Estamos en una campaña electoral insustancial como pocas veces. El nivel de discusión política pasa por las metidas de pata de lxs candidatxs, las frases desafortunadas y los temas totalmente ajenos al futuro de la vida y el trabajo de la mayoría de la población. Cuando se filtra la verdadera agenda de la clase capitalista es por accidente o porque la plantean outsiders fascistoides como Milei o Espert, que tienen poco y nada que perder.
No es de extrañar, porque más allá de sus diferencias reales en ritmos, tonos y estilos, en el tema que va a ocupar el centro de la escena en materia económica, el próximo acuerdo con el FMI, hay absoluto consenso entre todas las fuerzas del sistema. Es decir, hay que firmarlo cuanto antes, y aceptar la condicionalidad que siempre implican estos acuerdos por –como mínimo– diez años. Pero, curiosamente, ninguna de las fuerzas políticas del sistema hace la menor mención de este muerto en el placard, o más bien de este elefante en la habitación.
Para que se entienda: estamos hablando de que este gobierno comprometerá todo lo que le queda de gestión y los dos mandatos presidenciales que siguen, íntegros, al control, las “recomendaciones”, la agenda y las eventuales sanciones del organismo internacional que ha perpetrado todos y cada uno de los planes de ajuste económico contra la población desde el golpe militar de 1976. ¿Y de qué se habla en campaña, en los medios y en los afiches? De si fumar marihuana es bueno en Palermo pero malo en la Villa 31, de las cualidades erógenas del peronismo, de si es más escandalosa la foto en Olivos con los amigos del presidente violando los cuidados de pandemia o las marchas anticuarentena organizadas por los mismos que se horrorizan de Alberto violando la cuarentena.
Lo que el gobierno y la oposición de derecha callan es, sencillamente, que se viene una Argentina enfeudada al FMI, con todas sus consecuencias. ¿Qué pueden decir de eso Macri y Cambiemos, si son los que nos llevaron al FMI? ¿Qué pueden decir de eso Alberto, Cristina y el kirchnerismo, si se preparan para aceptar esa situación como cosa juzgada e inmodificable, y hasta pretenden estirar lo más posible en el tiempo ese vínculo, que nunca ha significado otra cosa que sometimiento económico, pérdida de soberanía política y sufrimiento social?
Esta coincidencia esencial –que unos y otros quieren ocultar, por razones obvias– obedece a una sola razón: ni el kirchnerismo ni mucho menos el macrismo tienen nada nuevo que ofrecer ni solución que aportar a las rémoras estructurales del capitalismo argentino (que ambos, cada cual a su manera, ayudaron a perpetuar y consolidar). El hecho de que a ninguna de las fuerzas políticas del sistema se le ocurra hoy mejor idea que volver a acudir al FMI como tabla de salvación es la confesión más palmaria del fracaso de la clase capitalista argentina y de su elenco político.
Esto es el diagnóstico general. Pasemos ahora a mirar el panorama más en detalle.
Un contexto internacional con más sombras que luces
En otras ocasiones –por ejemplo, en la primera década de este siglo–, el contexto internacional económico o político ayudó a disimular la crisis crónica que arrastra el capitalismo argentino. Hoy eso no sucede.
Es cierto que hay dos factores de la economía internacional que juegan moderadamente a favor. El primero es que la reactivación económica global, producto de la lenta y desigual “salida de la pandemia” (esas comillas son imprescindibles) incluye una revitalización de la demanda de materias primas, en particular por parte de China. Eso redunda en precios relativamente altos de las commodities agrícolas y mineros, que en el caso de Argentina significa buenos ingresos de divisas por la soja y sus derivados. Lo cual, a su vez, alivia –de modo temporario y parcial– la penuria de dólares típica de países “emergentes” y más todavía (por razones específicas) de la Argentina. El segundo es que el crecimiento económico que se vislumbraba arrollador en EEUU –y que había alimentado temores de un rebrote inflacionario– parece haberse desacelerado a un ritmo mucho menos espectacular. Esto es relevante, porque una suba fuerte de la inflación hubiera obligado, más pronto que tarde, a la Reserva Federal (el equivalente al banco central yanqui), a subir la tasa de interés, con el consiguiente y peligroso impacto en los países de alto endeudamiento externo relativo, como Argentina.
