C. Marx & F. Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974, páginas 507-508. Digitalización del MIA
Londres, 27 de octubre de 1890.
Aprovecho el primer momento libre para contestarle. Creo que hará usted bien en aceptar el puesto que le ofrecen en el «Züricher Post» [1] donde podrá aprender muchas cosas del campo de la Economía, sobre todo si no olvida en ningún momento la circunstancia de que Zurich es sólo un mercado de dinero y de especulación de tercera categoría, por lo que las impresiones que allí se reciben llegan debilitadas por un doble o triple reflejo o deliberadamente tergiversadas. En cambio, conocerá usted en la práctica todo el mecanismo y se verá obligado a seguir de cerca los boletines de Bolsa de Londres, Nueva York, París, Berlín, Viena, etc., todo ello de primera mano. Y entonces se le revelará el mercado mundial en su reflejo como mercado de dinero y de valores. Con los reflejos económicos, políticos, etc., ocurre lo mismo que con las cosas reflejadas en el ojo: pasan a través de una lente y por eso aparecen en forma invertida, cabeza abajo. Sólo falta el aparato nervioso encargado de enderezarlas para nuestra percepción. El bolsista no ve el movimiento de la industria y del mercado mundial más que en el reflejo invertido del mercado de dinero y de valores, por lo que los efectos se le aparecen como causas. Este es un fenómeno que ya he podido observar en la década del 40, en Manchester, donde los boletines de la Bolsa de Londres no servían en absoluto para hacerse una idea del movimiento de la industria, con sus períodos de máxima y mínima, porque esos señores querían explicarlo todo a partir de las crisis del mercado de dinero, que, por lo general, sólo tienen el carácter de síntomas. En aquel entonces, de lo que se trataba era de negar la superproducción temporal como causa de las crisis industriales, por lo que todo tenía un lado tendencioso que movía a la tergiversación. Actualmente, cuando menos por lo que a nosotros respecta, este punto ha sido totalmente liquidado; añadamos a esto el hecho indudable de que el mercado de dinero puede tener también sus propias crisis, en las que los trastornos directos de la industria desempeñan únicamente un papel secundario, si es que desempeñan alguno. Aquí queda aún mucho por aclarar e investigar, sobre todo en la historia de los últimos veinte años.
Donde la división del trabajo existe en escala social, las distintas ramas del trabajo se independizan unas de otras. La producción, es en última instancia, lo decisivo. Pero en cuanto el comercio de productos se independiza de la producción propiamente dicha, obedece a su propia dinámica, que aunque sometida en términos generales a la dinámica de la producción, se rige, en sus aspectos particulares y dentro de esa dependencia general, por sus propias leyes contenidas en la naturaleza misma de este nuevo factor. La dinámica del comercio de productos tiene sus propias fases y reacciona a la vez sobre la dinámica de la producción. El descubrimiento de América fue debido a la sed de oro, que ya antes había impulsado a los portugueses a recorrer el continente africano (cfr. La producción de metales preciosos, de Soetbeer), pues el gigantesco desarrollo de la industria europea en los siglos XIV y XV, así como el correspondiente desarrollo del comercio reclamaban más medios de cambio de los que Alemania –el gran país de la plata entre 1450 y 1550– podía proporcionar. La conquista de la India por los portugueses, los holandeses y los ingleses, entre 1500 y 1800, tenía por objeto importar de aquel país. A nadie se le ocurría exportar algo a la India. Sin embargo, qué influencia tan enorme ejercieron a su vez sobre la industria esos descubrimientos y esas conquistas que sólo obedecían al interés del comercio: lo que creó y desarrolló a la gran industria fue la necesidad de exportar a esos países.
