Artículo aparecido en Sin Permiso
En 1960, menos de dos años después de haber derrocado a la dictadura de Batista, la Revolución cubana avanzaba a su manera en la implementación del modelo soviético. La mayoría de la gente todavía apoyaba la revolución. A pesar de la escasez recurrentes de bienes de consumo y la crisis de la vivienda, la mayoría de los cubanos se habían beneficiado del nuevo estado de bienestar, que aseguraba un nivel de vida austero pero seguro.
Alentados por ese apoyo y por la entusiasta respuesta de la gente a su resistencia al imperialismo estadounidense, la dirección cubana prosiguió sus objetivos de política exterior con un espíritu revolucionario ausente en el bloque soviético, más cauteloso y conservador.
Cuba desplegó su anti-imperialismo con particular vigor en América Latina, donde apoyó – y, a menudo organizó – grupos guerrilleros con el objetivo de derrocar gobiernos dictatoriales. El gobierno de Fidel Castro prestó una atención especial a los países que había cortado relaciones con Cuba de acuerdo con las directivas de Washington. Es decir, la política exterior militante de Castro se basaba no sólo en sus ideas revolucionarias, sino también en los intereses del Estado cubano.
Esto ayuda a explicar por qué Castro mantuvo relaciones amistosas con un México corrupto y autoritario, el único país de América Latina que se negó a romper las relaciones diplomáticas con la Cuba revolucionaria. De hecho, el gobierno de Castro se abstuvo de criticar los crímenes de México, incluyendo la matanza de Tlatelolco de octubre de 1968.
Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, adoptó una postura periodística puramente “objetiva” en la cobertura de Tlatelolco, que le permitió evitar cualquier análisis crítico de los actores políticos detrás de la matanza. Mientras la izquierda mexicana denunciaba el asesinato de cientos de manifestantes, Granma informó de manera acrítica de las cifras “provisionales” proporcionadas por las “fuentes oficiales”: sólo treinta muertos, cincuenta y tres heridos graves, y mil quinientos detenidos.
Razones de Estado también explican por qué, después de un comienzo difícil, Fidel estableció relaciones amistosas con la dictadura de Franco y por qué la jerarquía revolucionaria cubana, sus sindicatos oficiales y organizaciones de estudiantes de abajo a arriba, no apoyaron el movimiento de mayo del 68 francés. No sólo el presidente francés De Gaulle se negó a seguir la línea de Estados Unidos contra Cuba, sino que también mantuvo el comercio, que era de vital importancia para la isla tras el bloqueo estadounidense. Al igual que con Tlatelolco en México, Granma se limitó a informar “objetivamente” de los acontecimientos de Mayo del 68. Estrictamente evitó hacer inferencias o sacar conclusiones políticas.
A pesar de estas contradicciones, la política exterior inicial de los Castro se rigió por un conjunto de ideas revolucionarias cuyo objetivo era establecer sistemas similares al de Cuba en toda América Latina. Su gobierno apoyaba y organizaba grupos ‘foquistas’ siguiendo por entero el modelo cubano, lo que provocó ásperos conflictos con los partidos comunistas gradualistas y pro-Moscú en países como Venezuela y Bolivia. También tuvo fricciones con la propia Unión Soviética porque estas políticas de Castro ponían en peligro el viejo acuerdo entre la URSS y los Estados Unidos, según el cual las dos potencias imperiales y sus socios no intervendrían en las esferas de influencia del otro.
Esta tensión llegó a un punto en 1967, cuando Moscú comenzó a reducir significativamente sus envíos de petróleo a Cuba para presionar a la isla y moderar su agresiva política exterior. Pero Castro no se dejó influir. Respondió denunciando los gestos amistosos de la URSS hacia Venezuela y Colombia a pesar de su represión anticomunista. Se negó a enviar una figura política cubana de alto nivel a la celebración del cincuenta aniversario de la Revolución Rusa en noviembre de 1967. Y, en la celebración del noveno aniversario de la Revolución Cubana, en enero de 1968, de forma expresa, aunque diplomáticamente, relacionó el racionamiento de petróleo en Cuba con los retrasos en los envíos soviéticos. La URSS suspendió el suministro de equipos militares y la asistencia técnica.
