También nosotros haremos un primer balance desde un punto de vista marxista, lo que implica en primer lugar mirar los hechos con seriedad, objetividad y sin impresionismos. Decimos esto en primer lugar en oposición a la respuesta desmoralizada y lacrimosa de no pocos intelectuales de izquierda, que ven en el carácter evidentemente reaccionario de Trump un motivo adicional para extender su luto por una alternativa socialista revolucionaria en este siglo. A ese coro fúnebre –de connotados solistas en América Latina y otras latitudes– se ha sumado recientemente el esloveno Slavoj Zizek, quien recurre espuriamente a Lenin, nada menos, para argumentar que “la izquierda (o lo que queda de ella) debe comenzar desde cero” (compact.mag.com, 8-11-24). Desde las filas de un marxismo militante, le sugerimos a Zizek y demás “hijos de la lágrima” que vuelvan sobre las palabras de un filósofo muy caro a Marx, Baruch Spinoza: “Ni reír, ni llorar: comprender”.
1- Los números de la elección
Como entre las muchas víctimas de la más elemental racionalidad en estas épocas de fake news, post verdad, análisis caprichosos y opinión antojadiza se encuentra el desprecio olímpico por los datos básicos, comenzaremos por ese punto, a fin de sustentar el análisis sobre hechos (electorales) y no sobre supuestos o expresiones de deseo.
A diferencia de 2016, ocasión en que Trump ganó la presidencia habiendo sacado casi 3 millones de votos menos que Hillary Clinton, en esta oportunidad su triunfo tiene la legitimidad adicional del voto popular. Aún restan computar varios millones de votos, sobre todo en California, el estado más poblado del país, donde el conteo recién va por el 59% (!). Sin embargo, es un hecho que la ventaja que lleva Trump, de 73,4 millones de votos contra 69 millones de Kamala Harris, es irremontable, y la distancia definitiva estará cerca de unos 3 millones de votos en su favor.[1]
Si comparamos con la elección anterior (2020), en esa oportunidad Biden obtuvo 81 millones de votos (51,1%) contra 74,2 millones de Trump (46,9%), con una participación electoral del 67%, la más alta en EEUU desde la elección del año 1900, hace más de un siglo. En 2024, la participación fue algo más baja: el 64,5%, que de todos modos es alta para EEUU, e incluso superior a la participación electoral en las elecciones de México y el Reino Unido de este año (“How Did Voter Turnout Compare?”, Anusha Rathi, Foreign Policy, 6-11-24). De modo que la primera diferencia es que mientras Trump obtuvo casi la misma cantidad de votos que en la elección anterior, Harris sacó unos 10 millones de votos menos que Biden en 2020.
De todos modos, es sabido –y hemos comentado en extenso en nuestro texto previo a las elecciones–[2] que en EEUU la suma total de votos en el país, a diferencia de lo que ocurre en cualquier sistema electoral normal, no decide nada. Lo que importa es la cantidad de electores que se obtienen en cada estado, ya que la elección es indirecta. Quien gana en un estado se lleva el total de electores correspondientes a ese estado (sin proporcionalidad alguna para quien sale en segundo lugar). La cantidad de electores por estado es muy vagamente proporcional a la población. Y en casi todas las elecciones, los estados que importan son los muy pocos donde hay paridad; los demás son estados “seguros” para uno u otro partido.
Antes de la elección, se estimaba que los estados “seguros” eran 44, con la siguiente distribución de electores:
Estados Electores
Harris 20 226
Trump 24 219
En disputa 7 93
Total 51* 538 (mínimo para ganar: 270)
* Los 50 estados más la capital, Washington (Distrito de Columbia), que tiene 3 electores.
De los siete estados en disputa (swing states), en 2020 Biden había ganado seis y Trump uno. El resultado final en términos de cantidad de electores fue muy simple: los estados “seguros” siguieron siéndolo (para ambos), y Trump ganó en los siete estados peleados, sumando esos 93 electores:
Estados Electores
Harris 20 226
Trump 31 312
De esta manera, en el Colegio Electoral –que es lo que importa en términos institucionales–, la victoria de Trump fue muy cómoda, mucho más de lo esperado e incluso más amplia que la de Biden. La posible contradicción entre el “voto popular” y la distribución de electores (que sí tuvo lugar en las elecciones de 2000 y 2016) no se materializó.