Lo mismo ocurrió con el mercado de dinero. En cuanto el comercio de dinero se separa del comercio de mercancías, sigue, bajo determinadas condiciones y dentro de los límites impuestos por la producción y el comercio de mercancías, un desarrollo independiente, con sus leyes especiales y sus fases, determinadas por su propia naturaleza. Y cuando, por añadidura, el comercio de dinero se desarrolla y se convierte también en comercio de valores –con la particularidad de que éstos no comprenden únicamente los valores públicos, sino que a ellos vienen a sumarse las acciones de las empresas públicas y del transporte, merced a lo cual el comercio de dinero se impone directamente sobre parte de la producción, que en términos generales es la que lo domina–, la influencia que el comercio de dinero ejerce a su vez sobre la producción se intensifica y complica aún más. Los banqueros son los propietarios de los ferrocarriles, las minas, las empresas siderúrgicas, etc. Estos medios de producción adquieren un doble carácter, pues su utilización ha de servir unas veces a los intereses de la producción como tal y otras a las necesidades de los accionistas en tanto que banqueros. El ejemplo más patente de ello nos lo ofrecen los ferrocarriles norteamericanos, cuyo funcionamiento depende de las operaciones que en un momento dado pueda realizar un Jay Gould, un Vanderbilt, etc., operaciones que nada tienen que ver con cualquier línea en particular ni con sus intereses como medio de transporte. E incluso aquí, en Inglaterra, hemos visto las luchas por cuestiones de delimitación que durante decenios enteros han librado entre sí las distintas compañías ferroviarias, luchas en las que se invirtieron sumas fabulosas, no en interés de la producción ni del transporte, sino exclusivamente por causa de unas rivalidades cuyo único fin era facilitar las operaciones bursátiles de los banqueros accionistas.
Con estas indicaciones acerca de mi concepción de las relaciones que existen entre la producción y el comercio de mercancías, así como entre ambos y el comercio de dinero, he contestado en lo fundamental a sus preguntas sobre el materialismo histórico en general. Como mejor se comprende la cosa es desde el punto de vista de la división del trabajo. La sociedad crea ciertas funciones comunes, de las que no puede prescindir. Las personas nombradas para ellas forman una nueva rama de la división del trabajo dentro de la sociedad. De este modo, asumen también intereses especiales, opuestos a los de sus mandantes, se independizan frente a ellos y ya tenemos ahí el Estado. Luego, ocurre algo parecido a lo que ocurre con el comercio de mercancías, y más tarde con el comercio de dinero: la nueva potencia independiente tiene que seguir en términos generales al movimiento de la producción, pero reacciona también, a su vez, sobre las condiciones y la marcha de ésta, gracias a la independencia relativa a ella inherente, es decir, a la que se le ha transferido y que luego ha ido desarrollándose poco a poco. Es un juego de acciones entre dos fuerzas desiguales: de una parte, el movimiento económico, y de otra, el nuevo poder político, que aspira a la mayor independencia posible y que, una vez instaurado, goza también de movimiento propio. El movimiento económico se impone siempre, en términos generales, pero se halla también sujeto a las repercusiones del movimiento político creado por él mismo y dotado de una relativa independencia: el movimiento del poder estatal, de una parte, y de otra el de la oposición, creada al mismo tiempo que aquél. Y así como en el mercado de dinero, en términos generales y con las reservas apuntadas más arriba, se refleja, invertido naturalmente, el movimiento del mercado industrial, en la lucha entre el Gobierno y la oposición se refleja la lucha entre las clases que ya existían y luchaban antes, pero también de un modo invertido, ya no directa, sino indirectamente, ya no como una lucha de clases, sino como una lucha en torno a principios políticos, de un modo tan invertido, que han tenido que pasar miles de años para que pudiéramos descubrirlo.
La reacción del poder del Estado sobre el desarrollo económico puede efectuarse de tres maneras: puede proyectarse en la misma dirección, en cuyo caso éste discurre más de prisa; puede ir en contra de él, y entonces, en nuestros dias, y si se trata de un pueblo grande, acaba siempre, a la larga, sucumbiendo; o puede, finalmente, cerrar al desarrollo económico ciertos derroteros y trazarle imperativamente otros, caso éste que se reduce, en última instancia, a uno de los dos anteriores. Pero es evidente que en el segundo y en el tercer caso el poder político puede causar grandes daños al desarrollo económico y originar un derroche en masa de fuerza y de materia.
A estos casos hay que añadir el de la conquista y la destrucción brutal de ciertos recursos económicos, con lo que, en determinadas circunstancia, podía antes aniquilarse todo un desarrollo económico local o nacional. Hoy, este caso produce casi siempre resultados opuestos, por lo menos en los pueblos grandes: a la larga, el vencido sale, a veces, ganando –económica, política y moralmente– más que el vencedor.