Cuando comenzó a plantearse el conflicto entre el gobierno comunista reformista de Checoslovaquia y Moscú, muchos se preguntaron cuál sería la respuesta cubana. Durante meses, Granma publicó muy poco sobre Checoslovaquia, ignorando por completo las reformas de la Primavera de Praga y su impacto en la izquierda internacional. Esto cambió, sin embargo, a mediados de julio, cuando el periódico comenzó a cubrir la creciente confrontación entre Checoslovaquia y la URSS en profundidad.
Lo más probable es que Castro reconociese que las claves de la dinámica de los acontecimientos checos habían cambiado. Al comienzo, los manifestantes pedían reformas internas y la democratización, que Castro no querría que se conocieran en la Isla. (Del mismo modo, Granma no cubríó los movimientos estudiantiles en Polonia y Yugoslavia que habían tenido lugar en marzo y junio de ese año.) Pero hacia julio se hizo evidente que la confrontación entre Checoslovaquia y la URSS era inevitable, y que plantearía la cuestión de la soberanía nacional. La agresión del imperialismo estadounidense hacía que la cuestión fuese especialmente importante para Castro, y el incipiente conflicto entre Cuba y la URSS hacía que la cuestión fuese aún más apremiante.
Granma se centró en el conflicto externo URSS-Checoslovaquia, con exclusión de la dimensión interna, y escribió en detalle acerca de las reacciones de otros partidos comunistas ante esta confrontación en desarrollo, independientemente de qué lado apoyasen. Era evidente que el periódico – y, por inferencia, Fidel Castro, su gobierno, y el Partido Comunista de Cuba – no tomarían partido. De hecho, recogió las posiciones de ambas partes con la misma extensión y cuidado.
Pero todo esto cambió cuando Fidel, sin haber dicho una palabra sobre el conflicto, apoyó la invasión soviética en agosto. Granma inmediatamente adoptó la línea soviética y comenzó a publicar declaraciones de las organizaciones de masas cubanas alabando el apoyo de Fidel a la invasion. Se produjeron otras señales para apaciguar a los soviéticos y merecer a cambio su favor. Cuba cortó su apoyo a las guerrillas en América Latina y, en la década de 1970, llevó a cabo un acercamiento con los partidos pro-comunistas de Moscú en la región, reconociendo que la lucha armada era sólo una de las vías posibles de la lucha revolucionaria. En contrapartida, los partidos comunistas reconocieron el papel de vanguardia de Cuba en la lucha antiimperialista en el hemisferio.
Este fue el comienzo de lo que el ex diplomático soviético Yuri Pavlov llama la “tardía luna de miel” entre la URSS y Cuba, que se prolongó hasta bien entrada la década de 1980. En junio de 1969, el representante de Cuba en la Conferencia Internacional de Partidos Comunistas en Moscú se unió a la mayoría pro-soviética en la denuncia de la posición “sectaria” de China. A cambio, la Unión Soviética envió una flotilla de buques de guerra a visitar Cuba. A continuación se produjo un intercambio de delegaciones militares. El Mariscal Andrei Grechko, ministro de Defensa soviético, fue a La Habana en noviembre de 1969, y Raúl Castro, ministro de Defensa de Cuba, viajó a Moscú en abril y octubre de 1970. El flujo de armas soviéticas se reanudó y aumentó, y Fidel Castro aprobó la construcción de una base para los submarinos soviéticos en aguas profundas en Cienfuegos.
Pronto comenzaron las visitas de Estado mutuas, y Cuba se unió al Consejo de Asistencia Económica Mutua (CAEM), dirigido por los soviéticos, en 1972. En ese período, Cuba se volcó en África como foco principal de su política exterior revolucionaria. Al contrario que en América Latina, sus intereses estratégicos eran los mismos que los de Moscú.