Pero hasta aquí llegan las buenas noticias en el plano internacional. Como dijimos, la recuperación económica es muy desigual, y en general beneficia más a los países más desarrollados, que pudieron avanzar más en la inmunización de su población y que además tienen margen fiscal para sostener a los sectores sociales afectados. La Argentina está en un nivel aceptable en el primer rubro, pero pésimo en el segundo, a punto tal que ni siquiera puede aprovechar la lluvia gratis de divisas que significó el reparto de los DEG (la moneda del FMI), por un monto de 4.300 millones de dólares (cerca del 1% del PBI) para contención social. Al contrario, por recomendación expresa de Cristina –y en sentido opuesto a lo que habían sugerido hace un par de meses, antes de hacer bien las cuentas–, ese maná inesperado no va a servir para aliviar la situación de millones de personas que lo necesitan, sino exclusivamente para atender la deuda… con el propio FMI. De esa manera, la “transferencia” de ese montón de recursos se convierte en un simple asiento contable, tal como en las mejores épocas de los “préstamos” del FMI que en realidad se aplicaban a cancelar préstamos anteriores, y al país no entraba un solo dólar.
Por otra parte, es casi un hecho que la Reserva Federal de EEUU va a comenzar la reducción de su programa de expansión fiscal (el “alivio cuantitativo”), proceso conocido como “tapering”. El antecedente inmediato es el de 2013, cuando el “taper tantrum” (el “berrinche” de los mercados, asustados por un súbito descenso de la liquidez) golpeó especialmente a los países emergentes con deuda elevada. En Argentina, el rebote de esto fue la presión cambiaria que derivó en la devaluación (y posterior recesión) de 2014. Aunque seguramente esta vez se hará con más precaución, el consenso de los analistas es que de una manera u otra significará una mala noticia para los países como Argentina (y su principal socio comercial, Brasil), con el resultado de condiciones financieras más estrictas para tomar deuda y atraer inversiones.
En resumen, lo que puede esperar el gobierno de las condiciones económicas internacionales son a) precios bastante buenos para las commodities, al menos por un tiempo, b) bajas chances de flujos de inversión externa importantes, c) mayores restricciones para emitir deuda pública (desde ya, una vez que se cierre el acuerdo con el FMI) y tal vez d) una eventual suba de tasas de interés que complicaría la relación con los acreedores privados actuales y futuros.
La pesada herencia de Macri (que Alberto dejó intacta)
La herencia que dejó Macri en términos macroeconómicos es conocida: deuda inmensa en dólares, deuda inmensa en pesos y un Estado con un déficit fiscal que sólo puede ser financiado tomando más deuda en pesos: no hay posibilidad de emisión de deuda en dólares. Ahora bien, emitir deuda en pesos, fuere vía el Tesoro, vía letras del BCRA o vía emisión de moneda, sólo puede acrecentar la presión inflacionaria (con un piso del 40-50%) y/o generar una bola de nieve de letras como la que estuvo a punto de explotarle a Macri con las Lebac. Este panorama no ha cambiado en lo esencial, con el agravante de que el contexto de pandemia –que se mantiene pese a la baja de casos– extiende la presión sobre ciertos gastos del Estado que son ineludibles.
Alberto Fernández, sobre este esquema, generó hasta ahora un solo cambio parcial, por otra parte obligado: la renegociación de una deuda externa con los acreedores privados, que estaba en niveles de default. Los bonistas aceptaron una quita más grande de lo que hubieran preferido, pero bastante menor de la que suele jactarse el gobierno. Ahora bien, esos acreedores hoy están muy descontentos con el mal negocio que hicieron: como el panorama no está nada despejado en términos del conjunto de la deuda pública, los bonos canjeados están cotizando, otra vez, a niveles no muy lejanos a cifras de default. Por eso piden a los gritos un acuerdo ya con el FMI, que aliviaría al fisco argentino los pagos al Fondo… y garantizaría más seriamente los pagos de la deuda privada, con lo que los bonos volverían a valores más aceptables. Veremos enseguida que el plan del gobierno, en el fondo, no es ni muy distinto ni muy contradictorio con éste.