Dicho esto, cabe señalar una de las muchas disfuncionalidades a que hacíamos referencia en nuestra nota anterior. Prima facie, el triunfo de Trump es claro e inobjetable: ganó en la mayoría de los estados, en el voto popular y en cantidad de electores. Y sin embargo, hubiera bastado una minúscula variación en sólo tres estados para que la ganadora fuera Kamala Harris. Recordemos que ella ya tenía 226 electores de sus 20 estados seguros y que necesitaba sólo 44 electores más para llegar a los 270 que le dieran la presidencia. Veamos el margen de votos con el que Trump se llevó la victoria en esos tres estados clave:
Estado Ventaja de Trump Electores
Wisconsin 29.500 10
Michigan 81.500 15
Pensilvania 136.000 19
Total 247.000 44
Como se ve, aun perdiendo por 3 millones de votos en el voto popular, Harris podría ser hoy la presidenta electa si sólo 125.000 personas hubieran votado por ella en vez de por Trump en esos estados (con la distribución correcta, claro está). No hace falta decir que esta burla al voto popular y lo ajustado del margen habrían sido exactamente el escenario de pesadilla de indignación, denuncias de fraude y movilización de la base republicana que muchos temían. El triunfo de Trump disipó también ese fantasma.
Otra medida de lo contundente de la victoria de Trump es que se alzó con la llamada “trifecta”: Presidencia, Cámara de Senadores y Cámara de Representantes (diputados). En verdad, el margen en ambas cámaras ya era muy exiguo: el Partido Demócrata tenía 51 senadores sobre 100 y el Partido Republicano controlaba la Cámara baja por sólo cuatro diputados (222 sobre 435). El panorama actual es que los republicanos ya tienen una mayoría de 53 senadores (aún quedan dos en disputa) y en Diputados, con varios distritos pendientes de definición, aventajan a los demócratas 211 a 200, pero la proyección es que logren ajustadamente la mayoría absoluta de 218.
Cuando se comparan los resultados por estado de esta elección con la anterior, emerge un patrón con toda claridad: además de revertir la derrota en nada menos que seis estados, Trump aumentó el porcentaje de ventaja respecto de su rival en absolutamente todos los otros estados (25) donde había ganado en 2020. En contraste, Harris redujo el porcentual de ventaja respecto de Trump que había logrado Biden no sólo, obviamente, en los estados donde perdió, sino en 20 de los 21 estados (es decir, todos salvo el de Washington –no confundir con la ciudad capital–, donde fue apenas un 0,3% mayor). El dato no deja mucho margen para el análisis: de manera no abrumadora pero sí muy consistente, Trump mejoró la elección republicana y Harris empeoró la elección demócrata en todo el país y en cada uno de los estados.
Por último, una cuestión recurrente después de cada elección, en particular en EEUU: ¿fallaron las encuestas? ¿Fue realmente una sorpresa el triunfo de Trump? La respuesta es que en realidad no, o no tanto. Las encuestas daban cómodo ganador a Trump mientras su contendiente fue Biden. Cuando éste se bajó de la pelea para ungir a su vice Kamala Harris, el impacto inicial pareció haber borrado la ventaja de Trump, impresión que se reforzó luego del (único) debate entre ambos, del cual el republicano salió bastante mal librado. Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha de la elección, la mayoría de las encuestas registraron un estancamiento de Harris y un repunte de Trump. Y en vísperas de la votación, aunque por prudencia casi todas las encuestadoras hablaban de paridad o toss up (moneda al aire) para el resultado –ya vimos que los vericuetos del sistema electoral dan para cualquier sorpresa–, se entreveía una elección mejor de Trump. Es significativo que The Economist, que durante buena parte de la campaña dio una leve ventaja a Harris, en la portada de la edición inmediatamente anterior a la votación pusiera una imagen de Trump con el título “¿Qué puede salir mal?” y le dedicara el primer editorial, como si su triunfo fuera casi cosa juzgada. Y de hecho, las casas de apuestas –que pueden resultar más fiables que las encuestas, habiendo tanto dinero de por medio…– daban favorito a Trump por un margen no muy amplio pero sí notorio.[3]
En todo caso, la sorpresa fue lo rápido de la definición, gracias a que la ventaja de Trump en todos los estados decisivos, aunque lejos de ser categórico, alcanzaba para proyectar su triunfo. Digamos que al establishment político y económico, más allá de a quién hubieran votado sus integrantes, se le escapó un evidente suspiro de alivio al ver que ya en la madrugada del 6 de noviembre la elección estaba prácticamente resuelta. Nada les generaba más angustia y horror que un escenario de indefinición prolongada.
2- Por qué ganó Trump (I): los múltiples clivajes identitarios
La división y polarización del país no es un fenómeno exclusivo de EEUU, claro está, pero sin duda que allí adquiere una profundidad y una multidimensionalidad ausentes en otros casos. Se da en EEUU una combinación de diversos clivajes que afectan de una manera u otra a toda la población. Enumeremos rápidamente antes de pasar al detalle: la división por género (ahondada por la cuestión del aborto, muy presente en la elección), los sectores étnicos (“blancos” vs los demás, y dentro de ellos, las particularidades del voto de afroamericanos y latinos, sobre todo), las franjas etarias (jóvenes y viejos tienden a votar muy distinto), la brecha de nivel educativo (otro fuerte predictor de voto), la inclinación sexual (la comunidad LGBT se inclinó de manera aplastante por la candidata demócrata), la brecha entre los counties (distritos) urbanos y rurales (éstos últimos, abrumadoramente pro Trump), y la lista podría seguir.
