Publicado originalmente en Sin Permiso
En Greener Than You Think [Más verde de lo que crees]— una novela de 1947 de Ward Moore, un escritor de ciencia ficción de izquierdas — una científica enloquecida de Los Ángeles, una tal Josephine Francis, recluta a un vendedor sin oficio ni beneficio llamado Albert Weemer, al que se describe como alguien que posee “todos los instintos de una cucaracha”, para que le ayude a promocionar su hallazgo: un compuesto llamado “Metamorfosizador” [“Metamorphosizer”] que acentúa el crecimiento de las hierbas y les permite crecer en suelos áridos y rocosos. Ella sueña con acabar de modo permanente con el hambre en el mundo por medio de una masiva expansión de las variedades de trigo y otros cereales. Weemer, un ignorante en materia de ciencia, sólo piensa en hacer dinero rápido a base de vender el producto puerta a puerta como tratamiento para el césped. Como necesita desesperadamente dinero para continuar su investigación, Francis se aviene de mala gana y Weener parte hacia los amarillentos jardines de césped de fatigados vecindarios de bungalows.
Para su sorpresa, el tratamiento, que altera los genes de la hierba, funciona, sólo que demasiado bien. En el patio de la familia Dinkman, la digitaria [césped salvaje] se convierte en una “Hierba del Diablo” de pesadilla, resistente a la siega y los herbicidas, que comienza a extenderse por toda la ciudad. “Se retorcía y enredaba en una inquietud de pesadilla….cubriéndolo inexorablemente todo en su camino. Una grieta de la calzada desapareció cubierta por ella, un matorral quedó engullido, un pedazo de muro desapareció”. Persiste en devorar las aceras y las casas y acaba por consumir la ciudad: una monstruosa criatura nueva que se arrastra hacia Belén.
Greener Than You Think resulta a la vez hilarante y ligeramente inquietante. Pero sus absurdas premisas se están convirtiendo en sucesos de actualidad gracias al cambio climático: de hecho, la Hierba del Diablo es en realidad bromo, una tribu de hierbas invasoras y casi imposibles de erradicar que llevan nombres adecuadamente desagradables como bromo “ripgut”, césped engañoso” y falso bromo. Originaria del Mediterráneo y de Oriente Medio, algunas especies llevan en California desde la época de la “fiebre del oro”, cuando el sobrepastoreo permitió que el bromo y el pasto de avena europeos substutuyeran agresivamente a las especies autóctonas. Pero ahora el fuego y el crecimiento incontrolado más allá de los barrios residenciales se han convertido en sus metamorfosizadores, a medida que colonizan y degradan los ecosistemas a lo largo del estado.
El desierto del Mojave Oriental constituye un sombrío ejemplo. En la ruta de Los Ángeles a Las Vegas, a veinte minutos de la línea de demarcación del estado, hay una salida desde la I-15 a una vía asfaltada de dos carriles llamada Carretera de la Cima. Es el modesto portal de entrada a uno de los bosques más mágicos de América del Norte: kilómetros sin fin de antiguo bosque virgen de árboles de Josué [yucca brevifolia] que cubren un campo de pequeños volcanes del Pleistoceno conocido como Cima Dome. Los monarcas de este bosque tienen de 14 metros de alto y cientos de años de edad. Se estima que a mediados de agosto 1,3 millones de estas asombrosas yuccas gigantescas perecieron en el incendio del Dome provocado por un rayo.
No es esta la primera vez que se ha quemado el Mojave Oriental. Un megaincendio de 2005 calcinó un millón de acres [404.685,642 hectáreas] de desierto, pero respetó el Dome, corazón del bosque. A lo largo de la última generación, una invasión de bromo rojo ha creado un sotobosque inflamable entre los árboles de Josué y ha transformado el Mojave en una ecología de incendios (el bromo invasor ha desempeñado este papel en la Gran Cuenca [Nevada, Utah, California, Idaho, Oregón y Wyoming] durante décadas).