La deuda pública tiene tres grandes acreedores (obviamente, no contamos al propio Estado). Uno son los privados extranjeros, con bonos en dólares. Otro es el FMI y demás organismos. El tercero son los fondos de inversión y bancos de actuación local que toman deuda pública en pesos. El gobierno sabe que no puede sostenerse financieramente con dos patas: necesita las tres. Pero cada una requiere equilibrios, y genera peligros, distintos. La primera pata, como vimos, ya está renegociada, pero su estabilidad depende en lo inmediato de que se acomode la segunda, el arreglo con el Fondo. Veamos eso.
El acuerdo con el FMI ya está cerrado en lo esencial
El regalito de Macri de 45.000 millones de deuda adicional con el FMI –sumados al festival anterior de endeudamiento en bonos con los privados–, que fueron fugados al exterior o fumados en las sucesivas crisis cambiarias de 2018-2019, requiere de un acuerdo aparte, cuya premisa básica es que los vencimientos del acuerdo original son sencillamente imposibles de pagar. En 2022 vencen 18.000 millones de dólares y en 2023 otros 19.000 millones. Pero ni hace falta que lleguemos tan lejos: si no fuera por el aporte caído del cielo de los DEG que repartió el FMI a todos sus miembros –a Argentina le tocaron 4.300 millones de dólares–, el Estado argentino no podría terminar de cancelar siquiera los vencimientos de este año, que no llegan a 4.000 millones de dólares. O, si lo hiciera, se quedaría prácticamente sin reservas netas, con la certeza casi absoluta de mega devaluación después de las elecciones. Cosa que igualmente no está descartada.
Las negociaciones han sido bastante más amigables que otras similares, por dos razones. Primera, ambas partes saben que el acuerdo es inevitable; un default argentino con el Fondo sería visto como una catástrofe desde los dos lados del mostrador. Segunda, el FMI viene bastante escaldado con Argentina, que es un verdadero karma para el organismo: ningún otro país le ha generado tanto desprestigio al ente y a sus funcionarios. Es vox populi que el acuerdo con Argentina en 2018 y sobre todo la aprobación del tramo de 10.000 millones de dólares en 2019, cuando todos los números técnicos daban mal, fue una decisión puramente política de rescatar al gobierno de Macri, gran aliado de EEUU en la región. Por supuesto, se hizo la vista gorda y no hubo ejecuciones de directivos en público porque son todos del mismo palo, pero en privado todos entienden que tapar un papelón así con un default es una pésima idea.
De modo que en los puntos más importantes del arreglo para renegociar los plazos y tasas de la deuda actual con el Fondo ya hay fumata blanca. A saber: 1) será un acuerdo de facilidades extendidas (sigla en inglés EFF) a 10 años (el plazo máximo), no un stand by de tres o cuatro años como el anterior; 2) el período de gracia sería de por lo menos tres años, durante los cuales no se pagaría nada (al FMI, que quede claro, no al resto de los acreedores privados); 3) la tasa de interés, que en el acuerdo de Macri era del 4,5% anual (de las más altas que cobraba el Fondo, porque incluía punitorios), quedaría en la tasa preferencial habitual del 1,5% (lo que alivia un poco el volumen total); 4) el gobierno, y especialmente Cristina Fernández, querían un acuerdo a veinte años (!), lo que está fuera de los estatutos del FMI. Como señal más bien simbólica de buena voluntad con el país, se incluirá una cláusula que estipula que si en el futuro el plazo máximo del EFF se extiende a más de diez años, el acuerdo con Argentina se estiraría de manera automática.
Si lo más importante ya está resuelto ¿por qué no se firma ya mismo? Primero y principal, porque Kristalina y Cía. son sensibles a las necesidades políticas de un gobierno que tiene elecciones de medio término encima. El Fondo quiere firmar, el kirchnerismo quiere firmar, la clase capitalista se muere de ganas de que firmen, los “mercados” reclaman la firma. Pero decirle al pueblo argentino en la campaña electoral “miren qué gran acuerdo hicimos con el FMI, vótennos tranquilos”, por alguna misteriosa razón, el gobierno considera que no es lo más conveniente.