Aunque Castro apaciguó a Moscú, sin embargo, mantuvo su derecho a estar en desacuerdo con algunas de las políticas soviéticas, lo que hacía de Cuba un socio menor, en lugar de un satélite, de la URSS. De hecho, Castro había tenido esta posición desde el principio. En su discurso de apoyo a la invasión de Checoslovaquia, no sólo criticó el “liberalismo” de Alexander Dubcek, sino también la política de coexistencia pacífica con Estados Unidos de la URSS. El líder cubano se preguntó sarcásticamente si los soviéticos enviarían tropas del Pacto de Varsovia para ayudar a defender a Cuba de un ataque de los imperialistas yanquis.
Nacionalización completa
Ese mismo año, Castro inició lo que llamó la ofensiva revolucionaria, una política destinada a nacionalizar totalmente la economía de la isla. El estado ya se había hecho cargo de las grandes y medianas empresas en 1960, pero los negocios familiares permanecieron en manos privadas.
Dieciséis días después de iniciar la campaña, la prensa oficial anunció que 55,636 pequeñas empresas habían sido nacionalizadas, incluyendo bodegas, peluquerías, y miles de timbiriches (estancos en la calle). La ofensiva revolucionaria hizo que Cuba tuviera el índice más alto del mundo de propiedad nacionalizada.
Según el economista cubano Carmelo Mesa-Lago, un 31 por ciento de estas pequeñas empresas eran puntos de venta al por menor de alimentos, y otro 26 por ciento proporcionaban servicios de consumo, como reparaciones de automóviles o de zapatos. Los restaurante y las pequeñas tiendas de aperitivos o bocadillos representaban otro 21 por ciento; 17 por ciento eran tiendas que vendían ropa y zapatos. El resto (5 por ciento) eran pequeños establecimientos artesanales de cuero, productos de madera y textiles. La mitad de estas pequeñas empresas eran familiares o trabajaba en ellas su dueño y no tenían empleados.
Poco después de la nacionalización, el estado cerró un tercio de las pequeñas empresas. La única actividad privada que quedó en Cuba fue la pequeña agricultura, en la que 150.000 agricultores poseían el 30 por ciento de la tierra en explotaciones de menos de 165 acres cada una.
Uno de los objetivos de la ofensiva revolucionaria fue cerrar los muchos miles de bares en Cuba, tanto y privados como estatales. El régimen quería que se cerrasen no debido su oposición al alcohol, sino porque creía que estos bares fomentaban un ambiente social pre-revolucionario, antitético a las campañas militaristas, ascéticas y anti-urbanas del gobierno de Castro para forjar el “hombre nuevo”.
Estas campañas se iniciaron en 1963, cuando Castro atacó la homosexualidad y el no conformismo cultural .. Con la esperanza de hacer hincapié en la centralidad del estado en la vida de los ciudadanos, también persiguió a los disidentes religiosos, incluyendo a testigos de Jehová, católicos y seguidores de la sociedad secreta abakuá afro-cubana. Los miembros de estos grupos fueron encarcelados en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), campos de trabajo forzado establecidos en 1965 y disueltos en 1968.
La nacionalización de todas las pequeñas empresas de la ofensiva revolucionaria también pretendía dar al Estado un control completo sobre la producción agrícola. Muchos de los comerciantes expropiados compraban productos agrícolas a precios elevados, lo que reducía la cantidad disponible para la distribución estatal.
Además, concedió al estado más poder sobre la fuerza de trabajo. El absentismo y el abandono del trabajo, generado por la falta de bienes de consumo, se había convertido en un problema importante. Para combatirlo, la dirección cubana redactó una ley contra la vagancia, que se promulgó el 28 de marzo de 1971. La legislación ordenó a todos los hombres adultos trabajar la jornada completa y estableció una variedad de castigos que iban desde el arresto domiciliario al internamiento en centros de rehabilitación de trabajo forzado. No hay información sobre su aplicación.
La ofensiva revolucionaria ejemplifica el enfoque “idealista” super-voluntarista de Castro de la socialización. La política equiparaba la propiedad privada en general con la propiedad privada capitalista en particular, una mala interpretación de Del socialismo utópico al socialismo científico de Friedrich Engels .