Desgraciadamente para los marxistas, uno de los clivajes casi ausentes en la polarización político-electoral es el de clase social: el nivel de ingresos o tipo de empleo es un elemento que dice mucho menos –en términos técnicos, es un factor menos predictivo– sobre la orientación del voto que cualquiera de los otros. Si en algo talla electoralmente la cuestión de la clase social es en el hecho de que tanto la clase trabajadora blanca como la crema de los más multimillonarios (billionaires, personas con más de 1.000 millones de dólares de patrimonio) votan mayoritariamente a Trump.
Tomemos en primer lugar entonces esta cuestión demográfica, para luego hacer un abordaje más propiamente político de las razones del resultado de la elección. Las mujeres votaron en su mayoría (54%) por Kamala Harris, porcentaje que fue mayor en las jóvenes y en las mayores de 65 años. En el caso de las mujeres afroamericanas, el porcentaje es un aplastante 92%, algo que estuvo lejos de suceder con las mujeres latinas, donde la ventaja de Harris fue incluso menor que la que había obtenido Biden en ese grupo. Pero entre las mujeres blancas, se impuso Trump (“How Gender Shaped the Election Results”, Christina Lu, Foreign Policy, 6-11-24).
El problema para la candidata demócrata era que aspiraba a conseguir una diferencia mayor entre las mujeres, en parte apoyándose en los referéndums a nivel estadual sobre la cuestión del aborto, que tuvieron lugar en nueve estados. De ellos, siete (cuatro de ellos claramente republicanos) lograron asegurar ese derecho inscribiéndolo en la Constitución del estado, con la salvedad en Nebraska de que fue derrotada la enmienda que hubiera permitido el aborto hasta la viabilidad del feto (como era bajo la ley federal Roe vs Wade), pero se aceptó provisionalmente para el primer trimestre del embarazo. En cambio, en Dakota del Sur la enmienda fue rechazada por escaso margen, y en Florida la propuesta que reponía el derecho al aborto tuvo una aceptación del 57%, pero se requería un mínimo del 60% para aprobarla.
Hubo casos en que la división de género sobrepasó a la étnica: los varones latinos, que en su mayoría habían apoyado al Partido Demócrata en 2016 y 2020, ahora se inclinaron por Trump. En otros, la división etaria se impuso sobre la de género: Trump ganó en todas las franjas del voto masculino, salvo entre los jóvenes de 18 a 29 años y entre los varones afroamericanos.
En general: el patrón demográfico del voto es sumamente discernible: Trump saca ventaja entre los hombres (primero que todo); luego en los votantes rurales, las personas blancas en general y las personas mayores de 30 años. Mientras sean heterosexuales, desde ya.[4] En cambio, se inclinaron por Harris una mayoría muy clara de afroamericanos, una mayoría no tan firme de latinos (latinas, más bien) y de mujeres, lxs jóvenes en general, las personas con educación superior, y las personas no heterosexuales.
La polarización social tiene también una dimensión geográfica que es claramente discernible cuando se entra a los mapas de cada estado, con sus divisiones en condados. No importa si en ese estado ganó Trump o Harris, el patrón cartográfico es siempre el mismo: una enorme mancha roja (voto republicano) en la gran mayoría de los condados rurales, con islotes azules (voto demócrata) en las grandes concentraciones urbanas de cada estado. Para colmo, esas victorias no son en general más o menos disputadas, sino muy contundentes, muchas veces con el 70 u 80% de los votos para el partido ganador, algo que se mantiene desde las últimas dos elecciones.
De todos modos, todo esto, aun con toda la relevancia que sin duda tiene, es, como dijimos, sólo el aspecto demográfico del asunto, en el que se han concentrado, con la pasión típicamente estadounidense por las estadísticas, la mayoría de los análisis de los medios yanquis (y otros). Sin embargo, suponer que son sólo las cuestiones identitarias las que proveen el núcleo de la explicación es vaciar de contenido la esfera política como tal, con sus determinaciones económicas, sociales e ideológicas.
3- Por qué ganó Trump (II): es la economía, estúpido (y la política)
Apuntábamos en nuestro texto de octubre pasado que no terminaba de quedar claro si el estado de la economía yanqui iba a ser un factor que beneficiara o perjudicara al oficialismo. Normalmente, y según la ya clásica expresión de James Carville de 1992 para explicar la victoria de Bill Clinton, el voto estadounidense se define en primer lugar por el bolsillo (“Es la economía, estúpido”).
