Un primer paso para nuestra crítica pasa por recoger elementos de caracterización respecto del emergente populismo latinoamericano. Para esto, debemos partir de sus antecedentes históricos; es decir, el del –por así llamarlo– populismo “clásico”, y el vínculo que estableció con él la corriente del “socialismo nacional”.
Cuando hablamos del populismo latinoamericano del siglo XX, nos estamos refiriendo a gobiernos nacionalistas burgueses que mayormente le dieron su impronta al proceso político en la región entre las décadas del 30 y el 60, aunque tuvieron manifestaciones tardías hasta entrados los años 70. El contexto: la simultaneidad de una aguda crisis de la economía mundial capitalista, una grave crisis hegemónica en el seno del imperialismo –que terminó dando lugar a las dos guerras mundiales– y el impacto de la revolución rusa del 1917.
La combinación de estos elementos dio marco al surgimiento de una serie de gobiernos capitalistas “anormales” que se caracterizaron por tomar en sus manos importantes porciones del manejo de la economía nacional, por hacer significativas concesiones a las masas trabajadoras y populares y por instalarse como mediación respecto de una eventual radicalización de la clase trabajadora bajo el impacto que venía de la ex URSS.
Como es conocido, al llegar a México y observar el fenómeno, León Trotsky definió a este tipo de gobiernos y formaciones estatales como “bonapartismo sui generis”. Buscaba así dar cuenta de gobiernos de países coloniales o semicoloniales que aparecían arbitrandoentre los intereses del imperialismo y de las clases no poseedoras, en condiciones de una gran debilidad de las burguesías nacionales, una verdadera “clase ausente” reemplazada por este mismo Estado, el cual, según una clásica definición del historiador marxista argentino Milcíades Peña, se terminaba comportando como “un grupo capitalista más”.
En este contexto, estos gobiernos intentan ampliar sus bases de sustentación socialprecisamente mediante la estatización de ramas enteras de la economía (capitalismo de Estado), junto con el encuadramiento político de las mismas masas, que son llamadas a la movilización a partir de hacerles una serie de concesiones.
Esta forma de “bonapartismo”, explicaba Trotsky, contenía elementos bifrontes. En determinadas circunstancias, podía mostrar su cara “izquierdista”, en la medida en que se apoyara en las masas para resistir al imperialismo, dando lugar a gobiernos con variables grados de independencia relativa respecto de él. Sin embargo, esto no excluía que, en un giro de la lucha de clases, pudiera dar lugar a su versión “derechista”, transformándose en agentes de este mismo imperialismo (y de medidas de “racionalización” económica y “disciplinamiento” político) contra los trabajadores.
Dice a este respecto Chris Harman: “Décadas de experiencia de regímenes nacionalistas radicales del tercer mundo, muestran cómo funciona su lógica. Hay una fase de reformas radicales y de choques con el imperialismo, y es necesario recordar cuánto más radicalesfueron las reformas llevadas adelante en Egipto o Argelia tres o cuatro décadas atrás que aquellas en Venezuela o en Bolivia hoy. Los más radicales nacionalistas luego retroceden(…) o son removidos por colaboradores más moderados (como fue el reemplazo de Ben Bella por Bumedien en Argelia en 1965). En el final resulta que aquel régimen que resistió al imperialismo, llegado cierto punto, se transforma en él más esmerado de sus aliados. Esta es una lección que no debe ser olvidada en Latinoamérica” (www.internationalsocialism.org.br).
En este marco, el conjunto complejo de las determinaciones de los gobiernos populistas y el hecho de que aparecieran resolviendo tareas democráticas y nacionales pendientes (no llevadas a cabo en oportunidad de las guerras de la independencia en el siglo XIX) desafió al conjunto de las corrientes de la izquierda a posicionarse frente a ellos. Desempolvando las históricamente superadas “Tesis de Oriente” del IV Congreso de la III Internacional (por ser previas a la formulación de las Tesis sobre la Revolución Permanente de Trotsky), sectores de la izquierda y el movimiento trotskista asumieron posiciones capituladoras frente fenómenos como los de Lázaro Cárdenas en México (en la segunda mitad de los años 30), Juan Domingo Perón en la Argentina (1945-55), Getulio Vargas en Brasil (sobre todo, el “nacional-desarrollista” de la segunda presidencia, 1950-54) o Paz Estenssoro en oportunidad de la revolución boliviana de 1952 (en vida de Haya de la Torre, el APRA fue un factor importantísimo de la vida política del Perú, pero nunca pudo llegar al gobierno).
Nacionalizaciones petroleras y mineras, reformas agrarias, concesión del voto universal y el voto a la mujer; estatización de los ferrocarriles y otras empresas, fueron algunas de las medidas que dieron lugar a un arduo debate respecto de la verdadera naturaleza de estos gobiernos y cómo había que ubicarse respecto de ellos, que dio lugar a posiciones extremadamente oportunistas (y también totalmente sectarias).