En esa obra, Engels diferencia el capitalismo moderno, en el que los capitalistas individuales se apropian de los productos de la actividad social y colectiva, del socialismo, donde la producción y su apropiación están socializadas. En consecuencia, el objetivo de la socialización es la propiedad productiva que implica trabajo colectivo, no el trabajo individual o la unidad productiva familiar, para no hablar de la propiedad personal.
Además de esta confusión, el gobierno cubano no estaba en condiciones de hacerse cargo de la distribución de bienes y servicios de las pequeñas empresas: el programa de nacionalización empeoró, en lugar de solucionar, la escasez de bienes de consumo.
La campaña de la zafra de azúcar de los Diez Millones, prevista desde enero de 1969 hasta julio de 1970, es otro ejemplo de la orientación voluntarista de Castro. Este esfuerzo exagerado nunca alcanzó su objetivo. En su lugar, desvió insumos de producción y de transporte escasos, causando graves trastornos en la economía de la isla.
Como ha señalado la historiadora Lillian Guerra, la campaña fue mucho más que un ejercicio de voluntarismo o de “idealismo”. Su objetivo era no sólo “reactivar el ‘júbilo popular’ de los primeros años sesenta y, por lo tanto, recuperar los niveles de apoyo incondicional a las políticas del gobierno, “sino, aún más importante, demostrar a la vez el valor de la disciplina laboral e imponer su cumplimiento”.
Del mismo modo, como Mesa-Lago ha señalado, Castro utilizó la ofensiva revolucionaria para movilizar la mayor cantidad de mano de obra posible para la producción, particularmente en la agricultura, con el fin de reforzar la disciplina laboral, ahorrar insumos, y exhortar a los trabajadores a aumentar la productividad y hacer trabajo voluntario. En abril de 1968, la confederación sindical oficial reclutó a un cuarto de millón de trabajadores para realizar labores agrícolas sin paga doce horas por día durante tres o cuatro semanas. Unos 2,5 millones de jornadas fueron “donadas” por los trabajadores que pasaron catorce semanas en las plantaciones de café.
Estas campañas fueron lanzadas en respuesta a la crisis económica de la década, que empeoró cualitativamente con el criminal bloqueo económico de Estados Unidos impuesto a principios de los años sesenta. Pero la administración vertical burocrática y caótica de la economía generó esa crisis.
Como Andrés Vilariño, un economista del gobierno cubano señaló, la ineficiencia de las inversiones fue una de las principales causas de la caída de la productividad económica en los años sesenta. Por ejemplo, una parte de la costosa maquinaria importada se oxidó en los almacenes y puertos. Mientras tanto, el suministro inadecuado de bienes de consumo, combinado con la falta de control de los trabajadores del proceso de producción y la ausencia de sindicatos independientes, generó un sentimiento de apatía entre los trabajadores cubanos. La falta de transparencia en la toma de decisiones, por no hablar de la inexacta información económica procedente de unos pequeños gestores con miedo a las represalias si informaban de malas noticias, produjo una una mala planificación y despilfarro, a menudo agravados por las intervenciones y la caprichosa micro gestión de Fidel Castro.
En un caso revelador, trató de introducir una nueva raza de ganado, el híbrido F1, contra la opinión de los expertos británicos que él mismo había llevado a Cuba. El proyecto desperdició millones de dólares.
Nuevos objetivos
En 1968, Castro detuvo la represión que ya estaba en marcha contra los enemigos de su gobierno (incluso contra sectores críticos de la izquierda pro-revolucionaria). En primer lugar, el gobierno eliminó algunas de las formas más duras de castigo, cerrando, por ejemplo, los campos de trabajo agrícola (UMAPs). En segundo lugar, los esfuerzos policiales del gobierno se centraron en cualquier expresión política y cultural que se desviase de la línea oficial del partido.
Un ejemplo de ello fue el antiguo líder comunista Aníbal Escalante. En 1962, fue purgado del gobierno y el partido y luego encarcelado por su sectario intento de acumular poder mediante la exclusión de los revolucionarios que no pertenecían al antiguo Partido Comunista pro-Moscú de posiciones de gobierno. En 1968, fue nuevamente purgado y encarcelado, esta vez acusado de haber formado una “micro-facción” dentro del Partido Comunista de Cuba, crítica con las políticas económicas de Castro. También fue acusado de reunirse con diplomáticos de Europa del Este con el fin de obtener su apoyo. Para Fidel – y su hermano Raúl, responsable oficial de la investigación sobre Escalante – esta “micro-facción” ponía en peligro sus esfuerzos para imponer una sola línea en el partido.
