Ni el más afiebrado activista de izquierda se hubiera imaginado que este debate se hubiera puesto de manera masiva sobre la mesa de esta forma nada menos que en Estados Unidos. El asesinato de George Floyd hizo tambalear las instituciones capitalistas de la principal potencia mundial de modo tal que todo lo que parecía imposible ahora es necesario, ineludible.
Desesperado, Trump no quiere dejar margen alguno para un movimiento que le ata las manos como nunca antes: “¡Ley y orden!” proclama en redes sociales con su verborrágico derechismo habitual. Se reúne para trazar sus planes con lo más alto del liderazgo represivo de los Estados Unidos, tratando de frenar las olas de la movilización con las manos y el terremoto de las instituciones con los pies. Se reunió en la Casa Blanca con sus allegados y los representantes de los intereses policiales sin otra iniciativa que gesticular su apoyo a los vestidos de azul. No pudo tomar otra medida luego de retroceder en la militarización de Washington DC.
En contraste directo, la profundidad de las movilizaciones en Minneapolis le ha torcido el brazo al régimen hasta no dejar un solo hueso intacto: el consejo municipal votó el martes pasado la disolución de su departamento de policía. La agencia policial local de más de 800 miembros sería entonces completamente desmantelada, para empezar todo de nuevo. La presidente del consejo sostuvo que, evidentemente, las reformas graduales no funcionaban. Fue necesario que antes pierdan ellos mismos el control de la ciudad para notarlo. La rebelión rompió el cerrojo que protegía al gobierno local, éste le dice que bien roto está y promete poner uno nuevo en el que compartan las llaves.
Entre estos dos “extremos”, el debate sobre la policía en Estados Unidos cubre de arriba para abajo, en todas las direcciones, el territorio estadounidense. La crisis ha sido tan grave que por primera vez en muchas décadas el propio régimen de la democracia capitalista se ve obligado a mostrar voluntad de auto transformación.
En la cámara baja del Congreso (la Cámara de Representantes), los demócratas hacen su jugada habitual para meterse la movilización en el bolsillo: están impulsando su propia reforma de la policía para sacarle la iniciativa a la calle. Nancy Pelosi, líder demócrata en el Congreso, sostuvo que: “no podemos aceptar nada menos que cambios estructurales”.
Por su parte, Schumer, el líder del bloque demócrata en el senado, intentó subir el tono épico de su proyecto: “los demócratas darán una batalla infernal para hacer esto realidad” y “ahora, todos los americanos, colectivamente, debemos levantar nuestras voces”.
La reforma demócrata, presentada con esa mística radicalizada que parece salida de una barricada tendría medidas como prohibir a la policía ahorcar a las personas detenidas (¿en serio? ¿no estaba prohibido?), hacer ilegal los linchamientos (realmente cuesta creer que no fueran ilegales ya) y cosas tan “estructurales” como esa. Pero incluso estas medidas que son menos que tibias (haber salido de la Edad Media debería hacerlas sentido común) probablemente no pasen por el Senado de mayoría republicana.
En Nueva York, se ha establecido una discusión bastante más “radical” que las ridículas iniciativas demócratas a nivel federal: el desfinanciamiento de la policía (la NYPD por sus siglas en inglés). Se trata de la fuerza policial más pertrechada de todo el país. Pero incluso lográndose tal “defund”, como mucho lograrían llevar la situación a los años anteriores al 2014. Desde la asunción del actual alcalde de la ciudad (de Blasio), los fondos de la Policía de Nueva York pasaron de mil millones a 6 mil millones de dólares.
Este mapa caleidoscópico de las reformas planteadas desde arriba como respuesta a la inmensa crisis que viven los Estados Unidos se vuelve más interesante y variado cuando miramos más abajo, cuando posamos los ojos en las calles en vez de las pulcras oficinas de los funcionarios. Allí, la pérdida del control y el poder por parte de las fuerzas represivas se ha convertido en un hecho mucho antes de que demócratas y republicanos pudieran siquiera darse cuenta de qué los había golpeado en la cabeza.
Los hechos están muy por delante del “derecho”. Si la represión intenta recuperar el control, lo pierde. Donde hubo toques de queda, nadie hizo caso, la movilización simplemente lo desplazó a un costado como quien aparta una piedra del camino. Los toques de queda se levantan luego de que nadie los respete.
Las llamas de la comisaría de Minneapolis y las imágenes que recorrieron el mundo hablan por sí mismas. Allí, el alcalde fue echado de una manifestación luego de negarse a comprometerse a desmantelar el aparato policial.
En otros puntos, la policía simplemente no puede hacer otra cosa que dejar paso a la rebelión, cuando no directamente romper filas y ayudar. En Nueva York, los uniformados retiraron las vallas para que las manifestaciones puedan llegar a las propiedades de Trump.
En California, los uniformados miran desde un costado como pasan las movilizaciones y nadie lleva la cuenta de la cantidad de patrulleros perdidos entre las llamas.