Al respecto, lo primero que cabe señalar es que los elogios desmedidos y el entusiasmo delirante de la “prensa occidental” por la marcha de la economía de EEUU no han impresionado en lo más mínimo a lxs estadounidenses de a pie. Hemos leído titulares como “La economía de EEUU vuela” (!), “Economía gloriosa” (!!), “La envidia del mundo” (!!!)… todo a propósito de un crecimiento del PBI para 2023 del 2,5%, con una estimación del 2,7% para este año. ¿Malos números? Depende con qué se lo compare: si es con el G-7 (EEUU, Canadá, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), o con el raquítico crecimiento habitual de la Unión Europea, se ve como una locomotora. Pero hace falta tener la vara muy baja, o comparar sólo con los países desarrollados, para justificar los panegíricos fuera de toda proporción que se hacen de la economía yanqui. Para no mencionar a quienes se burlan de China, que con una economía frenada y todo va a crecer casi un 5% este año.[5]
La cuestión de fondo es aquí, también, uno de los motivos centrales del debate político-económico del siglo XXI: la desigualdad. El crecimiento económico de EEUU, sea el muy moderado que vemos nosotros o el supersónico con que deliran los panegíricos imperialistas, en todo caso, decididamente “no derrama” a la base de la sociedad sino que es apropiado por las elites, en primer lugar las grandes corporaciones tecnológicas y financieras.
Es verdad que la inflación se ha ralentizado y que el mercado de trabajo en EEUU no está en un mal momento; con una participación del 84% de las personas entre 25 y 54 años, está cerca de los récords históricos, mientras que el desempleo apenas supera el 4%. Pero buena parte del daño ya fue hecho durante la pandemia, y no es sólo una percepción “ideologizada” o inoculada por los medios de derecha la que hace que una mayoría abrumadora de encuestados diga que el país va “en la dirección equivocada”. Y según el informe AP Votecast Survey, inmediatamente posterior a la votación, cuatro de cada diez votantes consideraban la economía y el empleo como los problemas más importantes para el país. Lo que condujo a muchos a suponer que Trump es “más confiable” en el terreno económico que los demócratas, como indicaban las encuestas previas.
Por supuesto, nada de lo que promete o de lo que vaya a hacer Trump va a enderezar ese rumbo, pero en las elecciones se trata de a quién se le cree, si al que gobierna o al que critica al gobierno. Y la gestión Biden-Harris se ha vuelto poco creíble para muchos estadounidenses.
Por otra parte, este marco de pesimismo económico es a la vez parte del clima universal: Roberts recuerda que “casi todos las gobiernos que estuvieron al frente del Estado durante el período de la recesión de pandemia y la inflación posterior fueron desalojados del poder” (ídem). El malhumor social que generó la economía post pandemia, en efecto, no se ha disipado sino profundizado: el mundo desarrollado crece a tasas misérrimas –ya vimos cómo el 2,5% de EEUU basta para que el establishment entre en éxtasis–, mientras que en la periferia capitalista acechan las crisis, recesiones y ajustes. El propio Economist se veía obligado a reconocer que “uno de los mayores enigmas de los tiempos recientes sigue siendo igual de pertinente: pese a la fortaleza de la economía, el sentimiento de la población ha sido persistentemente sombrío. (…) Esto aparece ahora como uno de los indicadores económicos más importantes que perjudican a Harris”. Sin embargo, luego, y contra toda evidencia, insiste en que “si Trump gana el 5 de noviembre, será a pesar de la economía” (“In a new light”, TE 9421, 2-11-24). Lo que estos sesudos analistas parecen ignorar es que, en política y en economía tanto como en la vida social, la percepción que tienen los sujetos de la realidad es ella misma parte integrante de la realidad.
Mucha mayor sensibilidad al respecto es la que muestra el economista marxista británico Michael Roberts: “Una cita resume por qué un número importante de votantes se pasó del voto a los demócratas a los republicanos: ‘Fui demócrata toda mi vida y no vi ningún beneficio por eso. Los demócratas destinan fondos a las guerras y les dan recursos a los inmigrantes antes que a los estadounidenses en problemas. Confío en que Trump nos ponga a nosotros primero’. El problema –apunta Roberts– es que Trump va a poner primero a los millonarios, las grandes corporaciones y las compañías de combustibles fósiles” (“US election result: first thoughts”, 6-11-24).
Este reflejo de un típico votante demócrata desilusionado con los “escasos beneficios” que le reportó la gestión Biden-Harris introduce también uno de los motivos determinantes de la elección: la cuestión de la inmigración. Desde ya, postularla como un “problema” ya hace parte de una agenda reaccionaria, que por otra parte no es específicamente estadounidense sino global, sobre todo en la Unión Europea.
