 18% de sectores de vanguardia, en 2014 en EEUU sólo el 4% de los sectores contaban como de vanguardia en la digitalización, y lo propio su- cede en otros países desarrollados, lo cual es “consistente con un entorno en el cual la digitalización y sus beneficios para la productividad están teniendo lugar de manera lenta y despareja” (cit.).
Entonces bien, ¿cómo se resuelve el “enigma de la productividad”? Las res- puestas del Mc Kinsey Global Institute no pueden ser más decepcionantes. Lejos de un plan serio o de propuestas específicas, todo lo que tiene para ofrecer este respetado “tanque de ideas” es una lista de buenas intenciones, expresiones de
deseo y apuestas en el aire: “Dar prioridad fiscal a la inversión productiva” (¿en- cima hay que bajar impuestos a los capitalistas para que superen su “aversión al riesgo”?), “promover el crecimiento de la demanda y aumentar el poder de compra de los consumidores de bajos ingresos” (¿eso significa aumentar los sa- larios? Si es así, díganlo, como The Economist, por ejemplo, aunque no aclara cómo piensa convencer a los patrones), “ampliar los beneficios de la digitaliza- ción” (¿cómo y a quiénes?), y así por el estilo.
Lo que sí queda claro es que la “nueva economía digital” se trata de la apuesta más importante para reencaminar la productividad, y con ella la inver- sión, la demanda y el crecimiento económico, ya que se estima que de todas las vías posibles “un 60% vendrá de las oportunidades digitales” para “desatar una poderosa tendencia de crecimiento de la productividad en al menos un 2% promedio por año en los próximos diez años”. No parece una meta particular- mente ambiciosa, pero quizá eso mismo sea un indicador tanto de lo profundo del marasmo actual como de lo exagerado de las expectativas de quienes ven en las nuevas tecnologías la vía regia para un nuevo período de desarrollo del capitalismo global.
- CICLOS Y LUCHA DE CLASES: ALGUNAS CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS
“La tendencia al derrumbe en tanto que ‘tendencia básica’ natural del sistema capitalista se descompone en una serie de ciclos, en apariencia independientes, donde la tendencia al derrumbe se impone sólo periódicamente. (…) De este modo, el derrumbe absoluto se transforma en una crisis transitoria, luego de la cual se reinicia el proceso de acumulación sobre una base distinta. (…) Natu- ralmente, no existen, como afirma acertadamente Lenin, situaciones absoluta- mente imposibles de superar. (…) El mecanismo capitalista no está abandonado a sí mismo. En él actúan fuerzas vivas: por un lado, la clase obrera, por el otro, la clase empresarial” (H. Grossman, La ley de la acumulación y del derrumbe del sistema capitalista)
Saldremos ahora del terreno del análisis empírico de los elementos de la marcha de la economía capitalista para puntualizar algunos problemas de ín- dole metodológica relativos a la manera de enfocar el análisis de los elementos de la crisis en su relación con los factores “exteriores”. El carácter recurrente de las crisis ha sido señalado por críticos y apologistas como un rasgo permanente del sistema capitalista industrial desde su origen mismo. Incluso antes de la re- dacción de El capital, Marx (y muchos otros) identificaban la existencia de “ciclos industriales” que conducían a crisis periódicas aproximadamente cada diez años. En los años 20, un famoso debate tuvo como protagonista a Nicolai Kon- dratiev y su teoría de las “ondas largas”, con ciclos ascendentes y descendentes del capitalismo de unos 50 años, que fuera cuestionada por Trotsky en su texto “La curva de desarrollo capitalista”.
Desde entonces, en la teoría económica ha brotado una insólita profusión de ciclos. En su visión sobre la crisis actual, Michael Roberts propone sincronizar
las tendencias de al menos cuatro ciclos: el ciclo Kondratiev “que puede durar entre 54 y 72 años, basado en la innovación tecnológica y los precios globales de las commodities”, el que llama “ciclo de rentabilidad”, con una duración de 16 a 18 años; el “ciclo de negocios” (aproximadamente equivalente al “ciclo industrial” de Marx), de 8 a 10 años, y el más corto “ciclo Kitchin” (por Joseph Kitchin, economista de los años 20), de entre 40 y 70 meses, originado en las alteraciones de los flujos de información que inciden en las decisiones de los agentes económicos. Para Roberts, cuando este conjunto de ciclos se alinea de manera descendente sobreviene una depresión, como ocurrió en 1873-1893, en los años 30 y en 2007-2008, ya que es algo que se da “sólo cada 60 o 70 años”. La coyuntura actual de recuperación no sería otra cosa que un “ciclo Kit- chin ascendente” en ese marco, luego de un ciclo corto descendente en 2013- 2015 (“Forecast for 2018: the trend and the cycles”, 29-12-17).