Con el Derecho, ocurre algo parecido: al plantearse la necesidad de una nueva división del trabajo que crea los juristas profesionales, se abre otro campo independiente más, que, pese a su vínculo general de dependencia de la producción y del comercio, posee una cierta reactibilidad sobre estas esferas. En un Estado moderno, el Derecho no sólo tiene que corresponder a la situación económica general, ser expresión suya, sino que tiene que ser, además, una expresión coherente en sí misma, que no se dé de puñetazos a sí misma con contradicciones internas. Para conseguir esto, la fidelidad en el reflejo de las condiciones económicas tiene que sufrir cada vez más quebranto. Y esto tanto más raramente acontece que un Código sea la expresión ruda, sincera, descarada, de la supremacía de una clase: tal cosa iría de por sí contra el «concepto del Derecho». Ya en el Código de Napoleón [2] aparece falseado en muchos aspectos el concepto puro y consecuente que tenía del Derecho la burguesía revolucionaria de 1792 y 1796; y en la medida en que toma cuerpo allí, tiene que someterse diariamente a las atenuaciones de todo género que le impone el creciente poder del proletariado. Lo cual no es obstáculo para que el Código de Napoleón sea el que sirve de base de todas las nuevas codificaciones emprendidas en todos los continentes. Por donde la marcha de la «evolución jurídica» sólo estriba; en gran parte, en la tendencia a eliminar las contradicciones que se desprenden de la traducción directa de las relaciones económicas a conceptos jurídicos, queriendo crear un sistema armónico de Derecho, hasta que irrumpen nuevamente la influencia y la fuerza del desarrollo económico ulterior y rompen de nuevo este sistema y lo envuelven en nuevas contradicciones (por el momento, sólo me refiero aquí al Derecho civil).
El reflejo de las condiciones económicas en forma de principios jurídicos es también, forzosamente, un reflejo invertido: se opera sin que los sujetos agentes tengan conciencia de ello; el jurista cree manejar normas apriorísticas, sin darse cuenta de que estas normas no son más que simples reflejos económicos; todo al revés. Para mí, es evidente que esta inversión, que mientras no se la reconoce constituye lo que nosotros llamamos concepción ideológica, repercute a su vez sobre la base económica y puede, dentro de ciertos límites, modificarla. La base del derecho de herencia, presuponiendo el mismo grado de evolución de la familia, es una base económica. A pesar de eso, será dificil demostrar que en Inglaterra, por ejemplo, la libertad absoluta de testar y en Fracia sus grandes restricciones, respondan en todos sus detalles a causas puramente económicas. Y ambos sistemas repercuten de modo muy considerable sobre la economía, puesto que influyen en el reparto de los bienes.
Por lo que se refiere a las esferas ideológicas que flotan aún más alto en el aire: la religión, la filosofía, etc., éstas tienen un fondo prehistórico de lo que hoy llamaríamos necedades, con que la historia se encuentra y acepta. Estas diversas ideas falsas acerca de la naturaleza, el carácter del hombre mismo, los espíritus, las fuerzas mágicas, etc., se basan siempre en factores económicos de aspecto negativo; el incipiente desarrollo económico del período prehistórico tiene, por complemento, y también en parte por condición, e incluso por causa, las falsas ideas acerca de la naturaleza. Y aunque las necesidades económicas habían sido, y lo siguieron siendo cada vez más, el acicate principal del conocimiento progresivo de la naturaleza, sería, no obstante, una pedantería querer buscar a todas estas necedades primitivas una explicación económica. La historia de las ciencias es la historia de la gradual superación de estas necedades, o bien de su sustitución por otras nuevas, aunque menos absurdas. Los hombres que se cuidan de esto pertenecen, a su vez, a órbitas especiales de la división del trabajo y creen laborar en un campo independiente. Y en cuanto forman un grupo independiente dentro de la división social del trabajo, sus producciones, sin exceptuar sus errores, influyen de rechazo sobre todo el desarrollo social, incluso el económico. Pero, a pesar de todo, también ellos se hallan bajo la influencia dominante del desarrollo económico. En la filosofía, por ejemplo, donde más fácilmente se puede comprobar esto es en el período burgués. Hobbes fue el primer materialista moderno (en el sentido del siglo XVIII), pero absolutista, en una época en que la monarquía absoluta florecía en toda Europa y en Inglaterra empezaba a dar la batalla al pueblo. Locke era, lo mismo en religión que en política, un hijo de la transacción de clases de 1688 [3]. Los deístas ingleses [4] y sus más consecuentes