2- Proletarios y comunistas

Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo.

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1826
El Manifiesto Comunista, primera edición de 1848

 

¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?

Los comunistas no forman un partido aparte de los demás partidos obreros.

No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.

Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto.

Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder.

Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún redentor de la humanidad.  Son todas expresión generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.

Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas constantes.

Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió la propiedad feudal para instaurar sobre sus ruinas la propiedad burguesa.

Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del régimen de propiedad de la burguesía, de esta moderna institución de la propiedad privada burguesa, expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y apropiación de lo producido que reposa sobre el antagonismo de dos clases, sobre la explotación de unos hombres por otros.

Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en esa fórmula: abolición de la propiedad privada.

Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia.

¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano, del pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad burguesa?  No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.

¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la burguesía?

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad?  No, ni mucho menos.  Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su explotación.  La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a contemplar los dos términos de la antítesis.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción.  El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad.  El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.

Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.

Hablemos ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como tal obrero.  Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando.  Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres.  A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado.  En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.

En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado.  En la sociedad burguesa se reserva al capital toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y personalidad.

¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y la libertad!  Y, sin embargo, tiene razón.  Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa.

Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.

Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente el libre tráfico. La apología del libre tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.

Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis?  Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.

Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad.  Pues sí, a eso es a lo que aspiramos.

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.

Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a destruir.

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.

Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda actividad y reinará la indolencia universal.

Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no trabajan.  Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a una verdad que no necesita de demostración, y es que, al desaparecer el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.

Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de apropiación y producción material, se hacen extensivas a la producción y apropiación de los productos espirituales.  Y así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo de destruir la cultura en general.

Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en una máquina a la inmensa mayoría de la sociedad.

Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.

Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón.  Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.

¡Abolición de la familia!  Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan escándalo.

Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia burguesa?  En el capital, en el lucro privado.  Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones familiares de los proletarios y en la pública prostitución.

Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de existir el capital, que le sirve de base.

¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación de los hijos por sus padres?  Sí, es cierto, a eso aspiramos.

Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la familia, suplantando la educación doméstica por la social.

¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase dominante.

Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.

¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!

El burgués, que no ve en su mujer más que un simple instrumento de producción, al oírnos proclamar la necesidad de que los instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo igualmente a la mujer.

No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar con la situación de la mujer como mero instrumento de producción.

Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses, al hablar de la tan cacareada colectivización de las mujeres por el comunismo.  No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.

Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a su disposición a las mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y no hablemos de la prostitución oficial!-, sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.

En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las esposas.  A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer.  Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá con él el sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la encubierta.

A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad.

Los trabajadores no tienen patria.  Mal se les puede quitar lo que no tienen.  No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.

Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.

El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer.  La acción conjunta de los proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su emancipación.  En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.

Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí.

No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el comunismo desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico en general.

No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre, cambian también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una palabra.

La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo cambia y se transforma la producción espiritual con la material.  Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas propias de la clase imperante .

Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.

Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo.  En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria.  Las ideas de libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el mundo ideológico.

Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política, un derecho.

Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el desarrollo histórico anterior.

Veamos a qué queda reducida esta acusación.

Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas.

Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado.  Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no desaparezca radicalmente.

La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas tradicionales.

Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.

Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia .

El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas.

Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas que, aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor y de las que no puede prescindiese como medio para transformar todo el régimen de producción vigente.

Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos los países.

Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con carácter más o menos general, según los casos .

1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.

2.a Fuerte impuesto progresivo.

3.a Abolición del derecho de herencia.

4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.

5.a Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.

6.a Nacionalización de los transportes.

7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.

8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.

9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.

10.a Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual.  Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.

Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder; mas tan pronto como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el régimen vigente de producción, con éste hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia soberanía como tal clase.

Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.

 

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