En medio de las múltiples combinaciones a que dan lugar los cruces de ci- clos de distinta duración, es en razón de un fondo material de baja producti- vidad y caída de la tasa de ganancia, con menos inversión productiva y crecimiento débil, que una lentísima “salida” de la Gran Recesión augura, según Roberts, “todavía unos años de recesión”. Para el economista británico, la depresión termina por un conjunto de resultados económicos o por “una ac- ción política que ponga fin o reemplace al modo de producción capitalista” (aunque parece olvidar el otro motivo posible: una victoria del capital en im- poner relaciones de fuerza contra los trabajadores por todo un período). Por supuesto, Roberts admite que las depresiones difieren entre sí y tienen rasgos específicos; en el caso de la de 2007-2008, el rol del crédito y un volumen de deuda excesivo que se arrastra desde los 80. El elemento común es que el cre- cimiento del capital ficticio (inversión especulativa en acciones, bonos, títulos) y del beneficio del capital en los sectores improductivos como las finanzas busca compensar la baja tasa de ganancia en el proceso de acumulación de capital “real”.
Dicho esto, cabe un primer alerta metodológico respecto de una concepción demasiado mecánica de los ciclos (en la que parece caer Roberts) que les con- fiere una autonomía tal que se ponen por encima de los procesos sociales y la lucha de clases. La existencia misma de los ciclos –y con mayor motivo, la dura- ción de éstos– no está separada por una muralla china de los desarrollos ex- traeconómicos, por lo que un excesivo apego a supuestas regularidades puede confundir más que aclarar el análisis. Los ciclos, como argumentara Trotsky, tanto en carácter como en extensión temporal, “están determinados no por la dinámica interna de la economía capitalista, sino por las condiciones externas que constituyen la estructura de la evolución capitalista. La adquisición para el capitalismo de nuevos países y continentes [como el “momento Rosa Luxem- burgo” al que hacía referencia R. Sáenz tras la caída del Muro de Berlín. MY], el descubrimiento de nuevos recursos naturales, hechos mayores de orden ‘super- estructural’ como guerras y revoluciones determinan el carácter y el reemplazo de las épocas ascendentes, estancadas o declinantes del desarrollo capitalista” (“La curva de desarrollo capitalista”, 1923).
Este enfoque y este alerta –que también comparte Michel Husson; ver por ejemplo su “Capitalismo del siglo XXI: ¿punto sin retorno?”, de febrero de 2017– parten de aunar una serie de criterios. En primer lugar, no separar, o autonomi- zar, la economía de la política y la lucha de clases. Segundo, comprender que incluso en el plano específicamente económico, “los ciclos no son fenómenos económicos fundamentales, sino derivados” de otros factores más profundos que les dan origen, empezando por la tasa de ganancia. Tercero, que “el capitalismo no se caracteriza sólo por la periódica recurrencia de los ciclos; de otra manera, sería una repetición compleja y no un desarrollo dinámico”, y cuarto, que, por lo tanto, “una visión clara de conjunto sobre la historia económica de un período dado no puede conseguirse nunca en el momento mismo, sino con posteriori- dad” (Trotsky, cit.).
No puede ser de otra manera, porque el carácter y duración de un ciclo no están predeterminados por un mecanismo cíclico que, cual reloj de precisión dudosa pero reloj al fin, indicara que cada tantos años debe asomar el cucú de la crisis (o de la recuperación de la acumulación de capital). Tales “relojes” no existen de manera absoluta más que en las teorías económicas, porque el de- venir de auges y crisis está sujeto además a variables extraeconómicas que que- man los papeles de los eruditos.
Así ha sido siempre. La revolución rusa trastrocó todos los cálculos de la eco- nomía clásica burguesa y, junto con el crack de 1929, obligó al surgimiento de toda una nueva escuela de pensamiento económico de defensa del orden capi- talista, el keynesianismo, cuando se hizo evidente que los manuales y recetas li- berales no eran suficientes para entender (y revertir) el marasmo económico y el descrédito político en que había caído éste. Irónicamente, la teoría económica capitalista dominante de todo el siglo XX jamás hubiera visto la luz del día sin la primera revolución socialista triunfante. Y si esto es verdad para los econo- mistas burgueses, tanto más debe serlo para los marxistas, que por definición y concepción de origen comprenden los fenómenos económicos como parte de un todo global, dinámico y con relaciones dialécticas entre las esferas que lo componen.