Lo cual confirma que los figurones de Juntos (ex Juntos por el Cambio, ex Cambiemos) son grandes productores de cinismo, pero no tienen el monopolio. Lxs dirigentes kirchneristas, empezando por Cristina Fernández, que cacarean contra “las imposiciones del FMI” en los estrados de campaña y en los medios, son los mismos que ahora se avienen mansamente a aceptar el ajuste de tuercas (y de gastos) que el Fondo, para beneplácito de los bonistas privados y el resto del mercado, exigirá como contrapartida del acuerdo. ¡Y no sólo lo aceptan, sino que hasta piden que ese yugo de dependencia que siempre han sido las misiones de control del FMI se extienda por dos décadas! Eso sí, por las dudas el acuerdo lo firman después de las elecciones. Es decir, una vez que ya tengan en la mano los votos de los progres incautos, tan encandilados con los discursos de tribuna que no se molestan en leer las noticias en el diario que van en sentido exactamente opuesto.
Francamente, no se entiende por qué los kirchneristas se burlaban de Macri cuando pedía que “nos enamoremos de Christine Lagarde”, siendo que Cristina Fernández quiere directamente un contrato matrimonial a largo plazo entre Argentina y el FMI.
Y a todo esto, ni siquiera el arreglo con el Fondo es garantía de estabilidad macroeconómica, porque “resuelve” (al modo argentino, esto es, patea para adelante) la cuestión urgente de los pagos de deuda en dólares, pero deja en pie el tercer pilar del endeudamiento: la deuda en pesos y el financiamiento de un Estado cuya caja vive en raquitismo crónico. A eso nos referiremos ahora.
La bomba de tiempo de la deuda pública en pesos
Como señalamos, el Estado argentino destina casi todos los dólares que le ingresan al servicio de deuda; sus gastos corrientes los financia en pesos, endeudándose con bancos y fondos de inversión. Pero mientras el Estado no genere capacidad de repago real vía el aumento de sus ingresos –o, como reclaman los liberales, neoliberales y liberfachos, vía la reducción del gasto público social–, estará condenado a financiar gasto con deuda y pagar esa deuda con más deuda, en una bola de nieve que ya vimos con Macri y que ahora sólo tiene siglas distintas (hoy la estrella son las Leliq, no las Lebac), pero igual contenido. La llamada “deuda remunerada” del Banco Central (las letras y pases, que son préstamos de bancos utilizados para “esterilizar” la emisión de moneda para que ésta no vaya a la circulación y genere inflación) ya está en los 3,7 billones (millones de millones) de pesos, o sea unos 37.000 millones de dólares al cambio oficial. Esto equivale a una vez y media (150%) el monto total de la base monetaria, es decir, el dinero circulante en efectivo y en cuentas bancarias con el que se realizan las transacciones cotidianas. A esto hay que agregar la deuda del Tesoro en bonos en pesos. Para decirlo sencillamente: volvió la bomba de tiempo. Con esa bomba pueden pasar tres cosas: explotar, desactivarse o correr el reloj para atrás hasta nuevo aviso. Como esto es Argentina, ya habrán adivinado cuál de las tres es la más habitual…
Esto se nota en situaciones que sólo registra la prensa especializada y que nunca llegan a los grandes titulares ni al noticiero de la tarde, pero son muy serias. Por lo pronto, el ministro Guzmán, queriendo hacer buena letra fiscal para que el Fondo apruebe su responsabilidad, propuso, y más o menos venía cumpliendo, que el Estado se financiara cada vez más con emisiones del Tesoro y menos con emisión de moneda del BCRA (para simplificar: las segundas son inflacionarias; las primeras, no, o mucho menos). Naturalmente, limitar de esta manera el financiamiento del Estado tiene una traducción inmediata en medidas prácticas: menos IFE, menos presupuesto para sostener trabajadores y empresas afectados por la pandemia, más urgencia de reabrir actividades aunque el riesgo covid no esté controlado y un largo etcétera que puede completar cualquiera.