La realidad es que ninguno de los países desarrollados –hoy en crisis demográfica ante la caída vertical de la tasa de fertilidad de las mujeres “nativas”– podría sostener a mediano plazo su mercado de trabajo, su ritmo de desarrollo económico y hasta sus esquemas de bienestar social sin el aporte de los inmigrantes.[6] Pero la mirada de amplios sectores de masas sobre la cuestión está contaminada por la agenda reaccionaria de derecha o ultraderecha: “nos roban los empleos”, “se aprovechan de los beneficios estatales”, “se quedan con los recursos que necesitamos los [“verdaderos”] estadounidenses [o británicos, franceses, alemanes, etc.]”, o, en la particularmente brutal versión de Trump, con resonancias abiertamente nazis, “envenenan la sangre de nuestro país”. Lamentablemente, esta prédica encuentra eco mucho más allá de la base nativista de ultraderecha xenófoba, conspiranoica y terraplanista que constituye el elemento típico de la asistencia a los actos de campaña de Trump, y toca fibras profundas incluso, como vimos, en votantes tradicionales del Partido Demócrata.
Si la economía es, entonces, motivo de desencanto y frustración en amplios sectores del electorado (de ambos partidos), el Partido Demócrata es responsable también de otras fuentes de desilusión, esta vez en su propia base. Uno de ellos es el movimiento de defensa del derecho al aborto.
La revocación de la ley federal de legalización del aborto (“Roe vs Wade”) fue, naturalmente, cosa de la Corte Suprema ultra conservadora, un tercio de cuyos miembros fueron designados a instancias de Trump. Pero ni el Partido Demócrata ni sus sucesivos candidatos (Biden primero, luego Harris) se atrevieron a aprovechar la inmensa indignación en las mujeres de todo el país para impulsar el rechazo a este retroceso inédito en la historia estadounidense. Toda la actividad y responsabilidad recayó y recae en el activismo de base, el mismo que se organizó para juntar firmas y lanzar una oleada de referéndums –seis de ellos, meses antes de la elección; otros diez, en coincidencia con ella– para proteger el derecho al aborto en las constituciones estaduales, en general con éxito incluso en estados muy conservadores como Kansas o Kentucky.
Este impulso fue tan poderoso que, a contramano de los intentos de Harris por correrse hacia el centro –o a la derecha, más bien– en temas como inmigración, obligó al propio Trump a moderar su retórica sobre el aborto y salud reproductiva en general, lo que le valió críticas de su base de extrema derecha. No se equivoca el columnista especializado en EEUU del Economist –hermano de un senador demócrata, por otra parte– cuando observa que “mucho más que otros movimientos de protesta de este siglo [en EEUU], el movimiento de base para restituir el derecho al aborto está demostrando ser duradero y eficaz” (“American exception”, TE 9421, 2-11-24). Pero un movimiento así no puede resignarse a ser “carne de voto útil” cada dos años, porque se corre el riesgo de que los sectores más conscientes y militantes se harten… y no voten.
O incluso, voten otra cosa. Veamos un ejemplo referido a otro sapo para la base demócrata, la complicidad del gobierno demócrata con el genocidio israelí contra el pueblo palestino. Para amigo de Israel, ninguno mejor que Trump; los intentos de Biden-Harris de quedar bien con Dios y con el diablo sólo lograron exasperar a los demócratas sionistas y a los demócratas pro palestinos, sin ganar un solo voto republicano. Así fue que en un estado clave, Michigan, Trump ganó en la ciudad de Dearborn, donde el 55% de la población es de origen árabe. Trump obtuvo el 42% contra el 36% de Kamala Harris y el 18% de la candidata del Partido Verde, Jill Stein, que había hablado abiertamente en favor de la causa palestina. Como Stein sacó el 0,5% de los votos en todo el país, es evidente que la población árabe de Dearborn prefirió votarla a ella antes que a Harris, o ni molestarse en votar. La ciudad había sido el centro del Uncommitted Movement, que había hecho campaña durante las primarias demócratas para presionar a Biden para que cambie su postura pro israelí.
Esta desafección de parte de la base demócrata ocurrió en este caso como respuesta al apoyo al sionismo, pero algo similar sucedió con otros temas caros a la (no muy nutrida) militancia de base demócrata, desde el movimiento feminista y LGBT hasta el activismo sindical. La política sistemática de la cúpula partidaria de dar por sentado el apoyo, aunque fuera crítico, de la “izquierda” del partido, a la vez que su discurso y su campaña se orientaban cada vez más a la confluencia de centroderecha para “seducir” un voto inexpugnable, terminó como suelen terminar estas maniobras del progresismo lavado: mal. Dar por descontado el activismo para intentar erosionar la base electoral de Trump fue un doble error: el voto republicano estaba mucho más consolidado, o blindado, que el voto propio, que a la vez empezó a sufrir de un desconcierto y un desencanto que explican al menos parte de esos cerca de diez millones de votos menos.