Las plantas del desierto, a diferencia de los robles y el chaparral californianos, no están adaptadas al fuego, de modo que puede que su recuperación resulte imposible. Debra Hughson, científica jefe de la Reserva Nacional de Mojave [Mojave National Preserve], describió el fuego como acontecimiento de extinción. “Los árboles de Josué son muy inflamables. Se morirán y no se recobrarán”.
Nuestros desiertos en llamas son expresiones regionales de una tendencia global. La vegetación mediterránea ha evolucionado conjuntamente con el fuego; ciertamente, los robles y la mayoría de las plantas requieren de incendios episódicos para reproducirse. Pero los incendios extremos de forma rutinaria en Grecia, España, Australia y California están hoy anulando las adaptaciones del Holoceno y produciendo cambios irreversibles en la biota.
Si bien Australia es un aspirante que se le acerca, California es quien mejor ilustra el círculo vicioso en el que un calor extremo lleva a incendios extremos frecuentes que impiden la regeneración natural, y con la ayuda de las enfermedades de los árboles acelera la conversión de paisajes icónicos en praderas dispersas y laderas montañosas desprovistas de árboles. Y con las plantas autóctonas, por supuesto, desaparece la fauna autóctona.
A comienzos de este siglo, los planificadores de recursos hídricos y las autoridades en materia de incendios locales se centraban primordialmente en la amenaza de sequías de varios años causadas por episodios agudizados de La Niña y bóvedas de altas presiones tercamente persistentes, las cuales podrían atribuirse ambas al calentamiento antropogénico. Sus peores temores se cumplieron con la gran sequía de la última década, la mayor quizás de los últimos 500 años, que se estima que llevó a la muerte de 150 millones de árboles infestados de barrenillo [escarabajo de la corteza], lo que posteriormente proporcionó una masa de leña para las tormentas de fuego de 2017 y 2018.
La gran mortandad de pinos y coníferas se ha visto acompañado por una pandemia de hongos que se extiende exponencialmente, conocida como “muerte súbita del roble” que ha matado a millones de encinas de California y de tanoaks en las sierras costeras de California y Oregón. Puesto que los tanoaks, sobre todo, crecen en bosques mixtos con abetos de Douglas y pinos ponderosa, sus troncos muertos deberían probablemente contabilizarse como el equivalente de millones de barriles de fuel-oil en las actuales tormentas de fuego que asolan las montañas costeras y las laderas de las sierras.
Por añadidura a la sequía corriente, los científicos hablan hoy de un nuevo fenómeno, la “sequía cálida”. Hasta en años con precipitaciones medias propias del siglo XX, el calor extremo del verano, nuestra nueva normalidad, está produciendo déficits masivos de agua por medio de la evaporación en embalses, corrientes y ríos. En el caso del sustento del sur de California, el río Colorado inferior, se ha predicho un asombroso descenso del 20% de su caudal en el curso de unas cuantas décadas, independientemente de si decaen las precipitaciones.
Pero el impacto más demoledor de temperaturas semejantes a las del Valle de la Muerte (hacía 50 grados en el Valle de San Fernando hace unas pocas semanas) es la pérdida de la humedad de plantas y suelo. Un invierno húmedo y una primavera temprana pueden fascinarnos con extravagantes despliegues de plantas en flor, pero también producen cosechas abundantes de hierbas y plantas herbáceas que se cuecen nuestros veranos de horno para convertirse en iniciadoras del fuego cuando vuelven los vientos del diablo.
Los bromos y otras hierbas exóticas anuales son los principales subproductos y facilitadores de este nuevo régimen de incendios. Años de investigación en parcelas experimentales, en las que los científicos queman distintos tipos de vegetación y estudian su comportamiento frente al fuego, ha confirmado su ventaja darwiniana. Arden a una temperatura que es el doble de la cubierta de suelo herbáceo, vaporizando nutrientes del suelo e inhibiendo el retorno de las plantas autóctonas. Los bromos crecen asimismo muy bien con la polución atmosférica y son más eficientes que la mayoría de las plantas en la utilización de niveles más altos de dióxido de carbono, grandes ventajas evolutivas en la actual lucha entre ecosistemas.