Esta ortodoxia es saludada por los mercados, pero es cada vez más difícil de cumplir. Cuando un bono del Tesoro vence –en general son de plazos cortos, entre 6 y 18 meses–, eso significa que hay que renovarlo o bien cancelarlo pagando (como si fuera un plazo fijo). Desde ya, pagar no se puede: hay que renovar el monto que vence con otro bono, en general con plazos y condiciones similares. Pero, ¿y si los acreedores desconfían, no renuevan y piden la plata? Ese espectro, que le quitaba el sueño a Caputo y Dujovne, empieza a volver, a juzgar por los resultados de las últimas licitaciones del Tesoro. Lo que no se renueva, hay que pagarlo. Y como plata no hay, sale de la emisión del Banco Central. Cosa que dinamita el esquema de “buena conducta” del ministro Guzmán y le mete presión a todo: al gasto fiscal, al balance del Banco Central, a la inflación e, indirectamente, al dólar. Que es el tema que sigue.
El eterno fantasma de la devaluación
En Argentina las divisas que ingresan por exportaciones tienen habitualmente dos destinos: lo que llega al Estado va a parar a los acreedores externos, y lo que se quedan los privados va a parar a las cuentas bancarias externas. Por razones que no podemos desarrollar aquí –pero dejamos una pista: el esquema se consolidó en los 90 bajo el menemato y nunca fue modificado, ni siquiera por los gobiernos “nacionales y populres”–, Argentina es un país bimonetario de hecho. Los capitalistas vinculados al mercado mundial piensan, cobran y ahorran (fuera de Argentina, claro) en dólares: no debe haber muchos países del mundo cuya clase capitalista tenga atesoradas, en paraísos fiscales, divisas por el equivalente de un PBI. El resto de la población cobramos en pesos, gastamos en pesos y rogamos que el dólar no suba, porque si eso pasa se dispara la inflación. Los egresos por turismo al exterior y el hecho demencial de que el mercado inmobiliario esté dolarizado complican más el panorama de demanda de dólares.
Esa penuria crónica de divisas hace que la economía viva bajo una expectativa permanente de devaluación, que explica en parte por qué Argentina es uno de los tres o cuatro países del mundo con inflación constante de dos dígitos desde hace décadas. Las coyunturas económicas en este país pueden dividirse en dos situaciones: “Se viene una devaluación” y “ya pasó la devaluación; ojalá no venga otra”. Precios, salarios e ingresos del Estado se mueven, atados con una soga más corta o más larga, más tensa o más laxa, a esa variable. Que además aparece como una fuerza externa, dado que no hay control de cambios ni nacionalización del comercio exterior (ni al más peronista de los kirchneristas se le ocurrió jamás reeditar el IAPI del primer peronismo, un ente que operaba como control estatal de hecho del comercio exterior).
Así, la pregunta que se hacen todos, desde los 30 grandes actores económicos a los que se da el púdico nombre de “los mercados” hasta el último jubilado y la última asalariada, es si después de las elecciones va a haber devaluación o no. Porque eso define si los primeros reanudan su fuga de divisas –o, por ejemplo, se niegan a renovar sus títulos en pesos– y si los segundos compran un par de litros de aceite de girasol antes de que el precio se vuelva a dolarizar y se vaya a las nubes.
¿De qué depende? Para los capitalistas y los partidos políticos del sistema, como vimos, esencialmente de una cosa: cerrar el acuerdo con el FMI. Eso, en la jerga de los economistas liberales, “restituiría la confianza”. Dicho en criollo: daría razonables garantías a quienes le prestaron plata al Estado argentino de que sus acreencias serán respetadas y se honrarán los pagos de la deuda.
La pregunta que se deberían hacer los sectores explotados y oprimidos de este país es: ¿qué condiciones exigirá el FMI a este gobierno y a los dos –o cuatro, si prospera la idea del kirchnerismo– siguientes para convalidar ese acuerdo, que hoy es la única carpa que tienen el Estado y el capitalismo argentino contra la intemperie financiera y cambiaria? No hay que rascarse mucho la cabeza para imaginarlas; todos las conocemos y son las mismas de siempre. Por algo ahora hasta la burocracia sindical empieza a hablar de “balancear los derechos laborales con la necesidad de trabajar”.