En resumen, hubo una diferencia crucial entre ambas campañas. Trump gozaba las ventajas de que a) una parte de su electorado está hace rato fanatizado y totalmente acrítico, y b) la otra parte de sus votantes, incluyendo muchos demócratas desengañados, más reflexivos y menos seducidos por su estilo hiperbólico y egocéntrico, le daban el beneficio de la duda como un posible gestor más eficiente de una economía que, sin estar en crisis, no satisface las expectativas populares, Compárese esto con Kamala Harris, heredera forzosa de una candidatura fallida, vicepresidenta de un gobierno con bajos índices de popularidad, con escaso carisma personal, sin logros económicos convincentes para mostrar y que deliberadamente diluyó los perfiles políticos potencialmente más fuertes para intentar correrse al centro. Hacia el final de la campaña, el verdadero argumento central de Harris era el miedo a Trump, casi reconociéndolo como la figura más importante de la elección. Pero la votación de 2024 no fue un plebiscito sobre los mamarrachos pasados ni sobre los eventuales despropósitos futuros de Trump, sino sobre el presente incómodo, mediocre e ineficaz de Biden-Harris.
4- ¿Y ahora? “Trumponomics” y un mundo muy distinto al de 2016
Hay mucha tela para cortar en diversos planos, desde el perfil futuro del Partido Republicano (¿Trumpiano?) hasta la cuestión del crecimiento de las tensiones polarizadoras al interior más profundo de la sociedad yanqui, que hay quienes temen pueda poner en riesgo la convivencia civil. Pero nos limitaremos aquí a subrayar algunos elementos ya anticipados en nuestra nota anterior: la política económica y la política exterior de Trump.
En materia económica, no hace falta decir que Trump va a defraudar las expectativas de sus votantes, y más pronto que tarde. Los recortes impositivos que propone beneficiarán, como siempre, a las grandes compañías y a las personas más ricas, no a lxs asalariadxs (salvo la casi simbólica eliminación de impuestos a las propinas). En cuanto a los aranceles a la importación, más allá de las consecuencias en las relaciones internacionales que veremos enseguida, en términos económicos no van a tener el efecto de reducir el déficit comercial de EEUU, sino de aumentar los precios al consumidor.
De hecho, como advierten casi en tándem muchos analistas –también los admiradores de Trump–, es casi inevitable que los aranceles, incluso en el altamente improbable caso de que estimulen la producción y el empleo fronteras adentro, tengan como consecuencia una aceleración de la inflación. Por dos vías separadas: el aumento de precio de los productos importados y el recalentamiento del mercado de trabajo si llega a darse un reanimamiento industrial por sustitución de importaciones. Irónicamente, fue la mala gestión de la inflación la que erosionó, más que ninguna otra cosa, la imagen de Biden.
Además, como señalamos anteriormente, el agujero fiscal que dejaría la rebaja de impuestos a las corporaciones de ninguna manera podría compensarse con los aranceles, de modo que el ya elevado déficit fiscal actual, del orden del 7% del PBI, debería incluso aumentar. Si a esto se le agregan conflictos de tipo político-institucional a los que Trump es tan proclive –desde un conato de intervención a la Reserva Federal hasta algún intento en la línea del peligroso Proyecto 2025– tenemos un cóctel de política interna que lo es todo menos tranquilizador. Recordemos que cuando Trump asume en 2016 venía de un largo período de tasas de interés muy bajas y sin riesgo de inflación, condiciones que no son en absoluto las de hoy.
En cuanto a una de las políticas emblemáticas de la campaña y el discurso de Trump, la “deportación masiva de inmigrantes ilegales”, todo son interrogantes básicos que hoy nadie puede responder. Para ir por orden de importancia: cuántos inmigrantes serán deportados, a partir de cuándo, por qué razones exactamente, con qué medios y de qué manera, y, dependiendo de todo lo anterior, con qué impacto político. Por lo pronto, ya hay alcaldes y gobernadores demócratas que dejaron claro que resistirán por todos los medios legales cualquier intento de deportación, que no prestarán la menor asistencia a las autoridades y que recurrirán a la justicia para obstaculizar la medida, para no hablar de la obvia aunque hoy impredecible dimensión de la ola de resistencia o desobediencia civil que generaría.
Aun si parte del plan de Trump se llevara a cabo con éxito –un inmenso “si”–, queda por ver el impacto propiamente económico de semejante medida. Privar de mano de obra barata y de difícil o imposible reemplazo inmediato no causará la menor gracia a los mismos empresarios que hoy emplean inmigrantes en sectores como agricultura, construcción, servicios de salud y hotelería.[7] Por lo demás, una súbita reducción de la oferta de mano de obra sólo puede impulsar los salarios hacia arriba y alimentar la espiral inflacionaria. De modo que los ojos están puestos íntegramente en el volumen, la forma y los plazos del plan de megadeportaciones, incógnitas que nadie sabe cómo despejar.