continuadores, los materialistas franceses, eran los auténticos filósofos de la burguesía, y los franceses lo eran incluso de la revolución burguesa. En la filosofía alemana, desde Kant hasta Hegel, se impone el filisteo alemán, unas veces positiva y otras veces negativamente. Pero, como campo circunscrito de la división del trabajo, la filosofía de cada época tiene como premisa un determinado material de ideas que le legan sus predecesores y del que arranca. Así se explica que países económicamente atrasados puedan, sin embargo, llevar la batuta en materia de filosofía: primero fue Francia, en el siglo XVIII, respecto a Inglaterra, en cuya filosofía se apoyaban los franceses; más tarde, Alemania respecto a ambos países. Pero en Francia como en Alemania, la filosofía, como el florecimiento general de la literatura durante aquel período, era también el resultado de un auge económico. Para mí, la supremacía final del desarrollo económico, incluso sobre estos campos, es incuestionable, pero se opera dentro de las condiciones impuestas por el campo concreto: en la filosofía, por ejemplo, por la acción de influencias económicas (que a su vez, en la mayoría de los casos, sólo operan bajo su disfraz político, etc) sobre el material filosófico existente, suministrado por los predecesores. Aquí, la economía no crea nada a novo, pero determina el modo cómo se modifica y desarolla el material de ideas preexistente, y aun esto casi siempre de un modo indirecto, ya que son los reflejos políticos, jurídicos, morales, los que en mayor grado ejercen una influencia directa sobre la filosofía.
Respecto a la religión, ya he dicho lo más necesario en el último capítulo de mi libro sobre Feuerbach [*].
Por tanto, si Barth cree que nosotros negamos todas y cada una de las repercusiones de los reflejos políticos, etc., del movimiento económico sobre este mismo movimiento económico, lucha contra molinos de viento. Le bastará con leer «El Dieciocho Brumario» [**], de Marx, obra que trata casi exclusivamente del papel especial que desempeñan las luchas y los acontecimientos políticos, claro está que dentro de su supeditación general a las condiciones económicas. O «El Capital», por ejemplo, el capítulo que trata de la jornada de trabajo[***], donde la legislación, que es, desde luego, un acto político, ejerce una influencia tan tajante. O el capítulo dedicado a la historia de la burguesía (capítulo 24 [****]). Si el poder político es económicamente impotente, ¿por qué entonces luchamos por la dictadura política del proletariado? ¡La violencia (es decir, el poder del Estado) es también una potencia económica!.
Pero no dispongo de tiempo ahora para criticar el libro de Barth [5]. Hay que aguardar a que aparezca el tercer tomo[*****]; por lo demás, creo que también Bernstein, por ejemplo, podrá hacerlo cumplidamente.
De lo que adolecen todos estos señores, es de falta de dialéctica. No ven más que causas aquí y efectos allí. Que esto es una vacua abstracción, que en el mundo real esas antítesis polares metafísicas no existen más que en momentos de crisis y que la gran trayectoria de las cosas discurre toda ella bajo forma de acciones y reacciones –aunque de fuerzas muy desiguales, la más fuerte, más primaria y más decisiva de las cuales es el movimiento económico–, que aquí no hay nada absoluto y todo es relativo, es cosa que ellos no ven; para ellos, no ha existido Hegel….
Traducido del alemán.
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[1] Engels enumera los periódicos socialdemócratas en los que en febrero de 1891 fueron insertadas correspondencias que aprobaban en lo fundamental, la publicación de la obra de Marx «Crítica del Programa de Gotha».
[2] Aquí y en adelante, Engels no entiende por «Código de Napoleón» únicamente el «Code civil» (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.
[3] La historiografía burguesa inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.-
[4] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.-
[5] 292 Trátase del libro de P. Barth «Die Geschichtsphilosophie Hegels und Hegelianer bis auf Marx und Hartmann» («Filosofía de la historia de Hegel y de los hegelianos hasta Marx y Hartmann») publicado en Leipzig en 1890.
[*] Véase C. Marx & F. Engels, Obras escogidas, en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), tomo III, págs. 391-395.
[**] Véase C. Marx & F. Engels, Obras escogidas, en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), , t. 1, págs. 408-498.
[***] Véase C. Marx, El Capital, t. I. (N. de la Edit.)
[****] Véase C. Marx & F. Engels, Obras escogidas, en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. 2, págs. 101-147.
[*****] Véase C. Marx, «El Capital», t. III. (N. de la Edit.)