Los verdaderos “dos modelos en pugna”
Cada tanto, durante la campaña, algún candidato oficialista intenta refritar discursos del kirchnerismo de otrora sobre industria, empleo e inversiones productivas, pensando que eso establece diferencias con el macrismo, anclado en el agro y las finanzas. El lento reanimamiento de la actividad, gracias al aflojamiento de restricciones que acompaña la baja de casos de coronavirus, alimenta esas veleidades de “crecimiento sostenido”, o de “dos modelos en pugna”, como los bautizó el presidente. El macrismo, acaso resentido por su récord de tres años de recesión sobre cuatro de gestión, responde que se trata del “rebote del gato muerto” (expresión nacida en el ámbito bursátil para describir una suba temporaria de unas acciones que están condenadas).
En realidad, ni tanto ni tan poco. Se trata, más bien, de que habiendo dejado atrás –esperemos– lo peor de la caída por la pandemia, Argentina vuelve de a poco a la normalidad del siglo XXI (excepto un lustro de recuperación tras la catástrofe de 2001). ¿Cuál es esa normalidad? Pues un crecimiento mediocre o limitado estructuralmente por la carencia de un flujo significativo de inversión, con una tremenda escasez de divisas –incluyendo una monumental fuga de capitales y fuertes pagos de deuda externa–, finanzas fiscales de raquitismo permanente y una estructura económica escindida: un agro competitivo que genera divisas pero no empleo, y una industria poco competitiva que devora divisas vía insumos importados pero que sostiene la mayor parte del empleo urbano (aunque en condiciones de creciente precariedad).
Como vimos, la variable que condensa todos estos desequilibrios es la cotización del dólar, esto es, la llave de la relación de la economía argentina con el mercado global y la división internacional del trabajo.
El “modelo macrista” ya lo vimos y padecimos: muchos dólares para los capitalistas, pocos pesos para los asalariados y un Estado cada vez con menos ingresos genuinos, obligado a endeudarse de manera tan poco sostenible que el esquema duró exactamente dos años y medio. Lo que los neoliberales funcionarios y amigos de Macri –y ahora los liberfachos– querían agregar a este modelo era una reformulación completa del funcionamiento del Estado y de las relaciones laborales. Lo que ellos llamaban “la decadencia peronista” no es otra cosa que las relaciones de fuerza en la sociedad y en los lugares de trabajo. En el fondo, el plan era liberar la “destrucción creativa” en un mercado laboral completamente desregulado y “uberizado”, para emparejar un poco más la “productividad” de la industria y los servicios con la productividad natural del campo argentino.
Pero este proyecto –que en último análisis fue derrotado en las calles el 14 y 18 de diciembre de 2017– no significaba otra cosa que un suicidio fiscal para el Estado y un genocidio social para los trabajadores. Porque en este país las reglas de los manuales de economía funcionan de manera peculiar. Si se eliminan impuestos a los patrones y se les regala flexibilización laboral, el resultado no es un gran flujo de inversiones y una reconversión del conjunto de la economía hacia los servicios, después de un par de años algo traumáticos. No: la experiencia argentina –que ya vimos en los 90– es que se invierte lo mínimo posible, se paga lo mínimo posible de impuestos y se fuga lo máximo posible de divisas gracias a un mercado cambiario liberado. Mientras tanto, el Estado que tape los agujeros con el FMI y la sociedad que reviente; para esa eventualidad, se equipará generosamente a las fuerzas de seguridad. Eso son Macri, Milei, Espert y toda esa runfla.
El kirchnerismo busca compararse favorablemente con eso, pero lo único que tiene para ofrecer en lo económico es, en el mejor de los casos, crecimiento raquítico impulsado sobre todo con la poca inversión estatal que sobre después de pagar la deuda. Lo del “modelo productivo” capitalista es puro cuento: la tasa de inversión está clavada en un promedio del 18% del PBI desde hace más de una década, lo que apenas alcanza para renovar el capital fijo. Y es lógico, porque la acumulación capitalista local no se reinvierte sino que se atesora en las Bermudas, Delaware, Luxemburgo o la banca suiza (otra sería la situación del capitalismo argentino si los 350.000-400.000 millones de dólares que tienen los empresarios locales en paraísos fiscales fueran a parar a algún proyecto de inversión).