Al mismo tiempo, tampoco es metodológicamente correcto otorgar una pri- macía mecánica a los desarrollos directos de la lucha de clases a la hora de ex- plicar el origen de las crisis o los ciclos, lo que no sería más que otra variante de marxismo vulgar. Por dar otro ejemplo, la misma revolución rusa no habría existido sin el catalizador que significó la Primera Guerra Mundial. Pero esa guerra no se desató como resultado directo de enfrentamientos de clase. Más bien, hay un amplio consenso en que la Gran Guerra tuvo como origen el pro- ceso de agudización de las contradicciones interimperialistas, que a su vez de- rivaban de los problemas de la acumulación de capital. Un economicista mecánico podría citar este caso como demostración de la primacía a priori de la economía sobre la lucha de clases, a lo que un politicista mecánico podría replicar que las contradicciones de la acumulación de capital que llevaron a la Primera Guerra Mundial eran a su vez una manifestación distorsionada de la resistencia obrera al capital constituida a partir de la organización de los sindi-
catos y partidos obreros de masas en Europa a fines del siglo XIX… y este juego del huevo o la gallina podría continuar ad infinitum.
La manera más atinada y dialéctica de salir de este círculo de determinismos mecanicistas es encontrar, en cada “análisis concreto de la situación concreta”, la combinación particular de líneas de fuerza económicas y políticas, de bases materiales y desarrollos de la lucha de clases que dan forma a cada período histórico y a sus coyunturas específicas.
Ahora bien, nada de esto significa negar la existencia de leyes, regularidades y ciclos en el funcionamiento de la economía capitalista, sino de reconocer el al- cance de su movimiento autónomo, límite que ni las propias teorías económicas mainstream logran resolver. Por ejemplo, respecto de la periodicidad de las crisis, señalaba Grossman –y la situación apenas ha cambiado en casi 90 años– que “la economía burguesa ha fracasado por completo en lo que se refiere a esta cuestión. Mientras para una serie de teóricos la periodicidad de las crisis es un hecho que se produce con ‘necesidad natural’, por lo cual no están en condiciones de señalar las causas de tal periodicidad, los otros niegan tanto el hecho de la periodicidad como la posibilidad de determinar la duración de la fase” (La ley…
, cit.: 132). El escepticismo o el nihilismo epistemológicos –tan caros a muchos pensadores posmodernos– son tan malos compañeros de viaje como el determi- nismo mecánico, sea para explicar los ciclos económicos o para lo que fuere.
Asimismo, respecto de los ciclos es importante dejar sentado otro criterio me- todológico, en este caso de orden histórico. Es completamente equivocado su- poner que las crisis pasan, se reanuda la acumulación, vuelve la crisis, se sale otra vez, y que todo este proceso no deja huella alguna en el derrotero histórico del orden capitalista. Si así fuera, estaríamos casi en el mundo nietzscheano del “eterno retorno” donde siempre se vuelve al punto de partida, donde el progre- sivo depositarse de marcas de la historia no conlleva desgaste, no modifica rum- bos, no deja arrugas ni cicatrices. Tal no sucede con los ciclos económicos capitalistas. Es cierto que cada relanzamiento del proceso de acumulación deja atrás la crisis, de la que la burguesía no quiere guardar ni el recuerdo, entusias- mada como está por haber salido del atolladero y eufórica ante las nuevas po- sibilidades que se le abren (porque ha encontrado tecnologías superiores, porque ha infligido una derrota a la clase obrera, etc.).
Pero, visto desde la perspectiva del materialismo histórico, no hay forma de reverdecer la lozanía de un orden social. Por más “tratamientos antiage” e in- yecciones de juventud que logre obtener o intente aplicarse –sean los “momentos Rosa Luxemburgo”, la pretendida panacea de la robotización u otros–, el capi- talismo no puede más que acercarse progresivamente al final de su vida útil y ser reemplazado por otro orden superior… o inferior, y ése es el sentido histórico profundo de la disyuntiva “socialismo o barbarie”. Las concepciones que consi- deran la marcha de la economía capitalista como una anodina sucesión de crisis y auges, como ciclos que no pueden hacer otra cosa más que repetirse con alguna variante, en el fondo niegan el carácter histórico, y por ende transi- torio, del orden capitalista, y en consecuencia niegan toda posibilidad de una alternativa a él.