El panorama no es menos turbio en la arena internacional. Por el contrario, si hay un área en la que la conducta de Trump ha sido particularmente indescifrable es las relaciones exteriores, que considera el ámbito ideal para la proyección de su exuberante personalidad. El primer test serán precisamente los aranceles: si se cumple la promesa de arancel universal (y diferencial para China), habrá tensión con los países aliados, como los del USMCA (Canadá y México) y los de la UE. La cuestión de si habrá reciprocidad, y en qué términos. En todo caso, sería casi el epitafio para la Organización Mundial de Comercio; el paradójico resultado de una guerra de aranceles es que China podría quedar como el único paladín del libre comercio…
En su anterior mandato, Trump gozaba de un marco internacional cruzado por los coletazos de la crisis financiera de 2008-2009, pero no por tormentas geopolíticas. De hecho, salvo el Brexit, las más grandes las generó su propia gestión, con la guerra comercial a China y sus amenazas de dinamitar la OTAN. No es la situación de hoy, con la guerra en Ucrania, el genocidio en curso en Gaza (más los ataques de Israel al Líbano, Irán, Siria y Yemen) y la creciente tensión con China en todos los órdenes, desde semiconductores hasta autos eléctricos, TikTok, el Mar de China Meridional y Taiwán.
Ya hemos dicho que las fanfarronadas de Trump en política exterior eran casi folklóricas en el contexto de 2016-2019, que es de lo más light comparado con el actual. Operetas como el “plan de paz para Israel y Palestina” o payasadas como las reuniones con Kim Jong Un estarían completamente fuera de lugar en un escenario mortalmente serio como el que ya tenemos y, sobre todo el que se viene. Para colmo, el instinto primario de Trump en cuestiones internacionales –y en esto tiene un consenso cada vez mayor en su partido– no es el de mediar o intervenir en un mundo cada vez más atravesado por conflictos de creciente gravedad, sino el aislacionismo. “America first” (EEUU primero) no es sólo una profesión de fe de proteccionismo económico, sino también de prescindencia, mientras no afecte la hegemonía de EEUU en el mundo. El interés de Trump no es pensar grandes estrategias internacionales, sino aparecer como héroe providencial con soluciones improvisadas que cortan nudos gordianos de un hachazo.
Por ejemplo, su plan de “paz entre Rusia y Ucrania en 24 horas” no es otra cosa que una rendición casi incondicional de Ucrania. ¿Qué tiene para decir sobre eso la Unión Europea, que a diferencia de EEUU es vecina de Ucrania y Rusia, la gran ganadora de esa “paz”? ¿Y la OTAN? ¿Netanyahu va a recibir luz verde para continuar el genocidio en Gaza, la invasión al Líbano y los bombardeos a vecinos cercanos y lejanos? ¿Quién mide el costo? Y en cuanto a China, ¿hasta dónde llegarán los criterios de “seguridad nacional”? ¿Prohibir a TikTok sí, pero dar garantías a Taiwán en caso de ataque de China continental no? ¿Hasta dónde escalará la guerra comercial y arancelaria?
El mayor problema no es que probablemente ni el propio Trump tenga la respuesta a esas preguntas. Lo que alarma a escépticos y entusiastas de Trump es que, a diferencia de su primer mandato, los controles partidarios e institucionales para limitar el daño de eventuales brotes de egomanía de Trump son mucho más limitados. El Partido Republicano ya no es una estructura adosada al estrecho círculo de hombres de confianza de Trump y que puede llamarlo a la razón con especialistas profesionales: el partido mismo ha sido purgado de críticos y rebosa de fanáticos fieles. La lista de futuros funcionarios ya no se llena con republicanos que votan a Trump pero tienen criterio propio, sino con los que han pasado el examen de lealtad de los think tanks capturados por el ala trumpista del Grand Old Party. Los circuitos judiciales están abarrotados de jueces designados por Trump. Y la Corte Suprema dictaminó este año, precisamente a propósito del juicio a Trump, que los presidentes no pueden ser acusados de delito por hechos relacionados con el ejercicio del cargo. La pregunta del millón, entonces, no es tanto qué puede romper el gato, sino quién le pondrá el cascabel si se sale de control. Porque, como él mismo decía, tiene la botonera de armas nucleares más grande del mundo.
[1] En California, con toda seguridad el estado donde más cantidad de votos de ventaja sacan lxs candidatxs demócratas en todas las elecciones, Harris superaba por 1,9 millones de votos a su rival (6,1 millones a 4,2 millones). Si se proyecta esa diferencia al total de votos del estado, Harris descontaría otros 1,3 millones de votos. Los estados donde falta escrutar más del 10% de los votos son nueve, siete de ellos demócratas (y en cinco falta más del 25%, aunque sólo California excede el 30%). Pero de todos ellos el más poblado es California; los demás no van a cambiar mucho la diferencia en números absolutos.
[2] “Un mar de dudas electorales, políticas e institucionales”, izquierdaweb, octubre 2024.