El famoso ejemplo de los ministros de Economía macristas que dejaban su propio patrimonio (el declarado, eh) en el exterior, sin aprovechar el blanqueo que ellos mismos le proponían al resto de los capitalistas, es muy ilustrativo de la práctica habitual de la burguesía argentina. Clase a la que el kirchnerismo no se propone disciplinar, sino seducir, y así le ha ido (al kirchnerismo, a la burguesía y sobre todo al país).
Hace ya varios años, el archi kirchnerista periodista e historiador Hernán Brienza se veía obligado a admitir que la “burguesía nacional” a la que el kirchnerismo apelaba continuamente en su relato no era en verdad más que un “unicornio azul”. La clase capitalista argentina realmente existente no tiene ni busca tener ninguno de los atributos míticos que le confiere el imaginario K: no es nacional, sino socia del imperialismo; no es emprendedora e independiente, sino fanática de los contratos con el Estado de ganancias garantizadas; no es progresista, sino ultra conservadora incluso en temas “socioculturales” como las minorías sexuales y el aborto; no tiene visión estratégica, sino un cortoplacismo estructural que al primer obstáculo huye despavorida a fugar sus capitales (y a veces, sus personas) al exterior.
De allí que cuando se ponen en realistas y hacen números en serio, los propios kirchneristas ven que su “modelo productivo” –salvo que se lo intente construir de cero, para lo cual no hay voluntad ni recursos– sólo puede apoyarse en lo de siempre: a) exportaciones del agro y la minería (sectores a los piden por favor que paguen alguito de retenciones para que el Estado funcione), b) industrias protegidas o subsidiadas (el caso de las automotrices es paradigmático), c) pymes ineficientes que dan empleo pero también requieren subsidios y/o protección, y d) obra pública (siempre y cuando los pagos de deuda lo permitan).
Como esto no es un verdadero modelo de desarrollo capitalista sustentable –en eso, los críticos neoliberales no se equivocan–, este esquema frágil sólo permite una administración tortuosa de recursos escasos hasta la próxima crisis. Que puede venir de cualquiera de las múltiples vías de agua que inundan este barco, llámese escasez de divisas, crisis fiscal, crisis cambiaria, recesión, inflación galopante o varias de esas cosas juntas.
En cuanto a la supuesta “visión de largo plazo” que a veces buscan atribuirse unos u otros, es el colmo del cinismo. Ni macristas ni kirchneristas son capaces de pensar ningún horizonte que exceda la próxima elección, y por muy buenas razones: ¿de dónde van a sacar “mirada estratégica” en una clase que jamás la ha tenido? Aquí lo más que hemos visto, tanto en la clase capitalista como en sus representantes políticos, es un poco de viveza o cintura para adaptarse, a puro pragmatismo y sin plan alguno, a condiciones externas que son vistas como una fatalidad inescapable. Esas “soluciones” funcionan hasta que las condiciones vuelven a cambiar y se pasa al remiendo siguiente.
Por lo tanto, ninguno de los supuestos “modelos en pugna”, pese a sus reales diferencias, ofrece en el fondo la menor perspectiva de salir del círculo de hierro de una estructura productiva y un comercio exterior extranjerizados que perpetúan el endeudamiento crónico, lo que a su vez perpetúa el ajuste fiscal infinito monitoreado por el FMI. Con ese Estado desfinanciado e incapaz de cambiar las condiciones de funcionamiento del capitalismo dependiente argentino, el único horizonte posible es el creciente deterioro de las condiciones de vida y de trabajo para las amplias mayorías, en un contexto de inflación indomable, pobreza estructural que nunca baja y precarización laboral de hecho o de derecho.
El único “modelo” alternativo a este fracaso histórico de todos los proyectos de sociedad del capitalismo argentino es uno que tenga las premisas opuestas al actual. Que rompa con el FMI y le devuelva a la sociedad los recursos –incluidos las divisas– que hoy se apropian los grandes grupos exportadores. Que priorice la vida, la salud y el bienestar de los trabajadores por sobre las ganancias de los empresarios. Que corte las cadenas de la dependencia del financiamiento exterior forjadas por una deuda ilegal, inmoral y que además ya fue pagada, y varias veces (¡sólo bajo la gestión de Cristina Fernández, según ella misma, se pagaron 190.000 millones de dólares a los acreedores!). En una palabra, el comienzo de la puesta en marcha de un modelo de los trabajadores, anticapitalista y socialista.