El “caso Escalante” demuestra la desproporción entre la supuesta ofensa y el castigo. No sólo eran correctas muchas de las críticas de Escalante de las políticas económicas de Castro – en especial con respecto a la desastrosa ‘zafra de los diez millones de toneladas’ – sino que no había la menor evidencia de que Escalante y su pequeño grupo estuvieran conspirando para eliminar o derrocar al gobierno cubano, con o sin el apoyo de los diplomáticos de Europa del Este. El grupo podía ser “antipatriota”, como le acusó el gobierno, pero sus actividades eran pacíficas y, por tanto, objeto de debate político público. En cambio, el régimen, siguiendo la tradición estalinista, lo convirtió en un proceso criminal.
Castro hizo juzgar a 35 de los 37 miembros del grupo de Escalante por un Consejo de Guerra, que el gobierno orquestó especialmente para imponer penas severas. Escalante fue condenado a quince años de prisión, y treinta y cuatro de sus colaboradores fueron condenados a penas de entre uno y doce años. Los dos miembros restantes pertenecían a las fuerzas armadas y, por lo tanto, fueron puestos a disposición del fiscal de las Fuerzas Armadas Revolucionarias para su procesamiento.
Con estos procedimientos procesales paralelos, el gobierno reconoció implícitamente que la mayor parte del grupo de Escalante eran civiles, que se suponía debían ser procesados de manera diferente de, y con códigos legales menos duros que los militares. A pesar de esta diferencia implícita, se enfrentaron a un Consejo de Guerra, donde se dictaron sentencias más duras de lo que podrían haber recibido de otra manera.
Castro también dirigió su atención a los disidentes cubanos en el ámbito cultural. En enero de 1968, el gobierno abrió el Congreso Cultural de La Habana, invitando a más de quinientos intelectuales de setenta países, entre ellos prominentes científicos sociales de izquierda e historiadores como Ralph Miliband y EJ Hobsbawm, reconocidas personalidades literarias caribeñas y latino-americanas como Aimé Césaire, Julio Cortázar y Mario Benedetti, escritores europeos famosos como Michel Leiris, Jorge Semprún, y Arnold Wesker, así como políticos de izquierda como de varios dirigentes del SDS y el SNCC de EEUU. El congreso, que se centró en el tema del antiimperialismo desde una perspectiva política, económica, y cultural transcurrió ostensiblemente de una manera abierta. Según observadores independientes, todas las presentaciones y resoluciones propuestas por los participantes fueron recogidas sin ninguna interferencia.
Gracias a esta aparente apertura, ni los extranjeros, ni muchos de los intelectuales cubanos invitados sospecharon que un importante grupo de intelectuales y artistas cubanos negros – entre ellos Rogelio Martínez Fure, Nancy Morejón, Sara Gómez, Pedro Pérez-Sarduy, Nicolás Guillén Landrián, y Walterio Carbonell – habían sido excluidos.
Según el autor cubano negro Carlos Moore, el grupo se había estado reuniendo para discutir la falta de medidas del gobierno cubano contra el racismo, un problema que los líderes revolucionarios afirmaban haber resuelto con la abolición de la segregación racial en los años sesenta. En respuesta a un rumor de que estos intelectuales habían redactado un documento programático sobre raza y cultura en Cuba para el Congreso, el ministro de Educación José Llanusa Gobel los llamó a capítulo en una reunión privada un par de días antes de que comenzara el Congreso. Después de escuchar sus críticas, Llanusa los acusó de ser “sediciosos” y les dijo que la “revolución” no les permitiría crear una “brecha” racial en el pueblo cubano. Explicó que la idea misma de su “manifiesto negro” era una provocación de la que tendrían que retractarse o enfrentarse a las consecuencias.