Es precisamente en este contexto que emergió el “socialismo nacional” como tradición política. Se trató de la corriente que, desde la izquierda, apostó por el apoyo político a estos gobiernos –aunque a veces se presentara como “apoyo crítico”– y a las medidas que se consideraban “progresivas” de éstos.6 Para ello, adoptaron estrategias como las del “frente nacional” o “frente único antiimperialista” por el cual, a lo largo de todo un período histórico, se postulaba que la izquierda debía “marchar del brazo” con estos gobiernos porque la clase trabajadora “no estaba todavía madura” para una acción histórica independiente. Sólo después de todo el curso de una experiencia con la “revolución nacional” se podría llegar a la “madurez” para la “etapa socialista” y para la construcción de grandes partidos socialistas de masas.
En la Argentina, quien mejor y más versátilmente sintetizó –desde el trotskismo– estas premisas fue, sin lugar a dudas, Jorge Abelardo Ramos. De entre las múltiples “perlas” que se encuentran en su frondosa literatura, se puede encontrar, bajo el sugestivo subtítulo de “Personalismo y necesidad histórica”, la siguiente: “A los países atrasados que luchan por su liberación no les queda otro camino para compensar su debilidad material frente al gigantesco enemigo que reproducir a su modo idénticas leyes de guerra. La centralización del poder deriva generalmente en el poder personal. El «líder» y la «jefa espiritual de la Nación» reflejaban esa necesidad histórica (…) El proletariado seguía su propio camino, que era el de su experiencia en una coalición con los sectores burgueses y burocráticos del peronismo. Para el partido obrero independiente no había sonado la hora. El cretinismo intelectual observará con desprecio a las masas «primitivas», pero una misma clase tiene ideas diferentes en épocas distintas; las suplantará a medida que las necesite. El proletariado no veía con urgencia la necesidad de ser «independiente» del peronismo, por más que le resultaran desagradables algunas figuras, algunos favoritismos. Defendían lo esencial del régimen, su progresividad global y la condición obrera dentro de el. El pequeño burgués superficial, atiborrado de libros mal leídos, sólo veía lo secundario. Después acusaría de «primitivismo» al proletariado [Obsérvese que se trata literalmente del mismo argumento del texto arriba citado. RS] (…). Bajo las divisas del peronismo, enormes masas de hombres y mujeres que sólo diez años atrás vivían en el atraso rural hicieron su ingreso triunfal a la política argentina. La dirección que abrazaron era enteramente correcta: no había ninguna otra capaz de defenderlos mejor” (J. A. Ramos: Revolución y contrarrevolución en la Argentina. Tomo V: La era del bonapartismo, Buenos Aires, Plus Ultra, 1974, pp. 212-220).
Como se ve, en Ramos encontramos muchos de los rasgos más burdamente deterministas, objetivistas y economicistas que caracterizaron a la matriz mayoritaria del trotskismo de la posguerra, tomada –de manera teóricamente ilícita– de textos de Trotsky como La revolución traicionada, así como el uso totalmente abusivo, tributario del aspecto más conservador de la filosofía hegeliana de la historia, del concepto de necesidad.
Por otra parte, este pasaje (cuya matriz conceptual se refleja en muchos otros similares) revela motivos clásicos del “socialismo nacional”, que hoy se reproducen acríticamente.
Desde la definición del supuesto carácter “nacionalista revolucionario” de estos gobiernos hasta el rendirse ante el hecho de que la ausencia de una dirección alternativa a la del nacionalismo burgués terminaría legitimándolo históricamente, haciendo así inviable toda critica de clase y revolucionaria. En esas condiciones, cualquier intento en este sentido era acusado entonces –y vuelve a serlo ahora, como vimos– como “desprecio hacia las masas”, que tendrían sus “correctas” razones para apoyar estos gobiernos.
El “socialismo nacional” es inseparable del populismo como la sombra del cuerpo, y fundamenta su ubicación seguidista en que considera un operativo definitivamente “externalista” la pelea por un curso independiente y socialista para la clase obrera.
No hace falta recordar el “final de la película” de este período: todos estos gobiernos terminaron saliendo ignominiosamente de la escena. El marco capitalista en que operaron sus “reformas” quedó intacto, lo que implicó que éstas quedaran rápidamente vaciadas de contenido Hubo un patrón común: en oportunidad del golpe de 1955 contra Perón, de 1964 contra Estenssoro, del mismo año contra Joao Goulart, y otros, en ningúncaso apelaron a la movilización de las masas y entregaron el poder sin resistencia a la reacción burguesa imperialista. Tampoco, en ningún caso, los socialistas nacionales lograron éxitos constructivos dignos de mención. Y sin embargo, a pesar de este balance lapidario, a comienzos del siglo XXI nos volvemos a encontrar con esta corriente de pensamiento y acción.