Significativamente, circularon por las redes sociales muchos casos de policías y miembros de la Guardia Nacional arrodillados ante los manifestantes, por convicción o por miedo, en señal de respeto. Este fenómeno de ruptura interna entre los represores, de relajamiento de la disciplina por presión de la rabia popular, es de suma importancia: se trata del planteamiento del paso de miembros del bando de la represión al de los reprimidos, clásico fenómeno de las revoluciones más profundas de la historia.
Donde la represión arrecia e intenta recuperar el control, lo pierde por la fuerza. Es el caso de Seattle, donde barrios y zonas enteras están controladas por la rebelión. La policía dejó tapiadas sus ventanas, con las comisarías abandonadas a su suerte.
Si el régimen de la “democracia” imperialista abre el debate de la “reforma” o la disolución de la policía es porque de hecho ya lo hizo la rebelión sin preocuparse por presentarlo en ninguna mesa de entrada. La calle ha demostrado ser un laberinto más fácil de cruzar para la voluntad popular que el de los pasillos de las instituciones capitalistas.
Es indisputablemente profundo que las masas de los Estados Unidos estén viviendo el día a día cruzado por el debate de la abolición de la policía. En pocas semanas, el que parecía ser el país más conservador del mundo se radicalizó más que buena parte de la “izquierda revolucionaria” mundial, que no quería hablar más que de la elección de un comisario y la sindicalización de los policías. Incluso la CNN pone ejemplos de casos “exitosos” de desmantelamiento de la policía.
Es evidente que la rebelión ha llegado a una encrucijada. La inmensa contradicción de la situación es que se ha cuestionado hasta los cimientos de las fuerzas represivas pero siguen firmes en sus puestos los representantes de la democracia capitalista.
De formas diversas, el régimen político intenta recuperar el control haciendo reformas que no quería hacer pero sosteniendo la jerarquía de poder de la sociedad capitalista. Toda reforma que se haga en estas condiciones será inevitablemente limitada, un desvío necesario hacia la restauración del viejo chiquero de opresión social y racial. Intentarán (como en Minneapolis) empezar de cero, hacer una policía “ciudadana”, más cercana a “la comunidad”, con agentes bajando gatos de los árboles en vez de ahorcando negros en la calle.
Incluso en el caso en que se vieran obligados a desmantelar todas las agencias policiales actualmente existentes, si el poder sigue en sus manos la reconstrucción del monopolio de la fuerza sería bajo las mismas bases de la estructura de poder capitalista. En ella, los ricos son los dueños efectivos de la sociedad, el racismo es parte necesaria de su sistema de opresión y la policía tiene por única función sostener este régimen infame, el que ha sido conmovido hasta sus cimientos mismos por la rebelión.
No sería la primera vez (en el caso de concretarse, claro está) que un gobierno capitalista pierde el monopolio de la fuerza y se sostiene por el “consenso” de las masas explotadas y oprimidas, que no han llegado a la conclusión de que “sus representantes” son agentes pagos de la clase capitalista. Así sucedió en suelo republicano durante la guerra civil española, particularmente en Cataluña. Así fue en Berlín, donde la revolución de 1918 desbandó a la policía de un soplo. Pero los gobiernos “democráticos” se encargaron de construir una policía más “amigable”, que esperó a tiempos mejores para volver a la normalidad, para recuperar su poder absoluto sobre la vida de la gente. En los dos casos mencionados, la policía reconstruida desde cero acabó siendo un brazo armado más de regímenes fascistas. Su función social seguía siendo la misma, su brutalidad y racismo sólo se tomó un tiempo de espera.
La abolición de la policía en manos de demócratas y republicanos, de representantes y senadores, de alcaldes y consejeros municipales, es la política del Gatopardo: “es preciso que todo cambie para que todo siga como está”. Incluso en el caso extremo de que hicieran semejante concesión, no sería más que un camino más largo al mismo lugar.
Claramente no está todo dicho. Las masas en lucha están aprendiendo una inmensa lección histórica: todo lo que parecía inamovible es conmovido hasta sus cimientos, los pilares de granito de la sociedad se pueden desmoronar como montañas de arena, de grano en grano y de médano en médano, por el poder de la movilización.
La calle no ha perdido la iniciativa y todavía no ha sido encerrada por el limitado programa demócrata de engaño y estafa. Puede y debe cuestionar el poder de los mandamases de la sociedad, el sólo hecho de que se ha abierto el debate sobre la abolición de la policía lo demuestra. Necesita dar el paso de cuestionar al poder político más profundamente. La dinámica de las cosas parece mostrar que no le quedará otra alternativa.
A la cabeza del gobierno sigue habiendo un descarado racista, que hace semanas que siente como el suelo se mueve bajo sus pies. La movilización puede sacarse el chaleco de fuerza de la “democracia” imperialista yanqui si se pone como objetivo ir no sólo por el perro guardián, sino también por el dueño de la casa.