A continuación, les prohibió asistir al Congreso. Además, cada uno de los firmantes sufrió grados distintos de castigo. Los más duros fueron para quienes no quisieron retractarse, como Nicolás Guillén Landrián, sobrino del laureado poeta nacional y entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Después del Congreso, fue detenido en varias ocasiones y más tarde abandonó Cuba como exiliado.
Walterio Carbonell, uno de los líderes del grupo, también se negó a retractarse. Un exponente cubano de la política de Poder Negro, había pertenecido al antiguo Partido Comunista Cubano pro-Moscú. Irónicamente, había sido expulsado de esa organización por apoyar el ataque de Fidel Castro al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953. Después de la revolución, fue nombrado embajador de Cuba ante el Frente de Liberación Nacional de Argelia (FLN). En 1961, publicó su libro ‘Crítica’: ¿Cómo surgió la cultura nacional de Cuba, en el que sostenía que los negros cubanos habían jugado un papel importante en la guerra de la independencia y en el establecimiento de la República, un hecho que la cultura racista blanca y las instituciones antes de la Revolución habían borrado. Por otra parte, afirmó que la experiencia cubana negra estaba en el corazón del radicalismo de la Revolución cubana: en consecuencia, la lucha contra el racismo fortalecía en lugar de debilitar la Revolución.
Como consecuencia de estos argumentos, Carbonell sufrió diversas formas de detención entre 1968 y 1974, incluyendo de trabajo forzado. Según Lillian Guerra, después de ser liberado en 1974, continuó defendiendo sus ideas, por lo que fue internado en varios hospitales psiquiátricos y sometido a electroshocks y terapias con medicamentos otros dos o tres años. Después de eso, Carbonell pasó sus últimos años como un investigador poco conocido en la Biblioteca Nacional.
A diferencia de Carbonell, el caso de la represión del poeta y periodista cubano Heberto Padilla se hizo muy conocido muy rápidamente. En 1968, Padilla fue galardonado con el más prestigioso premio de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) por su libro de poemas Fuera de Juego. Pero el gobierno se opuso al espíritu crítico, inconformista de Padilla y condenó su obra, obligando a la UNEAC a cambiar su posición también.
Condenado al ostracismo y sin poder publicar en Cuba, Padilla fue detenido por haberse atrevido a leer varios de sus nuevos poemas en público y tratar de publicar una nueva novela. Fue obligado a confesar, de manera estalinista, sus pecados políticos en 1971. Esto provocó un escándalo internacional, y un gran grupo de conocidos intelectuales simpatizantes de la Revolución Cubana, como Jean-Paul Sartre y Julio Cortázar, protestaron. En respuesta, el régimen prohibió y retiró de las bibliotecas del país las obras de cualquier intelectual latinoamericano y europeo que se hubiera opuesto a como se había tratado a Padilla.
En 1968, el gobierno comenzó a usar la represión para imponer una línea culturales monolítica. Este giro creó las bases de lo que luego se llamó el Quinquenio Gris, el período 1971-1976 en el que el régimen de Castro reprimió brutalmente cualquier tipo de expresión inconformista. En 1971, el Congreso Nacional de Educación y Cultura atacó brutalmente a artistas e intelectuales homosexuales, prohibió a los gays representar a Cuba en el extranjero en misiones artísticas, políticas y diplomáticas, y calificó a la hermandad Abakuá afrocubana de “foco de criminalidad” y “delincuencia juvenil .”Durante esos cinco años, el gobierno impuso ‘parámetros’ a los profesionales de los campos de la educación y la cultura con el fin de examinar sus preferencias sexuales, sus prácticas religiosas y que relaciones mantenía con gente en el extranjero, entre otras cuestiones políticas y personales.
El fallecido arquitecto cubano Mario Coyula Cowley insistió en que el Quinquenio Gris había sido en realidad el Trinquenio Amargo (los “amargos quince años”), porque se había comenzado en realidad en la segunda mitad de los años sesenta. La esperanza de que Castro hubiera apoyado la autodeterminación nacional de Checoslovaquia y los sucesos revolucionarios de 1968 para trazar un camino independiente, más democrático, de la Revolución cubana se evaporaron rápidamente.