Un grupo de investigación del Colegio Forestal de la Universidad Estatal de Oregón [Oregon State’s College of Forestry] que está estudiando las invasiones de hierba en los bosques de la Costa Oeste, un tema hasta ahora desatendido, avisó anteriormente este mismo año de que una vez se asienta el bucle de retroalimentación con el fuego, se convierte en “tormenta perfecta”. Al igual que la Hierba del Diablo de Weemer, los invasores desafían a la voluntad humana. “Actuaciones de gestión tales como como rebajar la espesura y las quemas controladas, concebidas a menudo para paliar las amenazas de incendios incontrolados, pueden exacerbar también la invasión de hierbas y vegetación forestal, con potenciales consecuencias en la escala del paisaje que en buena medida no se advierten suficientemente”. Sólo un constante esfuerzo sostenido por eliminar la biomasa de la hierba—algo que requeriría un gran ejército de de trabajadores forestales a tiempo completo y la plena cooperación de los propietarios de tierras— podría posponer en teoría el apocalipsis de las malas hierbas.
También precisaría de una moratoria a nuevas construcciones, así como la reconstrucción tras los incendios en bosques en peligro. La mayoría de la vivienda nueva de los últimos veinte años en California se ha levantado, rentable pero insensatamente, en zonas de elevado riesgo de incendios. La “exurbanización” [crecimiento urbano más allá de las zonas residenciales], buena parte de ella consistente en la huida de los blancos de la diversidad humana de California, promueve por doquier la contrarrevolución botánica. Pero a los residentes habitualmente la hierba no les deja ver el bosque.
¿Qué deberíamos pensar de lo que está pasando? A finales de los años 40 las ruinas de Berlín se convirtieron en un laboratorio en el que los científicos naturales estudiaron la sucesión de las plantas después de tres años de bombardeos incendiarios. Su expectativa era que la vegetación original de la región —los bosques de robles y sus matorrales— se restablecerían pronto. Para horror suyo resultó que no fue este el caso. Por el contrario, plantas exóticas escapadas, algunas de ellas plantas raras de jardín, se establecieron como nuevas dominadoras.
Los botánicos continuaron sus estudios hasta que se limpiaron las últimas áreas de explosión en los años 80. La persistencia de esta vegetación de zona muerta y el fracaso de las plantas de los bosques de Pomerania a la hora de reasentarse provocaron un debate sobre la ‘Naturaleza II’. La opinión era que el calor extremo de las bombas incendiarias y de las estructuras de ladrillo había creado un nuevo tipo de suelo que invitaba a la colonización por parte de plantas resistentes como el “árbol del cielo” (ailanto) que había evolucionado en las morrenas de las capas de hielo del Pleistocene. Una guerra nuclear en toda regla, advirtieron, podría reproducir esas condiciones a ingente escala (para saber más sobre esto, véase mi libro Dead Cities).
El fuego en el Antropoceno se ha convertido en equivalente físico de la guerra nuclear. Tras los incendios del Sábado Negro en Victoria [Australia] a principios de 2009, los científicos australianos calcularon que la energía que liberaban era igual a la explosión de 1.500 bombas del tamaño de la de Hiroshima. Mayor energía todavía es la que han producido las columnas de humo de los pirocúmulos que durante semanas se han enseñoreado del norte de California. La niebla naranja tóxica que ha envuelto durante semanas la zona de la Bahía de San Francisco es nuestra versión regional del invierno nuclear.
Está surgiendo una naturaleza nueva, profundamente siniestra, de los escombros de los incendios, a expensas de paisajes que antaño considerábamos sagrados. Nuestra imaginación apenas puede abarcar la velocidad o la magnitud de la catástrofe.
Nota: una versión anterior de este estudio afirmaba que los árboles de Joshua perdidos en el incendio del Dome de California tenían mil años de edad. Puede que sea ese el caso, pero los investigadores afirman que “cientos de años” sería más aproximado.