[3] Sin embargo, cabe consignar un fenómeno que se viene dando en las encuestas en las últimas elecciones no sólo en EEUU sino en otros países también, como en Europa y América Latina. A saber, que las encuestas tienden a tener cierto sesgo contra las candidaturas más de derecha, en este caso Trump. Tanto en 2020 como –especialmente– en 2016, las encuestas no lograron medir bien el voto a Trump, aunque en principio por distintas razones. En 2016, las muestras tendían a sobrerrepresentar el voto de mayor nivel educativo, factor que favorecía a los demócratas, como veremos. Y en 2020, las consultoras corrigieron ese problema, pero se encontraron con otro no previsto, el llamado “sesgo de no respuesta”: los votantes republicanos son en promedio más renuentes a responder, por lo que tienden a quedar desproporcionadamente fuera de la muestra. Y ese sesgo, aparentemente, es aún más marcado en los estados en disputa, donde la ansiedad de las encuestadoras es mayor: “En promedio, el tamaño de la brecha entre las predicciones de las encuestas y el margen real de victoria es de 2,7 puntos a nivel nacional y de 4,2 puntos en ciertos estados individuales” (“Miss calculation”, The Economist 9421, 2-11-24).
[4] Los intentos de la campaña republicana de armar grupos de apoyo del estilo “Gays for Trump” o “Black Women for Trump” fueron muy ridiculizados en las redes sociales con carteles de grupos ficticios de “Vegans for meat” (veganos a favor de la carne), “Palestinians for Netanyahu”, etc. El colmo del bestial e indisimulado desprecio de Trump por las minorías étnicas y sexuales fue cuando en uno de sus últimos actos de campaña subió un “humorista” al escenario donde hacía “chistes” como apodar a Puerto Rico “una isla flotante de basura”. La indignación que generó –muchas celebridades latinas, como la actriz Jennifer Lopez, salieron a fulminar a ese imbécil, y por extensión a Trump–, no obstante, no alcanzó para persuadir a muchos “machos latinos” de votar a una mujer. No hay necesidad de cargar las tintas al respecto, pero quedan pocas dudas de que la misoginia y el machismo fueron elementos muy presentes en la campaña y en la votación.
[5] En la tabla de indicadores económicos de 42 economía importantes que publica semanalmente The Economist, la tasa de crecimiento anual del PBI estimada para 2024 de EEUU tiene 14 países por encima, incluyendo 9 de los 12 asiáticos de la lista, además de Rusia, Polonia, Turquía, Brasil y Perú. Dado que el último informe especial de esa revista, dedicado a la economía de EEUU, lleva como título “La envidia del mundo” (The envy of the world), habrá que asumir que para The Economist “el mundo” se limita a los 15 países del Occidente desarrollado, con la muy arrogante e imperialista exclusión de los otros 180.
[6] No hay exageración alguna: sin inmigrantes, y con una tasa de fertilidad sistemáticamente por debajo de la “tasa de reposición” de 2,1 hijxs por mujer en edad fértil, el nivel de población de todos los países desarrollados –y de varios que no lo son, como Tailandia o la India– va a descender inexorablemente en términos absolutos (como sucede ya en Japón) y también en términos de la población en edad de trabajar (como sucede ya hoy en China). Además, la población no sólo se reduce sino que envejece. La combinación de menos trabajadores activos por cada retirado o pensionado y el aumento de años de vida post retiro (pero con los lógicos y crecientes problemas de salud en razón de la edad) impondrá una fuerte presión adicional sobre los sistemas previsionales y de salud de los países en cuestión. Sólo el ingreso de mano de obra inmigrante joven, sana y fértil puede detener esta espiral demográfica descendente. Pero, paradójicamente, los países con más necesidad de inmigrantes son, a la vez, los que registran niveles más elevados de xenofobia y racismo.
[7] Digamos que un dilema similar se enfrenta la Unión Europea. Muchos de los países donde cunde el discurso antiinmigrante racista y xenófobo están cayendo en la cuenta de que la mano de obra inmigrante es esencial no ya para el futuro, como decíamos más arriba, sino hoy. Por ejemplo, la tercera parte de la fuerza de trabajo agrícola de la UE está compuesta de trabajadores migrantes de dentro y fuera del bloque. Paradójicamente, como buena parte de la base electoral de las fuerzas de extrema derecha se encuentra en los establecimientos rurales, éstas “se han visto obligadas a hacer compromisos en sus consignas antiinmigración. (…) El ministro de Agricultura italiano, Francesco Lollobrigida, arengó a los ciudadanos a tener más hijos o a verse ‘reemplazados’ por extranjeros. Sin embargo, en la práctica, Lollobrigida presiona para otorgar más visas trabajadores agrícolas extranjeros. (…) Un tercio del millón de trabajadores agrícolas [italianos] son extranjeros. Pero entre los que tienen entre 18 y 35 años, casi todos los son. (…) En Alemania, Polonia y Holanda (…) la mayor fuente de trabajadores agrícolas son polacos. Y los granjeros polacos recurren a las mujeres ucranianas. (…) [En Holanda,] el gobierno quiere desalentar que los empresarios empleen migrantes por bajos salarios y propone subsidiar a las explotaciones que usen robots” (“The immigrants Europe wants”, TE 9241, 2-11-24).